Marina Hidalgo Robles
La noción de Estado proxeneta la popularizó Sonia Sánchez, reconocida activista por los derechos de las mujeres en situación de prostitución. Sánchez plantea que el Estado, a través de su política pública y asistencial, es el gran garante de mantener a las mujeres en la situación de prostitución en la que se encuentran. Va más allá de ver algunos funcionarios o funcionarias cómplices de una u otra red de explotación, sino como un organizador de relaciones sociales, patriarcales y prostituyentes.
El Estado es más que un grupo de funcionarios y funcionarias corruptos, es un sistema de relaciones opresivas que mantiene tal como son unas relaciones de producción y reproducción que incluyen como elemento necesario el sometimiento de la mujer.
Con la organización moderna de la sociedad, las relaciones entre varones y mujeres se cristalizan en la familia patriarcal. Éstas se caracterizan por una primacía del varón adulto sobre la mujer y los niños y niñas, que es dueño de los bienes de que dispone esa familia por ser quien tiene asignado el rol de abastecerla. En contrapartida, la mujer es la responsable de la reproducción cotidiana: la procreación de los hijos e hijas y su crianza en el hogar. Sólo en épocas excepcionales las mujeres accedemos a un trabajo digno en iguales condiciones que los varones, y sólo una minoría de mujeres. Claro que esa minoría es mostrada por los estados y políticos del sistema como demostración de que la democracia logra la igualdad entre los géneros. Pero la verdad es bien distinta: la existencia de mujeres empresarias, presidentas y altas funcionarias de altos organismos se combina con la desocupación de las mujeres de clase trabajadora, incluso cuando hay un aumento del empleo en general, como sucedió en Argentina en la última década. La mayoría de las mujeres quedamos condenadas a los empleos de servicios, superexplotados, informales y de baja calificación. O a los planes sociales de miseria, como la Asignación Universal por Hijo, que irónicamente es presentada por el gobierno como el otorgamiento de un derecho cuando en realidad lo impone para evitar que las mujeres presionen sobre un mercado de trabajo que no puede ni quiere dejarlas entrar.
Esto hace que la salida económica para la mayoría de las mujeres siga siendo la maternidad, vivir del salario de un varón a cambio de parir y criar a sus hijos. La familia patriarcal es la institución donde se consuma este pacto desigual.
Con el trabajo doméstico garantizado por las mujeres, la sociedad resuelve el problema de la reproducción social de manera gratuita, pudiendo los varones dedicarse a la esfera de la producción económica, en un sistema de explotación capitalista (vender su fuerza de trabajo para conseguir el alimento necesario para él y su familia). Las mujeres cocinan, lavan la ropa, cuidan a los hijos e hijas, llevan a los enfermos al hospital, realizan las compras cotidianas, sin que el Estado ponga un solo peso. Y cuanto más ardua sea su labor, más reconocimiento va a obtener de los sectores más conservadores. A su vez, hijos e hijas irán asumiendo esos mismos lugares conforme vayan creciendo.
Este tipo de organización social patriarcal surge con el “fin formal de procrear hijos de una paternidad cierta, y esta paternidad se exige porque esos hijos, en calidad de herederos directos, han de entrar un día en posesión de los bienes de la fortuna paterna” (Engels: 68). De ahí el carácter monogámico de las relaciones modernas, que es la única forma de asegurar la identidad cierta de la paternidad. Sin embargo, esto es sólo una imposición para las mujeres, que llegan a ser víctimas de cualquier tipo de cruel castigo si es que deciden desobedecer tal mandato. Ahora bien, si sólo a los varones se les permite tener relaciones extramatrimoniales, ¿dónde están las mujeres que la sociedad proporciona para esto? La respuesta muy clara: en las redes de explotación sexual.
Con la imposición de la monogamia a las mujeres (y la negación cruda de su sexualidad) y la sumisión a las tareas domésticas se construyen las dos caras de la opresión hacia las mujeres: la madre y la puta.
Por esto decimos que el Estado proxeneta es más que algunos y algunas funcionarias cómplices o responsables de redes de explotación, sino que es el armado de las relaciones sociales patriarcales y capitalistas que empujen y mantienen a las mujeres en las redes de explotación sexual para el consumo de los varones. Con la combinación del sometimiento del cuerpo de las mujeres y la ausencia de un trabajo que les permita un ingreso económico nace la explotación sexual. En este armado, el Estado utiliza algunos mecanismos desde la política pública, como la entrega de preservativos o subsidios de alimentos como forma de paliar un poco la situación de extrema vulnerabilidad en la que se encuentran estas mujeres. Sin embargo, con estas acciones el Estado garantiza que estas mujeres sigan en la misma situación de sometimiento, sin modificarla un centímetro. Hablar de Estado proxeneta implica entender que antes de la explotación sexual ya hay sometimiento. Por eso la pelea contra esta forma de violencia incluye necesariamente la pelea contra el conjunto de relaciones de opresión y explotación, cuyo funcionamiento el Estado garantiza y facilita.
Cuando se propone como alternativa al sometimiento sexual de las mujeres el armado de cooperativas sexuales, se está negando el carácter patriarcal y capitalista del Estado donde se desarrolla esta forma de violencia.
En las jornadas y encuentros donde se presentan las defensoras del “trabajo sexual”, argumentan que en una cooperativa “hay 14 mujeres esperando debajo de la habitación donde está la trabajadora sexual, y si el cliente le hace algo, están las 14 esperando para hacérsela pagar”. Posiblemente sea cierto, pero también es cierto que una vez que el cliente “le hizo algo”, el daño o la violencia ya fue sufrido. Y seguramente el cliente “le haga algo”, porque los varones que consumen explotación sexual no lo hacen porque no les queda otra, lo hacen porque además del placer sexual están pagando por la decisión sobre el cuerpo de una mujer, que la mujer haga lo que él quiera, como él quiera, cuantas veces él quiera. De esto se trata el patriarcado. Y así lo exponen varios prostituyentes en el libro Lugar común. La prostitución de Silvia Chejter, donde se muestra el discurso de quienes consumen explotación sexual: “Después se me paró, pum, le pegué un poco en la cara a la mina, bien, bueno, se presta, se prestaron bien, no les quedaba otra, estaban en la loma del orto con 20 negros, si se retobaban un poco por ahí cobraban, no te digo que les vamos a pegar, pero …” (Chejter: 67). “Sí, tiene que ver con la guerra de sexos. De cogerse a alguien aunque no quiera, ponele. Que hay un montón de eso” (ídem: 68). Los prostituyentes no pagan sólo por una actividad sexual, sino por ser dueños del cuerpo de esa mujer; por eso, cuando se negocia el precio con un prostituyente, esta negociación incluye el uso del preservativo y el consumo de drogas.
También han planteado que en una cooperativa, al no haber un proxeneta, podrían libremente negociar la trabajadora sexual con el cliente el precio a pagar. Una vez más niegan la realidad de la que son parte, suponen que una cooperativa puede abstraerse, alejarse de las relaciones sociales patriarcales y capitalistas que ordenan la sociedad. El precio, el uso del preservativo, las actividades sexuales no los decide la mujer con el prostituyente en una negociación entre iguales; los determina el mercado de la explotación sexual. ¿Por qué un prostituyente va a pagar una suma de dinero en una cooperativa, si en la calle puede pagar hasta la mitad, y encima imponiendo sus condiciones?
Otro argumento que se escucha es que “se promueven las cooperativas sexuales para que las mujeres puedan desprenderse de los proxenetas y habilitar sus propios lugares con autonomía”. Para tener un local, departamento o cualquier lugar donde desarrollar el “trabajo sexual”, resulta necesario un capital que permita afrontar los gastos necesarios. La experiencia da sobrada cuenta de que las mujeres que se encuentran en situación de explotación sexual no son las mujeres de clase media, con algún ahorro en el banco, sino todo lo contrario: mujeres de bajos o nulos recursos económicos. En el reporte de la UNDOC de 2012 se muestra una comparación entre los momentos de mayor crisis económica y el aumento de la explotación se las mujeres. ¿Quién va a financiar lo necesario para una cooperativa? ¿Un subsidio del Estado? ¿Le vamos a pedir al Estado que financie el “trabajo sexual”? Entonces, volvemos a la figura de proxeneta.
Recientemente se hizo conocida la vinculación de una red de proxenetas y tratantes con miembros de AMMAR-CTA Capital (Página 12 y La Nación, 29- 11-13). La secretaria general de dicha organización, Claudia Brizuela, está denunciada como partícipe necesaria para el funcionamiento de una red que mantenía cautivas a decenas de mujeres, incluyendo menores de edad, a quienes se les otorgaba un carnet de la Asociación, para prevenir en caso de un allanamiento. Aquellas que dicen defender a las mujeres, las primeras en levantar la bandera por la voz de las mujeres, quienes acusan al abolicionismo de negarles su identidad, ¡son quienes regentean mujeres para la explotación sexual! Y hasta ahora ¡ninguna de las organizaciones que tan fervientemente sostiene esta postura ha salido a decir ni una sola palabra! La fantasía de las cooperativas libres de coerciones patriarcales se cae a pedazos.