3. «Trabajo sexual»

Marina Hidalgo Robles

Dentro de la pelea contra las redes de trata y de explotación sexual entra el debate con la noción del “trabajo sexual”. En Argentina existe una tendencia, corporizada en el sindicato AMMAR-CTA, que apoya esta idea. AMMAR-CTA es una ruptura de una organización originariamente llamada AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina), que nace en 1995 en Buenos Aires en la pelea contra los edictos policiales. Estos edictos eran una legislación municipal de la capital de corte prohibicionista, que perseguía y criminalizaba a las mujeres explotadas. En ese momento, ese conjunto de mujeres se encontraban organizadas dentro de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA) filial Capital. En 2003, a raíz de los debates suscitados por la validez de la figura de “trabajadoras sexuales” y su consecuente sindicalización, un grupo de compañeras se desvincula de la organización. Así quedan conformados dos espacios: AMADH (Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos) con una fuerte trayectoria de lucha abolicionista, y AMMAR-CTA, que desde ese momento pelea por la regulación del “trabajo sexual” y la sindicalización de las trabajadoras (Asociación de Mujeres Argentinas por los Derechos Humanos, Con voz propia).

Esta pelea por la regulación implica que las mujeres podrían elegir el “trabajo sexual autónomo”; realizar una actividad sexual a cambio de una retribución, de manera autónoma, sin proxeneta. Separa el “trabajo sexual” autónomo, libremente elegido, y la explotación sexual que no es consentida: la diferencia radica en la presencia de un proxeneta que lucra con la actividad sexual ejercida por la mujer o trans. Esta idea parcializa completamente la realidad, quiere inventar una burbuja en una sociedad patriarcal y machista, burbuja donde las mujeres se vincularían con hombres con los que podrían negociar el dinero que será pagado sin que se les intente robar; podrían decidir el uso del preservativo sin que haya una negativa rotunda; podrían elegir qué tipo de prácticas tener sin ser violentadas y sometidas.

Quienes defienden el “trabajo sexual” proponen como una alternativa al proxenetismo las denominadas “cooperativas sexuales”. La propuesta es la organización de un grupo de mujeres en un lugar privado, donde ellas mismas manejen la relación con los prostituyentes, sin mediación de proxenetas que se queden con su dinero. En estas cooperativas las mujeres y trans “trabajan libremente” y acuerdan “libremente una retribución justa”, según manifiestan en el proyecto  de  ley  presentado  por  AMMAR-CTA  en  julio   de   2013 (http:/ www.cta.org.ar/IMG/pdf/ley_final_ammar.pdf). La fundamentación de esta propuesta es la de posibilitar que las mujeres puedan ejercer sin presiones ni abusos cualquier actividad sexual, decretando por ley el fin de la opresión patriarcal a la que son sometidas las mujeres, especialmente aquellas que son explotadas  sexualmente.

Los golpes, violaciones, detenciones injustas son moneda corriente para las personas explotadas. Si la explotación sexual se reglamenta, ¿quién va a regular esa actividad? ¿Quién va a garantizar que los prostituyentes utilicen preservativos para cuidar la salud de las mujeres? ¿Quién va a garantizar la seguridad de las mujeres frente a una situación de violencia? ¿Quién va a garantizar que las “cooperativas de trabajadoras sexuales” no sean propiedad de un proxeneta?

¿Quién va a quitarles de las manos a los proxenetas el negocio millonario que hoy es la explotación sexual, para dar lugar a las cooperativas autónomas? Ya sabemos quién lo va a hacer: el Estado patriarcal y capitalista, que hasta ahora ha garantizado el funcionamiento de las redes de trata y explotación sexual de las mujeres, trans, niños y niñas. Los jueces y fiscales que absolvieron a los 13 imputados e imputadas por el caso Marita Verón. La policía que hoy persigue a las mujeres, les cobra las paradas, las somete violentamente y recibe coima de los prostituyentes. Los inspectores que hoy habilitan los prostíbulos.

Si se permite libremente el ejercicio de la explotación sexual, se estaría garantizando el destino seguro de las mujeres víctimas de trata. El debate con las compañeras que defienden la legalización de lo que ellas llaman “trabajo sexual” radica justamente ahí, en que hacen una falsa separación tajante entre el hecho de la trata y su finalidad, la explotación sexual, negando el motivo principal del secuestro de mujeres y niñas.

Hay otra cuestión que hace temblar la noción del “trabajo autónomo”: la construcción de las subjetividades de las personas explotadas sexualmente. Las compañeras de AMMAR-CTA hacen una separación entre mayores y menores de edad. Consideran que cuando las víctimas son menores sí hay explotación, pero que las personas adultas sí podrían elegir libremente. Pero esto supone que una niña o niño que es explotado vería completamente modificada su situación una vez que cumple los 18 años. El día en que pasa la mayoría de edad, todas las opresiones y coerciones que antes operaban sobre su poder de decisión desaparecerían, dando lugar a un ejercicio pleno de su elección.

La experiencia demuestra que la gran mayoría de las mujeres y personas trans adultas que hoy son explotadas han sido víctimas de distintas formas de violencia –incluso explotadas sexualmente– desde su infancia o adolescencia. Estas experiencias se marcan en la subjetividad, generando un tipo de relación con los otros y otras, y con el propio cuerpo, que las ubica en un lugar de mayor vulnerabilidad. Se naturaliza la violencia hacia el propio cuerpo, generando sentimientos de culpa, vergüenza y auto responsabilización por estar en esa situación. Aparecen mecanismos defensivos que permiten separar lo que pasa por el cuerpo de las sensaciones y sentimientos que esto genera; ésa es la forma de sobrevivir a una situación de violencia cotidiana. Ni que hablar del registro que se tiene de estar siendo violentadas frente a los ojos de toda la sociedad, que sigue de largo.

Elena Moncada, en su libro Yo elijo contar mi historia, da cuenta de este proceso muy claramente. La autora relata su experiencia de vida desde niña, mostrando cómo las situaciones abusivas de las que fue víctima cuando niña marcaron subjetivamente sus experiencias de joven y adulta. “A esa edad empezaron las picardías que una descubre hoy como cosas horribles, que una naturalizaba con la ingenuidad de una nena de 9 años. A esa edad un amigo de mi hermano nos daba 2 pesos para mostrarnos el pene. Para mí era un juego… no estaba mal. No hacíamos nada malo más que recibir la plata, pero es como la sensación de que fui preparada desde chiquita para ser prostituta” (E. Moncada: 21). A estas experiencias se agrega el relato de haber compartido desde niña experiencias con mujeres explotadas como una cosa natural, algo más del paisaje. Así se conjugan la experiencia biográfica de una persona con el contexto de opresión general al que son sometidas las mujeres, un entramado necesario que facilita las futuras experiencias de explotación.

En este escenario es que aparece la idea del “trabajo sexual” como forma de “dignificar” a estas personas, quitarles toda la carga social negativa que tiene el hecho de ser “una puta”. Pero cambiar el nombre de una relación de opresión, explotación y violencia no la hace menos opresiva, menos explotadora ni menos violenta; sólo la hace más “digerible” para la sociedad y para el Estado mismo.

En Holanda, desde el año 2000 se legalizó la explotación sexual. Existe la Zona Roja, donde se puede acceder al consumo de explotación regulada por el Estado. Las mujeres se encuentran en vitrinas, vidrieras iguales a las de los negocios de ropa, donde posan motivando a los prostituyentes a acercarse. Esas vitrinas no son propiedad de las mujeres, claro, porque son muy caras para que las pueda comprar una mujer explotada; tienen un dueño que se las alquila. El dueño alquila la vitrina por turnos de 8 a ¡12! horas. Las posibilidades de que existan proxenetas siguen siendo las mismas que en cualquier país; quienes deben controlar esto son los mismos a los que una y otra vez se encuentra implicados en las redes de trata y explotación sexual. Además, hay un dato muy llamativo: las vitrinas están sólo legalizadas para las mujeres, los varones no pueden estar ahí. Es decir, la explotación se apoya en los cuerpos de las mujeres; el patriarcado se cuela por todos lados.

Incluso donde se lleva años de legalización del “trabajo sexual”, la situación de las mujeres sigue siendo de sometimiento, y la autonomía tan proclamada por las regulacionistas no es propiedad de las mujeres.