Víctor Artavia
“La derrota de la revolución española pospuso la perspectiva revolucionaria y puso a la orden del día la guerra imperialista. ¡Sólo un ciego puede no verlo!”
León Trotsky
La guerra civil española fue uno de los principales acontecimientos de la lucha de clases en el siglo XX, que además se combinó con un proceso de revolución social con centralidad de la clase obrera en el corazón de Europa Occidental, limítrofe con las principales potencias imperialistas del continente. Su curso resultaba determinante para la situación política mundial: si triunfaba la revolución socialista, se extendería al resto de países, empezando por Francia, que estaba inmersa en una situación revolucionaria; si era derrotada, se fortalecería la derecha imperialista, principalmente el fascismo, que se sentiría en mejores condiciones de avanzar con sus planes guerreristas. Como es sabido, sucedió el segundo escenario y no tardó mucho para que se iniciara la nueva guerra mundial, con un saldo terrible para la humanidad.
En la parte final de nuestra investigación realizaremos una periodización de la revolución en su conjunto. ¿Qué entendemos por la revolución española? Una periodización implica una selección de acontecimientos claves en el marco de un relato. En nuestro caso nos apoyamos en la caracterización de Trotsky en sus escritos sobre España, donde ubicó el inicio de la revolución con la caída de la monarquía y la declaración de la II República, hasta la derrota final en 1939.
I Período (abril 1931-noviembre 1933)
El Bienio progresista y las tareas de la revolución democrática
La crisis económica mundial capitalista tuvo fuertes repercusiones y puso fin a la prosperidad económica de España durante la dictadura de Primo de Rivera. Por eso la caída de la peseta en enero de 1930 vino acompañada de la caída del dictador (Morrow: 14). El agravamiento de la situación económica y sus repercusiones sociales avivaron los movimientos de lucha de la clase obrera, el campesinado y la juventud universitaria.
Luego de la firma del Pacto de San Sebastián entre socialistas y republicanos, donde ambas fuerzas se comprometieron a ponerle fin a la monarquía, se desarrollaron una serie de huelgas generales con rasgos revolucionarios en Valencia, Sevilla, Madrid, Barcelona, Bilbao y otras ciudades, donde no escasearon las víctimas mortales a causa de los enfrentamientos con las fuerzas represivas. Los ánimos estaban tan caldeados que la clase obrera se comenzó a armar a plena vista para la realización de la huelga general revolucionaria que agitaban los dirigentes socialistas. Cuando estaba claro que el régimen monárquico-burgués no daba para más, la burguesía no tuvo más que retirarle el apoyo a la monarquía y “abrazar” los ideales republicanos (Morrow: 16).
En este escenario se realizaron las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, donde las candidaturas monárquicas salieron derrotadas y puso de manifiesto que la gran mayoría de la población quería la República. El rey Alfonso XIII no tenía ningún punto de apoyo y se vio obligado a retirarse del poder, pues de lo contrario podía terminar como sus pares franceses en 1793.
Pero las elecciones también dejaron en claro que los partidos republicanos pequeñoburgueses no tenían mucho apoyo, con la excepción de Esquerra Republicana catalana, que contaba con una fuerte base campesina. Incluso el Partido Radical de Lerroux, principal organización republicana del país, no hizo nada para impulsar la creación de la república y posteriormente terminó aliada con los monárquicos. Así, el bando más fortalecido de las elecciones fue la coalición entre socialistas y un sector republicano, lo cual no dejaba dudas sobre el carácter de clase de los sectores que apoyan a la nueva república: la clase obrera socialista y anarcosindicalista (aunque los anarcosindicalistas no participaron en las elecciones, la base de la CNT votó por las candidaturas de izquierda).
Fue una revolución democrática inestable social, política e históricamente: sin el respaldo de la burguesía y sostenida sobre la clase obrera y el campesinado, donde los republicanos (con el apoyo del reformismo socialista) no replicaron los métodos radicales de la revolución francesa para no chocar con la burguesía, y con el “fantasma” de la revolución rusa como punto de comparación para la clase obrera. Desde ese momento se hizo evidente la contradicción interna de la nueva República, la cual no iba ser otra cosa que “una transición a una pugna por el poder entre la reacción monárquico-fascista y el socialismo”, pues era imposible que pudiese consolidarse como una república democrática en España (Morrow: 17).
Persistencia de problemas sociales y democráticos en la República
Desde sus primeros días la República tuvo que hacerle frente a la herencia de tareas democráticas sin resolver, a las cuales se le sumaron las nuevas reivindicaciones de la clase obrera. Uno de los sectores más explosivos era el campo, pues aproximadamente dos tercios de la tierra estaban en manos de grandes y medianos propietarios. Para solucionar el desempleo y el hambre, era necesario avanzar hacia la expropiación de tierras y realizar una reforma agraria radical. Esto fue lo que sucedió con la revolución francesa, proceso donde se expropió a la aristocracia feudal para impulsar el desarrollo de relaciones capitalistas en el campo, por lo que el campesinado sin tierra fue un agente de esta tarea revolucionaria. Pero la situación era muy diferente para el caso de la España del siglo XX, donde la tierra ya estaba en manos de la burguesía, por lo que el gobierno republicano (que era burgués más allá de la presencia de los socialistas) no tocó a fondo la posesión de la tierra; por el contrario, adoptó un método de compra de tierra para dividirla en parcelas y arrendarla a los campesinos, mecanismo que según los cálculos del gobierno tardaría al menos cien años en cumplir todas sus metas.
La situación no era más alentadora en el sector industrial, sumamente golpeado por la crisis económica mundial, lo cual generó un crecimiento del desempleo en los primeros años de la República. Debido a la contracción del mercado internacional por la crisis económica y la debilidad del capitalismo español, la única forma para desarrollar la industria y generar nuevos empleos era mediante el monopolio del comercio exterior, tal como sucedió durante la revolución rusa. Pero esta medida chocaba directamente con los intereses imperialistas de Francia e Inglaterra que amenazaron con boicotear la compra de productos agrícolas españoles. De esta manera, el gobierno republicano-socialista no tomó ninguna medida radical para solucionar el desempleo, pues implicaba afectar los intereses imperialistas y de la burguesía agraria. El resultado fue el incremento del desempleo: mientras en 1931 había un millón de parados, en 1933 la cifra era de 1,5 millones, que, sumados a las personas que dependían de ellos, representaban un 25% de la población (Morrow: 19).
Por otra parte, en 1931 la Iglesia era una de las principales corporaciones capitalistas del país. De acuerdo con una estimación dada a las Cortes ese año, sólo la Orden de los Jesuitas concentraba un tercio de la riqueza nacional, controlando bancos industriales y de crédito agrícola. Las demás órdenes religiosas poseían industrias de todo tipo, que dinamizaban con trabajo gratuito de niños huérfanos o estudiantes de sus colegios. Además, recibía enormes aportes del Estado por ser la religión estatal y controlaba la educación, en un país donde la mitad de la población era analfabeta (ídem: 20). Por eso mismo, era ilusorio pensar que la separación de la Iglesia y el Estado era una tarea meramente parlamentaria; por el contrario, requería de medidas radicales y anticapitalistas, pues para socavar su poder había que expropiar al principal grupo capitalista del país.
Esto sucedió en la revolución francesa con la expropiación de tierras al clero, pero en la República española el bando republicano no dio este paso, sino que se impuso un “pacto de caballeros” entre los republicanos con la Iglesia, limitándose a expropiar a la orden de los jesuitas y restringiendo algunas de sus actividades, pero como institución logró salvaguardar gran parte de su poder que luego pondría en función de la rebelión franquista.
Lo anterior explica que la Iglesia siempre fuera un eje de la reacción, frustrando cualquier intento de ampliación del régimen político que podría replantear sus privilegios con el Estado. Por eso desde 1912 todas las revueltas populares realizaron quemas de iglesias, reflejo del odio hacia el clero como agente opresor. Esto volvió a ocurrir en mayo de 1931 luego de que la Iglesia emitiera una carta pastoral llamando a votar por los candidatos católicos que no fueran socialistas ni monárquicos, lo cual desató la furia popular con la quema masiva de iglesias en varias ciudades.
Con respecto al Ejército, la República organizó una reducción del cuerpo de oficiales mediante el retiro voluntario, al cual se acogieron unos 7.000 oficiales. Pero no se debe confundir reducción con supresión, y por eso la estructura militar burguesa se mantuvo intacta, funcionando prácticamente igual que durante la monarquía. De esta manera, el gobierno republicano-socialista dejó en pie al ejército que en pocos años sería el eje de la reacción contrarrevolucionaria, cuando lo pertinente era reorganizarlo desde abajo con la destitución de todo el Cuerpo de Oficiales (provenientes de la burguesía y con vínculos con los industriales y terratenientes) y el reclutamiento democrático de nuevos oficiales desde la tropa, lo cual fue realizado por la revolución rusa para hacerle frente a la contrarrevolución durante la guerra civil (ídem: 21-22).
Por último, otro elemento de continuidad del Estado monárquico-burgués fue la cuestión colonial y de las naciones oprimidas. El gobierno de los republicanos-socialistas no varió la política colonial, es decir, insistió en mantener la opresión del Estado español sobre Marruecos, y en cuanto a las reivindicaciones del pueblo vasco y catalán, bloquearon el avance de los estatutos autonómicos. En esto también la República quedó por detrás de la experiencia soviética en tiempos de Lenin, que resolvió el derecho a la autodeterminación de las naciones.
Un gobierno de coalición republicano-socialista contra la clase obrera
La creación de la República vino acompañada de un fuerte ascenso del movimiento obrero y campesino, producto de las enormes expectativas de cambios radicales en la estructura social, económica y política del país, pero que de inmediato chocaron con los límites impuestos por el gobierno de coalición republicano-socialista. De los republicanos era comprensible su aversión a la lucha obrera y popular, pero no así de los socialistas, que eran identificados como un partido obrero y por lo tanto defensor de la revolución. Para los socialistas la revolución española era burguesa, y por eso la tarea era consolidar la República para evitar el retorno de la reacción monárquica, por lo que optaron por darle más poder al gobierno. Además, suponían que la coalición republicano-socialista iba a ser permanente y que permanecerían en lo sucesivo en el Poder Ejecutivo (Morrow: 25).
Esto quedó reflejado en la Constitución de la II República, aprobada en diciembre de 1931, que, aunque estipuló algunos avances en derechos democráticos y reformas progresivas, también incorporó una legislación antiobrera sustentada en la ampliación de los poderes policíacos del gobierno para, según palabras del presidente Azaña, hacer frente a los ataques de los reaccionarios y revolucionarios (Jackson: 65). Por ejemplo, el artículo 42 facultaba al gobierno a suspender todas las garantías constitucionales en caso de emergencia; también se aprobó la “Ley de Defensa de la República” contra actos de agresión, tales como difusión de noticias tendenciosas, huelgas relámpago y abandono irracional del trabajo, tenencia ilegal de armas y denigración de las instituciones. También se mantuvo el arbitraje obligatorio de las huelgas que venía de tiempos de la dictadura de Primo de Rivera, cuyo carácter antiobrero lo reflejó Largo Caballero, ministro de Trabajo en este momento, al declarar que “las organizaciones obreras que no se sometan al mismo serán declaradas fueras de la ley” (Morrow: 25-26). Aplicando este mecanismo legal, golpeó severamente a la CNT para fortalecer la afiliación de la UGT. Asimismo, se prohibieron las huelgas de carácter político y aquellas donde los obreros no hubiesen presentado sus demandas por escrito a la patronal con al menos diez días de antelación.
De esta manera, los socialistas se encargaron de gobernar en función de los intereses generales de la burguesía, haciendo todo lo posible para fortalecer el nuevo Estado y dotarlo de herramientas legales para justificar la represión contra el movimiento obrero, campesino y popular. No tardó mucho para que los sectores reaccionarios tomaran confianza y comenzaran a contragolpear en el campo, las industrias y demás sectores, donde la legislación represiva fue aplicada contra las luchas. En este marco se produjo un primer intento de golpe de Estado en agosto de 1932, liderado por el general Sanjurjo, cuyo objetivo era restaurar la monarquía, pero fue derrotado por la acción de la clase obrera sevillana. Pero ya era evidente que el ejército continuaba siendo un eje de la reacción, lo cual hacía más urgente su transformación total, medida que el gobierno republicano-socialista no quiso tomar.
Un punto de quiebre durante este bienio fue la represión a la insurrección anarquista de Casas Viejas en enero de 1933 (inscrita en el giro insurreccional de la CNT-FAI). En esta comunidad, los campesinos, hartos de esperar por dos años que la República cumpliera sus promesas de reforma agraria, comenzaron a tomar las tierras por su cuenta. El gobierno republicano-socialista respondió con una fuerte represión con orden de no dejar prisioneros, con un saldo de 20 muertos y decenas de heridos. Esto fue aprovechado por partidos de derecha para denunciar la política represora del gobierno, a lo cual sumaron el reclamo por los casi 9.000 presos políticos (en su mayoría obreros) y la censura contra las organizaciones políticas (sobre todo confiscación sistemática de periódicos de izquierda), todas medidas justificadas por la legislación represiva de la Constitución.
Esto facilitó el giro reaccionario en el país, con la contradicción de que la derecha se posicionó como la defensora de los derechos democráticos, lo cual explica su triunfo en las elecciones de noviembre de 1933, pues la clase obrera y el campesinado votaron a la derecha ante el desplome de sus expectativas con los republicanos y socialistas en el poder. En total, 13 millones de personas acudieron a las urnas, de las cuales 8 millones votaron por la derecha y un millón más por partidos centristas. Al respecto, son interesantes las valoraciones del socialista moderado Indalecio Prieto sobre la derrota electoral y el fortalecimiento de la reacción: “Se debe precisamente a la política derechista del régimen izquierdista. Este gobierno, nacido con la República y creado por la República, se volvió tribuna de las fuerzas adversas a la misma República (…). La burguesía española no fue capaz siquiera de realizar la revolución democrático burguesa” (ídem: 30).
Un programa revolucionario en la República
El bienio progresista fue comprendido por Trotsky desde un ángulo estratégico, descifrando las claves del momento desde donde apalancar la segunda revolución española, la que colocaría a la clase obrera, los explotados y oprimidos en el poder. Caracterizó que en esta fase la revolución le dio a los problemas políticos una forma parlamentaria que se alimentaba de las enormes expectativas de las masas en las elecciones, pues prevaleció la ilusión de que la monarquía cayó por la derrota sufrida en las elecciones municipales. Claramente esto no fue así: la monarquía cayó por la presión de la lucha de clases. Pero el movimiento obrero no lo percibió inicialmente así.
Trotsky apuntó que en este período “las masas populares españolas están inclinadas a exagerar la fuerza creadora de las Cortes”, por lo que todo obrero o campesino consciente quería participar en las elecciones. De ahí que fuese fundamental contar con una actitud revolucionaria hacia las Cortes, diferenciándose del cretinismo antiparlamentario anarquista y el cretinismo parlamentario socialista. La apuesta era lograr representación parlamentaria para tener tribunos del pueblo que agitaran un programa obrero, campesino y socialista revolucionario, lo cual facilitaría la unidad de las fuerzas revolucionarias en torno al partido comunista. Pero el PCE en ese momento estaba en su giro ultraizquierdista y no tenía orientaciones con respecto al parlamento, enfocándose solamente en plantear el armamento obrero, desligado de las discusiones reales entre la clase obrera y el campesinado (Trotsky: 66).
¿Qué tipo de programa era necesario? España representó el escenario europeo donde se materializó el debate entre la teoría de la revolución permanente de Trotsky y la revolución por etapas del stalinismo y el socialismo español (aunque con diferencias tácticas entre ambos partidos). Esto explica que el PCE y el PSOE tuviesen acuerdo en que la revolución española era democrático-burguesa y no socialista, lo que en el marco de la guerra civil se tradujo en “primero ganar la guerra, luego la revolución”. Pero Trotsky y los comunistas de izquierda difirieron de este enfoque etapista que ponía a la clase obrera de furgón de cola de la burguesía republicana (que ni siquiera asumió ir a fondo con su revolución), y desde un inicio plantearon la unidad de la revolución proletaria con la campesina y popular.
Trotsky sostuvo cuatro ejes para los comunistas en la revolución española: a) sostener la más férrea independencia política de cualquier facción burguesa, incluso las llamadas republicanas o progresistas. La unidad de acción no estaba excluida para acciones de lucha, pero no con respecto al programa político y los objetivos estratégicos; b) impulsar la unidad de la revolución proletaria con la campesina, haciendo propias todas las demandas del conjunto de sectores explotados y oprimidos; c) preparar la disputa por el poder mediante la puesta en pie de organizaciones de lucha de masas (soviets o instancias similares con otro nombre según la tradición local, como juntas); d) construir un partido revolucionario y socialista para dirigir la acción política de la clase obrera (M. Yunes, “Lecciones de una gesta heroica”, en España revolucionaria: 6).
Por eso el programa de Trotsky para España combinó las reivindicaciones democráticas con otras de tipo transitorio. Algunos de sus puntos son los siguientes:
- Reforma agraria radical mediante la confiscación de las grandes propiedades agrarias en beneficio de los campesinos.
- Separación de la Iglesia y del Estado, pero desarmándola con la expropiación de sus riquezas para entregárselas al pueblo, sobre todo con el reparto de sus tierras entre el campesinado.
- Un gobierno barato que sólo puede ser garantizado por la clase obrera en el poder, no por los banqueras, terratenientes ni militares.
- Derecho a la autodeterminación nacional de los pueblos, pero sosteniendo al mismo tiempo que la solución no es la separación de la clase obrera en micro estados, sino apuntalando su unidad económica con la más amplia autonomía de las regiones nacionales.
- Impulsar el armamento de la clase obrera y el campesinado con la formación de milicias, no sólo en la perspectiva de la toma del poder, sino en la coyuntura inicial para autodefensa de las organizaciones sindicales y populares contra los ataques reaccionarios o ante un eventual pronunciamiento militar.
- Incorporación de toda la legislación social de los republicanos, como el derecho a la educación pública, seguro de desempleo, etc.
- Sufragio universal y secreto para hombres y mujeres desde los 18 años, para ganarse a la nueva generación que está destinada a realizar la segunda revolución.
- Cortes Constituyentes revolucionarias para refundar el país desde los explotados y oprimidos. En este sentido, denunciar cualquier Asamblea Constituyente de conciliación con la burguesía y la monarquía.
- Articular todas estas consignas democráticas con otras transitorias para reglamentar la economía desde el Estado, tales como nacionalización de los ferrocarriles y bancos, control obrero de la industria, etc.
Éste fue el programa general que sostuvo Trotsky durante este período, que tenía por objetivo preparar el paso del régimen burgués al proletario, que debía concentrarse en unas pocas consignas para no dispersar la atención de la clase obrera y ajustarse según el caso, para así hacerlo penetrar en la conciencia de las masas.
II Período (noviembre 1933-febrero 1936)
El Bienio Negro y la Comuna de Asturias
Durante el llamado Bienio Negro, la correlación de fuerzas cambió sustancialmente con el gobierno de la derecha, compuesto por los radicales de Lerroux y posteriormente con el ingreso de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), agrupación extremista y reaccionaria encabezada por Gil Robles.
En este período las patronales perdieron el temor de enfrentar las demandas por salarios y mejores condiciones laborales, pues sabían que tenían la policía y el Ejército detrás de ellos para garantizar sus intereses. Esto desató una ofensiva contra la clase obrera: caída de salarios, aumento del costo de la vida, aumento de la represión contra el movimiento obrero y sus organizaciones. El resultado fue una mayor polarización política, que tuvo una manifestación temprana con la huelga agrícola a inicios de 1934, pero principalmente con la insurrección de octubre de ese mismo año, donde se desarrolló la Comuna de Asturias (Thomas: 179).
El envalentonamiento de las patronales y la derecha se refleja en la muy provocativa frase de “¿No queríais República? Pues comed República”, que daba cuenta del carácter insuficiente de las reformas del Bienio Reformista, así como del carácter reaccionario que tenían el nuevo gobierno y las leyes de la República.
Gil Robles hizo un balance de los avances para la derecha en los primeros seis meses del Bienio Negro: “Primero: la sustitución de la enseñanza religiosa no se ha llevado a cabo. Segundo resultado: la sustitución de los haberes del clero ha tenido una rectificación inicial, e iniciado el camino, las consecuencias vendrán en su día. Tercer resultado: camino de Roma se encuentra el ministro de Estado, que va a tratar con el Sumo Pontífice, reconociendo su soberanía y la independencia de la Iglesia. Cuarto resultado: las persecuciones de que fueron objeto las derechas, con campañas muchas veces absolutamente injustas, han sido objeto de rectificación con la ley de amnistía. Quinto resultado: la ley de términos municipales ha quedado derogada. Que vengan los que me censuran a presentar algo parecido” (B. Sacaluga, “El Bienio Negro”).
Pero esta ofensiva de la derecha aún estaba en los marcos de la legalidad de la República, por lo que no logró quebrar al movimiento obrero y campesino que, por el contrario, comenzaría a radicalizarse aún más para detener los avances reaccionarios. Esto dio paso al Octubre Rojo, ensayo de revolución social en España.
Octubre rojo
El 4 de octubre se confirmó el ingreso de tres diputados de la CEDA al gobierno presidido por el republicano Lerroux, lo cual fue asumido como la señal para lanzar la insurrección contra el fascismo, pues era cuestión de tiempo para que se hiciesen del control del poder ejecutivo como hizo Hitler en Alemania en 1933. Además, recordemos que los socialistas, tras su salida del gobierno en 1933 y realizar el giro a la izquierda con Largo Caballero, declararon que la llegada del fascismo al gobierno sería el detonante de la revolución, por lo cual tuvieron que llamar a la huelga general (Durgan: 253).
El movimiento tuvo su epicentro en Asturias por la unidad de acción de todas las fuerzas de izquierda locales en la Alianza Obrera: socialistas, anarquistas, comunistas y grupos campesinos, unidad que se sintetizó con el grito de guerra UHP, siglas de ¡Uníos, Hermanos Proletarios! (Thomas: 129). Asturias contaba con una fuerte y disciplinada clase obrera, particularmente los 26.000 obreros mineros, en su mayoría muy jóvenes pero con experiencia en huelgas. Tenían armas, dinamita y comités para organizar la huelga en la provincia.
La huelga revolucionaria se transformó en una insurrección a gran escala por tres semanas, tiempo durante el cual el centro de Asturias estuvo en manos de los insurrectos, que mediante los comités revolucionarios organizaron el abastecimiento de comida y seguridad en cada pueblo y villa tomada. Las fábricas de armas en Oviedo trabajaron día y noche para abastecer a los 30.000 obreros que se movilizaron con el “Ejército Rojo” para la batalla a lo largo de diez días. En una radio rebelde se proclamaban discursos revolucionarios para elevar la moral: “Camaradas, (…) estamos creando una nueva sociedad… no es sorprendente que el mundo que estamos forjando cueste sangre, dolor y lágrimas… Larga vida a la revolución social” (ídem: 131).
La Comuna Asturiana constituyó el intento más radical para frenar el ascenso de la derecha y también fue un ensayo de revolución social, demostrado con la experiencia de organización de la clase obrera mediante sus propios partidos y organizaciones, garantizando la gestión de la región con seguridad interna, sistemas de comunicación, canales eficientes de suministros y organización de la producción de primera necesidad (Durgan: 253-254). Fue la primera comuna revolucionaria en Europa Occidental desde la Comuna de París de 1871, pero resultó aislada tras la derrota de los levantamientos en Cataluña y Madrid.
En Cataluña la huelga fue asumida por la Alianza Obrera, pero sin el apoyo de la poderosa CNT anarquista, que sostenía una posición sectaria en torno a la unidad de acción, particularmente con el PSOE, que estuvo en el gobierno de Azaña y fue cómplice de la persecución contra la organización. Esto fue un crimen político injustificable, pues la insurrección de octubre fue un movimiento con apoyo de la base de la clase obrera que salió a luchar contra el inminente ascenso de la derecha extrema al gobierno, muy diferente a las “insurrecciones” ultraizquierdistas de la CNT de 1932-1933.
A pesar de esta ubicación sectaria de la CNT, la huelga se inició con fuerza y se extendió por toda la provincia, aunque el punto de disputa central era la capital Barcelona, donde la ERC era gobierno y el movimiento buscó su apoyo. Forzada por la presión de las masas y por el peligro que representaba el gobierno de la CEDA, cuyos dirigentes eran enemigos de los derechos autonómicos, el gobierno de Companys se vio forzado a “sumarse” a la insurrección, o mejor dicho, realizó una “insurrección simbólica”, declarando la creación del “Estado Catalán dentro de la República Federal Española”, un juego de palabras ambiguo para no perder el control de la situación en la zona y presionar a Madrid a una negociación.
El gran error de la Alianza Obrera en Cataluña radicó en la actitud pasiva hacia la Generalitat (gobierno regional de Cataluña), pues la cuestión regional catalana tendió una “cortina de humo”. Para Grandizo Munis, militante de la ICE, por ese motivo la Alianza Obrera asumió la insurrección local como un movimiento esencialmente de la pequeño burguesía al cual el movimiento obrero tenía que darle solidaridad, cuando era todo lo contrario, y por eso se quedaron sin iniciativa la noche del 4 y todo el 5 de octubre. Maurín expresó esa política de seguidismo: “El movimiento obrero se colocará al lado de la Generalitat para presionarla y prometerle ayuda sin ponerse delante de ella, sin aventajarla en los primeros momentos. Lo que interesa es que la insurrección comience y que la pequeño burguesía con sus fuerzas armadas no tenga tiempo para retroceder. Después ya veremos” (G. Munis, en Una revolución silenciada: 43-44). En este punto nuevamente salieron a flote las derivas etapistas de la revolución democrática de Maurín y el BOC, supeditando el accionar independiente de la clase obrera al gobierno de la Generalitat dirigido por la pequeñoburguesía catalanista.
La insurrección catalana estaba derrotada para el 9 de octubre, con un saldo de decenas de muertos y heridos. La Generalitat se rindió a las diez horas de que se iniciase un pequeño bombardeo, aunque había condiciones para luchar y resistir, pero esto hubiera dado paso a una radicalización del movimiento obrero local.
En cuanto a Madrid, la responsabilidad del movimiento recayó sobre los socialistas, que dejaron el movimiento sin orientación. La huelga duró ocho días en la ciudad, tiempo durante el cual no convocaron en una sola ocasión a la Alianza Obrera para que realizara acciones de resistencia en común, algo que se veía favorecido por el apoyo de la CNT a la huelga en esa ciudad. A pesar de los discursos radicalizados de los socialistas en esos años, en realidad no estaban dispuestos a ir a fondo en su lucha contra la burguesía y la reacción, “estaban pobremente preparados, tanto política como materialmente, para lanzarse a la toma del poder” (Durgan: 255).
Derrota, represión y lecciones políticas
La derrota de octubre intensificó los ataques contra el movimiento obrero con la imposición de la Ley Marcial. Los presos políticos abarrotaron las cárceles, pasando de un estimado de 9.000 en 1933 a cerca de 30.000 luego de la insurrección de 1934; en Cataluña la persecución fue muy fuerte contra las organizaciones obreras, cerrando unos 280 centros obreros de la localidad.
También se abolieron los Juzgados Mixtos y las leyes sobre despidos, herramientas legales que aprovecharon los empresarios para deshacerse de los trabajadores con reconocida militancia política. La ofensiva también se dio en el campo con la Ley de Arrendamientos Rurales, que sometió al pequeño parcelero a una mayor explotación por parte de los terratenientes.
A pesar de esto, el movimiento obrero no salió desmoralizado, y la insurrección de octubre marcó el fin de las intenciones de la derecha por derrotar la República desde dentro (Durgan: 273). En adelante, se planteó con más claridad que la crisis política y social de España se iba a dirimir en un enfrentamiento entre la revolución y la contrarrevolución.
III Período (Febrero 1936-18 de julio de 1936)
El Frente Popular y el advenimiento de la guerra
Para 1935 la coalición gubernamental entre los radicales y la CEDA estaba bastante debilitada debido a escándalos de corrupción contra figuras radicales, lo cual dio paso a una lucha por el poder por parte de Gil Robles. Pero el sector burgués radical no quiso que el poder lo tomara un extremista que era enemigo jurado del parlamentarismo, pues aún apostaban a solucionar la crisis de la República por mecanismos regulares de la democracia burguesa. Así, se generó una crisis en las Cortes ante la incapacidad de conformar un nuevo gobierno estable, por lo que el presidente Alcalá Zamora convocó a elecciones para el 16 de febrero de 1936.
En esta campaña resultó vencedor el Frente Popular (FP) por una ventaja pequeña, pero dadas las leyes electorales logró una enorme bancada parlamentaria: 277 diputados contra 132 de la derecha y 32 del centro. Así finalizaría el Bienio Negro y el país ingresó a una nueva etapa de creciente polarización política, prólogo del golpe de Estado y la revolución, tiempo durante el cual el Frente Popular no hizo nada para socavar las bases materiales e institucionales de la derecha.
El gobierno del Frente Popular
El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto programático del FP entre Unión Republicana e Izquierda Republicana como representantes de la burguesía de “izquierda”, con los principales partidos de izquierda como el PSOE, el Partido Sindicalista (una ruptura del anarcosindicalismo), el PCE y el POUM.
El “programa común” del FP constaba de ocho puntos que se mantenían en los márgenes del liberalismo burgués. Sobre la cuestión agraria se limitó a reivindicar el sistema de créditos y compra de fincas para arrendarlas a los campesinos que ya había demostrado su fracaso en el bienio progresista, y explícitamente decía que “los republicanos no aceptan el principio de la nacionalización de la tierra y su libre distribución entre los campesinos, solicitado por los delegados del Partidos Socialista”. Con relación a la expansión de la economía, plantearon medidas de protección arancelarias y colocar el Tesoro y bancos en función de la reconstrucción nacional, a la vez que los republicanos rechazaron las medidas de nacionalización de los bancos y el subsidio al desempleo de los partidos obreros solicitado por los partidos obreros. Sobre la Iglesia, el programa solamente dice fiscalizar la educación privada e impulsar la construcción de escuelas primarias. Para el Ejército, el único punto que “afecta” a los oficiales es el que promete la investigación y castigo de los abusos policiales, dejando intacto el cuerpo de oficiales. En torno a la cuestión nacional y colonial, el programa no tenía ninguna propuesta, de forma tal que Marruecos continuó bajo dominio de la Legión, base de operaciones de Franco durante la rebelión desde julio de 1936. Finalmente sobre la democratización del Estado el FP se limitó a restaurar los consejos laborales mixtos y otras instancias creadas en 1931 y derogadas durante el Bienio Negro, pero de parte de los republicanos se rechazó la solicitud de control obrero por parte de los socialistas (Morrow: 83-84).
El trotskista Felix Morrow caracterizó como reaccionario al programa del FP, mientras que el socialista Antonio Ramos Oliviera señaló que “cada punto parecía una huida” (Morrow: 83 y Broué y Témine: 33). Pero por ese programa de derecha los partidos obreros depusieron la lucha por el socialismo y se limitaron a hacerle seguidismo a la burguesía representada por los partidos republicanos. En el caso de Largo Caballero y el POUM, los sectores más “críticos” dentro del FP, justificaron su firma del pacto programático por el peso de la reivindicación de liberación de los 30.000 presos políticos tras la insurrección de octubre y su reincorporación a los puestos de trabajo que tenían (con indemnización de salarios caídos), algo que efectivamente generó una enorme simpatía entre las masas obreras. La CNT-FAI también sintió la presión electoral y por primera vez no lanzó su consigna clásica de “No votad, sabotaje de las elecciones”, dando vía libre para que su base obrera votara por el FP y su programa liberal burgués, sumando alrededor de un millón y medio de votos para las listas del FP.
Así, ni el reformismo parlamentarista del PSOE ni la antipolítica ultraizquierdista de la CNT pudieron ofrecer una alternativa independiente de la burguesía, y por eso la clase obrera quedó como furgón de cola de la burguesía republicana en el Frente Popular, algo que se repetiría a lo largo de la guerra civil. Nuevamente, el cretinismo parlamentario y el cretinismo antiparlamentario dejaron en claro que eran complementarios, las dos caras de una estrategia de supeditación de la clase obrera a la burguesía.
En cuanto al POUM, Trotsky señaló que su ingreso a la coalición representó una verdadera traición a la revolución, pues del resto de partidos de izquierda no se tenía ninguna expectativa revolucionaria, pero el POUM se caracterizaba por sus discursos radicales y poco antes de su capitulación se posicionó en contra de cualquier acuerdo electoral con la burguesía, pero terminó cediendo ante las presiones por la unidad. Andrade justificó que la entrada del POUM al Frente Popular respondió “al sentimiento unánime de los trabajadores españoles para hacer frente al desarrollo ofensivo de los militares y la contrarrevolución, deseo compartido incluso por los ‘antipolíticos’ de la CNT-FAI” (Andrade: 28). No se niega la importancia de la unidad de acción para enfrentar al fascismo, pero eso es diferente a la capitulación a un frente electoral con la burguesía donde se renunció a cualquier perspectiva anticapitalista. El POUM demostró su adaptación a las presiones locales y las derivas de la teoría de la revolución democrática de Maurín, donde lo único permanente fue la supeditación del accionar independiente de la clase obrera ante las reivindicaciones democráticas (en este caso, a la presión por la liberación de los presos políticos), y no su articulación revolucionaria con consignas transitorias y obreras.
Una situación revolucionaria y el accionar de las corrientes de izquierda
El triunfo del Frente Popular dio paso inmediatamente a una situación revolucionaria, donde el movimiento obrero y campesino retomó confianza y tomó venganza según el “método plebeyo” de las atrocidades realizadas por la burguesía y los reaccionarios durante el Bienio Negro. Por ejemplo, en los cuatro días siguientes a las elecciones la clase obrera se lanzó a las calles para liberar a los 30.000 presos políticos y, sin esperar ninguna ratificación constitucional, arrancaron las puertas de las cárceles, para inmediatamente chocar con las patronales exigiendo el retorno a sus puestos de trabajo de los trabajadores liberados bajo el lema “sí o sí”. A esto se sumó la quema de iglesias y la expulsión de curas de los pueblos bajo amenaza de muerte.
Ante esto, los diputados stalinistas y de la derecha socialista (aliados de Prieto) hicieron todo lo posible por contener los estallidos, planteándole a los obreros y campesinos que no tomaran la justicia por sus manos y lo dejaran todo en manos del Frente Popular; incluso el PCE señaló que “la quema de iglesias y monasterios favorece a la contrarrevolución” (Morrow: 88).
Para contener este ascenso revolucionaria se conformó un nuevo gobierno encabezado por Azaña, una figura burguesa republicana que era una garantía contra la revolución y la reacción al mismo tiempo, “el símbolo de todos los españoles que esperaban todavía evitar la guerra civil” (Broué y Témine: 35). Para esto implementó varias medidas reformistas básicas, como la restitución de las instituciones revocadas durante el Bienio Negro, el nombramiento de nuevos gobernadores e impulsó la ley de amnistía para los presos políticos (además de detener a López Ochoa, responsable de la represión). También reinstauró el estatuto autonómico de Cataluña y liberó a Companys (preso luego de octubre de 1934).
Pero todas estas medidas no aplacaron el ascenso revolucionario, lo cual quedó de manifiesto con la convocatoria a huelga del 17 de abril en Madrid por la CNT en respuesta a un ataque de bandas fascistas y de la Guardia Civil al barrio obrero de la ciudad. Aunque la UGT no convocó a la huelga, prácticamente todos los obreros se sumaron porque tenían enormes ganas de salir a luchar contra la burguesía y la reacción. Esto marcó un punto de quiebre para la burguesía, que comprendió que el tiempo se agotaba para que explotara una ofensiva obrera contra el capital y sus agentes (Morrow: 89). ¿Cómo hacerle frente al movimiento obrero y el ascenso revolucionario? Las respuestas variaron según los sectores: el Ejército sugirió un aplastamiento militar, propuesta secundaba por Miguel Maura, representantes de los industriales y los terratenientes de extrema derecha que pedían la instauración de un gobierno autoritario que suspendiera las Cortes. Pero entre la burguesía no había consenso aún para esta salida militar, y por eso Azaña optó por impulsar un gobierno con los socialistas apelando al moderado Prieto.
Los partidos obreros suscribieron el pacto del Frente Popular, pero decidieron no entrar al gobierno. Esta tesis fue defendida por Largo Caballero, que para ese momento sostenía que “la revolución proletaria estaba a la orden del día”. Su tendencia publicaba el periódico Claridad, donde se criticaba al gobierno del Frente Popular por la izquierda, en contraste con El Socialista, controlado por el aparato del PSOE afín al ala de Prieto, que sostenía una política de apoyo incondicional al gobierno de Azaña junto con el periódico Mundo Obrero del PCE. El gobierno de la Generalitat y los stalinistas presionaron para que el PSOE ingresara al gobierno y contuviera al movimiento obrero, y hasta el POUM se sumó a este pedido para crear “un auténtico gobierno de Frente Popular” con el objetivo de “completar la experiencia democrática de las masas” y avanzar hacia la revolución socialista (ídem: 90).
Pero Largo Caballero se mantuvo firme en su negativa a sumarse al gabinete, reflejando el sentir de las bases de la poderosa UGT y el ascenso del movimiento obrero. Ante esto, Prieto desistió de sumarse al gobierno de Azaña, pues incluso sectores obreros que lo apoyaban giraron hacia la izquierda. La crisis política se profundizó y para junio el país era un hervidero de luchas obreras: “La oleada huelguística había alcanzado las proporciones de crisis revolucionaria. (…) En esos cinco meses, todas las ciudades de cierta importancia tuvieron al menos una huelga general. El 10 de junio había casi un millón de obreros en huelga; medio millón el 20 de junio; un millón el 24 de junio; más de un millón en los primeros días de julio” (ídem).
En este contexto, el 14 de junio Largo Caballero llamó a los republicanos a que dejaran el poder con el objetivo de instaurar la dictadura del proletariado. Pero sus poses de izquierda nunca superaron las barreras del parlamentarismo reformista, pues se resistió a romper con el ala de Prieto que controlaba el aparato del PSOE y no planteó ninguna insurrección para “tomar el cielo por asalto” como hicieron los bolcheviques en 1917; por el contrario, su llamado era a realizar un cambio del gobierno pero sin destruir el Estado burgués ni el régimen antiobrero de la República. Por eso resulta acertada la caracterización de Caballero como un “socialdemócrata jugando a la revolución” (Broué y Témine: 36).
El gobierno del Frente Popular incrementó las medidas represivas contra los huelguistas y clausuró locales de la CNT, amenazando con declarar los sindicatos fuera de la ley si proseguían las huelgas. Lo mismo hizo el gobierno de la Generalitat presidido por Companys, que llenó las cárceles de dirigentes anarquistas. Pero en esta ocasión la UGT de Largo Caballero no fue cómplice de la represión contra los anarcosindicalistas y el gobierno tuvo que parar sus ataques. Prevalecía un espíritu de ofensiva de la clase obrera, enfrentando en las calles a las bandas fascistas, que entre febrero y julio de 1936 provocó dos muertos y seis heridos diarios. Era el prólogo de la guerra civil y el estallido de la revolución.
El anuncio del golpe y la política del gobierno del Frente Popular
Ante el fracaso de destruir la República desde adentro con la CEDA durante el Bienio Negro y sumado al ascenso de la lucha de clases tras el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936, la burguesía y la reacción monárquica empezaron a preparar su última carta: un golpe militar contrarrevolucionario. El levantamiento militar se gestó a la vista y paciencia de todos los sectores, pues ya era claro que la crisis política no podía resolverse en los marcos del parlamentarismo y era inevitable un choque violento de clase contra clase, de los burgueses y terratenientes contra los obreros y campesinos.
Para los altos mandos del Ejército era claro que los políticos ya no podían hacerle frente a la situación revolucionaria, y el 20 de febrero realizaron reuniones por todo el país entre los jefes militares y los líderes de extrema derecha para organizar el golpe. Tras el análisis de la correlación de fuerzas, optaron por aplazar el alzamiento, pero la decisión ya estaba tomada. El gobierno tuvo conocimiento de estos encuentros y su respuesta fue la simple reubicación de los principales líderes militares implicados: Franco fue trasladado a las islas Canarias, Godded a las Baleares y el general Mola a Navarra. Pero los planes golpistas prosiguieron y se manejaron varias fechas para el alzamiento: 20 de abril, 15 de junio, 12 de julio y finalmente 18 de julio, fecha en que se produciría la “rebelión” militar.
A lo largo de seis meses, el gobierno del Frente Popular tuvo un accionar ambivalente, pues estaba al corriente de la organización del complot militar pero no tomó medidas a fondo contra los militares. De hecho, el traslado de los generales facilitó los planes de la rebelión, pues les dio extensión territorial para impulsar el ataque militar desde varios puntos clave del país. El gobierno de Azaña y luego el de Casares Quiroga tenían por objetivo impedir la guerra y salvar el régimen parlamentario, que se veía asediado por la derecha y la izquierda, por el golpe militar y la revolución obrera y campesina. Por eso se dedicó a reprimir a la derecha y la izquierda, pero “procurando no debilitar demasiado a uno para no tener que entregarse al otro”, pues su “única razón de ser era dudar, ganar tiempo para evitar el choque que lo aniquilaría” (ídem: 40-41).
Trotsky ante el Frente Popular
Trotsky analizó que el triunfo del Frente Popular tenía un doble significado. Por un lado, representaba el “comienzo de un período revolucionario agudo”, donde la clase obrera y el campesinado empujaban con todas sus fuerzas hacia una “solución revolucionaria” por medio de estallidos violentos. Pero al mismo tiempo, el Frente Popular constituía un “freno gigantesco, construido y manejado por traidores y empedernidos canallas” para detener el ascenso revolucionario. A partir de esta dinámica, previó el curso ambiguo del gobierno de Azaña como un intento de establecer un polo bonapartista que trataría de “elevarse por encima de los dos campos a fin de dirigir mejor las armas del Estado contra las masas revolucionarias que lo han alzado al poder” (Trotsky: 185), lo que, combinado con la ausencia de una verdadera dirección revolucionaria para canalizar la energía revolucionaria de las masas, abría de par en par las puertas al fascismo.
De esta forma, el gobierno del Frente Popular se caracterizó por una tensión dialéctica, pues representó la apertura de una situación revolucionaria pero al mismo tiempo era su negación al adormecer a la clase obrera y el campesinado con las ilusiones parlamentarias. Y aunque su objetivo era evitar la confrontación de clases, terminó por desencadenarla: “Incapaz de resolver ninguna de las tareas puestas sobre el tapete por la revolución –ya que éstas se reducen a una sola, el derrocamiento de la burguesía–, el Frente Popular imposibilita el régimen burgués, provocando el golpe de Estado fascista” (ídem: 194). Por eso Trotsky no escatimó adjetivos para denunciar el gran peligro que representaba la política de colaboración de clases auspiciada por socialistas, stalinistas y el POUM, la cual exponía a la clase obrera a una derrota de dimensiones históricas y con “años de sufrimientos, de sacrificios, si no de décadas de terror fascista”.
Lo anterior explicaba la política del Frente Popular hacia el Ejército, el cual rehusó enfrentar para defender los intereses generales de la burguesía, pues cuando “la burguesía se ve obligada a firmar un pacto con las organizaciones obreras por medio de su ala izquierda, tiene más necesidad que nunca de su cuerpo de oficiales para hacer contrapeso, ya que de lo que se trata es de la protección de la propiedad privada” (ídem: 196). Por eso el gobierno de Frente Popular capituló sistemáticamente a la burocracia y oficiales militares, y no dio ningún paso para suplantarlo por una milicia popular de la clase obrera y el campesinado.
IV Período (18 de julio de 1936-abril 1937)
De la guerra civil a la revolución social
El 18 de julio de 1936 se realizó el levantamiento militar contra la República, que pretendía imponer un régimen militar en pocos días para cortar de raíz con el ascenso revolucionario. Pero los planes de los rebeldes (esto es, los insurrectos del Ejército y la extrema derecha) se vieron frustrados por la fuerte reacción de la clase obrera en las principales ciudades, que de forma espontánea derrotó el alzamiento en gran parte del territorio nacional.
La rebelión fue derrotada en los lugares donde la clase obrera actuó de forma independiente, mientras que en las zonas donde confió en el Frente Popular o esperó las indicaciones de sus direcciones y los generales “leales” del ejercito republicano, el alzamiento militar resultó victorioso. Los rebeldes triunfaron en Andalucía, Zaragoza y sorprendentemente en Oviedo (epicentro de la Comuna de Asturias) sin efectuar un solo tiro, producto de la confianza de los republicanos y socialistas de derecha en el general Aranda, que finalmente se pasó al bando rebelde aprovechando que en la ciudad no había un solo minero para defender la plaza. Pero fueron derrotados en Barcelona y Madrid (las principales ciudades), así como en Málaga, el País Vasco y en Valencia, donde la guardia no se sublevó.
De esta forma, lo que se pretendía que fuese un típico pronunciamiento del Ejército para instaurar un nuevo régimen en dos o tres días desató la furia revolucionaria de los explotados y oprimidos, dando paso a la revolución social y una guerra civil que se prolongaría por tres años: “El pronunciamiento, en cuanto tal, había fracasado. Pues no sólo habían sufrido terribles reveses los rebeldes, sino que habían desencadenado la revolución obrera que su acción había querido prevenir (…). Sus derrotas, al destruir la leyenda de invencibilidad del ejército en las luchas civiles, los privaron de su triunfo principal, el miedo. En lo sucesivo, ya no se enfrentaron a un débil gobierno de Frente Popular, sino a una revolución. El pronunciamiento había fracasado. Comenzaba la guerra civil” (Broué y Témine: 54).
El colapso del Estado burgués y el surgimiento de los organismos de control obrero
El estallido de la clase obrera derrotó a los militares golpistas, pero también lo hizo con el Estado republicano que, literalmente, explotó en mil pedazos. Aunque el gobierno republicano existía formalmente en la “zona leal”, en los hechos el poder pasó a manos de la clase obrera en armas que en cada localidad hizo frente a las necesidades del momento: derrotar los focos de insurrectos, garantizar la seguridad en la retaguardia y el abastecimiento de productos, controlar el transporte público y las calles, etc.
En el marco de la resistencia contra la rebelión militar, la clase obrera pasó de la defensiva a la ofensiva, a pesar de la contención de las direcciones reformistas del Frente Popular. Cuando los obreros se sumaron a las barricadas para enfrentar al Ejército, no lo hacían en nombre de la “democracia” y la República que los había decepcionado, sino que fueron pensando en el socialismo y la libertad de una sociedad igualitaria. Por eso en las ciudades y pueblos los burgueses fueron atrapados y confiscados sus bienes. Desde donde se mirase era claro una cosa: “Los obreros se apoderaron de todas las riquezas del país” (Casanova, “¿Ha habido una revolución proletaria en España?”, en Una revolución silenciada: 55).
El desmoronamiento del Estado republicano fue particularmente evidente en el Ejército y la policía, instituciones que desaparecieron por las deserciones, ya fuera al bando rebelde o para sumarse a las milicias obreras. Pero en general todo el aparato del Estado burgués se desintegró de la noche a la mañana, tal como lo reflejó el socialista de izquierda Álvarez del Vayo: “El Estado colapsó y la República se quedó sin Ejército, sin policía y con su maquinaria administrativa diezmada por las deserciones y el sabotaje (…). Desde los jefes del Ejército y los magistrados del Tribunal Supremo hasta los oficiales de aduanas nos vimos obligados a reemplazar a la mayoría del personal que, hasta el 18 de julio de 1936, había tenido a cargo la maquinaria del Estado republicano. Sólo en el Ministerio de Exteriores el 90 por ciento del antiguo cuerpo diplomático había desertado” (en Bolloten, “La revolución y el nacimiento de la Tercera República”, en Una revolución silenciada: 59).
Como sucede en toda revolución social, hubo casos de justicia revolucionaria o terror rojo. En la Armada, por ejemplo, se estima que los marinos fusilaron al 70 por ciento de sus oficiales, una respuesta iracunda contra los años de opresión y maltrato en el servicio militar. También se instauraron los famosos “paseos”, operativos de los partidos políticos o sindicatos anarquistas para ajusticiar a figuras de la burguesía, la Iglesia o la policía. Pero ante la ausencia de un poder central, hubo casos de crímenes por venganza, ante lo cual todas las organizaciones de izquierda plantearon que era necesario “organizar la represión”. Incluso la CNT se sumó a esta postura y mandó a fusilar a un militante suyo que cometió un asesinato por motivos personales.
Pero más importante aún fue que el colapso del Estado burgués estuvo acompañado de la conformación de comités de obreros, campesinos y milicianos en cada fábrica, barrio, pueblo, trinchera o barco militar, los cuales se convirtieron en el poder real en su respectiva localidad: sus disposiciones eran ley y se aplicaban de forma inmediata, sin importar la legalidad burguesa previa. Independientemente del nombre que asumieron en cada lugar (consejos, comités, juntas), lo cierto es que eran organismos de poder obrero y campesino, demostrando la profundidad que alcanzó la revolución española que, de forma espontánea, retomó la tradición de las revoluciones obreras y campesinas del siglo XX, erigiendo organismos de doble poder, como los soviets de las revoluciones rusas de 1905 y 1917 o los Rilte de la revolución alemana de 1918-1919 (Broué y Témine: 91).
Toda la sociedad española pasó a organizarse desde estos “comités-gobierno”, incluso desafiando la oposición directa de los socialistas y stalinistas, así como las oscilaciones de anarquistas y poumistas: ¡todas estas corrientes terminaron juntando esfuerzos en el gobierno del Frente Popular para desmontar el doble poder y reorganizar el Estado burgués! Aunque desde un inicio hubo militantes de los partidos y sindicatos obreros en los comités, éstos no respondían directamente a los acuerdos entre las cúpulas, sino que representaban directamente al pueblo alzado en armas, dándose muchos casos de militantes que incumplieron las consignas de sus organizaciones.
En las grandes ciudades fue donde la vitalidad democrática de los comités se vio más restringida, pues pesaron los aparatos políticos que constituyeron organismos que funcionaban a partir de compromisos burocráticos de las organizaciones existentes y donde la representación se hizo por la fuerza material de cada organización o por acuerdos entre las cúpulas.
A pesar de esto, la irrupción de la clase obrera en la vida social y política se extendió por toda la zona republicana, instaurando por la fuerza medidas anticapitalistas y socialistas. Por ejemplo, la gran propiedad industrial y agraria quedó en poder de los obreros y campesinos; en el caso de la banca el control fue parcial pues los sindicatos de la banca estaban controlados por los socialistas y stalinistas, que dejaron que el gobierno retomara el control del Tesoro nacional y desde ahí accediera a recursos para rearmar su aparato estatal y asfixiar los esfuerzos de colectivización y socialización. De igual manera, el armamento pasó a estar bajo control obrero, conformándose las milicias populares vinculadas a las organizaciones obreras (y con participación de las mujeres en sus inicios) que fueron claves para enfrentar al ejército fascista y mantener el orden en la retaguardia.
Grandizo Munis, militante de la IV Internacional que arribó a España para impulsar la reconstrucción de la sección trotskista local (llamada Sección Bolchevique-Leninista), trazó un vívido retrato del doble poder en la guerra civil: “Propiedad, armamento y poder político, la trilogía fundamental de toda sociedad, adoptaron en seguida, en manos del proletariado y los campesinos, una forma socialista, a través de las colectividades organizadas inmediatamente después de la expropiación, de las diversas milicias y Patrullas de Control, de los Comités-gobierno. Aunque muy imperfecto, el nuevo tipo de sociedad quedaba distintamente contorneado, desde la base a la cúspide. Frente a él, el gobierno capitalista carente de base social, privado de armas, era impotente para gobernar” (“La dualidad de poderes”, en Una revolución silenciada: 69).
Pero este proceso de doble poder tuvo una enorme debilidad que impidió su triunfo total: no había en España un partido revolucionario que centralizara y dirigiera la revolución hacia la toma definitiva del poder. Por el contrario, todas las corrientes obreras y de izquierda mancomunaron fuerzas para bloquear su desarrollo, limitarlos a escala local y privarlos de su carácter revolucionario con el paso del tiempo. Esto fue consecuencia de que ninguno de esos partidos y organizaciones apostaba por destruir el Estado burgués: el PSOE y el PCE explícitamente se dieron a la tarea de reconstruir el Estado burgués y frenar la revolución; la CNT-FAI rechazó tomar el poder en Cataluña y se lo entregó a Companys, pero poco después la burocracia cenetista no tuvo reparos en incorporarse al gobierno burgués del Frente Popular y ser cómplice del desarme de la clase obrera; mientras que el POUM divagó en su centrismo entre las proclamas radicales y al mismo tiempo apoyó la reconstrucción del aparato estatal burgués con Nin como ministro de Justicia de la Generalitat.
Debido a esto, los comités-gobierno no tenían un vínculo entre sí a nivel nacional, ni tampoco había claridad sobre su incompatibilidad con el viejo Estado burgués de la República (ídem: 68). Poco a poco perdieron sus atributos revolucionarios al dejar de reflejar a las masas revolucionarias, que estaban encuadradas en el PSOE, PCE, CNT-FAI y en menor medida el POUM. Los comités-gobierno progresivamente se convirtieron en “comités de alianza” donde se hizo cada vez más preponderante el peso de los partidos y sindicatos de la CNT.
Incluso Nin planteó que no había que convertir a los comités-gobierno en soviets, pues el proletariado español no requería de ellos para hacer la revolución: “En Rusia no había tradición democrática ni tradición de organización y de lucha en el proletariado. Nosotros tenemos sindicatos, partidos, publicaciones, un sistema de democracia obrera. Se comprende la importancia que tuvieron los soviets. El proletariado no tenía sus organismos propios. Los soviets fueron una creación espontánea (…). Nuestro proletariado tenía ya sus sindicatos, sus partidos, sus organizaciones propias. Por eso los soviets no han surgido entre nosotros” (Broué y Témine: 101).
Esto dotó a la burguesía de un margen pequeño pero valioso para reordenar filas y desarrollar un plan de reconstrucción del Ejército y la policía, así como retomar el control sobre la economía en detrimento del control obrero.
El gobierno de Largo Caballero y la reconstrucción del Estado burgués
El estallido de la revolución y el desmoronamiento del Estado burgués pusieron a la orden del día la posibilidad de la tomar del poder por parte de la clase obrera en unión con el campesinado. Pero, como señalamos, faltó un partido revolucionario que orientara la lucha en ese sentido. Por la negativa, la revolución española reafirmó la tesis leninista sobre los límites del espontaneísmo, producto del cual las masas pueden construir organismos de autodeterminación y democracia por la base, pero por sí mismas no logran avanzar hacia un grado de conciencia socialista, es decir, hacia la comprensión de la necesidad de destruir el Estado burgués e instaurar el poder obrero con la dictadura del proletariado; para eso es indispensable un partido revolucionario que se metabolice o funda con la masas (Sáenz, “Lenin…”: 317-319).
Esto permitió que el Estado burgués de la República fuese reconstruido en detrimento de las conquistas obreras y campesinas, tarea que fue desarrollada con particular ímpetu por el PCE y el PSOE, partidos que pusieron su aparato y prestigio en función de contener la revolución obrera y darle respiro a la burguesía republicana, que para ese momento era un espectro o sombra sin el menor punto de apoyo social.
Para el stalinismo, la guerra civil era una lucha entre el fascismo y la democracia donde no tenía cabida la revolución social, y por eso sus dirigentes apoyaron todos los intentos por preservar el Estado burgués. De acuerdo con el secretario general del PCE, José Díaz, el papel de los comunistas era colaborar con los republicanos en la lucha contra Franco y los militares para lograr “una república democrática con un contenido social amplio” (Broué y Témine: 98). Esta orientación respondía a los intereses geopolíticos de la URSS de ganarse la confianza de las “democracias” imperialistas contra la Alemania de Hitler, demostrando que podía ser un garante de la estabilidad burguesa europea e incluso sepultar una revolución en curso.
Con respecto a los socialistas, Prieto fue el primero en advertir el peligro que se cernía sobre la República burguesa a causa del ascenso revolucionario, pues en su concepción etapista del proceso histórico presuponía que España tenía que atravesar un largo período de desarrollo capitalista antes de avanzar al socialismo. Además, coincidió con el stalinismo en que era clave contar con el apoyo de las democracias capitalistas, para lo cual era fundamental preservar la carta de la legalidad del gobierno republicano, algo que se perdería en caso de una toma del poder por parte de los partidos obreros. Era tal su desesperación por bloquear el ascenso del movimiento obrero que no dudó en plantear que Largo Caballero, su eterno enemigo a lo interno del PSOE, era la única figura capaz de cumplir con esa tarea: “La opinión que tengo de él es conocida de todos. Es un imbécil que quiere dársela de astuto. Es un desorganizador y un enredador que quiere dárselas de burócrata metódico. En un hombre capaz de llevar todo y a todos a la ruina. Y sin embargo, hoy en día, es el único hombre, o por lo menos el único nombre útil para poner a la cabeza de un nuevo gobierno” (ídem: 93).
Durante las primeras semanas de la rebelión, Largo Caballero insistió en que la solución era la dictadura del proletariado, y desde su periódico Claridad denunció la política del PCE de separar la guerra de la revolución. Pero, como era costumbre, sus palabras radicales no acompañaban sus actos, pues mientras los militantes socialistas formaron milicias y participaban activamente en los comités-gobierno, él se limitó a ser el líder de la UGT. Pero también sus posturas se modificaron con el pasar de los días, pues comenzó a sostener que la tarea principal era derrotar la insurrección, y luego de varias derrotas militares de la República, el 4 de setiembre de 1936 cedió a las presiones y asumió la conformación de un nuevo gobierno. Así llegó al poder Largo Caballero, conocido en adelante como el “Lenin español”, que conformó un gabinete constituido por tres socialistas partidarios suyos, tres socialistas moderados del ala de Prieto, dos representantes del PCE y cinco republicanos; la CNT se sumaría el 4 de noviembre al gobierno.
Desde el primer minuto de su gestión se sometió a la política de colaboración de clases, demostrando lo superficial de sus posiciones durante el giro izquierdista. En adelante se convirtió en un agente más de la burguesía republicana, levantando como consigna central primero ganar la guerra y luego hacer la revolución, con el objetivo de ganarse el apoyo del imperialismo anglo-francés. Declaró que la conformación de su gobierno se realizó a partir de la “renuncia previa de todos sus integrantes a la defensa de sus principios” y en el punto II de la declaración programática de gobierno estableció que el “programa ministerial significa esencialmente la firme decisión de garantizar el triunfo sobre la rebelión, coordinando las fuerzas populares mediante la necesaria unidad de acción” (Morrow: 92).
Así, el izquierdista de Largo Caballero no dijo nada sobre la reforma agraria radical, los comités-gobierno, el control obrero sobre la industria y mucho menos de la dictadura del proletariado. Por el contrario, cedió en todos los puntos que defendió en los años anteriores e hizo un llamado a todos los combatientes para que defendieran con su vida el régimen, bajo la promesa de que posteriormente vendrían los cambios radicales en la estructura estatal. Esta política no sólo fue el comienzo del fin para la revolución española, sino que también representó una enorme ventaja para la rebelión fascista al desmoralizar a las bases obreras y campesinas en la guerra, las cuales no iban a morir por una promesa abstracta de democracia sino por acabar con la explotación y opresión contra la que se habían rebelado.
Los campesinos y obreros agrícolas habían tomado las tierras a la fuerza, imponiendo una reforma agraria radical en los hechos, pero querían un decreto de nacionalización de la tierra que la entregara en usufructo a quienes la trabajaban, para evitar que les fuera arrebatada al finalizar la guerra. Esto hubiese elevado la moral al máximo del campesinado, tanto del bando republicano pero también en los campesinos de los territorios controlados por el bando fascista, incluso en los soldados fascistas de familias campesinas. Pero el gobierno optó por proteger la propiedad burguesa de la tierra, algo reflejado en el decreto del 7 de octubre de 1936 donde expropió la tierra de fascistas conocidos, tirando por la borda las esperanzas de los campesinos (Morrow: 94-95).
Para la clase obrera la situación no fue diferente, pues el gobierno intervino las industrias en Madrid y Valencia para nombrar directores gubernamentales en detrimento del poder de los comités obreros; además, emitió un decreto el 23 de febrero de 1937 estableciendo el estricto control gubernamental de toda la industria (este decreto fue firmado por el anarquista Juan Peiró, ministro de Industria).
Más importante aún fue su operativo para disolver gradualmente los comités-gobierno, tarea fundamental para restablecer la autoridad del Estado burgués. Para esto comenzó una campaña justificando que el poder tenía que estar concentrado en el nuevo gobierno, tal como expuso un artículo del periódico socialista Claridad: “Podemos afirmar que todos estos órganos han cesado de cumplir la misión para la que habían sido creados. En lo sucesivo, no pueden ser más que obstáculos para un trabajo que corresponde, única y exclusivamente, al gobierno del Frente Popular, en el que participan, con plena responsabilidad, todas las organizaciones políticas y sindicales del país” (Broué y Témine: 104). Esto se combinó con una promoción de los dirigentes de los comités a gobernadores o alcaldes, y vació de contenido revolucionario a estos organismos, que pasaron a convertirse en instrumentos dominados por el gobierno y sin ninguna democracia de base.
En el plano militar, impulsó la reconstrucción del Ejército burgués contra las milicias obreras, aunque previamente se opuso a esta política cuando la planteó el gobierno de Giral. El gobierno emitió un decreto para militarizar las milicias, de forma tal que pasarían a estar bajo el mando de un comando central nombrado por el gobierno. Esto fue un requisito para obtener armamento. Además, se restituyeron los grados militares (cabo, capitanes, comandantes) y las columnas perdieron sus nombres de lucha para ser identificadas por un número: la Columna Durruti pasó a ser la 261 división; la Lenin, la 29; la Carlos Marx, la 27 (ídem: 107). De esta manera, la burguesía republicana reconstruyó sus fuerzas represivas para defender la propiedad privada en la zona leal y luego desatar la represión contra el movimiento obrero y campesino.
Otro crimen político del gobierno de Largo Caballero fue su renuncia a declarar la independencia de Marruecos, que hubiese tenido un fuerte impacto contra los militares insurrectos que controlaban esa colonia y porque utilizaron a soldados moros en la guerra civil. Es conocido que una delegación de jefes nacionalistas marroquíes (encabezada por Abd-el Krim) pidió al gobierno del Frente Popular un decreto de independencia, armas y dinero para organizar la insurrección en Marruecos, pero Largo Caballero se negó pues eso afectaba los intereses coloniales de Inglaterra y Francia, y tampoco quería generar preocupación entre la burguesía española con la pérdida de su colonia (Munis, “¿Por qué no se liberó al Marruecos español?”, en Una revolución silenciada: 48).
La capitulación de la CNT al Estado burgués
La guerra civil colocó a la CNT-FAI en una situación muy anómala: por primera vez en la historia estaban obligados a desempeñar un papel fundamental en un proceso revolucionario donde estaba en diputa el poder. Esto puso en jaque el andamiaje teórico anarquista con relación al Estado y la negación de la política, dando paso a un sinfín de oscilaciones tácticas y, finalmente, a una terrible capitulación de la burocracia cenetista a la burguesía republicana y el stalinismo.
El primer momento de esa capitulación se produjo en Cataluña, donde el devenir de la revolución dependía enteramente de la CNT, pues los obreros anarcosindicalistas habían derrotado la insurrección militar por sí mismos y bastaba con que quisieran tomar el poder para hacerlo. Al respecto es famosa (y clarificadora) la anécdota de cuando Lluis Companys se reunió con Buenaventura Durruti, Ricardo Sanz y García Oliver en el Palau de la Generalitat el 20 de julio de 1936, donde les preguntó si querían tomar el poder para hacerse a un lado: “Vosotros solos vencisteis a los soldados fascistas (…). Habéis conquistado y todo está en vuestro poder (…). Si no me necesitáis o queréis como presidente, decídmelo (…)” (Morrow: 106). Los anarquistas le dijeron que no era su intención tomar el poder y que confiaban en él, luego de lo cual acordaron crear el Comité de Milicias (una propuesta de Companys), conformado proporcionalmente por todos los partidos y organizaciones antifascistas para encauzar la vida política en Cataluña.
La CNT aceptó esta propuesta y toleró la existencia de la Generalitat como gobierno, conformándose el Comité Central de Milicias, que vino a ser una transacción temporal entre los poderes constituidos y el poder de la clase obrera en las calles. ¿Qué tanto poder tenía este organismo? Para Broué y Témine, en los hechos este Comité pasó a ser el poder real, pero el historiador anarquista Miquel Amorós sostiene que su autoridad era mínima porque “no controlaba ni a los comités antifascistas de otras localidades ni a sus patrullas; tampoco a los comités de barriada o de sindicato de Barcelona, ni a las patrullas ferroviarias, de sanidad o del puerto (…); no era ningún organismo de la revolución y eso saltaba a la vista” (Amorros, Durruti en el laberinto: 47).
De lo que no hay duda es de que fue un acuerdo beneficioso para la burguesía, pues garantizó la continuidad formal de la Generalitat que, aunque fuese un cascarón vacío o estuviera limitado en sus funciones ejecutivas, fue un punto de apoyo para impulsar la reconstrucción del aparato estatal burgués en los meses venideros. Además, la CNT capituló a la presión del stalinismo, la burguesía republicana y los socialistas por separar la guerra de la revolución, tal como se desprende de la resolución adoptada por el Comité Regional en Cataluña: “Hoy no hay más enemigo para el pueblo que el fascismo sublevado. Contra él todas las energías; para aplastarlo hay que converger con todas las organizaciones coincidentes; a su aniquilamiento total hay que dedicar todas las actividades y esfuerzos. Que nadie vaya más allá” (ídem: 48).
Pero el debate en torno al poder no terminó ahí, pues el peso hegemónico de la CNT-FAI en Cataluña ejerció una presión constante sobre las bases y dirigentes anarquistas. Al respecto, hubo tres tesis principales en la dirigencia cenetista. Por un lado estaba García Oliver, quien desde un inicio presionó para instaurar el comunismo libertario desde la CNT, pero sus propuestas generaron desconfianza sobre sus verdaderas intenciones, que se verían comprobadas luego de que se plegara al stalinismo y fuera un defensor del Estado republicano, demostrando que su afán era el poder por sí mismo sin importar el carácter de clase del Estado. Durruti defendió otra tesis, que consistía en retomar Zaragoza (la segunda capital anarquista) donde la rebelión fascista triunfó sin que se produjera la menor resistencia anarquista y, a partir de tomar esa localidad, proclamar el comunismo libertario para que la revolución tuviera éxito. Además, siempre vinculó el desarrollo de la guerra con la revolución, por lo que decretó el comunismo libertario en las localidades bajo control de su milicia. Finalmente, estaba la posición del ala moderada de Federica Montseny, Diego Abad de Santillán y Pedro Herrera, quienes defendieron el colaboracionismo con las fuerzas antifascistas, posición que terminó por imponerse en la CNT y de la cual García Oliver se convirtió en un referente.
A partir de ese momento, la CNT cedió en todas sus posiciones clásicas contra el Estado y la acción política, cuyo resultado fue la entrada a los gobiernos de colaboración de clases de la Generalitat y posteriormente de Largo Caballero. Incluso el sector más radicalizado y consecuente, encabezado por Durruti, no libró una lucha explícita contra la adaptación de la burocracia cenetista (una traba de su apoliticismo anarquista), sino que se concentró en realizar su propia revolución por la vía de los hechos, es decir, fundando comunas libertarias en los territorios liberados por sus milicias, pero sin llamar a una ruptura política clara con la cúpula de la CNT por su adaptación a la Generalitat y el gobierno del Frente Popular.
En este marco, la CNT se convirtió en agente directo de la burguesía republicana y del stalinismo, aplicando al pie de la letra sus mandatos bajo la premisa de que era indispensable la unidad contra el fascismo y las armas soviéticas para ganar la guerra. Por eso no opusieron resistencia cuando en septiembre de 1936 fue disuelto el Comité Central de Milicias, y se integraron al Consejo de la Generalitat para dirigir los ministerios de Abastos, Economía y Sanidad, contribuyendo a la destrucción de los organismos de poder obrero en Cataluña y al fortalecimiento del poder burgués. Esta política fue abiertamente defendida por Solidaridad Obrera: “Ya no era posible, por el bien de la revolución y por el porvenir de la clase obrera, que persistiese la rivalidad de poderes. Era necesario que, de manera simple, la organización que controla a la inmensa mayoría de la población trabajadora se elevase al plano de las decisiones administrativas y ejecutivas” (Broué y Témine: 98).
No está de más señalar algunas de las medidas contrarrevolucionarias que tomó el gobierno de la Generalitat, de las cuales la CNT fue cómplice. Por ejemplo, en enero de 1937 promulgó 57 decretos que atentaban contra la sostenibilidad de las fábricas colectivizadas; el 3 de febrero, por primera vez la Generalitat declaró ilegal la colectivización de una industria; en abril anuló el control obrero de las aduanas; el ministro de Agricultura del stalinista PSUC desmanteló las colectivizaciones agrarias y organizó a sus antiguos dueños para que las administraran, etc. (Morrow: 134-135).
A partir de su ingreso a la Generalitat, era cuestión de tiempo para que la CNT se incorporara al gabinete de Largo Caballero, pero sumarse a un gobierno central tenía un peso simbólico mayor entre las filas anarquistas. Por eso la dirigencia cenetista propuso que se “disolviera” el gobierno central y se creara el Consejo Nacional de Defensa, que a todas luces era un gobierno pero con otro nombre, un juego de palabras que buscaba conciliar los deseos de la CNT por entrar al gobierno con su doctrina antiestatal. Esto fue rechazado de plano por Largo Caballero, y finalmente la CNT se sumó al gobierno central el 3 de noviembre de 1936 asumiendo cuatro ministerios: Justicia, Industria, Comercio y Sanidad, ninguno vital para el desarrollo de la guerra, pero sí muy funcionales para que el gobierno de Largo Caballero tuviera más prestigio ante el conjunto de la clase obrera para desmontar los comités-gobierno y bloquear el accionar independiente de la clase obrera.
Durruti: alcances y límites del comunismo libertario
Buenaventura Durruti se convirtió en la figura más emblemática del anarconsindicalismo en la guerra civil, producto de su entrega total a la pelea contra el fascismo, su sensibilidad para reflejar las aspiraciones de la clase obrera anarquista y su capacidad como dirigente de masas.
Desde que fue asesinado se convirtió en leyenda, y su imagen fue instrumentalizada por la burocracia cenetista, el stalinismo y la burguesía republicana para impulsar la unidad antifascista, invisibilizando el curso de ruptura de Durruti con la orientación colaboracionista de la CNT, su oposición a las políticas del gobierno del Frente Popular y su fervoroso repudio a la burocracia soviética. Las calumnias sobre su memoria se extienden hasta años recientes, como sucedió con la película Libertarias (1996) del director Vicente Aranda, donde se presenta a Durruti apoyando el decreto que excluía a las mujeres de las milicias, cuando para ese momento ya estaba muerto (Parras, “El anarquismo y la revolución española”, en Una revolución silenciada: 153). Por eso encontramos pertinente realizar un breve recuento de su pensamiento y posiciones en la guerra civil española, estableciendo los rasgos progresivos pero también los límites de su figura.
Lo primero por señalar es que Durruti experimentó un desarrollo en sus concepciones desde el inicio de la revolución española y para 1936 era defensor de medidas colectivistas en el plano de la economía y la organización política, superando en gran medida su pasado individualista y haciéndose acreedor al calificativo de “anarcobolchevique” por parte de sus detractores. Por ejemplo, aunque gran parte de su fama antes de la guerra civil era producto de su pasado como bandolero, en 1935 se opuso a los atracos de los individualistas cuando desde la cárcel sentenció “bandidismo no, expropiación colectiva, sí”. Más importante fue su intervención en el cuarto Congreso de la CNT del 1° de mayo de 1936, donde gracias a su beligerante intervención logró que se aprobara una resolución que llamaba a la UGT socialista a conformar un “bloque de acción para ir a la destrucción del régimen capitalista e instaurar un régimen socialista basado en la democracia obrera” (ídem: 154).
Esta resolución fue sumamente progresiva, pero no se reflejó en la práctica de la CNT unos meses después con el estallido de la guerra civil. ¿Cómo explicar esto? En el marco del ascenso revolucionario se instaló un debate sobre el poder y el Estado al interior de la CNT, pero como era frecuente en el movimiento anarquista, las discusiones giraban en torno a elementos secundarios y no directamente sobre los problemas estratégicos, como en este caso, que se planteó una táctica hacia la UGT y no se abordó con toda claridad la problemática del Estado obrero para construir el socialismo.
Esto daba margen para formulaciones eclécticas y confusionistas que le salieron muy caras a la CNT en la guerra civil. El mismo Durruti no escapó a este método para procesar las discusiones estratégicas, pues reflejaba las desviaciones de años de militancia en la antipolítica, donde los debates se resolvían con la acción directa. Por eso no fue capaz de llevar al fondo su ruptura con la burocracia cenetista y su política colaboracionista con la CGT, por el contrario, su apuesta principal fue desarrollar la pelea por la vía de los hechos con la toma de Zaragoza, y desde ahí instaurar el comunismo libertario.
No contamos con ningún documento o declaraciones donde Durruti exprese acabadamente su plan para la revolución española, pero a partir de sus comunicados y recopilaciones de entrevistas es factible encajar las piezas y reconstruir su modelo de la revolución. Lo primero que dejó en claro fue la necesidad de que la CNT contara con una mayor base geográfica para garantizar el éxito del comunismo libertario, porque hacerlo solamente en Cataluña los condenaba a la mínima expresión (Amorros: 27).
Por eso no dudó en asumir la toma de Zaragoza como un proyecto propio, en vez de quedarse en Barcelona colaborando con las figuras de la Generalitat y el resto de partidos políticos. Antes de salir hacia Zaragoza, brindó una entrevista donde lanzó fuertes críticas contra el gobierno de Largo Caballero porque su programa era restaurar la República burguesa y no avanzar hacia al socialismo, así como a la URSS por haber sacrificado al proletariado alemán ante la barbarie fascista por sus intereses geopolíticos, de lo cual se desprendía que la clase obrera sólo debía contar en sus propias fuerzas: “El pueblo, la clase obrera, está cansada de que la engañen. Nosotros luchamos no por el pueblo sino con el pueblo, es decir, la revolución dentro de la revolución. Nosotros tenemos conciencia de que en esta lucha estamos solos y que no podemos contar más que con nosotros mismos” (Parras: 155).
Más importante aún es que sus palabras sí se correspondían con sus acciones. En su trayecto hacia Zaragoza implementó el comunismo libertario en los pueblos y localidades por donde pasaba su columna, donde la primera acción que realizaba era quemar los registros de la propiedad, declarar como patrimonio popular los bienes fascistas y explicar que la guerra y la revolución eran inseparables: “Habéis organizado ya vuestra colectividad. No esperéis más. ¡Ocupad las tierras! (…) Tenemos que crear un nuevo mundo, diferente al que estamos destruyendo. Si no es así, no vale la pena que la juventud muera en los campos de batalla. Nuestro campo de lucha es la revolución” (ídem). Junto con esto, la Columna Durruti apoyaba la normalización de la vida de los territorios liberados con la formación de comités-gobierno, repartiendo la tierra, garantizando el abastecimiento e impulsando la colectivización.
Otro elemento de ruptura fue la estructura democrática de la Columna Durruti, que funcionaba mediante asambleas de delegados y un Comité de Guerra, en contraposición a la política del stalinismo y el Frente Popular que impulsaban la militarización de la milicias para someterlas a la estructura del ejército burgués republicano. Durruti brindó una entrevista al periodista soviético Mijail Kolstov (que en realidad era un espía), donde enfatizó su rechazo a la estructura burocrática del Ejército Rojo con coroneles y generales, señalando que en su Columna “no hay comandantes ni subalternos, todos tenemos el mismo derecho, todos somos soldados, también yo soy un soldado” (ídem: 43).
Pero el avance de la Columna Durruti comenzó a estancarse desde mediados de agosto de 1936, a causa de los problemas de abastecimiento de armas y municiones. Esto lo hizo entrar en disputa con la CNT en Barcelona, reclamándoles que no priorizaban la toma de Zaragoza ni tampoco organizaban la economía para garantizar las tareas militares. En realidad lo que sucedía era que estaba siendo saboteado por la burocracia cenetista, que temía que un triunfo de Durruti radicalizara el curso de la revolución, por lo que desde la retaguardia bloqueaban el avance de su columna.
En este punto comenzaron a hacerse evidentes las debilidades del modelo de revolución de Durruti. Desde el inicio de la guerra civil subestimó el campo de la lucha política, y por eso no comprendió la importancia que tenía controlar el poder de la Generalitat en Barcelona. Pocos meses antes, el mismo Durruti fue parte de la delegación anarquista que permitió que Companys siguiera al frente del gobierno catalán, y ahora ese poder se estaba fortaleciendo y cerrando vías para el desarrollo de la revolución obrera.
Sus prejuicios antiestatistas le impidieron comprender el peso del Estado como espacio totalizador de las relaciones sociales, y por lo mismo tenía una visión muy fragmentaria (o mejor dicho, federal) del proceso revolucionario y la lucha de tendencias, donde cada organización política podía hacer su experiencia revolucionaria de formal segmentada. Kolstov reseñó una discusión que sostuvo Durruti con un dirigente stalinista sobre una operación militar, donde expuso esta concepción claramente: “¡Si deseáis, ayudad; si no lo deseáis, no ayudéis! La operación de Zaragoza es mía, en el aspecto militar, en lo político y en el político-militar (…). En Zaragoza habrá comunismo libertario o fascismo. ¡Tomad para vosotros a toda España, pero dejadme a mí tranquilo con Zaragoza!” (ídem: 43).
Por otra parte, tampoco previó la transformación que estaba experimentando la cúpula cenetista, cuyos dirigentes terminaron cooptados como agentes de la política burguesa. Companys no paró de alabar el papel de la CNT como garante del orden burgués, reconociendo que junto con otras organizaciones obreras asumió “las funciones de vigilancia y protección de la sociedad que abandonó el ejército rebelde, y se ha convertido en un arma en manos del gobierno democrático. Después de la traición de los guardianes normales del orden público, hemos recurrido al proletariado en busca de protección” (ídem: 53). ¡El colaboracionismo de la CNT convirtió al proletariado catalán de agente de la revolución a protector de un gobierno burgués y la propiedad privada en cuestión de semanas!
Fue sobre la marcha de la guerra que se percató del dramático giro de la cúpula de la CNT, particularmente cuando se produjo la entrada de los representantes anarquistas al gobierno de Largo Caballero el 4 de noviembre de 1936. Ese día Durruti pronunció un discurso donde expuso directamente sus pugnas con la dirigencia de la CNT: “Los del frente pedimos sinceridad, sobre todo a la Confederación Nacional del Trabajo y la FAI (…). Hay que empezar por organizar la economía de Cataluña, hay que establecer un Código en el orden económico. No estoy dispuesto a escribir más cartas para que los compañeros o el hijo de un miliciano coman un trozo de pan o un vaso de leche más (…). Si no queréis que los que luchamos os confundamos a los de retaguardia con nuestros enemigos, cumplid con vuestro deber. La guerra que hacemos actualmente sirve para aplastar al enemigo en el frente, pero ¿es éste el único? No. El enemigo es también aquel que se opone a las conquistas revolucionarias y que se encuentra entre nosotros, y al que aplastaremos igualmente (…). Después vendremos a Barcelona y os preguntaremos por vuestra disciplina, por vuestro orden y por vuestro control, que no tenéis” (Parras: 155).
En ese discurso Durruti plantea tres cosas fundamentales: 1) la necesidad de que la retaguardia se articule con el frente de guerra mediante la planificación económica, lo que en su visión era socializar la economía bajo control obrero, 2) se distancia del discurso de la unidad antifascista cuando sugiere que la contrarrevolución también está en el campo republicano con quienes se oponen a las conquistas revolucionarias y sabotean el esfuerzo de las milicias, 3) señala directamente a Barcelona, centro del poder político de Cataluña, como parte de su radio de acción revolucionaria donde volverá para pedir cuentas. Aunado a esto, el 1 de noviembre la Columna Durruti envió una protesta a la Generalitat por la publicación del decreto de militarización de las milicias populares, medida que no admitían porque no resolvía ninguno de los problemas centrales para ganar la guerra (como el abastecimiento militar y logístico) y porque atentaba contra su organización democrática (Amorros: 114-115).
Por eso Durruti se convirtió en un problema para la CNT, la burguesía republicana y el stalinismo, pues representaba un símbolo contra el orden burgués que progresivamente se iba reinstaurando en Cataluña, epicentro de la revolución obrera española. Su enorme prestigio ante las masas obreras y campesinas lo convertía en un potencial adversario por la conducción del movimiento anarquista, sobre todo si conquistaba Zaragoza, avanzaba con sus planes para instaurar el comunismo libertario y regresaba a Barcelona para ajustar cuentas. Si la poderosa CNT era dirigida por un “incontrolable” que públicamente repudiaba a la URSS y la política colaboracionista con el Frente Popular, el curso de las cosas podía cambiar drásticamente hacia la izquierda.
El asesinato de Durruti
De ahí que fuese necesario deshacerse de Durruti a como diera lugar, y desde varios sectores comenzaron a moverse los hilos para sacarlo del frente militar de Zaragoza y desmontar su plan de revolución. Esta oportunidad se presentó cuando se incrementó el cerco fascista sobre Madrid en noviembre de 1936 y se organizó la defensa de la ciudad, donde Durruti pasó a ser una pieza útil en el juego de poder entre socialistas, comunistas y cenetistas.
Por un lado, Largo Caballero no quería depender tanto de los comunistas para la batalla, pues sus choques con el PCE se venían profundizando dado el creciente peso que tenían en el aparato estatal y militar (además de que administraban la ayuda soviética). Por esto barajó la posibilidad de relevar al general Miaja (militar muy vinculado con los stalinistas y que se presume llegó a ser militante del PCE) y nombrar a Durruti como jefe de la defensa de la ciudad, utilizando a los anarquistas como un contrapeso ante el PCE. Con respecto a la dirigencia cenetista, estaban preocupados por la fuerte presencia de comunistas y socialistas en Madrid, lo que debilitaba su posición en el gobierno. También querían sacar a Durruti del frente de Zaragoza y alejarlo de Cataluña, su centro de operaciones y donde estaba concentrada su base social; además, su llegada a Madrid era la culminación del ingreso de la CNT al gobierno. Por último, los comunistas stalinistas caracterizaron que Durruti era incorruptible, por lo que era necesario sacarlo de Zaragoza para desactivar sus fuerzas, siendo la batalla de Madrid la ocasión ideal para eso y tenderle una trampa (ídem: 118-123).
En este marco se desarrolló la maniobra política contra Durruti. Es imposible saber a ciencia cierta si hubo coordinación entre estos sectores para sacarlo de Zaragoza, pero es indiscutible que cenetistas, socialistas y comunistas tenían un interés común en llevar a Durruti a Madrid. Cuando la dirigencia de la CNT le planteó esta opción, Durruti se opuso porque sostenía que la “manera más eficaz de contribuir a la defensa de Madrid es atacar Zaragoza”, pero al final cedió a la presión y se movilizó a la capital con 1.400 milicianos, y según algunas fuentes hasta 3.000 (ídem: 121).
Tras la llegada de sus tropas a Madrid, el 14 de noviembre solicitó que no fueran enviadas de inmediato oa combate porque necesitaban descansar y reorganizarse, pero Miaja se opuso y la Junta de Defensa de Madrid le presionó para que entrara a combate al día siguiente en la Ciudad Universitaria, donde se sabía que los rebeldes fascistas iban a concentrar la mayoría de sus fuerzas. A lo largo del primer día de combate la Columna Durruti sufrió fuertes ataques con obuses y metralletas; al segundo día le entregaron un cargamento de armas automáticas desarmadas y con las instrucciones en checo, que pudo armar tras horas de intentos fallidos.
Los días pasaron con luchas feroces, cuerpo a cuerpo, resistiendo bombardeos aéreos y ataques de artillería, tomando edificio por edificio. Para el 18 de noviembre había perdido a la mitad de su Columna (unos 700 milicianos muertos), y el resto de sus tropas estaban agotadas tras pasar cinco días sin dormir y prácticamente sin comer, por lo que pidió relevos y refuerzos, pero le fueron denegados. Había sido enviado a una ratonera, una emboscada para hacerlo fracasar y acabar con Durruti, si no físicamente, al menos sí con su prestigio militar (ídem: 133).
El 20 de noviembre tuvo lugar el desenlace final con la misteriosa muerte de Durruti. Desde el primer momento comenzaron a fluir las diferentes versiones sobre su muerte. Una versión señalaba que fue un disparo accidental de su fusil naranjero; luego circuló el rumor de que había sido asesinado por uno de sus guardaespaldas, Manaza, que luego la CNT puso al frente de la Columna Durruti para militarizarla, aunque no era la figura más reconocida e idónea para dirigirla; los comunistas, a través de Miaja, comunicaron que murió producto de las heridas de un combate el día anterior; la CNT guardó silencio las primeras horas y la noche del 21 de noviembre Federica Montseny comunicó la muerte de Durruti, y el 22 un artículo de Solidaridad Obrera señaló que había muerto producto de una bala perdida del bando fascista.
Trotsky no dudó en responsabilizar directamente de la muerte de Durruti a Stalin, que para ganarse la confianza de Inglaterra y Francia trasladó todo el aparato de la GPU a España con el objetivo de exterminar a todos los que luchaban y defendían la revolución proletaria (Trotsky: 246). El historiador anarquista Miquel Amarós concluyó que a “Durruti lo mataron sus compañeros; lo mataron al corromper sus ideas (…). A Durruti se le atribuyeron opiniones que ‘casualmente’ coincidían con la línea oficial colaboracionista del movimiento libertario, y su nombre servía de cuña para introducir cualquier tipo de claudicación” (Amorros: 171).
Trotsky ante la rebelión militar y la guerra civil
En la perspectiva de Trotsky, durante este período el proletariado español demostró en varias ocasiones que era capaz de lograr la victoria, pero que no lo hizo por la ausencia de una dirección revolucionaria. De ahí que fuera más urgente que nunca la puesta en pie de un verdadero “estado mayor revolucionario” para luchar contra el fascismo y desnudar el carácter burgués del Frente Popular, diferenciándose de la noción campista donde la guerra era un conflicto entre el progreso y la reacción por fuera de la lucha de clases.
La tarea principal de los revolucionarios en España era luchar por la “victoria de la revolución, es decir, la victoria de una clase sobre otra” (Trotsky: 226). Sostuvo que había que ayudar con todo al triunfo de las tropas republicanas contra el fascismo, pero que no había que confundir la política revolucionaria con el programa burgués conservador de los stalinistas, socialistas y anarquistas del Frente Popular.
Esto implicaba intervenir en la guerra civil con los métodos de la lucha de clases: “Esto significa que, en el proceso de defensa de la democracia burguesa, incluso con las armas en la mano, el partido del proletariado no debe asumir ninguna responsabilidad respecto de la democracia burguesa, no debe entrar en su gobierno, sino que debe conservar plena libertad de crítica, de acción, frente a todos los partidos del Frente Popular, preparando así el paso de la democracia burguesa a la etapa siguiente” (ídem: 227).
Sobre las perspectivas militares, no descartó una victoria del Frente Popular, pero señaló que sería corta e inestable porque el bando fascista era el que mejor representaba los intereses de la burguesía, por lo que un eventual triunfo del gobierno “Stalin-Caballero” sería una vía indirecta hacia el fascismo, en función del carácter burgués del Frente Popular y sus rasgos bonapartistas, reflejados en sus ataques contra las organizaciones obreras y el llamado a la unidad y la disciplina militar. Por eso un triunfo republicano acrecentaría las tendencias bonapartistas de la cúpula militar, pero también la confianza de la clase obrera y campesina que peleó la guerra, lo cual daría como resultado otra guerra civil pero esta vez dentro del campo republicano, donde nuevamente sería indispensable un partido revolucionario con influencia entre la clase obrera para vencer, o de lo contrario se produciría una victoria del bando republicano con sus rasgos bonapartistas más exacerbados, que “por su naturaleza se diferencia bastante poco de la dictadura del general Franco. He aquí por qué la política del Frente Popular es u camino indirecto que conduce hasta el propio fascismo” (ídem: 228-229).
V Período (Mayo 1937)
Las jornadas de mayo y la derrota de la revolución
Mayo de 1937 fue un momento crucial en la guerra civil española, pues en pocos días se libró una batalla que selló la derrota de la revolución obrera y campesina. El escenario de este drama fueron las calles de Barcelona, epicentro histórico del movimiento obrero en España y donde la experiencia de poder dual tuvo su mayor desarrollo. Además, en el movimiento obrero catalán había dos organizaciones que no eran controladas por el stalinismo: por un lado la CNT, que todavía era la corriente hegemónica y sus bases eran sumamente combativas (a pesar de la política colaboracionista de la burocracia cenetista), y por otro lado el POUM, marcado como “trotskista” por el pasado de los miembros de la ICE y con una influencia significativa entre sectores de la clase obrera.
Esto dio paso a una provocación del stalinismo contra estas organizaciones obreras, que por momentos tomó la forma de una guerra civil a pequeña escala en la ciudad, con peleas desde las barricadas y con un enorme saldo en muertos y heridos. Esto demostró que el análisis de Trotsky sobre una eventual guerra civil en el campo republicano no estaba alejado de la realidad.
Barcelona, “bastión de la España soviética”
Barcelona era una ciudad con una gran tradición de lucha obrera y política. Para inicios del siglo XX era conocida como la “ciudad de las bombas” por las acciones de los anarquistas individualistas en ese entonces, aspecto reflejado en la fachada de La Sagrada Familia, donde Gaudí incluyó la figura de un anarquista con una bomba Orsini (Thomas: 16). También Engels se refirió a la ciudad como “el centro fabril más importante de España, que tiene en su haber histórico más combates de barricadas que ninguna otra ciudad del mundo” (Engels. 5). Junto con esto, para 1930 se estima que Cataluña concentraba al 40% del proletariado español (Durgan: 17). La suma de todos estos factores explica por qué cuando estalló la guerra civil fue precisamente en Cataluña donde la clase obrera llevó más a fondo la revolución social, convirtiéndola en “el bastión de la España soviética” (en la acepción originaria y revolucionaria del término), como la bautizó Franz Borkenau, ensayista y periodista que recorrió España en tiempos de la guerra civil, y que por sus críticas al stalinismo fue acusado de “trotskista” y torturado por la GPU (Broué y Témine: 56).
En su libro Homenaje a Cataluña, George Orwell relata el efecto “sorprendente e irresistible” de la ciudad para los recién llegados, porque se hacía evidente que “la clase trabajadora llevaba las riendas” en todos los aspectos de la vida social: “Casi todos los edificios, cualquiera fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos con banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; las paredes ostentaban la hoz y el martillo y las iniciales de los partidos revolucionarios; casi todos los templos habían sido destruidos y sus imágenes, quemadas. Por todas partes, cuadrillas de obreros se dedicaban a demoler iglesias. En toda tienda y en todo café se veían letreros que proclamaban su nueva condición de servicios socializados: hasta los limpiabotas habían sido colectivizados y sus cajas estaban pintadas de rojo y negro” (G. Orwell, Homenaje a Cataluña: 21).
La revolución impregnaba todos los aspectos de la vida cotidiana de la ciudad, y el lenguaje no fue la excepción. Orwell explica que las palabras formales y ceremoniosas habían desaparecido, y en vez de decir señor, don, usted o buenos días, las personas se trataban como camaradas, tú y salud; también comenta la anécdota de cuando fue regañado por tratar de dar una propina a un ascensorista, lo cual se consideraba degradante para el trabajador. La revolución incluso transformó la “moda”, algo que era notable al observar la muchedumbre porque “no había gente ‘bien vestida’: casi todo el mundo llevaba tosca ropa de trabajo, o bien monos azules o alguna variante del uniforme miliciano” (Orwell: 22). Por eso pensó que se hallaba en “un Estado de trabajadores, y que la burguesía entera había huido”, y aunque había muchas cosas que no comprendía o no le gustaban, reconoció de inmediato “un estado de cosas por el que valía la pena luchar”, a tal punto que se sumó a la milicia del POUM.
La milicia era una estructura militar y democrática a la vez, donde la disciplina de los combatientes era producto de su grado de conciencia política y no existían los rangos militares de un ejército convencional. Estaban basadas en los sindicatos y partidos políticos, compuestas por hombres y mujeres de la clase trabajadora que representaban el “sentimiento más revolucionario del país”, constituyendo “una especie de microcosmos de una sociedad sin clases” (ídem: 111). De ahí que el ambiente interno de una columna fuese un “pregusto de socialismo”, porque representaba la “única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo al capitalismo eran más normales que su contrario” (ídem: 112).
El relato de Orwell es apasionante y, al leerlo con tanta distancia, pareciera que es parte de una de sus novelas de ficción. Pero el mundo que reconstruye fue real, y la fuerza de su narración se debe a que captura la atmósfera de una revolución en medio de la “era de los extremos”, donde la clase obrera soñaba con tomar el cielo por asalto. Esto mismo explica por qué la Comintern y el PCE dedicaron tantos recursos para reconstruir sus fuerzas en Cataluña, pues era la “puerta de entrada” de la revolución durante la guerra civil.
PSUC: un partido para la contrarrevolución
El stalinismo se convirtió en el principal defensor de la burguesía, la propiedad privada y su Estado en la guerra civil, por lo que en Cataluña nucleó a los obreros conservadores y sectores de la pequeño burguesía asustados por las colectivizaciones de la CNT-FAI, lo cual le permitió fundar el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), que en lo sucesivo demostró que era un aparato político-militar contrarrevolucionario y no un partido obrero.
Franz Borkenau analizó cóomo esta política hizo que el stalinismo (comunismo en sus palabras) asumiera medidas abiertamente derechistas para contener el avance revolucionario: “Los comunistas no se opusieron solamente a la marea de las socializaciones, sino que se opusieron a casi toda forma de socialización. No se opusieron solamente a la colectivización de los campitos campesinos, sino que se opusieron con éxito a toda política determinada de distribución de las tierras de los grandes latifundistas (…). No solamente trataron de organizar una policía activa, sino que mostraron una preferencia deliberada por las fuerzas de policía del antiguo régimen aborrecidas por las masas (…). En una palabra, no obraban con el objetivo de transformar el entusiasmo caótico en entusiasmo disciplinado, sino con el fin de sustituir la acción de las masas por una acción militar y administrativa disciplinada, para desembarazarse completamente de aquélla” (en Broué y Témine: 112).
Esto se hizo más evidente a partir de 1937, luego de que la burguesía republicana lograra fortalecer el poder central de la Generalitat y debilitar a los comités-gobierno, operación en la que contó con el apoyo directo del PSUC, así como con la complicidad de la CNT y en su momento del POUM, que durante varios meses hizo parte del gobierno regional.
Esto dio paso inicialmente a una contrarrevolución en el plano económico, con medidas orientadas a restablecer la propiedad privada para beneficiar a los industriales y terratenientes locales. Por ejemplo, en enero de 1937 la Generalitat promulgó 57 decretos que atentaban contra la sostenibilidad de las fábricas colectivizadas; en febrero declaró ilegal la colectivización de la industria de los lácteos; en abril anuló el control obrero de las aduanas, y fue Vicente Uribe, ministro de Agricultura del PSUC, quien desmanteló la colectivizaciones agrarias y organizó a sus antiguos dueños para que las administraran (Morrow: 134-135).
Pero estas medidas fueron insuficientes para desmontar por completo la revolución social en Cataluña, lo que obligó al stalinismo y la burguesía republicana a profundizar su política contrarrevolucionaria dirigida contra la base del movimiento anarquista y el POUM, sectores que eran independientes del stalinismo, con influencia entre la clase obrera y con acceso a armas con las milicias obreras.
Fue en el pleno ampliado del CC del PCE, realizado el 5 de marzo de 1937, donde se delinearon las tareas que los stalinistas iban a desarrollar en el próximo período para, literalmente, “conseguir que los fascistas, el trotskismo y los incontrolables sean eliminados de la vida política” de España (PCE, “Por un único ejército regular y el fin del POUM”, en Una revolución silenciada: 138). Esta frase sintetiza la campaña que desarrolló durante meses el stalinismo con todo su aparato de prensa, donde igualó al fascismo con el trotskismo y los llamados “incontrolables”, que hacía referencia a los sectores anarquistas que no se sometían a la disciplina del poder central. Para construir la leyenda de los “incontrolables” el stalinismo se apoyó en casos particulares de anarquistas que cometían actos individualistas, pero que generalizó a todo sector disidente para justificar su posterior represión.
La identificación de estos tres enemigos era fundamental para el plan contrarrevolucionario del PSUC en Cataluña, pues justificaba que la guerra civil se libraba en el frente contra el fascismo, pero también en la retaguardia contra los trotskistas y los incontrolables. El stalinismo explícitamente planteó que era “deber de todos los antifascistas del frente y de la retaguardia desarrollar una vigilancia incansable, exigir la depuración de los mandos del Ejército y ayudar al gobierno a realizarla” (ídem).
Parte de la ofensiva stalinista consistió en impulsar la creación de un mando “único fiel y eficaz para todo el Ejército republicano” para acabar con “el sistema de mandos separados y que operan de una forma casi independiente, como ocurre hasta ahora en el Estado Mayor Central con el mando de Cataluña, de Euzkadi, de Asturias” (ídem: 136). La traducción de esta frase era librar un ataque frontal para desmontar por completo el sistema de milicias populares que, aunque ya había sido golpeado con los decretos de militarización del gobierno de Largo Caballero y de la Generalitat, todavía garantizaba acceso al armamento de la clase obrera en Cataluña.[13]
Por último, el stalinismo asumió como otra de sus tareas “educar al pueblo en el odio y en la intransigencia contra sus enemigos”, en referencia a los enemigos abiertos y los solapados: “Hay que luchar para acabar con la tolerancia y la falta de vigilancia de ciertas organizaciones proletarias que establecen lazos de convivencia con el trotskismo contrarrevolucionario, con la banda del ‘POUM’ (…). El trotskismo es, con su verborrea altisonante y seudo revolucionaria, el inspirador de los ‘incontrolables’, el que alienta la acción de los que quieren salirse de la ley democrática establecida por el gobierno del Frente Popular, el que con sus intrigas venenosas crea dificultades en el frente y en la retaguardia, poniendo en peligro los resultados de nuestra lucha” (ídem: 138).
Este lenguaje del stalinismo en tiempos de guerra civil sólo podía significar una cosa: la declaración de persecución y exterminio de los comunistas disidentes en Cataluña. Para esto contaba con todo el aparato represivo importado desde la URSS con la GPU.
El POUM en su laberinto
El POUM representó a la perfección todas las ambigüedades de una corriente centrista. En Cataluña es donde esto se hizo más evidente, pues era donde el partido tenía peso orgánico e influencia sobre sectores de masas de la clase obrera. Para el momento de la guerra civil se estima que contaba entre 25.000 y 40.000 militantes. Trotsky calificó de traición la firma del POUM del programa burgués del Frente Popular, lo cual fue justificado por sus dirigentes como una medida para responder a los deseos de unidad de la clase obrera y para aprovechar la plataforma electoral para dar a conocer las propuestas del partido. A pesar de esta capitulación, el POUM (así como el resto de partidos obreros) no ingresó al gobierno del Frente Popular. Pero el estallido de la guerra civil colocó al POUM ante nuevas presiones, a las cuales afrontó de la forma que mejor sabían hacerlo: adaptándose una y otra vez.
Un claro ejemplo fue su ubicación inicial hacia el gobierno de Largo Caballero. Nin, en un discurso pronunciado el 6 de setiembre de 1936, caracterizó al nuevo gobierno como “un paso adelante respecto del gobierno anterior” de Giral, con la particularidad de que era un gobierno de Frente Popular que “responde a la situación anterior al 19 de julio”, por lo que con respecto a la situación abierta con la guerra civil era “un paso atrás”. Bajo esta “dialéctica cantinflesca”, Nin se olvida de brindar una definición directa sobre el carácter de clase del gobierno de Largo Caballero, limitándose a “criticarlo” a partir de sus desacoples con la coyuntura y la temporalidad. Esto lo recubre con una política “clasista” abstracta, levantando la consigna central de “¡Fuera del gobierno los ministros burgueses y viva el gobierno de la clase trabajadora!” (Nin, Los problemas de la revolución española: 180).
Esta consigna fue empleada por los bolcheviques durante los primeros meses de la revolución rusa, exigiéndole a los mencheviques y socialistas revolucionarios que rompieran con los ministros burgueses y se constituyera un gobierno sobre el poder de los soviets, el cual se comprometían a respetar. Era una política para acabar con la dualidad de poderes y afianzar el poder de la clase obrera, además de que servía para denunciar el carácter conciliador de esas corrientes de izquierda que se negaron a asumir el poder.
En el caso de Nin esta consigna no tenía ningún contenido revolucionario y, por el tono del discurso, da la impresión de ser una “recomendación de izquierda” para el gobierno, no una táctica para romper con la burguesía y la dualidad de poderes. En el siguiente párrafo, Nin queda al descubierto cuando analiza que para ganar la guerra hay que construir un centro militar unificado, por lo que el POUM “propone que se constituya inmediatamente una Junta Nacional de Defensa que, como el Comité de las Milicias de Cataluña, centralice toda la acción y lleve la guerra hasta la victoria definitiva” (ídem).
Como explicamos anteriormente, la conformación del Comité de Milicias en Cataluña fue una maniobra de Companys (avalada por la dirigencia de la CNT, que rehusó tomar el poder) para establecer una transacción entre el poder de la calle de los comités-gobierno y el gobierno formal de la Generalitat, con el objetivo de ganar tiempo para organizar la contraofensiva y restablecer el poder burgués en todas sus dimensiones. ¡La táctica de Nin consistía en replicar esa experiencia para todo el país! Más allá de sus llamados a conformar un gobierno obrero, su política iba en el sentido contrario al embellecer la persistencia de la dualidad de poderes, una situación por definición inestable que en determinado punto tiene que dar paso al control definitivo del poder por parte de una clase social.
Los desaciertos del POUM en Cataluña fueron más allá, particularmente cuando aceptaron ingresar al consejo de la Generalitat, es decir, a un gobierno burgués de Frente Popular. Exigieron como condición de su ingreso que se realizara una “declaración ministerial de orientación socialista” y “la intervención activa y directa de la CNT”, dos medidas cosméticas para camuflar que estaban llevando a fondo la política de colaboración de clases que tanto habían criticado. Nin y compañía justificaron esta táctica como una necesidad ante la fuerza de los hechos en medio de una situación de transición política, por lo que aceptaron colaborar en el Consejo de la Generalitat con el resto de “fracciones obreras”, escondiendo a los sectores representantes de la burguesía y pequeñoburguesía catalana (Broué y Témine: 98).
Nin pasó a ocupar el cargo de ministro de Justicia en la Generalitat, donde fue cómplice del operativo stalinista y republicano para desarticular los comités-gobierno. Por ejemplo, apoyó (junto con los representantes de la CNT) el decreto del 9 de setiembre de 1936, donde el Consejo de la Generalitat acordó disolver “los comités locales, cualesquiera que sean los nombre o títulos, y todos los organismos que pueden haberse constituido para abatir al movimiento subversivo”, una capitulación a la burguesía que justificó porque los comités-gobierno representaban a los partidos obreras “según una falsa proporción” y porque era necesario codificar y centralizar el funcionamiento de los organismos municipales (ídem). Aunado a esto, Nin fue el artífice del nuevo aparato judicial republicano, que era una versión moderna y abierta a todas las figuras avaladas por los partidos y sindicatos obreros, pero que tuvo como fin reinstaurar el monopolio de la justicia en la Generalitat y no el poder obrero.
Esto son sólo algunos ejemplos de la adaptación del POUM a la política burguesa de la Generalitat. Para finales de 1936 el POUM fue expulsado del gobierno por la presión de la URSS y del PSUC, y se intensificaron los operativos para su liquidación.
Mayo sangriento
Desde inicios de 1937 el gobierno de Largo Caballero enfrentó problemas económicos y sociales producto del conflicto militar, a los que se sumó un creciente malestar por las medidas contra la revolución impuestas por el Frente Popular. Las fábricas estaban paradas o a media máquina, el costo de vida se duplicó entre julio de 1936 y marzo de 1937, había escasez de alimentos en las panaderías, etc. (Broué y Témine: 136). Esto generó condiciones para el surgimiento de una oposición revolucionaria en las organizaciones obreras, incluso de las que apoyaban al Frente Popular.
El POUM experimentó un relativo giro a la izquierda tras su expulsión de la Generalitat, aunque no exento de contradicciones desde el Comité Central del partido. Un sector del mismo hizo campaña para exigir su reincorporación al gobierno, pero Nin retomó su llamado a formar comités o consejos obreros (¡los mismos que ayudó a desarticular!) para la revolución. Antes que una política consecuente, los posicionamientos del POUM obedecían al cambio de su ubicación tras la expulsión de la Generalitat, los peligros planteados por el fortalecimiento del stalinismo y el retroceso que experimentaba la revolución, factores que los presionaron para asumir una línea de oposición de izquierda al gobierno. Con el enorme límite de que su política estaba en función de convencer a la dirigencia de la CNT para no quedar aislados, impidiendo que el partido tuviera iniciativas independientes para la clase obrera.
Muy diferente fue el caso de la sección juvenil del POUM, la Juventud Comunista Ibérica (JCI), que concluyó que la colaboración con la Generalitat fue un error y lanzó la consigna de una asamblea constituyente sobre la base de comités obreros, cuya organización no podía depender de convencer a la CNT u otra organización, sino que había que impulsar desde la clase obrera. Este giro de la JCI coincidió con la formación de sectores críticos en la Juventud Socialista Unificada (JSU), lo cual se reflejó en el mitin del 14 de febrero de 1937 organizado entre ambas organizaciones, al cual concurrieron 50.000 jóvenes en Barcelona para construir el Frente de la Juventud Revolucionaria, abriendo una crisis al interior de la JSU y el control del PCE sobre la misma (ídem: 137).
También en la CNT cristalizó un sector de oposición a la burocracia cenetista, que adoptó el nombre de “Amigos de Durruti”, y reivindicaron la unidad de la guerra y la revolución. Además, sus posiciones coincidieron con los análisis del POUM y los trotskistas de la sección Bolchevique-Leninista, lo cual quedaría de manifiesto durante las jornadas de mayo (Morrow: 109).
Esto hizo inevitable que el stalinismo provocara un enfrentamiento para aplastar los conatos de disidencia y destruir al POUM. A pesar de las presiones stalinistas, Largo Caballero se rehusaba a ilegalizar al POUM porque lo consideraba un partido obrero y no creía ninguna de las acusaciones lanzadas por los stalinistas contra Nin y los dirigentes del partido, a quienes acusaban de ser agentes fascistas. Ante eso, el PSUC actuó de otra forma: desató una escalada de provocaciones desde mediados de abril de 1937 contra la militancia obrera de la CNT y el POUM, con operativos masivos de los guardias de asalto para desarmar a los obreros en la ciudad, provocando muertes por fusilamientos y francotiradores.
Para mayo la polarización era extrema, en grado tal que el gobierno prohibió la realización de marchas o mítines en conmemoración del 1° de mayo. Orwell estaba en la ciudad para ese momento y relata el ambiente tenso que se respiraba por doquier, ante la inminencia de los enfrentamientos que estaban por desarrollarse. La explicación de esto radicaba en el choque entre “quienes querían que la revolución siguiera adelante y los que deseaban frenarla o impedirla”, representado por los anarquistas y comunistas, respectivamente. Desde el punto de vista político, era el choque entre las dos principales fuerzas, lo que presagiaba la magnitud del conflicto: “En Cataluña no existía otro poder que el PSUC y sus aliados liberales. Pero a él se oponía la fuerza incierta de la CNT, no tan bien armada y menos segura en cuanto a sus metas, pero poderosa a causa del número y de su predominio en varias industrias clave” (Orwell: 126).
Todo empezó el 3 de mayo, cuando tres camiones con guardias de asalto bajo el mando del comisario del Orden Público del PSUC llegaron al edificio de la Telefónica que, desde el inicio de la guerra civil, estaba bajo control de la CNT luego de arrebatársela a los fascistas. La bandera rojinegra confederal ondeaba en el edificio desde el 19 de julio y era un símbolo del doble poder en la ciudad. Además, su control era vital porque quien manejaba el edificio tenía acceso a todas las comunicaciones de la ciudad.
A pesar del ataque sorpresa, los guardias de la CNT lograron mantener la posición de los pisos superiores y, en cuestión de dos horas, toda la ciudad se alzó en armas para repudiar el ataque stalinista. De pronto Barcelona estaba llena de barricadas y la fuerza revolucionaria de la clase obrera catalana se hizo sentir como en las jornadas de julio de 1936, tal como lo describió un testigo de los hechos: “Los obreros armados dominaban casi toda Barcelona. Todo el puerto, y con él la fortaleza de Montjuïc, cuyos cañones dominaban el puerto y la ciudad, lo tenían los anarquistas, todos los suburbios estaban en sus manos; las fuerzas gubernamentales, exceptuando algunos cuarteles aislados, estaban totalmente superadas en número y concentradas en el centro de la ciudad” (Morrow: 108).
Nuevamente estaban dadas todas las condiciones para que la clase obrera tomara el poder, en lo que coincidían las bases de izquierda de la CNT, el POUM, los Amigos de Durruti, los bolcheviques-leninistas y sectores de la Juventud Libertaria, que “llamaban a la toma del poder a los obreros a través de la creación de órganos democráticos de defensa” (ídem).
Pero la dirección de la CNT intervino para contener la lucha y pactar el desarme. Incluso Federica Montseny y García Oliver se trasladaron en avión a Barcelona para desmovilizar a sus bases anarquistas. Companys, presidente de la Generalitat, se pronunció contra la provocación stalinista y llamó a la calma. A partir del miércoles 5 de mayo, la CNT difundió el acuerdo con el gobierno, que se reducía a un cese al fuego y la retirada simultánea de los policías y obreros armados, pero no planteaba nada sobre el control de la Telefónica (Broué y Témine: 140). La traición de la burocracia cenetista fue de tal magnitud que en el periódico Solidaridad Obrera la noticia sobre el ataque a la Telefónica se publicó en la página 8 (cuando era algo de portada por su importancia), sin mencionar las barricadas ni orientación alguna para las bases, salvo “mantener la calma”.
La dirección del POUM tampoco estuvo a la altura de los hechos, sino que osciló de la izquierda a la derecha en cuestión de horas. Al inicio del conflicto se pusieron a la izquierda y firmaron un manifiesto conjunto con los Amigos de Durruti donde “se propugnaba la formación de un consejo revolucionario, así como el fusilamiento de los responsables del ataque contra Telefónica y el desarme de la Guardia Civil” (Zavala: 300). Pero cambiaron de orientación luego de sostener una reunión con representantes de la CNT, donde los anarquistas dejaron en claro que su posición era exigir la renuncia de los responsables directos del ataque y garantizar que sus representantes permanecieran en el Consejo de la Generalitat.
¿Qué hizo la dirección del POUM ante esa capitulación de la CNT? Pues retrocedió por temor a quedarse aislados. Al menos había 30.000 obreros del POUM en Cataluña, que pudieron haber influido de manera decisiva en los acontecimientos de mayo con una dirección revolucionaria del POUM, pero Nin y compañía optaron por la capitulación… ante los capituladores de la CNT, haciéndolo más vergonzoso aún. Morrow da en el clavo cuando analiza que el “POUM puso su destino en manos de la dirección de la CNT”, por lo que no realizó ninguna propuesta pública ante las masas que hubieran dotado a la rebelión de “un eje de exigencias específicas para plantear a sus direcciones” (Morrow: 116).
El saldo de los combates fue de 500 muertos y 1.500 heridos, entre ellos dirigentes de las organizaciones disidentes que fueron asesinados con premeditación, como sucedió con el anarquista italiano de izquierda (referente de los Amigos de Durruti) Camillo Berneri, crítico de la política colaboracionista de la CNT; también fue asesinado Alfredo Martínez, quien fuera secretario del recientemente constituido Frente de la Juventud Revolucionaria.
Los llamados a la calma por parte de la dirigencia de la CNT rindieron efecto. Para el 8 de mayo finalizaron los enfrentamientos y llegaron a la ciudad 80 camiones con 5.000 guardias para “garantizar la paz” en Barcelona. El POUM presentó el acuerdo de cese el fuego casi como una victoria, llamando desde las páginas de La Batalla a “reemprender el trabajo” y se congratulaba por “la magnífica reacción de la clase obrera ante la provocación sufrida”, pero no decía nada sobre la posibilidad de tomar el poder y su cambio de orientación durante la lucha (Zavala: 308). Por su parte, Companys dijo que no había ni vencedores ni vencidos.
Lo que sucedió en las siguientes semanas demostró todo lo contrario: sobrevino una barrida por parte de la guardia civil que dejó cientos de muertos y heridos, y las tropas anarquistas y poumistas fueron enviadas a morir a las zonas de mayor enfrentamiento sin protección aérea ni de la artillería. Broué y Témine sostienen que la toma de la Telefónica por el PSUC fue parte del proceso de restauración del Estado burgués y no una provocación para desatar los combates, que en realidad tomaron desprevenidos a los stalinistas que actuaban en sintonía con la burguesía republicana (Broué y Témine: 141). En todo caso, los eventos de mayo fueron utilizados por el stalinismo para incrementar su campaña contra el POUM, al que acusó de incitar al desorden; también marcó el fin del debilitado gobierno de Largo Caballero, dando pasó a Juan Negrín (un aliado directo del PCE) y la profundización de la campaña stalinista para aniquilar al POUM y sus dirigentes.
La derrota de la clase obrera catalana en mayo de 1937 representó la derrota de la revolución social. Barcelona pasó de ser el “bastión de la España soviética” a convertirse en una ciudad nuevamente regida por las formas burguesas, como lo constató el propio Orwell cuando tuvo que abandonar la ciudad por la persecución contra los milicianos poumistas: “Resultaba extraño ver cómo había cambiado todo. Sólo seis meses antes, cuando aún dominaban los anarquistas, era el aspecto de un proletario el que hacía a uno respetable (…) En la frontera, los guardias anarquistas habían impedido la entrada a un francés vestido elegantemente y a su esposa por el único motivo, según creo, de que parecían demasiado burgueses. Ahora era al revés: para salvarse había que parecer burgués” (Orwell: 210).
Trotsky: ¡la toma del poder era posible en mayo!
Inicialmente Trotsky fue muy cauteloso al referirse a la insurrección de mayo en Barcelona, porque dada la distancia e información deformada con que contaba “las conclusiones que formulamos no pueden tener más que un carácter hipotético y provisional” (Trotsky: 233). Eso explica que no hiciera ninguna predicción categórica sobre las terribles consecuencias de la derrota para la revolución, porque era precipitado “afirmar por adelantado que se haya agotado la fuerza revolucionaria de ese admirable proletariado ibérico”, y reiteró que pese a los errores y debilidades de la insurrección “permanecemos indisolublemente solidarios con los obreros vencidos” (ídem: 234-235).
Pero sí fue contundente en sus críticas hacia las direcciones de la CNT y el POUM, porque conocía a fondo el comportamiento de estas corrientes. Para esos momentos Trotsky se concentró mucho en la diferenciación hacia el POUM, algo comprensible por la campaña del stalinismo que lo acusaba de “trotskista” (con eco a nivel internacional) y las expectativas que este partido generó en sectores de izquierda disidente a nivel internacional, lo que hacía fundamental delimitarse de Nin en la perspectiva de la fundación de la IV Internacional. Lo primero que señaló es que la experiencia de mayo desnudó las ambigüedades del POUM ante la clase obrera catalana, la cual confiaba en su dirección y se tomaba en serio sus escritos radicales, pero cuando “la masa se disponía a materializar esta crítica por medio de la acción, se encontró prácticamente decapitada” (ídem: 234).
¿Cómo explicar este comportamiento bipolar del POUM, radical en el papel pero capitulador en la acción? Nueve días antes del estallido de la insurrección de mayo, Trotsky analizaba que el POUM no había roto a fondo con el Frente Popular, asumiendo el papel de consejero de izquierda del gobierno y la CNT: “El POUM aún se encuentra a medias en el Frente Popular. Los dirigentes del POUM exhortan lastimeramente al gobierno del Frente Popular a que entre en la vía de la revolución socialista. Los dirigentes del POUM intentan hacer comprender respetuosamente las enseñanzas de Marx sobre el Estado a los dirigentes de la CNT. Los dirigentes del POUM se consideran los consejeros ‘revolucionarios’ de los jefes del Frente Popular. Esta postura es estéril e indigna de un revolucionario (…). Es preciso sentirse los dirigentes de las masas revolucionarias y no los consejeros del gobierno burgués” (ídem: 228).
Por eso eran incapaces de realizar acción independiente alguna respecto del gobierno o la CNT, lo cual justificaban como una precaución para no quedar aislados, pero que en realidad era producto de su indecisión para asumirse como dirección revolucionaria y confiar en el potencial de lucha de la clase obrera. De hecho, el CC del POUM publicó el 4 de abril las “13 condiciones para la victoria”, donde plantea la posibilidad de la toma pacífica del poder mediante “la convocatoria de un congreso de delegados de los sindicatos obreros, campesinos y de soldados”, pero no era una consigna para impulsar la movilización revolucionaria de la clase obrera, sino un planteamiento para el gobierno burgués de Largo Caballero, el mismo que desde hacía meses venía desmontando el poder dual y reconstruyendo el Estado burgués.
Esto sumió a Nin en un laberinto sin salida, incapaz de convertir su razonamiento crítico en política revolucionaria, limitándose a una capitulación sistemática ante las direcciones obreras reformistas, en particular de la CNT. Por eso la política del POUM nunca estuvo a la altura de las exigencias de la revolución y se autoconsolaba pensándose como la más avanzada de la izquierda, pero, como recordará Trotsky, “no hay que establecer la política en relación con los demás, sino en relación con los acontecimientos, en relación con la lucha de clases” (ídem: 230).
Meses después de la insurrección y con mas información a mano, Trotsky fue categórico al afirmar que era posible la toma del poder en mayo, pero que la desgracia fue la negativa de la CNT para realizarlo, tal como lo repetían en los artículos de Solidaridad Obrera: “Se nos acusa de haber sido los instigadores de la rebelión de mayo. Nosotros estábamos completamente en contra. ¿La prueba? Nuestros enemigos la conocen tan bien como nosotros: si hubiésemos querido tomar el poder en mayo, lo hubiéramos podido hacer con toda seguridad. Pero estamos en contra de toda dictadura” (ídem: 286).
VI Período (mayo 1937-abril 1939)
Juan Negrín, el “gobierno de la victoria” que finiquitó la derrota
El gobierno de Largo Caballero fue otra víctima de la insurrección de mayo. La burguesía republicana lo utilizó mientras sintió el peligro de la revolución obrera, por lo que requirió de sus servicios para legitimar el Poder Ejecutivo y avanzar en la reconstrucción del Estado burgués. Pero la derrota de la clase obrera catalana cambió la situación y, a partir de ese momento, la burguesía republicana y el stalinismo optaron por un nuevo gobierno que representara más firmemente sus intereses contrarrevolucionarios.
Juan Negrín fue el hombre elegido para encabezar el nuevo gabinete, al cual la Pasionaria (referente del PCE) llamó “el gobierno de la victoria”, en contraposición al de Largo Caballero, al que los stalinistas acusaron de haber retrasado el triunfo (aunque antes le llamaban el Lenin español). Pero ocurrió todo lo contrario, porque Negrín no buscó la victoria militar; por el contrario, sus objetivos fueron fortalecer el Estado burgués y reprimir al movimiento obrero y campesino, sentando las bases para la derrota militar de la República.
Un estado fuerte y policial
Desde el inicio de su mandato, Negrín se encargó de desmontar las conquistas que la clase obrera logró desde las jornadas de julio de 1936 contra la rebelión militar. Su objetivo principal fue restablecer el control de Estado burgués sobre el conjunto de la economía y garantizar los intereses de los capitalistas locales e imperialistas. El 28 de agosto el gobierno promulgó el decreto que lo facultaba a tomar o intervenir las industrias metalúrgicas o mineras, rebajando el control obrero a la defensa de las condiciones laborales y estimular la producción. En acatamiento a esta medida, el Ministerio de Defensa comenzó a tomar las fábricas y sólo realizó contratos con las empresas que estuvieran bajo administración de sus viejos propietarios o bajo la intervención gubernamental (Morrow: 101). Además, se instauró la militarización de las industrias bélicas, donde se prohibieron las huelgas y la afiliación sindical. El gobierno también desarrolló una ofensiva centralizadora contra los derechos a las nacionalidades, producto de la cual los nacionalistas vascos y autonomistas catalanes rompieron con el gobierno.
Para garantizar la ejecución de todas estas medidas contrarrevolucionarias, el gobierno de Negrín instauró un régimen bonapartista sumamente autoritario que funcionaba a partir de decretos ejecutivos, donde las Cortes pasaron a ser un elemento figurativo y toda crítica era equiparada a traición. Para hacer valer su autoridad, apeló a la justicia burguesa y las fuerzas represivas, que durante su gestión contaron con todas las facilidades para atacar al movimiento obrero y la oposición de izquierda.
El 23 de junio emitió el decreto para la creación de unas cortes especiales para tratar sediciosos, implementando medidas similares a las leyes judiciales de Stalin en la URSS: castigo por actos no cometidos, juicios secretos, cláusula de confesión, etc. (ídem: 98). Este decreto sería utilizado para procesar a opositores políticos, incluso por eventos sucedidos previamente a la emisión del decreto, dejando en claro el carácter esencialmente político de estas cortes especiales. El 14 de agosto el gobierno emitió otro decreto donde se estableció la prohibición de realizar críticas a la URSS en la prensa, porque no se podían tolerar los ataques contra un país amigo de la República en medio de la guerra civil.
Por último, pero no menos importante, el Ejército Popular se terminó de transformar en un ejército burgués regular, restableciendo la jerarquía de los sueldos, prohibiendo el ascenso de oficiales obreros al grado de comandantes y la participación de los soldados en actividades políticas como manifestaciones o mitines (Broué y Témine: 155).
La persecución a los opositores
Negrín y el PCE desarrollaron una fuerte persecución contra los sectores de izquierda con algún grado de independencia hacia el gobierno y la URSS. El primer objetivo fue el POUM, principal partido comunista disidente con unos 40.000 militantes. La dirección del POUM era consciente de la persecución stalinista en su contra, pero no dimensionó lo que estaba por ocurrir luego de las jornadas de mayo. A lo sumo esperaban que el partido fuera formalmente disuelto, pero jamás que iban a tratar de exterminarlos físicamente. Orwell cuenta que el partido no tenía ninguna red clandestina de seguridad para esconder a sus dirigentes, por lo que la seguridad del Estado y los agentes stalinistas sabían dónde ubicar los lugares de reunión; incluso el POUM prosiguió con los arreglos a sus locales y la construcción de un cine en la sede central hasta el mismo día en que fue disuelto (Orwell: 193).
Los ataques se iniciaron el 28 de mayo, cuando se produjo el cierre de La Batalla, pero se intensificaron el 16 y 17 de junio con el arresto de todos los miembros del Comité Ejecutivo del POUM. Los motivos del arresto fueron expuestos en un documento del 11 de junio donde se los acusaba de atentar contra la República y su gobierno, pero también por calumnias hacia la URSS y sus relaciones con grupos trotskistas internacionales, lo cual confirmaba que eran agentes del fascismo. Una de las pruebas que aportaron los agentes stalinistas fue un plano de Madrid decomisado a un falangista, el cual tenía un mensaje con tinta invisible firmado que se refería a “N” como un agente confiable, prueba irrefutable de que se trataba de Nin (Broué y Témine: 149).
Aunque era una prueba falsa a todas luces, el operativo tenía que proseguir y el caso de los dirigentes del POUM fue traslado a los Tribunales Especiales para el 29 de julio, donde se los iba a procesar por alta traición bajo el decreto creado el 23 de junio (Morrow: 98). De esta forma, se iba aplicar esa ley de forma retroactiva con el fin de justificar legalmente su eventual condena a muerte. El PCE insistió en que se los fusilara por traidores, pero en octubre esa acusación fue desestimada por falta de pruebas y por la presión política que generó la desaparición de Nin a nivel internacional, por lo que fueron condenados a 15 años de prisión por su participación en la insurrección de mayo contra el orden establecido, y el POUM fue disuelto. El que Nin no hubiese firmado ninguna “confesión” incriminándolos mientras estuvo bajo tortura de los agentes stalinistas les salvó la vida.
Con respecto al movimiento anarquista, a partir de la derrota de la insurrección de Barcelona experimentó un desplome progresivo en todas sus posiciones, producto de la persecución del gobierno y el PCE, pero también de la desmoralización de sus bases obreras ante la capitulación de la burocracia cenetista. El gobierno era consciente de eso y lanzó una ofensiva contra el Consejo de Defensa de Aragón, bastión de los anarquistas radicales que con Largo Caballero gozaron de cierta autonomía. Negrín decretó su disolución el 10 de agosto de 1937, lo cual vino acompañado del cierre de locales de la CNT, y muchos dirigentes anarquistas fueron encerrados por la acusación de robo de joyas (Broué y Témine: 151 y 155). Esto marcó el final del último reducto de los sectores anarquistas más radicalizados.
Para 1938 la debacle del movimiento anarquista se expresó con una oleada de deserciones de sus combatientes de base, esos obreros que Trotsky valoraba como una “inmensa fuerza potencial” para la revolución, que ya no encontraban sentido en soportar las penurias de la guerra en el frente y la retaguardia por una guerra que ya no consideraban como suya ante la ausencia de cualquier perspectiva revolucionaria. El historiador anarquista José Peirats retrató esto a la perfección: “Las dificultades no se soportaban ahora estoicamente como en los primeros meses de la guerra. En aquellos primeros meses la lucha tenía un carácter puro y romántico. La burocracia militar no había aparecido todavía” (Peirats: 362).
El gobierno dirigió la represión incluso contra Largo Caballero, que todavía gozaba de un enorme prestigio entre la clase obrera socialista. Tras salir del gobierno, sostuvo una resistencia en los límites del aparato del PSOE, aunque no se atrevió a romper públicamente con el Frente Popular para mantener la unidad antifascista. Pero cambió de actitud cuando el gobierno, los stalinistas y socialistas de derecha montaron una oposición en la UGT y con el peso del Estado lo relevaron de su cargo. Esto provocó la ruptura pública de Largo Caballero con el Frente Popular, por lo que comenzó una serie de conferencias para denunciar el ataque y la política de Negrín, aunque nunca brindó ninguna alternativa, comportándose como “un oponente leal que no amenazaba con nada al régimen” (Broué y Témine: 153). El gobierno contragolpeó reconociendo a la dirigencia disidente de la UGT como la dirección oficial y tomando control del último periódico que tenía bajo su control (La Correspondencia de Valencia), sellando la derrota definitiva de Largo Caballero (ídem: 152-153).
El asesinato de Nin y la creación del SIM
No podemos cerrar el capítulo sin referirnos al asesinato de Andreu Nin, sin duda una de los hechos más repugnantes de la guerra civil española. Como explicamos, la línea del PCE y la Comintern era impedir a toda costa el desarrollo de la revolución obrera, particularmente en Cataluña, donde la CNT-FAI era la corriente obrera hegemónica y el POUM, un partido comunista disidente, tenía un espacio ganado entre la vanguardia y cierta influencia dentro de la clase obrera.
Para este entonces Stalin desarrollaba una limpieza sangrienta entre la burocracia soviética que fue conocida como los procesos o juicios de Moscú, donde muchos dirigentes históricos de la revolución fueron acusados de traidores, colaboradores de la Alemania nazi y condenados a muerte. Zinoviev, Kamenev y Bujarin fueron algunos de los casos más sonados. Se estima que entre 1937 y 1938, Stalin y sus acólitos asesinaron a 700.000 personas por razones políticas (Zavala 277-278). En el marco de la guerra civil, el stalinismo intentó montar un proceso similar en los territorios controlados por la República, apuntando sobre todo contra los “trotskistas” del POUM.
El PCE lanzó una campaña de ataques infundados contra este partido y sus dirigentes, en particular contra Nin, a quien acusaron de espía de Franco con pruebas falsas y campañas en los medios de prensa controlados por el PCE. Pero dado el prestigio de Nin y la negativa de Largo Caballero a apoyar el operativo, estos ataques iniciales no llegaron a más. Esto cambió tras la derrota de las jornadas de mayo en Cataluña, que marcaron el fin de la revolución social en España, y tras la llegada de Negrín al poder el stalinismo tuvo rienda suelta para perseguir a Nin.
El arresto de Nin se produjo de forma irregular por agentes stalinistas, en un operativo dirigido por el mismo Orlov que se llamó “Operación Nikolai”. Tras un breve paso por una cárcel donde se trató de ocultar cualquier rastro de su presencia, fue llevado hacia el sistema de “Chekas” del PCE, como se denominaba a la red de casas convertidas en centros de detención y tortura secretas de la policía política soviética (la KGB) en España, que contaban con crematorios para deshacerse de los cuerpos (Payne: 17).
A partir de ese momento Nin fue sometido a un martirio. El objetivo inicial no era asesinarlo, sino hacerlo confesar bajo tortura que era un agente del fascismo y que incriminara al resto de los miembros dirigentes del POUM, muchos de los cuales ya estaban siendo detenidos y sometidos a juicio con esa acusación. ¡La burocracia stalinista pretendía montar una versión española de los juicios de Moscú! Está de más decir que los agentes soviéticos eran especialistas en obtener este tipo declaraciones.
Los detalles de su encarcelamiento fueron un misterio, pero con el paso del tiempo se han ido develando pormenores de su detención y tortura. En nuestro caso, nos remitimos a la investigación de José María Zavala, que realizó un estudio sobre las últimas horas de Andreu Nin. De acuerdo a este investigador, la tortura se inició con el llamado método seco, donde se le sometió a un acoso brutal e ininterrumpido por períodos de diez a cuarenta horas, donde no escaseaban los insultos y propuestas para que declarara. En cada sesión Nin era obligado a permanecer de pie, hasta que se desplomaba inconsciente por los dolores insoportables de hígado (del cual padecía) y con la espina dorsal hecha añicos. Luego era llevado a su celda (un cuarto diminuto) por veinte o treinta minutos hasta que estuviera consciente de nuevo, para así reiniciar la tortura por otras diez o cuarenta horas.
Pero Nin no cedió y sus torturadores pasaron a un método más salvaje en la desesperación de arrancarle una confesión, la denominada prueba de la firmeza. Comenzaron a despellejarlo en todo el cuerpo para cortar sus miembros en carne viva. El dolor era insoportable y para ese entonces Nin ya era un “montón de carne tumefacta”, pero aún así mantuvo firme su moral y no declaró. A esta altura era imposible liberar a Nin, y Orlov pasó a planificar cómo deshacerse de la prueba del delito.
Para esto simuló un secuestro de agentes alemanes que fueron a liberar a Nin porque era su espía, dejando un rastro que no daba espacio para la “duda”: a uno de ellos se le cayó la billetera con identificación, marcos alemanes e insignias fascistas. ¡Un agente secreto nazi fue a realizar una operación encubierta a territorio enemigo con la documentación que lo acreditaba como enemigo! Nadie creyó esta historia, pero dada la estrecha relación de la burguesía republicana con la URSS y el peso del PCE en el Frente Popular, era más fácil mirar para otro lado que pedir explicaciones.
Con su resistencia Nin salvó la vida de sus compañeros del POUM, que fueron sentenciados como culpables de participar en las jornadas de mayo pero absueltos de la acusación de agentes fascistas. Trotsky reconoció esto al enterarse de la muerte de Nin: “Se negaba a colaborar con la GPU para arruinar los intereses del pueblo español. Éste fue su único crimen. Y éste es el crimen que ha pagado con su vida” (en Zavala: 495).
Como señalara el hispanista Stanley Payne, la muerte de Nin fue el punto más alto de su vida: “Lo más honorable de la vida de Andreu Nin fue la manera en que la abandonó, con un coraje y una integridad absolutos (…). Todos y cada uno de los principales líderes políticos comunistas soviéticos arrestados por Stalin entre 1936 y 1938 se rindieron a las tácticas de la NKVD (…). Con Nin, todas las torturas y estratagemas soviéticas fracasaron. Esto permanecerá para siempre como su propio monumento histórico” (Payne: 19).
Pero la represión stalinista no terminó con la muerte de Nin. El 9 de agosto de 1937 el PCE fundó el Servicio de Investigación Militar (SIM), que vino a ser la herramienta de represión brutal, metódica y despiadada contra el movimiento obrero. Funcionó a partir de una red de delatores en todo el territorio republicano para perseguir a los militantes de izquierda que no fueran sumisos a Moscú. La desmoralización se hizo patente en las filas revolucionarias, pues además de enfrentar al franquismo tenían que cuidarse la espalda del stalinismo, creando un clima de miedo y desconfianza que se llamó “la enfermedad del SIM” (Guillamón, “La NKVD y el SIM en Barcelona”, en Una revolución silenciada: 143). Escapó por completo al control del gobierno y llegó a contar con más de 6.000 agentes, además de administrar prisiones y campos de concentración propios (Broué y Témine: 154).
Crónica de una derrota anunciada
Durante el gobierno de Negrín, España se convirtió en un instrumento de la política de Stalin; el PCE controlaba las principales instituciones del Estado. Para octubre de 1938 se estima que el 80% de los mandos del ejército republicano estaban en manos de militantes del PCE (Peirats: 363). Pero este poder el stalinismo lo utilizó para llevar a la derrota a una de las más impresionantes revoluciones obreras del siglo XX que, en caso de haber triunfado, hubiera cambiado el curso de la historia universal.
Para lograr esto lo primero fue instaurar la separación entre la guerra y la revolución, algo desastroso en el marco de una guerra civil donde “no hay un muro entre las tareas políticas y las tareas militares”, para luego aplicar una estrategia militar contra la clase obrera: “Temiendo más a la revolución que a Franco, el gobierno concentraba grandes contingentes de tropas y policías escogidas en las ciudad, retirando así tropas y pertrechos que hacían falta en el frente (…). El gobierno aplicaba una estrategia militar dilatoria que no podía llevar a la guerra a conclusión alguna, mientras llevaba a cabo la contrarrevolución” (Morrow: 112).
Trotsky analizó que Franco no tenía las fuerzas para derrotar al heroico proletariado español, para lo cual requería de un aliado en el bando opuesto que le facilitara la tarea, papel que desempeñó Stalin de forma gratuita. Esto se complementó con la única fortaleza de Franco, que era su claridad programática y estratégica para tomar el poder en defensa del capitalismo y la Iglesia: “Por muy insignificante que sea Franco en sí mismo, por muy mezquina, sin honor, conciencia ni talento militar que pueda ser su pandilla de aventureros, la gran superioridad de Franco consiste, a pesar de todo, en poseer un programa claro y definido: salvaguardar y estabilizar la propiedad capitalista, el poder de los explotadores y el dominio de la Iglesia, y restaurar la monarquía” (Trotsky: 319).
Aragón fue tomado por el ejército de Franco en abril de 1938. El 26 de enero de 1939 el ejército franquista entró a Barcelona sin ninguna oposición del ejército republicano, que había evacuado la ciudad tres días antes, y para febrero toda Cataluña ya estaba bajo control de los fascistas. Madrid cayó el 28 de marzo de 1939, tras sufrir un prolongado asedio militar. En el medio se produjo el golpe de Estado contra Negrín por parte de Segismundo Casado, que rindió la ciudad ante Franco sin disparar una sola bala y logró pase libre para escapar hacia Inglaterra. La derrota de la clase obrera fue terrible, con cientos de miles de muertos o presos en campos de concentración, y luego décadas de dictadura franquista.