Víctor Artavia

“España era en 1930, simultáneamente, una monarquía moribunda, un país de desarrollo económico muy desigual y un campo de batalla de ardientes corrientes políticas e intelectuales contrarias”.

Gabriel Jackson, La República española y la guerra civil (1931-1939)

 

En el contexto de la crisis de España como proyecto nacional, con la persistencia de tareas democráticas sin resolver y el desarrollo del movimiento obrero, se gestaron las corrientes de izquierda que intervendrían en la guerra civil. A lo largo de varias décadas o años (según los casos), delinearon sus teorías de la revolución y estrategias de lucha, se posicionaron ante los principales problemas sociales y desarrollaron sus bastiones constructivos.

En este apartado analizaremos el desarrollo, luchas internas y perspectivas estratégicas de la CNT, el Partido Socialista, el Partido Obrero de Unificación Marxista y el Partido Comunista Español, en el período comprendido desde la segunda mitad del siglo XIX hasta los años 30 del siglo XX, previo al estallido de la guerra civil.[4] Para el caso del trotskismo lo abordaremos de dos formas: primero, en el acápite del POUM cuando analicemos las posiciones de la sección española de la Oposición de Izquierda comandada por Andrés Nin hasta su ruptura con Trotsky; segundo, emplearemos los textos de Trotsky como punto de apoyo para caracterizaciones de las corrientes de izquierda y sus valoraciones estratégicas.

 

El anarquismo ibérico

El anarquismo fue la principal corriente de izquierda en España desde el siglo XIX hasta la guerra civil. Durante décadas se desarrolló entre el campesinado y el movimiento obrero, particularmente en Andalucía y Cataluña. Esta última región fue su principal bastión desde las primeras décadas del siglo XX, donde rápidamente se posicionó como la corriente de izquierda hegemónica, principalmente en su la capital, Barcelona.

Barcelona no era una ciudad cualquiera, era también la capital obrera de España y, quizá, una de las ciudades con mayor concentración obrera de Europa. Para 1930 concentraba al 40% de la clase obrera española, haciendo de la misma un polo de luchas políticas y sociales muy intensas (Durgan, Comunismo, revolución y movimiento obrero en Cataluña...: 17-22). Debido a esto, el anarquismo dirigió varias de las huelgas y levantamientos más fuertes de inicios del siglo XX, donde se destacó la enorme disposición de lucha de sus bases, pero también sus orientaciones al choque directo sin valoraciones tácticas, exponiendo al movimiento obrero a fuertes represiones y derrotas innecesarias.

 

Orígenes

Los orígenes del anarquismo en España se remontan a la segunda mitad del siglo XIX con la fundación de la sección española de la Primera Internacional en 1869. Durante algunos años convivieron con los socialistas que adherían a Marx y Engels, pero en 1872 se produjo la expulsión de los “socialistas autoritarios” (denominación de Bakunin contra los marxistas) en la sección española. A partir de este momento, la corriente anarquista adoptó varios nombres: Federación Regional Española (1872), Federación de Trabajadores de la Región Española (1881-1888), Pacto de Unión y Solidaridad (1889-1896), Solidaridad Obrera (1904-1909) y Confederación Nacional del Trabaja (1910) (Peirats, Los anarquistas en la crisis política española (1869-1939): 17).

Desde un inicio los anarquistas fueron mayoría y agruparon a decenas de miles de militantes. Se estima que para 1873 había alrededor de 50.000 anarquistas en España, y su número creció a lo largo de los años, llegando a constituir una corriente con influencia entre las masas trabajadoras y campesinas en las primeras décadas del siglo XX.

Lo anterior fue producto del carácter agrícola del país y la enorme capa de campesinos pobres que se vieron forzados a emigrar y proletarizarse para sobrevivir. Así se conformó una nueva clase obrera con fuertes lazos con el campo, sus representaciones del mundo y tradiciones de lucha. Sobre este terreno el anarquismo contó con enormes ventajas para imponerse sobre los socialistas, pues la visión nostálgica de las villas campesinas de Bakunin atrajo al campesinado pobre asfixiado por los terratenientes y al nuevo proletariado que aún añoraba ser un pequeño propietario agrícola (Thomas: 58). Aunado a esto, los métodos de lucha impulsados por Bakunin concordaban más con las tradiciones de lucha campesina, en particular con la jacquerie, revueltas locales breves y violentas contra los terratenientes y la Guardia Civil (Broué y Témine: 22).

Por eso los anarquistas seguidores de Bakunin contaron con grandes ventajas en España para convertirse en la corriente hegemónica de la izquierda e imprimir sus concepciones antipolíticas y ultraizquierdistas al movimiento obrero, en particular su rechazo a la intervención revolucionaria en las elecciones y el parlamento, la apelación a la huelga general como forma de la revolución y la idealización de la acción directa como única táctica válida del movimiento obrero. A propósito de la Comuna de París de 1871, Bakunin sintetizó su visión de la acción revolucionaria ante el movimiento obrero y el Estado de la siguiente forma: “En la revolución social, diametralmente opuesta a la revolución política, la acción de los individuos es casi nula y, por el contrario, la acción espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que los individuos pueden hacer es elaborar, aclarar y propagar las ideas que corresponden al instinto popular y además contribuir con sus esfuerzos incesantes a la organización revolucionaria del potencial natural de las masas, pero nada más (…); actuando de otro modo se llegaría a la dictadura política, es decir, a la reconstitución del Estado” (Bakunin, “La Comuna de París y la noción de Estado”, en Textos anarquistas: 44-45).

Esta frase de Bakunin sintetiza sus premisas antipolíticas, una deriva de su visión esencialista del Estado, al cual considera una forma de dictadura que oprime a la sociedad sin importar su carácter de clase, dando lo mismo que sea la burguesía o el proletariado quien lo dirija. Ante esto, su salida es abogar por la supresión inmediata del Estado (casi por decreto), sin organizar ninguna transición hacia el comunismo: “Así como el anarquismo rechaza el Estado, en la misma medida rechaza la política y retrocede hacia las meras relaciones económicas. Pero el problema es que sin lograr una representación de conjunto de los intereses de clase, sin pelear por el gobierno y el poder del Estado (que significa, en definitiva, dejarle el poder a la burguesía), no hay manera de hacer valer los intereses de la clase trabajadora como intereses de conjunto” (R. Sáenz, “Anarquismo y marxismo: cuestiones de táctica “, www.mas.org.ar).

De esta forma, la pelea contra el capitalismo y el Estado burgués se restringe a un esfuerzo voluntarista y al estallido espontáneo de las masas, donde el énfasis está en la revuelta o insurrección como punto cúspide de la acción transformadora, pues ahí es donde el anarquismo concibe que se decreta la muerte del Estado e inicia de inmediato el comunismo libertario. En este marco, no tiene cabida ninguna valoración de la política como campo de disputa entre intereses históricos de clase diferentes, con la necesidad de disputar la toma del poder y construir organizaciones centralizadas para la lucha en todos los campos (incluido el electoral): “De ahí que se culmine en una actividad limitada, economicista, rebajada, que renuncia al mismo tiempo a la forma partido como expresión de la organización y a la pelea por los intereses generales, históricos de los trabajadores” (ídem).

 

¡Bakuninistas en acción!

La revuelta de 1873 fue la primera gran prueba de los anarquistas españoles, y desde ese momento quedaron en evidencia las deficiencias de la teoría de la revolución y de la estrategia antipolítica de Bakunin. En febrero de ese año abdicó el rey Amadeo y se proclamó una República Federal. Ante la convocatoria a elecciones para conformar la Asamblea Constituyente, los anarquistas aplicaron los criterios antipolíticos de Bakunin y orientaron que la Internacional no participara como tal en las elecciones, aunque para preservar el derecho a la autonomía individual acordaron que cada individuo participara en la lucha electoral como mejor le pareciera. ¿Cuál fue el resultado de eso? Engels lo retrató muy bien en su texto Bakunistas en acción: “La mayoría de los internacionales, incluso los anárquicos, tomaron parte en las elecciones, sin programa, sin bandera, sin candidatos, contribuyendo a que viniese a las Constituyentes una casi totalidad de burgueses, con excepción de dos o tres obreros, que nada representan, que no han levantado ni una sola vez su voz en defensa de los intereses de nuestra clase y que votan tranquilamente cuantos proyectos les presentan los reaccionarios de la mayoría” (Engels, cit.: 3). El antiparlamentarismo anarquista fue fundamental para que la Asamblea Constituyente fuera tomada por los representantes burgueses, pues de lo contrario la sección de la Internacional hubiera podido ingresar muchos representantes debido al enorme prestigio con que contaba en ese entonces y la gran cantidad de militantes en el país.

Pero los desastres anarquistas no terminaron ahí. Poco después de las elecciones, los anarquistas se sumaron a una revuelta para decretar repúblicas independientes en los cantones, dirigidas por un sector ultra de los republicanos denominado los intransigentes. Fue una insurrección precipitada y sin ninguna centralización político-militar, pues los anarquistas siguieron las enseñanzas federalistas de Bakunin según las cuales cada ciudad debía organizarse por su propia cuenta y no avanzar hacia un poder central (pues sería replicar una forma de Estado). El resultado no se hizo esperar: esta acción fortaleció a la burguesía republicana más reaccionaria que tomó el poder y dirigió sus armas contra el movimiento obrero, derrotando el levantamiento en pocos meses.

En el camino, los bakuninistas demostraron su incapacidad para dirigir coherentemente una revolución y ni siquiera fueron consecuentes con sus posiciones antipolíticas y antiestatales: “En cuanto se enfrentaron con una situación revolucionaria seria, los bakuninistas se vieron obligados a echar por la borda todo el programa que hasta entonces habían mantenido. En primer lugar, sacrificaron su dogma del abstencionismo político y, sobre todo, del abstencionismo electoral. Luego, le llegó el turno a la anarquía, a la abolición del Estado; en vez de abolir el Estado, lo que hicieron fue intentar erigir una serie de pequeños Estados nuevos. A continuación, abandonaron su principio de que los obreros no debían participar en ninguna revolución que no persiguiese la inmediata y completa emancipación del proletariado, y participaron en un movimiento cuyo carácter puramente burgués era evidente. Finalmente, pisotearon el principio que acababan de proclamar ellos mismos, principio según el cual la instauración de un gobierno revolucionario no es más que un nuevo engaño y una nueva traición a la clase obrera, instalándose cómodamente en las juntas gubernamentales de las distintas ciudades, y además casi siempre como una minoría impotente, neutralizada y políticamente explotada por los burgueses” (Engels, cit.: 15-16).

Los sucesos de 1873 evidenciaron que los postulados ultraizquierdistas y antipolíticos del anarquismo no se sostienen en el marco de crisis revolucionarias, dando paso a las más contradictorias oscilaciones políticas e incluso la capitulación a sectores burgueses. Algo similar ocurrió durante la Comuna de París en 1871, donde Bakunin defendió a sus militantes de la Asociación Internacional que, para garantizar el trabajo y alimentación de miles de obreros en la ciudad asediada por las tropas de Versalles, se vieron en la necesidad de actuar contra los principios antiestatales anarquistas y constituir un gobierno revolucionario: “Les ha sido necesario oponer un gobierno y un ejército revolucionarios al gobierno y al ejército de Versalles, es decir, que para combatir la reacción monárquica y clerical han debido, olvidando y sacrificando ellos mismos las primeras condiciones del socialismo revolucionario, organizarse en reacción jacobina” (Bakunin, cit.: 43-44).

En este caso fue acertado que los anarquistas se sumaran al gobierno de la Comuna de París, pues constituyó la primera experiencia de gobierno obrero en la historia.[5] Pero de fondo lo que queremos destacar es que, ante situaciones de crisis revolucionaria, el anarquismo es incapaz de sostener una línea de acción coherente con su programa y se comporta de manera errática, demostrando que sus discursos ultraizquierdistas son para tiempos de paz pero no aplican para tiempos de revolución social. Bakunin justificó este desliz de sus seguidores argumentando que “entre las teorías más justas y su práctica, hay una distancia que no se franquea en algunos días” (Bakunin, cit.: 44). En realidad, para el anarquismo esa distancia nunca se franqueó, pues como veremos más adelante, esto sucederá nuevamente en la guerra civil cuando la CNT se sumó al gobierno del Frente Popular y cedió a cada una de las exigencias de la burguesía republicana y el stalinismo, bajo la excusa de la unidad para ganar la guerra, demostrándose incapaz de avanzar hacia la constitución de un gobierno obrero revolucionario.

 

La lucha de tendencias en el anarquismo

El anarquismo español tuvo fuertes luchas de tendencias internas, algo normal en el desarrollo de una corriente de izquierda, pero en su caso con un enorme límite: giraban en torno a temas secundarios que no resolvían los principales problemas estratégicos que aquejaron al movimiento a lo largo de su desarrollo, para lo cual era preciso cuestionar las bases teóricas y filosóficas del anarquismo (Ealham, “De la cima al abismo…, en La República asediada: 172-173). Las dos principales escuelas del anarquismo libertario fueron los individualistas y colectivistas.

Los primeros se originaron en Andalucía, una región agrícola que fue el primer bastión del anarquismo. En esa zona el campesinado estaba sometido a la opresión de los terratenientes y la Guardia Civil que, como indicamos anteriormente, se comportaba en las provincias como una fuerza de ocupación. En este contexto caló la figura del bandolero, que se enfrentaba directamente a las figuras de poder locales. Los individualistas daban continuidad al pensamiento de Bakunin y su exaltación del “fuera de la ley” como el sujeto del cambio social, un prototipo de revolucionario indómito que actúa directamente y sin frases bonitas (ídem: 151). También se nutrían de los postulados de Malatesta, anarquista italiano que pregonaba la “propaganda por el hecho”, consistente en realizar un acto súbito y escandaloso que sumiría a la burguesía en pánico (Thomas: 61). Malatesta también fue el ideólogo de una concepción de la insurrección ultraizquierdista y espontaneísta que consistía en “apoderarse de una ciudad o de una aldea, poner a los representantes del Estado en incapacidad de molestar, e invitar a la población a organizarse libremente por sí misma” (en Broué y Témine: 23).

Esta concepción de la revolución caló en los futuros dirigentes de la CNT en la década del 30, lo cual dio paso a una serie de insurrecciones fallidas (en su mayoría derrotadas y con enormes pérdidas de vidas) y durante la guerra civil sirvió como modelo para instaurar el comunismo libertario en algunas regiones, que progresivamente aumentarían y se articularían mediante un sistema federal desde abajo, haciendo innecesario disputar el poder del Estado y recreando una nueva forma de poder político.[6]

El otro referente de los individualistas fue el filósofo alemán Max Stirner, para quien la voluntad individual era la fuerza motriz para destruir al Estado y construir un nuevo mundo. Su filosofía exaltaba al criminal como el sujeto revolucionario, a la vez que calificaba al proletariado del marxismo como un nuevo objeto de culto. En su concepción las formas de organización eran los “sindicatos de egoístas”, instancias que agrupaban a los marginados sociales: intelectuales desclasados, criminales, pobres, villanos, etc. (Ealham: 151-152). Su pensamiento propició el surgimiento de los “grupos de afinidad” que, para efectos prácticos, eran la versión española de los “sindicatos de egoístas”: grupos de acción que realizaban acciones criminales revolucionarias (asaltos a bancos, bandolerismo contra figuras burguesas y políticas) y no tenían ninguna relación entre sí ni control de ningún tipo. Además, dado el carácter abrumadoramente empírico del movimiento en España, los grupos de afinidad produjeron grandes leyendas de gran prestigio que incidieron en las orientaciones del movimiento anarquista (Ealham: 152).

Los grupos de afinidad constituyeron durante décadas la principal unidad de la práctica anarquista en España, y tuvieron un impacto muy fuerte en Barcelona, el otro bastión de los libertarios y que para finales del siglo XIX era reconocida como la “ciudad de las bombas” (Thomas: 16). El auge del anarquismo en Cataluña fue facilitado por varios factores. En primer lugar, la constitución de la clase obrera: eran inmigrantes de zonas rurales, en su mayoría campesinos sin tierras que se proletarizaron para sobrevivir o jornaleros agrícolas desempleados. Entre 1910 y 1920 se estima que arribaron 200.000 inmigrantes a Cataluña, llegando a constituir un 10% de la población de la región y concentrados particularmente en Barcelona, viviendo en condiciones sumamente precarias (Durgan, cit.: 17-22). Sobre este terreno germinó una cultura del crimen que hizo de la ciudad portuaria un epicentro de los anarquistas individualistas, facilitado también porque muchos migrantes tuvieron contacto con las ideas anarquistas en sus zonas de origen.

Precisamente en Barcelona surgió el anarcosindicalismo (o colectivistas), producto de una particular combinación de las ideas anarquistas clásicas con el sindicalismo revolucionario francés. Expresaba el carácter abrumadoramente obrero de su base social en Barcelona, por lo cual tuvo que adaptar su forma de organización y métodos de lucha hacia esquemas más colectivos que dieran respuesta a sus militantes en las fábricas. Su principal postulado consistió en desarrollar el sindicato como instancia de organización del movimiento anarquista, el cual sería en los hechos un órgano directivo central mediante el cual lograr la organización revolucionaria de la clase obrera y, en determinado punto del camino, desatar una huelga general revolucionaria que destruiría el Estado, expropiaría a la burguesía y establecería de inmediato el comunismo libertario (Ealham: 154).

A partir de estos postulados, los anarconsindicalistas realizaron el Congreso de Solidaridad Obrera los días 30 de octubre y 1 de noviembre de 1910, donde resolvieron fundar la Central Nacional del Trabajo (CNT) y definieron la estrategia anarcosindicalista en los siguientes términos: “Como un medio de lucha (…) para recabar de momento todas aquellas ventajas que permitan a la clase obrera poder intensificar la lucha dentro del presente estado de cosas, a fin de conseguir (…) la emancipación integral de la clase obrera, mediante la expropiación revolucionaria de la burguesía, tan pronto como el sindicalismo (…) se considere bastante fuerte numéricamente y bastante capacitado intelectualmente para llevar a efecto la huelga general, que por propia definición debe ser revolucionaria” (Peirats, cit.: 25).

El anarcosindicalismo representó un intento para romper con el individualismo y las tácticas de la “propaganda por el hecho”, que habían sumido al movimiento en un pozo. Pero se concentró en establecer una cultura de la acción sindical directa, sin avanzar, según Ealham, hacia la formulación de un proyecto de transformación social coherente, incorporando las concepciones antipolíticas y su idealización del espontaneísmo a la práctica de la CNT: “Sus tácticas incluían sabotaje, disturbios y antiparlamentarismo, sobre todo, la huelga general revolucionaria, cuidadosamente planeada (…), que se convirtió en la esperanza central de los trabajadores españoles como medio para alcanzar el objetivo del ‘comunismo libertario’ (…). En las reuniones, no había agendas, y no había sedes, aparte de las oficinas de los periódicos y los impresores” (Thomas: 63).

Esto produjo enormes tensiones a lo interno de la CNT, pues el individualismo resurgió durante la I Guerra Mundial, dado que Barcelona se convirtió en un centro de atracción para anarquistas prófugos (entre ellos Víctor Serge, en ese entonces un individualista que venía de cumplir una condena en Francia por robar bancos) y desclasados de toda Europa. En la posguerra el individualismo tuvo otro impulso con la represión hacia la CNT desde los sectores patronales y luego con la dictadura de Primo de Rivera, lo cual fortaleció el surgimiento de los grupos de afinidad. El caso más icónico fue el de los Solidarios, compuesto por los llamados “tres mosqueteros del anarquismo español”: Buenaventura Durruti, Francisco Ascaso y Juan García Oliver.

Todos ellos serían figuras claves en la conducción de la CNT durante la guerra civil, evidenciando que el anarcosindicalismo devino en una formulación ecléctica entre el individualismo y el colectivismo, sin una estrategia clara sobre cómo lograr el cambio revolucionario de la sociedad y la dialéctica entre la acción individual y la colectiva, negando la importancia de la organización para luchar y, consecuentemente, apostando todo al espontaneísmo para la revolución social: “Cualquier esfuerzo organizador estaría condenado al fracaso, sólo quedaría aportar a la espontaneidad… Aquí se plantean dos graves problemas: uno, que de esta manera se desestima la idea misma de la organización en provecho de la espontaneidad, lo que entra en contradicción con el carácter complejo de nuestras sociedades, con el desarrollo de las fuerzas productivas, con el carácter centralizado del Estado burgués” (Sáenz, cit.).

Esto tendría enormes repercusiones en la guerra civil, pues la crisis revolucionaria nuevamente hizo implosionar al anarquismo como teoría de la revolución. Al respecto, son muy elocuentes las palabras de Jaume Bailuis, anarquista crítico de la jerarquía de la CNT en los años 30: “La CNT estaba húerfana de teoría revolucionaria. No teníamos un programa correcto. No sabíamos adónde íbamos” (Ealham: 147 y 172-173).

 

La fundación de la FAI y el ascenso de los individualistas

En 1927 se fundó la Federación Anarquista Ibérica (FAI) con el objetivo de luchar contra las desviaciones sindicalistas a lo interno del movimiento libertario, a quienes acusaban de constituir una tendencia revisionista que renunció a la revolución con tal de lograr mejoras en los niveles de vida de la clase trabajadora (Thomas: 63).

La FAI fue una recreación de las sociedades secretas anarquistas de Bakunin, que conglomeró los grupos de afinidad dispersos y cuya bandera fue rescatar el mensaje real del anarquismo contras las desviaciones anarcosindicalistas. El faísmo tampoco realizó ningún esfuerzo teórico o de balance sobre el desarrollo del anarquismo español y, por el contrario, se limitó a replicar el esquema de los individualistas para superar los problemas anarquistas, es decir, apelar al sacrificio y la abnegación personal. De hecho, el modelo operativo de la FAI eran los “tres mosqueteros anarquistas”, a pesar de que Durruti, Ascaso y García Oliver inicialmente se negaron a ingresar a la FAI (no lo harían hasta 1934) debido a su individualismo y consecuente rechazo a cualquier forma de organización centralizada (Ealham: 160-161).

Lo anterior devino en una relación de poder muy anómala al interior de la FAI, pues los individualistas terminaron por imponerse de facto como la dirección de la organización, una “’super-FAI’, una ‘FAI dentro de la FAI’”, producto del prestigio de los miembros de los grupos de afinidad (¡las leyendas anarquistas!) y la ausencia de cualquier mecanismo coherente para procesar debates políticos y elegir representantes formales del movimiento” (Ealham: 161). Es un rasgo propio del anarquismo (y lo extendemos al autonomismo en la actualidad) que los caudillos y personalidades fuertes se impongan como dirigentes sin que medie ninguna votación democrática: “En realidad, la gestión anarquista de los asuntos, al contraponerse a la democrática, da lugar inevitablemente a la gestión carismática, autoritaria, de la autoridad; ocurre lo mismo con el “horizontalismo”: como es falso que pueda haber “bordes sin un centro”, dicho “centro” se termina afirmando no de manera democrática, sino autoritariamente” (R. Sáenz, “Marxismo y anarquismo, problemas generales. Autoridad, jerarquía, gobierno”, en www.mas.org.ar).

Aunado a lo anterior, la FAI progresivamente ganó espacio dentro de la CNT hasta convertirse en la tendencia hegemónica en los años 30, desplazando de la conducción al sector más sindicalista. Así, aunque los individualistas apenas sumaban los 200 o 300 militantes, tenían un peso desproporcionado en la conducción de la CNT. Nótese la paradoja: el anarcosindicalismo surgió como una respuesta de los colectivistas contra la tendencia individualista, pero dada la carencia de una propuesta estratégica y programática superadora de la “propaganda por el hecho”, al cabo de pocos años los individualistas se hicieron del control del aparato de la CNT por su prestigio como “fueras de la ley” anarquistas. ¡Un círculo vicioso que refleja la superficialidad de los debates de las tendencias internas del anarquismo!

Esta paradoja está perfectamente representada por los Solidarios, el grupo de afinidad de Durruti, García Oliver y Ascaso, figuras que llegarían a ocupar un papel central en la CNT durante la guerra civil, pero cuya actividad principal siempre estuvo vinculada a sus actividades individualistas y no a la actividad sindical. Incluso durante la dictadura de Primo de Rivera, Durruti y Ascaso optaron por el exilio para proseguir con las expropiaciones de bancos por Cuba y Sudamérica, antes que permanecer en España reconstruyendo la CNT (Ealham: 161).

El ascenso de la FAI dio paso a la constitución de una nueva tendencia en el anarquismo, los treintistas, compuesta por los dirigentes asociados al ala anarcosindicalista de la CNT (como Peiró, Pestaña, Massoni, Clará, etc.). De acuerdo con José Peirats, anarquista de la época e historiador del movimiento anarquista español, la pugna entre los treintistas con los faístas representaba la disputa entre la tendencia evolucionista con la tendencia revolucionaria, cuando en realidad fue una pelea que giró primordialmente sobre cuestiones de táctica (Peirats: 90).

La base social del los treintistas eran los obreros de las zonas periféricas de Cataluña, catalanoparlantes, con trabajos más estables, duraderos y con mayores tradiciones de lucha y organización, para quienes los métodos de acción directa del anarquismo eran contraproducentes. Por el contrario, la base de la FAI era la clase obrera de Barcelona, mayoritariamente inmigrante y con trabajos inestables, donde los métodos de acción directa eran mejor recibidos.

Esto explica que ambas tendencias expresaran métodos de lucha diferentes: “Los ‘treintistas’ (…) se inclinaban por una orientación sindicalista más tradicional, subrayando la importancia de la educación en lugar del ‘derroche’ de huelgas revolucionarias (…). La FAI estaba decidida a desembarazarse de los líderes de la CNT, a quienes consideraban un freno para el movimiento revolucionario” (Durgan: 115). De ahí que el faísmo fuera, a criterio de Broué y Témine, la “jacquerie campesina traspuesta al plano de la lucha obrera por la masa campesina” (cit.: 23).

Además, es una posible explicación del sectarismo de la FAI hacia la cuestión nacional, pues nunca tomó como eje la defensa del derecho a la autonomía de pueblo catalán por su repudio hacia cualquier reivindicación nacional. Incluso la CNT no tuvo publicaciones en catalán (aunque sus asambleas solían ser en ese idioma) y en la edición de Solidaridad Obrera del 13 de diciembre se atacó las tendencias hacia la “catalanización” de la organización (Durgan: 117). Esto constituyó otro de los errores sectarios del anarquismo, pues en el contexto de la revolución y guerra civil, la reivindicación de los derechos a la autodeterminación catalana jugaba un rol revolucionario muy progresivo, en contraposición al nacionalismo de la monarquía y la burguesía madrileña, un factor de “imperialismo reaccionario” (Trotsky, España revolucionaria: 63).

 

El ciclo de las insurrecciones

Tras la caída de la monarquía y la instauración de la República, la conducción faísta de la CNT no tardó en impulsar acciones ultraizquierdistas, en la mayoría de los casos sin ninguna preparación ni consulta democrática con las bases. De acuerdo con Andy Durgan, especialista en el comunismo catalán, era “posible que en la CNT de Barcelona todas las decisiones concernientes a los sindicatos locales, así como a los Comités Regional y Nacional, las tomasen, como máximo, tan sólo unos 500 militantes” (Durgan: 122-123).

Esta gestión autoritaria de la CNT generó cualquier clase de aventuras irresponsables, donde se expuso la vida de cientos de militantes y miles terminaron en la cárcel. Este giro se apoyó en un ascenso de las luchas obreras por el desplome de las expectativas con la República y la crisis económica en que estaba sumido el país para ese entonces (en el marco de la crisis capitalista mundial). Para Peirats lo que ocurrió fue un cambio de rumbo de los anarquistas hacia la revolución social, pasando “de la guerrilla, que eran las huelgas, al ciclo de las insurrecciones”. Pero él mismo da cuenta de la forma de operar de la CNT en ese entonces, donde sin mediar ninguna valoración política o consideración sobre la relación de fuerzas con la burguesía y el gobierno, la CNT-FAI orientaba insurrecciones: “La exclusión de los elementos moderados crecía la responsabilidad de sus victimarios (…). El pesimismo de unos engendraba el optimismo de otros (…). Para probar sus acusaciones de impotentes, de vencidos o traidores, los acusadores estaban obligados a dar el do de pecho. En los grandes mitines, donde se concentraba hasta un centenar de miles de personas, se ponía el comunismo libertario al alcance de todos. No creer en la posibilidad de implantación del comunismo libertario para el día siguiente podía ser sospechoso”. Esta orientación también se plasmó en la prensa confederal, pues en el diario CNT todos los días se “hablaba de la revolución inminente a cada pasto (sic)” (Peirats: 98).

Así se abriría el “ciclo de las insurrecciones” anarquistas. La primera fue la del Alto Llobregat de enero de 1932, la segunda fue la insurrección de enero de 1933 y la tercera fue la insurrección de diciembre de 1933. Todas terminaron derrotadas y con miles de anarquistas detenidos, otros tantos muertos a causa de la represión.

Para ejemplificar el modo de operación de la CNT-FAI en las insurrecciones, veamos brevemente cómo se gestó y terminó la primera insurrección de 1933. Se inició el 8 enero y fue “camuflada” bajo la convocatoria a una huelga ferroviaria, maniobra que no sirvió pues el gobierno y ejército estaban enterados de todo el operativo y, a pesar de que la dirección anarquista estaba al tanto de que la “revolución les había sido telefoneada” a las autoridades, decidieron seguir adelante, por más que “la fidelidad a la palabra empeñada, en materia revolucionaria, ha sido un especie de pundonor confederal de discutibles resultados” (ídem). El resultado fue un nuevo desastre: la insurrección quedó decapitada desde el inicio con al arresto de los dirigentes (incluido García Oliver) y de cientos de militantes anarquistas, muchos de ellos torturados en las cárceles de la República. En realidad la insurrección consistió en una acción relámpago de “izar la bandera roja y negra en el Ayuntamiento, proclamar el comunismo libertario, quemar en la plaza los archivos de la propiedad y pregonar la abolición de la moneda y de la explotación del hombre por el hombre” (Peirats: 99).

Otro caso fue la insurrección del 8 de diciembre de ese mismo año, centrada en Aragón y Logroño, que duró apenas cinco días con enfrentamientos intermitentes. Se convirtió en la aventura insurreccional con efectos más trágicos: 87 muertos y más de 700 personas encarceladas. Como era de esperar, la orientación ultraizquierdista de las insurrecciones facilitó la represión del gobierno burgués de la República, en particular contra la CNT, que fue sometida a la suspensión reiterada de su prensa y a una fuerte persecución de sus militantes. Para mediados de 1933, unos 9.000 anarquistas estaban encarcelados (Durgan: 119).

Lo más absurdo es que, cuando en 1934 estalló la insurrección de Asturias o, como se dio a conocer, el Octubre Rojo español (también conocido como la Comuna de Asturias, pues allí fue donde se inició el movimiento y tuvo mayor profundidad), bajo la dirección principalmente del PS en el marco de las “Alianzas Obreras” (donde participaban otras fuerzas de izquierda), la CNT no apoyó la insurrección porque participaban sus rivales socialistas, a quienes calificaban como “políticos traidores”, sin tener en cuenta que esta insurrección era una expresión de lucha desde la base obrera. Si bien la CNT de Asturias sí participó en la insurrección, porque era proclive a la unidad de acción con los socialistas y había firmado un acuerdo previo, atacado por el resto de sectores anarcosindicalistas, esta decisión de la CNT fue clave para que el Octubre Rojo fuera derrotado y abrió paso al “Bienio Negro”.

No ponemos en duda la disposición de lucha de las bases anarquistas que, una y otra vez, acudieron voluntariamente a los llamados precipitados a huelga general revolucionaria o insurrecciones por decreto de sus direcciones. Pero más allá de la gran envergadura de la CNT y los cientos de miles de militantes con que contaban en distintas partes del territorio, es injustificable que una dirección política revolucionaria actúe tan irresponsablemente como la FAI, exponiendo innecesariamente a sus bases a la represión del Estado burgués por sostener un llamado a la lucha revolucionaria en abstracto.

Como analizara Víctor Serge, este funcionamiento era consustancial a la futilidad del anarquismo y su “rechazo a las condiciones concretas”, lo cual hacía que la lucha se distanciara aún más de su objetivo final. Pero también daba cuenta del perfil del militante anarquista, que se asemejaba más al de rebelde que al de revolucionario, siendo que “la rebeldía es más una actitud, una ‘pose individual’. Pero con actitudes meramente individuales no se podrá cambiar la sociedad que es, básicamente, un hecho social” (Sáenz, “Anarquismo y marxismo…”, cit.).

En el caso de la CNT-FAI, el aventurerismo insurreccional hizo evidente que pretendían hacer su revolución de espaldas al conjunto de las organizaciones obreras y de izquierda, una postura sectaria que no daba cuenta de la amplia franja de la clase obrera que seguía principalmente a los socialistas (Durgan: 170).

 

La conducción burocrática y antidemocrática de la FAI

Producto del aventurerismo ultraizquierdista de la CNT-FAI y la crisis en que sumieron a la confederación, tomaron fuerza dos corrientes críticas al faísmo, los treintistas y los sectores afines al Bloque Obrero y Campesino (BOC), antecesor del POUM. La FAI no dudó en aplicar medidas antidemocráticas (expulsiones incluidas) para enfrentar a sus opositores y garantizar el control del aparato sindical, reafirmando la gestión autoritaria de las diferencias políticas del anarquismo.

Por ejemplo, en junio de 1931 la conducción de la CNT impulsó en el Congreso Nacional la prohibición de que los puestos de representación fueran ocupados por quienes hubiesen sido candidatos en elecciones parlamentarias o locales, medida que desde todo punto de vista estaba dirigida contra el BOC y cualquier oposición partidaria comunista. Esta cláusula fue aplicada para cesar a Francesc Aguilar de la conducción del sindicato de la madera de Lleida (el principal de la región) porque había sido candidato del BOC. Ante el reclamo del sindicato en defensa de su dirigente (votado por la base obrera) y el apoyo de otras organizaciones de la región, el Comité Local de Lleida (¡con sus 1.500 afiliados!) fue expulsado de la CNT en abril de 1932.

Caso similar ocurrió con los sectores alrededor del treintismo, particularmente luego del fracaso de la insurrección de 1932 en Alto Llobregat que tensionó al máximo la punga con la FAI. Debido a esto, la federación treintista de Sabadell fue expulsada por negarse a cancelar sus cotizaciones, generando un gran malestar con la CNT y una seguidilla de expulsiones y rupturas con la confederación. Esto dio paso a la celebración del Pleno Regional de Sindicatos de Oposición de la CNT (junio de 1933), que representaba a 35.000 obreros de Barcelona, Manresa, Mataró, la mayoría de la CNT de Valencia, etc. (Durgan 117-118).

Los métodos burocráticos de la FAI llegaron a tal extremo que, ante la creación del opositor Sindicato de Trabajadores de la Industria Fabril y Textil de Barcelona, lanzaron una campaña para destruirlo, incluyendo la organización de huelgas en varias fábricas para exigirle a las patronales que despidieran a quienes se hubieran afiliado al mismo. Varios dirigentes sindicales del BOC y del treintismo denunciaron haber sido víctimas de ataques físicos por parte de la CNT, teniendo que acudir armados a los centros de trabajo como medida de protección (Durgan: 126-127).

 

Una escuela de derrotas

La acumulación de todas las confusiones teóricas, políticas y estratégicas a lo largo de casi setenta años impidió que el anarquismo estuviera a la altura de las exigencias durante la revolución y la guerra civil española, donde oscilaron de la izquierda a la derecha, del sectarismo al oportunismo. Trotsky previó esto desde enero de 1931, cuando advertía que por “la ausencia de programa revolucionario y la incomprensión del papel del partido, el anarcosindicalismo desarma al proletariado. Los anarquistas ‘niegan’ la política hasta el momento en que ésta los toma por el pescuezo; entonces, dejan el sitio libre a la política de la clase enemiga” (Trotsky: 38-39).

Cinco años después estas palabras se materializaron, cuando la CNT abandonó una vez más su repudio al Estado para sumarse al gobierno del Frente Popular, plegándose por completo a las exigencias del stalinismo bajo el chantaje de contar con las armas soviéticas. A pocos meses del inicio del enfrentamiento militar, los anarcosindicalistas pasaron de sus orientaciones ultraizquierdista para decretar el comunismo libertario a sumarse al discurso de la unidad antifascista bajo el programa de la burguesía y el “pragmático” lema de “primero la guerra contra el fascismo, luego la revolución”.[7]

Para Trotsky, era inevitable que el anarquismo se encaminaba a una derrota sin precedentes en el transcurso de la revolución, pero que había que “procurar por todos los medios que la tumba del anarcosindicalismo no sea también la tumba de la revolución española” (Trotsky: 84-85). Por eso siempre diferenció entre las “cumbres del anarcosindicalismo”, que “constituyen la forma más disfrazada, más pérfida y más peligrosa de conciliación con la burguesía”, con la enorme base obrera de la CNT que valoraba como una “inmensa fuerza potencial” para la revolución, a condición de que los comunistas lograran confrontarla contra los desastres políticos de sus direcciones. Por eso insistía en sostener una política de unidad de acción con los obreros anarquistas (el frente único) para la lucha, sin dejar de lado la crítica a las orientaciones anarquistas.

Lamentablemente, no fue posible colocar en pie un partido socialista revolucionario en España (lo cual veremos en detalle con el caso del POUM), y la tumba del anarquismo se combinó con la derrota de la revolución. Por eso no dudamos en calificar a la corriente anarquista como una escuela de derrotas.

 

El Partido Socialista

La otra gran corriente obrera española fue el Partido Socialista. Surgió como una agrupación minoritaria con respecto al anarquismo, pero al cabo de muchos años se transformó en una potencia con fuerte presencia en el movimiento obrero y con representación parlamentaria. Su desarrollo fue mucho más lento que el del anarquismo y se concentró en territorios diferentes, particularmente Madrid, las ciudades industriales del país vasco y las zonas mineras de Asturias y Huelva (Jackson: 39). Fracasó en su intento de convertirse en una alternativa revolucionaria superadora del ultraizquierdismo anarquista y, por el contrario, se transformó en su reverso: un clásico partido obrero reformista que nunca se planteó ir más allá de los límites de la democracia burguesa.

 

Orígenes

El socialismo español comenzó a delinear su identidad tras su expulsión de la sección local de la Internacional en 1872, pero tomaría contornos más firmes cuando un grupo de cinco amigos, reunidos en un café, acordaron fundar el Partido Democrático Socialista Obrero en 1879.

Este grupo ultra minoritario, capitaneado por Pablo Iglesias, logró su legalidad electoral en 1881 y pudo editar su primer órgano hasta 1886. Durante décadas enfrentó condiciones adversas para su construcción, pues en la España monárquica, donde las elecciones eran bastantes antidemocráticas y el gobierno se oponía a las reformas sociales, habían pocas vías para el desarrollo de un partido concentrado en la acción parlamentaria con el objetivo de impulsar reformas (Broué y Témine: 24-25). Fue justamente este contexto el que facilitó un desarrollo más acelerado del anarquismo, con su perfil ultraizquierdista y antipolítico. Pero también propició que el Partido Socialista (PS) fuera un grupo con mucha disciplina interna y solidez teórica, rasgos que le daban identidad y fortaleza en la lucha de tendencias con el anarquismo.

Entre sus primeras actividades destacaron la educación para los obreros en las “Casas del Pueblo”, centros de formación política por donde transitaron muchísimos militantes (incluida su principal figura obrera, Largo Caballero). Estos centros tenían bibliotecas con libros de mecánica, ciencia, salud y ejemplares de las principales novelas (Tolstoi, Dickens, etc.), así como materiales sobre los debates del socialismo francés. Eran ricos espacios de formación autodidacta para la clase obrera, muy propios del “mundo socialista” del siglo XIX e inicios del XX. Este perfil teórico le ganó simpatías entre sectores intelectuales universitarios, que llegarían a representar una parte importante del partido más adelante.

El PS fue un partido reformista clásico, con eje en la acción política y la intervención parlamentaria. En 1910 eligió a Pablo Iglesias como su primer diputado en las Cortes (Jackson: 40). Además, tenía una enorme base obrera que organizó mediante la Unión General de Trabajadores (UGT), la otra gran central sindical del país en constante competencia con la CNT anarcosindicalista.

La UGT se creó en 1888 con alrededor de 3.000 miembros y, al igual que los socialistas, tuvo un lento desarrollo, pues para finales del siglo apenas había duplicado su base (Broué y Témine: 24). En el marco de la lucha con el anarcosindicalismo, los socialistas abrieron un importante trabajo en las industrias de Bilbao, las minas de Asturias y el sector de los ferrocarriles, donde dirigieron fuertes huelgas que competían con las de los anarcosindicalistas en Barcelona (Jackson: 40).

A diferencia de los demás partidos socialistas en Europa, el PSOE (posterior denominación del PS) tuvo la enorme ventaja de que España fue neutral durante la I Guerra Mundial, ahorrándole el desprestigio de haber apoyado la intervención militar del país, tal como sucedió con el resto de partidos socialistas de Europa (Durgan: 22). A la postre, esto retardó el surgimiento de un ala izquierda dentro del socialismo español y bloqueó el desarrollo del Partido Comunista en sus primeros años, impidiendo la consolidación de una organización revolucionaria nacional en España.

Incluso el PSOE experimentó un giro a la izquierda que respondía al malestar social generado por los efectos económicos de la I Guerra Mundial sobre la población. Esto se materializó con las huelgas de diciembre de 1916 y la de agosto de 1917. La primera fue organizada en conjunto por la UGT y la CNT y, a pesar de que tuvo gran acogida, no se logró ningún rédito concreto. Por eso ambas centrales acordaron impulsar una huelga general revolucionaria en 1917, pero el acuerdo se debilitó porque, a criterio de la CNT, los socialistas “politizaron” la huelga al buscar acuerdos con figuras de partidos burgueses de oposición.

Por eso la UGT y el PSOE organizaron la huelga de forma aislada y precipitada, casi improvisada. Se inició como un conflicto gremial de ferroviarios que, tras extenderse mucho, el comité de huelga socialista (donde estaba Largo Caballero) optó por transformar en una huelga política con un programa democrático-radical: fin de la monarquía, la jornada laboral de siete horas, abolición del ejército y creación de una milicia, separación de la Iglesia del Estado, nacionalización de la tierra, clausura de los monasterios, etc. (Thomas: 21). La huelga general tuvo repercusiones en Vizcaya, Barcelona y otras ciudades del país, pero dada la improvisación el gobierno pudo derrotarla con la represión, con un saldo de 71 muertos, 200 heridos y 2.000 presos.

Las derrotas de las huelgas de 1916-1917 y el estallido de la revolución rusa abrieron un fuerte debate al interior del partido sobre la estrategia de lucha de los socialistas. En este período, el PSOE tuvo acercamientos con Moscú y discutió una posible vinculación a la III Internacional, pero en 1921 acordó, por una mínima diferencia, permanecer en la II Internacional y así retomó su estrategia reformista (Jackson: 40).

 

Una lucha de tendencias en clave reformista

A partir de los años 20 el Partido Socialista estuvo cruzado por la lucha entre las tendencias de Largo Caballero e Indalecio Prieto. El primero fue el principal referente obrero socialista en España, el “hombre de las masas” que dirigía la UGT y que posteriormente se convertiría en presidente del gobierno durante la guerra civil, nombrado por el stalinismo en ese entonces como el “Lenin español”. El segundo logró su prestigio como el “hombre del aparato”, con gran ascendencia política sobre los cuadros del partido y contactos entre la burguesía republicana (Broué y Témine: 27).

Cada conflicto o hecho de importancia se transformó en un campo de disputa entre estas tendencias, pero siempre en el marco de estrategias reformistas. Ninguno avanzó hacia la ruptura con la burguesía (o con su “sombra”, como sucedió en la guerra civil), y desde sus campos de acción siempre procuraron instalarse en la institucionalidad democrático-burguesa; eran “hermanos enemigos” que representaron dos rostros del socialismo reformista español (ídem).

Largo Caballero era un cuadro ligado a las Casas del Pueblo que se hizo su espacio con el trabajo de organización en la UGT, con enorme influencia y simpatías hacia afuera del partido (incluso entre sectores de la CNT). Durante los años 20 fue hostil al comunismo y se opuso al ingreso a la III Internacional, por lo cual promovió el reingreso del PS a la II Internacional reconstituida (ídem: 27-28). Discursivamente tenía una ubicación más a la izquierda que Prieto, porque hablaba para la “tribuna obrera”, pero su pugna se limitó a lograr la representatividad del PS ante el Estado burgués por su control de la UGT como aparato de contención del movimiento obrero. Por eso no dudó en realizar acuerdos con sectores burgueses bajo criterios aparatistas, con el único objetivo de fortalecer la UGT y, a la vez, potenciar su propia figura. Por ejemplo, sostuvo una orientación colaboracionista con la dictadura de Primo de Rivera en los años 20, convirtiéndose en consejero de Estado para beneficiar el desarrollo de la UGT por medio de las comisiones paritarias de arbitraje, a la vez que debilitó a la CNT. Posteriormente fue ministro de Trabajo en los primeros años de la República (1931-1933), posición que aprovechó nuevamente para fortalecer a la UGT con el reclutamiento de las nuevas generaciones obreras que saltaron a la vida política con la caída de la monarquía. Esto explica el crecimiento exponencial que tuvo la UGT: en 1924 tenía una afiliación cercana a los 200.000 trabajadores, pero en 1934 ya contaba entre sus filas con 1,25 millones de afiliados, de los cuales 300.000 eran obreros fabriles, de las minas y ferrocarriles (Durgan: 38 y Broué y Témine: 25).

Más grave aún es que Largo Caballero, en su calidad de ministro de Trabajo, fue cómplice de la feroz persecución a que fue sometida la CNT (facilitada también por sus posturas ultraizquierdistas infantiles). Un caso referente es la huelga de la Telefónica en julio de 1931, convocada por la CNT y que tuvo fuerza en Sevilla y Barcelona. Largo Caballero y la UGT fueron parte del dispositivo para quebrar la huelga: enviaron trabajadores para ocupar los puestos de los huelguistas y facilitar la represión del gobierno, que dejó como saldo 30 muertos y 200 heridos. Así, los socialistas terminaron por defender los intereses de una compañía transnacional y actuar como rompehuelgas (Jackson: 59).

En el caso de Prieto, tenía un perfil más acorde con la socialdemocracia europea: socialista moderado con relaciones con los liberales del mundo de los negocios, buen orador y polemista, con vocación para el trabajo parlamentario. Esto explica que sus posiciones fueran menos radicales que las de Largo Caballero, pues su campo de acción eran los pasillos ministeriales (aunque se posicionó contra la colaboración con la dictadura de Primo de Rivera). Prieto era la figura de los cuadros del partido y de los sectores académicos que se sumaron al PS en los años 20. En agosto de 1930 fue el representante de los socialistas en la firma del “Pacto de San Sebastián”, un acuerdo con sectores burgueses republicanos para instaurar la República desde arriba y por la fuerza si era necesario, con la convocatoria a Cortes Constituyentes (Jackson: 42). Posteriormente, sería ministro de Hacienda y Obras Públicas entre 1931 y 1933.

A pesar de las disputas entre Largo Caballero e Indalecio Prieto, ambos coincidían en la estrategia reformista de adaptarse al Estado burgués: “Ambas facciones estaban a favor de la permanencia del PSOE en la Segunda Internacional, apoyaban a la Sociedad de Naciones, habían votado a favor de Azaña para el cargo de presidente del Gobierno y de la República, estaban de acuerdo con la política del Frente Popular y aceptaban la permanente suspensión de las garantías constitucionales que el gobierno mantenía en vigor” (Durgan: 38 y Broué y Témine: 357).

 

El giro a la izquierda en los años 30

En el período 1931-1933 (conocido como el “Bienio Transformador”) los socialistas compartieron el poder con los partidos burgueses republicanos. Sus principales figuras, Largo Caballero e Indalecio Prieto, fueron ministros en este tiempo y sirvieron como “dique de contención” ante el ascenso del movimiento obrero y campesino. Pero entre 1934 y 1936 la situación política giró hacia la derecha con el ascenso electoral de la derecha, abriéndose el llamado “Bienio Negro”, y, en este escenario, el PS dejó de ser útil a la burguesía, por lo que fue marginado del poder y pasó de nuevo a la oposición.

Largo Caballero fue la figura de este giro a la izquierda, al cual justificó por su decepción como ministro donde tuvo roces con los republicanos burgueses y de lo cual concluyó que no era posible lograr transformaciones sociales a través de reformas, llegando a afirmar que “es imposible realizar un pedazo de socialismo en el marco de la democracia burguesa” (Broué y Témine: 26). También fue muy importante la experiencia de la Comuna de Asturias en octubre de 1934, donde el PS tuvo un papel destacado (junto con la CNT de esa región) en la huelga insurreccional, producto de la cual Largo Caballero resultó preso. Durante su estadía en la cárcel conoció los clásicos del marxismo (Marx, Engels, Lenin), se distanció de la II Internacional por su reformismo parlamentario y de la III Internacional por sus métodos burocráticos hacia los partidos nacionales y, de acuerdo a Broué y Témine, comenzó a soñar “una Cuarta Internacional que tomaría de sus predecesores lo que de mejor habían tenido, la autonomía de los partidos racionales de la Segunda, la táctica revolucionaria de la Tercera” (ídem).

Este giro a la izquierda de Largo Caballero se explica porque su base social era la UGT que, para ese entonces, reflejaba a un enorme sector de la clase obrera que ya tenía avanzada una experiencia de dos años con la democracia burguesa que no solucionó los problemas de fondo que aquejaban a los millones de explotados y oprimidos en España. Para ese entonces, era manifiesto el choque entre las expectativas generadas por la instauración de la República y la continuidad en las condiciones de explotación y miseria que el capitalismo generaba para la clase obrera y el campesinado. También fue importante el avance electoral de la derecha en 1933 (el mismo año del ascenso de Hitler), que sentó las condiciones para el fortalecimiento de los partidos de ultraderecha, como la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de Gil Robles, ante lo cual los socialistas amenazaron con hacer la revolución. Incluso Indalecio Prieto, socialista moderado, amenazó con la revolución en caso de que la derecha intentara tomar el poder.

La revolución de los socialistas no era concebida como una tarea histórica en sí misma, sino como producto de la intransigencia de la burguesía republicana para bloquear reformas de fondo en la República. Además, los socialistas de izquierda reproducían la versión determinista y esquemática del marxismo de la II Internacional, principalmente con su noción del socialismo como un fin inevitable y una concepción sustituista del partido sobre la acción del movimiento obrero y de masas (Durgan: 179 y 351).

Producto de este enfoque, los socialistas colocaron a la clase obrera en una situación de pasividad, limitándose a esperar el “golpe fascista” como detonante automático para iniciar la revolución, además de generar una fetichización del PS como el verdadero partido obrero que tenía que incorporar (o absorber) a todas las corrientes de izquierda revolucionaria, algo que fortaleció las tácticas aparatistas y sectarias hacia el conjunto de las organizaciones de izquierda y del movimiento obrero. Era una concepción del partido como un fin en sí mismo muy propio del reformismo, donde la clave de la estrategia se reduce a la llegada al poder por los medios posibles, siendo las elecciones o la “revolución” aspectos tácticos que se empleaban según la coyuntura, lo que en realidad es un esquema que termina avalando la adaptación al Estado burgués en aras de alcanzar el “poder” (como sucedió posteriormente con su ingreso al Frente Popular con la “sombra” de la burguesía republicana).

Lo anterior se reflejó en la experiencia de las alianzas obreras, frentes únicos de las organizaciones políticas y sindicales que se constituyeron desde 1934 con el objetivo de superar la fragmentación del movimiento obrero y unir fuerzas contra el avance de la derecha. El punto más alto de esta experiencia fue la Comuna de Asturias en octubre de 1934, con instancias que facilitaron la unidad de acción entre las diversas corrientes obreras, pero con el agravante de funcionar a partir de pactos entre cúpulas y sin contenido por la base, por lo cual desde el inicio se vieron minadas por las prácticas sectarias de los socialistas y anarquistas. En el caso de los socialistas, dado su marxismo determinista y concepción aparatista del partido, sostuvieron una táctica ambigua, pues en un inicio Largo Caballero las apoyó pero luego sostuvo que lo haría solamente en los casos en que se acoplaran a los intereses del partido, o, lo que era lo mismo, cuando las contralara por completo el PS.

Los socialistas hicieron gala de un izquierdismo abstracto al atribuir a las alianzas obreras el carácter de organismos insurreccionales para la toma del poder que no debían intervenir en huelgas de carácter económico-reivindicativo, justo en un momento donde la clase obrera se resentía de una caída significativa en sus condiciones de vida producto de los efectos de la crisis económica mundial en España. Esto tuvo implicaciones durante la huelga general del 13 del marzo en Cataluña y la de Valencia en abril de 1934, que fueron criticadas por la dirigencia socialista como un desperdicio de energía ante las cuales las alianzas obreras no tenían que asumir ninguna responsabilidad. Esta orientación era un traslado de la clásica separación entre el programa máximo (toma del poder, revolución, socialismo) y el programa mínimo (reivindicaciones salariales, laborales, etc.) de la socialdemocracia de la II Internacional, que bloqueó la posibilidad de una mayor politización de la clase obrera española al fragmentar en su conciencia las luchas económicas y democráticas con la pelea por el poder (Durgan: 180).

Por eso el giro de Largo Caballero y del PS fue una adaptación al estado de ánimo del movimiento de masas, no una ruptura con el reformismo y una apuesta por destruir el Estado burgués; la nueva política de los socialistas consistió en sumarse a la marea hacia la izquierda producto de la crisis revolucionaria en España. De ahí que este giro fuese limitado, pues décadas de práctica y política reformista no se borran de la noche a la mañana. A partir de 1934 también la Juventud Socialista experimentó un proceso de radicalización muy progresivo, incluso simpatizando con el trotskismo, como veremos más abajo.

 

En los límites del reformismo obrero y el cretinismo parlamentario

Junto con la CNT anarcosindicalista, el PSOE fue la otra gran organización obrera en España. Debido a esto, la clase obrera entró a los tormentosos años 30 encuadrada en dos grandes aparatos político-sindicales que, aunque diferentes en sus métodos y perspectivas teóricas, no representaban una alternativa de ruptura revolucionaria con el Estado burgués. Trostky analizó esta dualidad complementaria entre ambas corrientes al respecto de su ubicación ante el parlamento y las elecciones burguesas, donde anarquistas y socialistas representaban dos extremos igualmente perjudiciales para la revolución; los primeros, el cretinismo antiparlamentario, y los segundos, el cretinismo parlamentario: “El cretinismo parlamentario es una enfermedad detestable, pero el cretinismo antiparlamentario no vale mucho más (…). La revolución plantea con toda claridad los problemas políticos, y, en su fase actual, les da una forma parlamentaria. La atención de la clase obrera no puede dejar de estar centrada en las Cortes (…). En España, menos que en cualquier otro sitio, no se puede luchar contra las ilusiones parlamentarias sin luchar contra la metafísica antiparlamentaria de los anarquistas” (Trotsky: 67).

Como señalamos, la neutralidad de España en la Guerra Mundial impidió que el reformismo de los socialistas quedara al descubierto ante la clase obrera, pues no se vio obligado a apoyar a su burguesía nacional en la guerra de rapiña imperialista, como sucedió en otros países de Europa y producto de lo cual se produjo la separación de las alas de izquierda revolucionaria con el reformismo socialdemócrata. Esto tendría repercusiones importantes, pues el PSOE continuó siendo percibido por la clase obrera como su partido, lo que bloqueó el desarrollo de una alternativa revolucionaria.

Esto explica el margen de maniobra que tuvo el PSOE en el marco de la crisis revolucionaria de los años 30, pues a lo largo de la década osciló entre el seguidismo a la burguesía republicana y giros defensivos (e inconsecuentes) a la izquierda. Trotsky describe a la perfección el carácter del reformismo obrero del PSOE en los años 30, en sus facetas más estatales así como en sus poses de izquierda: “El Partido Socialista español, como los socialrevolucionarios y los mencheviques rusos, compartió el poder con la burguesía republicana para impedir a las masas llevar la revolución socialista hasta su fin. Durante dos años, los socialistas en el poder ayudaron a la burguesía a desembarazarse de las masas mediante migajas de reformas agrarias, sociales y nacionales. Los socialistas emplearon la represión contra las capas más revolucionarias del pueblo (…). Cuando el Partido Socialista se hubo comprometido lo suficiente, la burguesía lo echó del poder y pasó a la ofensiva en toda la línea. El Partido Socialista se vio obligado a defenderse en condiciones extremadamente desfavorables, que él mismo había preparado con su política anterior” (Trotsky: 173).

 

El Poum

El Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) fue un actor importante de la guerra civil. A pesar de que nunca alcanzó la envergadura del PSOE o de la CNT, logró una implantación significativa en la vanguardia de izquierda, aunque con un área de acción muy restringida a Cataluña. Esto marcó uno de sus principales límites, pues fracasó en su intento de convertirse en un partido con extensión nacional.

Por otra parte, fue un fenómeno muy peculiar en el contexto de España y Europa en general. Hizo parte del desencanto entre las filas comunistas con la burocratización de la URSS y la Comintern (III Internacional), ubicándose en el campo del comunismo disidente que surgió en la izquierda europea en los años 20 y 30 (Durgan: 16-17). Pero en el caso del POUM tuvo un desarrollo constructivo importante (unos 40.000 militantes en su mejor momento), trascendió las fronteras de pequeño grupo de propaganda, fue referente para sectores de la clase obrera española y tuvo su propia milicia en la guerra civil.

Se fundó en 1935 con la fusión del Bloque de Obreros y Campesinos (BOC), liderado por Joaquín Maurín, y la Izquierda Comunista Española (ICE) cuyo principal dirigente fue Andreu Nin. Recordemos que la ICE fue la sección de la Oposición de Izquierda en España hasta 1935, cuando se produjo la ruptura con Trotsky en torno a la política de entrismo al PSOE (el llamado “viraje francés”).

Por su perfil disidente ante el stalinismo y por la incorporación de la ICE, el POUM fue calificado de “trotskista” por el stalinismo durante la guerra civil, calificativo de la época para tachar a cualquier adversario como “contrarrevolucionario” y justificar su posterior desaparición. Pero en realidad el POUM no tuvo ninguna relación política con Trotsky ni con la IV Internacional; de hecho, la gran mayoría de los dirigentes procedentes del BOC eran antitrotskistas y Trotsky fue muy crítico del pensamiento ecléctico de Maurín. De ahí que en su momento valorara como un “error monstruoso” la orientación de Nin de fusionarse con el BOC, al cual calificó como un partido centrista y provinciano.

Resulta de importancia estudiar el desarrollo, teoría de la revolución y estrategias de lucha del POUM, para comprender su fracaso en constituirse en una alternativa marxista ante el ultraizquierdismo anarquista y el reformismo socialista. Iniciaremos con el abordaje del BOC, para después finalizar con la ICE.

 

La Federación Comunista Catalano-Balear (FCC-B) y el Bloque Obrero y Campesino

El Partido Comunista de España (PCE) se fundó en 1921, pero desde un inicio estuvo en crisis por la dificultad de abrirse un espacio constructivo ante la CNT y el PSOE. También pesó muchísimo la burocratización del partido y la debilidad de su dirección, un equipo de títeres de los mandatos de Moscú que no logró cohesionar un núcleo militante fuerte. Eso generó un espacio para el surgimiento de grupos comunistas disidentes en España dentro de las filas del PCE y otros por fuera de la organización.

Un caso destacado fue el grupo reunido en torno a Joaquín Maurín, un profesor aragonés con trayectoria militante en el republicanismo catalán que se radicalizó por la influencia de la revolución rusa y se sumó al sindicalismo en el invierno de 1917-1918. Durante una estancia en París se vinculó con el sindicalismo revolucionario francés, y a su regreso a España participó activamente en la formación de los Comités Sindicalistas Revolucionarios (CSR), una táctica impulsada por el PCE desde 1922.

Producto de la experiencia compartida en los CSR, el grupo de Maurín se vinculó aún más con el PCE, aunque defendiendo un grado de autonomía ante la estructura central del partido, un síntoma temprano de las derivas federalistas en materia de organización que reflejaría más adelante el POUM. Por eso en 1924 el ala sindicalista se sumó al PCE, pero con la concesión de crear la Federación Comunista Catalano-Balear (FCC-B) (ídem: 39-42).

La FCC-B nunca se integró del todo al PCE, pues sostuvo muchas discusiones con la dirección del partido sobre sus métodos burocráticos de conducción orientados desde la Comintern en el marco de la stalinización de la URSS. El principal choque se produjo cuando la dirección del PCE intentó suprimir la independencia organizativa de la FCC-B y empezó una campaña de ataques contra Maurín, proceso que desembocó en la expulsión de la regional “rebelde” de la FCC-B el 14 de agosto de 1930.

A partir de este momento, el grupo de Maurín se enrumbó a construir una organización propia, y en el camino coincidió con otro grupo comunista disidente, el Partit Comunista Catalá (PCC), conformado por jóvenes nacionalistas radicalizados en los años 20 por la persecución de la dictadura de Primo de Rivera e influenciados por la Revolución Rusa, en particular con su defensa a la autodeterminación de las naciones oprimidas. Tenían acuerdo con Maurín en cuanto a la importancia de las tareas democráticas en la revolución española (aspecto que desarrollaremos más adelante) y en las críticas a los métodos burocráticos del PCE, acuerdos que dieron paso a la fusión a inicios de 1931 entre ambas agrupaciones, aunque manteniendo el nombre de FCC-B por motivos históricos y para evitar confundirse con el PCE (ídem: 55-59).

Al momento de la unificación la FCC-B contaba con unos 700 militantes (unos 500 del PCC y el resto del grupo de Maurín). Una de las condiciones que impuso el PCC para el reagrupamiento fue la creación de una organización amplia de simpatizantes que llegara a convertirse en el embrión de un partido obrero de masas; esta organización paralela se denominó el Bloque Obrero y Campesino (BOC). En el esquema de Maurín, la FCC-B era el “cerebro y sistema nervioso central”, mientras que el BOC era “el lugar de concentración de las masas que se aproximaban al comunismo”, pero terminó sucediendo lo contrario: las direcciones de la FCC-B y el BOC eran una y  la misma, y al poco tiempo fue imposible diferenciar entre ambas organizaciones (Durgan: 62-63).

Maurín justificó el BOC como una táctica adaptada a las particularidades españolas para organizar a la clase obrera y el campesinado pobre, evitando copiar las fórmulas del bolchevismo que, a su criterio, habían causado estragos en el resto de movimientos comunistas de Europa. Sin menoscabo de la preocupación real por dar respuesta a las tareas político-constructivas de cada país o región, en el caso de Maurín y la FCC-B pesaron en demasía las presiones nacionales (y específicamente catalanas), apelando siempre a un particularismo que negaba lo universal en todos los aspectos de la intervención política (teoría, formas organizativas, estrategia y táctica constructiva). Estos rasgos se profundizarían en el marco del POUM y, como veremos más adelante, fueron un punto de encuentro entre Maurín y Nin.

Nótese que hasta la fundación del POUM todas las organizaciones procedentes del BOC adoptaron el nombre de “Federación”, denominación que reflejaba una estructura segmentada por cuotas de poder para caudillos locales, cuyo punto de encuentro era la figura de Maurín. Este federalismo lo explicó con todo detalle Juan Andrade en los años 70, dirigente del POUM procedente de la ICE, que se refirió al BOC como un partido compuesto por una serie de “notables maurinistas” que ejercían un control autónomo de sus respectivas comarcas: “Considerábamos al BOC como una especie de federación de grupos de amigos, que tenía como norte de orientación política únicamente las ‘genialidades’ de su jefe (…); se resentía el BOC de un cierto espíritu de frivolidad y de culto al jefe, y padecía de muchos resabios de nacionalismo catalán” (Los problemas de la revolución española: 6-7).

Esto fue un límite en el desarrollo político de Maurín al imprimirle un rasgo ecléctico a su pensamiento y obra, oscilando fácilmente entre un socialismo radical abstracto y la pura adaptación a las presiones nacionales a costa de cualquier criterio de independencia de clase (como sucedió con el ingreso del POUM al Frente Popular). Por ejemplo, en una entrevista realizada en los años 60, Maurín definió al BOC en los siguientes términos: “No puede decirse que el BOC fuese un partido comunista, aunque aceptaba algunos de los puntos de vista de la doctrina comunista. Era, de hecho, un punto de transición entre el comunismo y el socialismo. Teóricamente era socialista revolucionario; pero en la práctica correspondía más bien a una derecha comunizante (…) Indirectamente, en el orden de influencia comunista la que se dejó sentir en él fue el bujarinismo” (Durgan: 83).

En abril de 1932 la FCC-B cambió su nombre a Federación Comunista Ibérica (FCI), en un intento por lograr la extensión nacional de la corriente con la atracción de los núcleos disidentes del PCE en Madrid, Valencia y Asturias. Pero esta táctica no funcionó y la FCI continuó siendo un grupo implantado principalmente en Cataluña y con unos pequeños núcleos en otras ciudades. Para este entonces a la corriente liderada por Maurín se la reconocía como BOC, pues en los hechos no había ninguna diferencia política y organizativa con la FCI.

A pesar de sus indefiniciones y formulaciones eclécticas, el BOC se posicionó como un referente en la vanguardia obrera de Cataluña y creció considerablemente en los años siguientes. En diciembre de 1931 realizó una serie de mitines que congregaron a 25.000 personas y, para el momento de su fusión con Izquierda Comunista, contaba con aproximadamente 4.000 militantes (por un corto lapso, incluso Salvador Dalí fue simpatizante del BOC).

 

Una crítica centrista y provinciana al stalinismo

Como indicamos líneas atrás, el POUM se ubicó en el campo del “comunismo disidente” en relación con Moscú. Esta categoría, acuñada por el historiador Andy Durgan, es válida para dar cuenta de un sector de organizaciones marxistas que no se alinearon con la Comintern, pero resulta insuficiente para comprender a fondo su carácter político. Es el caso del POUM, una agrupación disidente del stalinismo, pero que también se caracterizó por su centrismo político y por un antistalinismo provinciano.

Este rasgo ya estaba patente en el BOC, principal rama antecesora del POUM, que durante toda la década de los años 20 y gran parte de los 30 no tomó posición en la lucha de tendencias del movimiento comunista a nivel internacional. Erróneamente, se acusó al BOC de ser bujarinista debido a su contacto con grupos internacionales disidentes bujarinistas y por algunas coincidencias con las ideas de Bujarin, particularmente en la defensa de la pequeña propiedad agraria y el planteamiento de alianza o bloque entre la clase obrera y el campesinado. Además, los dirigentes del BOC sí coincidían con la derecha bujarinista en que los problemas de los partidos locales podían resolverse en el marco nacional. Por eso, es correcto afirmar que hubo influencia de Bujarin en el BOC, pero es falso que fuera un partido bujarinista.

En relación con la disputa la Oposición de Izquierda y la burocracia stalinista, los dirigentes del BOC hicieron gala de su centrismo provinciano al declararse neutrales, aduciendo que no eran stalinistas ni trotskistas, sino comunistas. Esta posición ambigua se manifestó en la publicación de noviembre de La Batalla (periódico del BOC), donde en ocasión del XIII aniversario de la revolución rusa publicaron una portada con la foto de Stalin y Trotsky sin ningún comentario aclaratorio (Durgan: 86-87). También es llamativo el proceder del mismo Maurín, pues en 1925 publicó un artículo donde se refería a Trotsky como el mejor estratega, escritor y orador que produjo la revolución rusa, pero meses después firmó una nota donde criticaba la publicación de Lecciones de Octubre (ensayo con valoraciones críticas sobre la degeneración burocrática stalinista en la URSS) como un error.

¿Cómo se explica este funcionamiento bipolar de Maurín? Además de sus rasgos centristas y criterios provincianos, pesó mucho su apuesta por hacerse de la dirección del PCE, algo que veía factible dado el descrédito e ineptitud de la dirección local. Por este motivo, dirigentes de la Oposición de Izquierda trotskista lo calificaron de “burócrata” dispuesto a “someterse incondicionalmente a la voluntad de Stalin” con tal de hacerse del control del partido (ídem: 86).

Pero esta apuesta de Maurín se vio truncada tras su expulsión y la del BOC del PCE. Sumado a esto, a inicios de los años 30 el PCE tuvo una recomposición organizativa al capitalizar la representación “oficial” del movimiento comunista en España, lo cual ejerció una presión sobre las bases del BOC y forzó a la dirección del BOC a tomar definiciones con respecto a la situación del movimiento comunista internacional. Fue hasta 1932 cuando el BOC polemizó públicamente con Moscú en torno de la burocratización de la Comintern y del Partido Bolchevique a manos de Stalin, además de repudiar la definición de la socialdemocracia como “socialfascistas”, ubicación ultraizquierdista que impidió la unidad de acción entre comunistas y socialdemócratas para impedir el ascenso de Hitler y el partido nazi en Alemania.

La crítica al stalinismo no llevó al BOC a sumarse a la Oposición de Izquierda, a la cual definió como “el reflejo en el espejo del stalinismo”, y denunció que los militantes trotskistas replicaban los “métodos mecánico-centralistas” del comunismo soviético. A pesar de esto, el BOC defendió a Trotsky de los ataques calumniosos del stalinismo y lo definió como “el mejor camarada de Lenin”, pero nunca adscribió a la plataforma programática del trotskismo ni defendió la teoría de la revolución permanente. Por el contrario, Maurín y los dirigentes del BOC se definieron en torno a los cuatro congresos de la III Internacional, la edad de oro del debate estratégico del movimiento comunista internacional bajo la influencia de Lenin y Trotsky, pero que no daba cuenta de los nuevos desafíos de la lucha de clases internacional (ídem: 88). Además, en 1933 participaron de la conferencia internacional que fundó el llamado Buró de Londres, donde Maurín se opuso a crear una nueva Internacional para evitar que cayera en control de los trotskistas o se convirtiera en una versión remendada de la II Internacional, por lo cual se constituyó un espacio de tipo federalista para coordinar acciones que terminó siendo una suma de grupos sin ninguna cohesión (ídem: 312-313).

Por todo lo anterior sostenemos que el comunismo disidente del BOC (y del POUM por extensión) fue un antistalinismo provinciano, sin síntesis internacionalista y viendo hacia el pasado.

 

Joaquín Maurín y la teoría de la revolución democrática

Sin duda, Maurín fue la principal figura del BOC y luego del POUM. Era su dirigente indiscutido, una figura que reunió a su alrededor a una columna de cuadros a lo largo de la década del 30, pero con un estilo muy bonapartista propio de un partido federalista y con formulaciones teóricas eclécticas, principalmente con su propuesta de la revolución democrática.

Maurín comenzó su trayectoria militante en el movimiento republicano en Lleida (provincia de Cataluña), lo que posiblemente explique su sensibilidad hacia las reivindicaciones democráticas como la autodeterminación de las nacionalidades, la reforma agraria, separación de la Iglesia del Estado, etc. Al calor de la revolución rusa, avanzó hacia el sindicalismo revolucionario, y desde ese entonces insistió en su tesis de que el poder revolucionario en España surgiría de los sindicatos y de la CNT en particular. Posteriormente se sumó al marxismo, desde donde comenzó a reflexionar sobre una teoría de la revolución para España.

De ahí surgió su teoría de la revolución democrática, la cual comenzó a esbozar finales de los años 20 pero que expuso en su versión acabada en el libro La revolución española, publicado en 1931. Maurín fundó su teoría sobre un hecho real, el carácter inacabado de la revolución burguesa en España, a partir de lo cual sostuvo que era necesario culminar ese proceso con el derrocamiento de la monarquía, pero también realizando otras tareas democráticas más radicales como la reforma agraria, la separación de la Iglesia del Estado, desmantelar el Ejército y garantizar el derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos.

Dado el carácter atrasado del capitalismo español, Maurín concluyó que la clase dominante estaba compuesta por una alianza entre la burguesía y fuerzas semifeudales, y por este motivo la revolución democrática sólo podía garantizarse por la acción combinada de tres sujetos sociales: la clase obrera, el campesinado y los movimientos de liberación nacional. Finalmente, la revolución democrática dirigida por la clase obrera inevitablemente avanzaría hacia el socialismo, por lo que en realidad era una “revolución democrático-socialista” (ídem: 89-91).

Junto con esto, concluyó que los dos obstáculos principales que debía sortear la clase obrera para realizar la revolución democrática eran la construcción de un verdadero partido de masas y superar sus expectativas en la democracia burguesa, por lo que planteó impulsar un partido unificado de todos los núcleos marxistas con un programa de “reivindicaciones democráticas revolucionarias” que ningún gobierno pequeñoburgués pudiera cumplir, con la finalidad de acelerar la experiencia de las masas con la institucionalidad democrático-burguesa. En este sentido, polemizó con la consiga del PCE de “dictadura democrática del proletariado y el campesinado”, pues la categoría de dictadura no dialogaba con la clase obrera española, que tenía mucha fe en la en la democracia burguesa tras la caída de la monarquía.[8]

Así, en el esquema teórico de Maurín, al ser la clase obrera en alianza con el campesinado y los movimientos de liberación nacional la dirección de la revolución democrática, ésta devendría de forma inevitable en socialista, una deriva objetivista que daba por hecho el avance del proletariado hacia el socialismo. Veamos algunos extractos de su obra Hacia la segunda revolución donde expone estas ideas: “El proletariado va, ciertamente, hacia la revolución socialista. (…) Si el proletariado no es el motor de las conquistas democráticas, no es posible la revolución socialista… La revolución obrera se impone como revolución democrática y como revolución socialista (…). Democracia, sí, hasta las últimas consecuencias. El proletariado es el campeón real de la lucha por la democracia. No puede quedar ni una parcela de reivindicaciones democráticas al margen de las actividades obreras (…). Cuando el proletariado organizado, cuando la Alianza Obrera, cuando el Partido Único, sea el representante de la gran masa, cuando el meridiano del interés nacional se confunda con el meridiano del movimiento obrero, entonces el proletariado tomará el poder… Se tratará, finalmente, de una cuestión puramente técnica, favorecida por las lecciones de Octubre” (Maurín, “Hacia la segunda revolución”, www.marxists.org).

Éste fue el marco teórico y programático sobre el cual se desarrolló el comunismo disidente en España y por eso es importante analizarlo, sobre todo porque algunos historiadores consideran que hay puntos en común con la teoría de la revolución permanente de Trotsky[9], principalmente por la jerarquía que Maurín le otorgó a las tareas democráticas y por identificar a la clase obrera como el sujeto de la revolución (en alianza con el campesinado y la pequeñoburguesía radicalizada) y no a la burguesía local.

Esta valoración es errada y superficial, pues Trotsky fue un acerbo crítico de Maurín, como quedó reflejado en sus escritos y cartas sobre España, donde no tuvo reparo en calificar sus formulaciones como confusionistas y provincianas. En tanto figura política, retrató a Maurín como la “encarnación del pequeñoburgués revolucionario, ágil, versátil y superficial”, que no “estudia nada, comprende poco y siembra la confusión”. Sobre la revolución democrática no fue menos crítico, pues la calificó como un “galimatías ecléctico” que dejaba de lado las enseñanzas de las revolución de octubre y porque tampoco daba cuenta de que en España se había sobrepasado el estadio de la revolución burguesa tras la caída de la monarquía y la instauración de la República: “La revolución ‘democrática’ está hecha ya en España. Resucita con el Frente Popular. Azaña, con o sin Largo Caballero, personifica en España la ‘revolución democrática’. La revolución socialista se hará en el curso de una lucha implacable contra la ‘revolución democrática’ con su Frente Popular” (Trotsky: 186).

Pero Maurín no “tomó nota” de ese pequeño detalle, es decir, la caída de la monarquía, la instauración de la II República y la existencia del Frente Popular; por el contrario, confundió la existencia de tareas democráticas por resolver con la ausencia de una revolución burguesa acabada, pues la burguesía española fue incapaz de ponerse al frente de esa tarea histórica: “La socialdemocracia hizo esfuerzos indecibles con objeto de ayudar a la burguesía a llevar a cabo una ‘decorosa’ revolución burguesa. Mas todo aquello fracasó porque no es posible, ni aun con inyecciones de sangre proletaria, dar vigor revolucionario a una clase social, la burguesía, que ha entrado en su fase de decadencia. Los problemas fundamentales de la revolución democrática quedaron sin resolver” (Maurín, “¿Revolución democrático-burguesa o revolución democrático-socialista?”, www.marxists.org).

Trotsky incorporó las consignas democráticas revolucionarias como un punto medular del programa de transición, con el objetivo de agrupar en torno al partido de la clase obrera a las masas populares y dirigirlas en la revolución socialista. Esto también lo aplicó para el caso de España, donde insistió en integrar al programa revolucionario las consignas más radicales de la legislación social burguesa (seguro de desempleo, impuestos al capital, enseñanza pública gratuita, etc.), que aunque no sobrepasaban los marcos del régimen burgués eran necesarias para dialogar con los amplios sectores explotados y oprimidos.

Pero en Maurín la relación entre fines y medios era diferente, pues su apelación a las consignas democráticas era para realizar la revolución democrática, lo que justificaba apelando a la experiencia de Lenin y los bolcheviques que tomaron el poder dando cuenta de las tareas democráticas pendientes y después avanzaron hacia el socialismo. Efectivamente, Lenin señaló que en Rusia la clase obrera llegó al poder como agente de la revolución democrático-burguesa, empezando por resolver problemas democráticos en primera instancia, pero que “mediante la lógica de su dominación” avanzó hacia las cuestiones socialistas. Pero este tránsito entre las tareas democráticas hacia la instauración del socialismo sólo era concebible en el marco de la dictadura del proletariado, es decir, con la clase obrera ejerciendo el poder desde sus organismos de lucha, y no en los límites estrechos de la institucionalidad democrático-burguesa (Trotsky: 173).

Ahí radica el absurdo de Maurín, pues su planteamiento de revolución democrática lo hizo renunciando al de dictadura del proletariado, porque era una palabra que chocaba con las expectativas democráticas de las masas obreras y campesinas. También lo justificó con un análisis histórico escolástico, según el cual la burguesía había entrado en una etapa decadente donde ya no aspiraba a la democracia, de lo cual se desprendía que la lucha por la democracia equivalía a la toma de poder por parte de la clase obrera: “La democracia, por lo que respecta a la burguesía, corresponde a un período superado. La burguesía no encarna ya la democracia, sino la dictadura de tipo fascista o fascistizante. La democracia está hoy vinculada al movimiento obrero, al triunfo del proletariado. Plantear el problema de la democracia (…) significa abordar la cuestión de la toma del Poder por la clase trabajadora” (Maurín, cit.).

Finalmente Maurín subvaloró el peso de los aparatos de la CNT anarquista y la UGT socialista como diques de contención de la lucha de clases, lo cual quedó evidente en su valoración de la Alianza Obrera como el espacio de unión de la clase trabajadora, pero sin dar cuenta de las direcciones reformistas que la dominaban por medio de pactos desde la cúpula. En esto la experiencia rusa fue muy diferente, ya que el reformismo personificado en los mencheviques y socialistas revolucionarios fue comparativamente muy débil, facilitando el tránsito de la revolución democrática de febrero hacia la socialista de Octubre, pues la clase obrera estaba menos encuadrada en los aparatos reformistas. Además, en Rusia se constituyeron soviets como expresión unitaria de la clase obrera desde la base, donde los partidos políticos se disputaban su dirección. Por eso Trotsky planteó al inicio de la revolución, en 1931, que la consigna central de los comunistas españoles era la formación de soviets obreros para contrarrestar la dispersión de las fuerzas obreras (Trotsky: 55).

Por eso la revolución democrática de Maurín no tiene ninguna relación con la revolución permanente de Trotsky, y no pasó mucho tiempo para que se demostrase como una teorización etapista y objetivista de la revolución. Esto explica el ingreso del POUM en el Frente Popular, donde terminó siendo la izquierda radical de la democracia burguesa, capitulación que justificaron bajo criterios electoralistas y presiones del movimiento de masas.

 

Izquierda Comunista de España (ICE)

La otra vertiente constitutiva del POUM fue la Izquierda Comunista de España (ICE), antigua sección de la Liga Comunista Internacionalista (LCI, sucesora de la Oposición de Izquierda Internacional) dirigida por Trotsky. En su mejor momento reunió a unos 800 militantes, diseminados en núcleos locales en Extremadura, Madrid y el norte de España; su organización en Cataluña se denominó Esquerra Comunista y contaba con 70 militantes (Durgan: 303-304).

El trotskismo español se fundó en condiciones muy adversas y de forma tardía, debido a la situación imperante en España bajo la dictadura de Primo de Rivera, que se extendió desde 1923 hasta marzo de 1930. Entre la persecución política del régimen hacia las organizaciones de izquierda y la debilidad orgánica del PCE (atravesado desde sus inicios por una crisis de dirección), restaron espacio para que surgieran un grupo de la Oposición de Izquierda a lo interno del menguado partido comunista, que estaba sumido en una profunda inactividad y no tenía debate interno. De hecho, la pugna de las tendencias del Partido Comunista soviético casi no tuvo espacio en la prensa comunista hasta 1927. Por eso la Oposición Comunista de España (OCE, primer nombre de la ICE) surgió en el exilio, más exactamente en Bélgica en febrero de 1930 por la iniciativa de un grupo de exiliados españoles encabezados por Henri Lacroix, cuyo nombre real era Francisco García (Durgan: 69).

Tras la caída de la dictadura y el retorno de los exiliados, la OCE ganó varios cuadros comunistas que, sumados a la claridad de la elaboración de Trotsky, dotó a la organización de mucha solidez teórica y coherencia política con relación al resto de corrientes de izquierda. Su principal figura y dirigente fue Andreu Nin, reconocido militante de izquierda que vivió en la URSS exiliado, donde entabló relación con Trotsky, lo que le ganó ser perseguido por el stalinismo.

Esto compensó el reducido tamaño de la OCE y generó preocupación en la dirección del PCE, que no descartó que el núcleo trotskista lograse influir en la base del partido. Además, la OCE fue la única corriente que vinculó la crisis del PCE con las orientaciones del stalinismo a nivel internacional, llevando el debate a un nivel más elevado que el de otros grupos comunistas disidentes, para quienes todo se limitba a disputas de táctica local. Por esto los trotskistas calificaron como derechistas a esos grupos disidentes locales, por sus enfoques nacionales-provincianos.

Pero las dificultades constructivas ejercieron una fuerte presión sobre la organización y en particular sobre su principal dirigente, Andreu Nin, cuyas tácticas constructivas fueron zigzagueantes. Debido a esto, el desarrollo de la OCE fue lento y desigual, pues su dirección fue ambigua en sus orientaciones hacia los grupos comunistas disidentes y nunca asumió a fondo la tarea de construir un fuerte núcleo de la Oposición de Izquierda.

Por ejemplo, en noviembre de 1930 Nin planteó que, dado el atraso político del proletariado español, lo primero era darles charlas de inducción a las tesis del marxismo y tiempo después exponerles lo relacionado con la Oposición de Izquierda, ante lo cual Trotsky respondió que no imaginaba “poder dar una conferencia sobre el comunismo (…) sin plantear al mismo tiempo las cuestiones de la Oposición de Izquierda”, por lo que en su caso “llamaría a los obreros a unirse a la organización que defiende los puntos de vista que acabo de exponer. De otro modo, propaganda y agitación revestirían un carácter académico, estarían desprovistas de un eje organizativo y, en definitiva, ayudarían a nuestros adversarios, es decir, los centristas y los derechistas” (Trotsky: 22).

Esta discusión proseguiría en los siguientes años con diferentes manifestaciones, pero siempre con un rasgo en común: Nin no fue consistente en un plan de construcción de la organización y desperdició años valiosos titubeando entre diluirse en el grupo de Maurín o consolidar un núcleo de la Oposición de Izquierda en España.

Recordemos que los grupos de la LCI tenían un marco común de construcción hasta 1933: considerarse como la fracción izquierda del movimiento comunista internacional y de sus respectivos partidos nacionales para disputar la hegemonía al centrismo representado por la burocracia stalinista. Nin no compartió esta tesis para el caso de España, pues consideraba que dadas las condiciones particulares del país el proletariado tenía que organizar su partido por fuera del PCE, y desde 1930 apostó por integrarse a la FCC-B, a la cual consideraba que podía influenciar dada su cercanía con Joaquín Maurín, con quien compartió prisión y durante ese tiempo colaboró en la redacción de la Tesis Políticas de la FCC-B (Durgan: 71).

Ante estas discusiones tácticas, Trotsky fue muy paciente y nunca se opuso a incorporarse como tendencia en organizaciones más amplias, pero sí presionó para consolidar al núcleo de la OCE, requisito previo para hacer entrismo y no desaparecer. Sobre la relación con la FCC-B y la atención que Nin le daba, Trotsky también mostró apertura a pesar de las ambigüedades de esta organización, pero siempre bajo el criterio de consolidar a la OCE mediante un órgano mensual teóricamente sólido y un boletín interno, pues de lo contrario “la próxima etapa de la revolución puede tomar desprevenida a la Oposición de Izquierda, y, teniendo en cuenta la debilidad del partido y la confusión de la Federación Catalana, ello podría conducir a los peores desastres, irreparables” (Trotsky: 45).

Según Juan Andrade, ex dirigente del POUM proveniente de la ICE, la principal diferencia que tenían con Trotsky y la LCI era que la “táctica a desarrollar se establecía casi exclusivamente en función de la política de la oposición comunista rusa, sin tener en cuenta la situación del movimiento obrero de cada país y las posibilidades especiales políticas que podía haber para cada sección nacional de la Oposición en su propio medio de acción” (Andrade, cit.: 21). Esta acusación no resiste la prueba de los hechos, pues en la correspondencia entre ambos la única “línea roja” que sostuvo Trotsky era la consolidación política de la OCE para no quedarse sin “pasaporte político” en medio de la revolución, lo cual no excluía la posibilidad de “participar en organizaciones más amplias; por el contrario, esto presupone tal participación. Pero es su condición indispensable”.

Trotsky instó a Nin a no perder tiempo en dotar a la Oposición de Izquierda de una identidad diferenciada del resto de tendencias de izquierda por medio de un periódico, tarea a la cual debía supeditarse el resto de discusiones, pues las “cuestiones de estrategia y táctica revolucionaria no tienen sentido más que a condición de que exista el ‘factor subjetivo’, es decir, una organización revolucionaria, aunque sea poco numerosa al principio” (Trotsky: 47).

Pero Nin hizo gala de un tono “diplomático” en sus respuestas a Trotsky y nunca aclaró cuáles eran sus objetivos constructivos, lo cual puede explicarse por su accionar errático durante este período. Por ejemplo, a inicios de abril de 1931 le comunicó a Trotsky del inicio de la publicación de Comunismo (órgano de la OCE) y su ruptura con la FCC-B, debido a que los dirigentes de esa organización no aprobaban su pertenencia a la Oposición de Izquierda, lo cual fue bien recibido por Trotsky pues hacía presagiar que ahora sí iba a ponerse en marcha la construcción de la OCE. Pero a finales de ese mismo mes Nin se reintegró a la FCC-B como miembro del Comité Central, sin que mediara ningún cambio en la actitud de la dirección de la Federación Catalana hacia el movimiento trotskista (Trotsky: 49 y 58).

Trotsky nunca varió su caracterización de la FCC-B (y por consiguiente del BOC), que consideró como organizaciones condenadas al fracaso por su falta de perspectiva internacional, y posiblemente considerase que era un desperdicio de tiempo hacer entrismo en esa organización. Pero en sus cartas a Nin nunca emitió un criterio tajante sobre ese detalle táctico, pues siempre fue muy cuidadoso en no precipitarse a realizar aseveraciones tan puntuales a tanta distancia de los acontecimientos. Por el contrario, su discusión con Nin siempre giró en torno al elemento central de construir la OCE y desde ahí experimentar tácticas constructivas según el caso: “La Federación Catalana no es más que el terreno para adquirir influencia, no es una palanca segura. La Federación Catalana no tiene una base seria ni una línea estratégica clara (…), sería incapaz de salir airosa de la prueba de la revolución, sufriendo una derrota al primer revés. Un núcleo marxista pequeño, pero firme, con una idea clara de lo que quiere, puede salvar no sólo a la Federación Catalana, sino a la revolución española. Una sola condición: este pequeño grupo debe marcar con su propio programa, un programa claro, bajo su propia bandera” (Trotsky: 59).

Este primer debate constructivo se saldó parcialmente debido al antitrotskismo de la dirección de la FCC-B, que rechazó la solicitud de ingreso de Nin al BOC en mayo de 1931 por su militancia trotskista, y luego lo expulsó de la FCC-B en junio, cuando Nin criticó en público la línea de Maurín en un mitin en el Ateneo de Madrid (Durgan: 79). Para noviembre fueron expulsados el resto de militantes de la OCE que aún intervenían en el BOC.

Pero estos vaivenes no eran otra cosa que la manifestación del centrismo político de Nin aplicados a la construcción del partido, rasgo que se profundizaría con el paso de los años y condujo a su ruptura definitiva con la LCI, como cual veremos a continuación.

 

El viraje francés y la radicalización de la Juventud Socialista

A finales de los años 20 el stalinismo realizó un giro ultraizquierdista (conocido como el Tercer Período), dentro del cual se caracterizó a la socialdemocracia reformista como “socialfascista”. En Alemania esta táctica tuvo repercusiones terribles, al facilitar el ascenso de Hitler al poder porque los comunistas se negaron a realizar unidad de acción con la socialdemocracia para resistir los ataques del fascismo. Trotsky calificó esto como una derrota histórica de la clase obrera más fuerte del mundo en ese entonces, y reorientó la construcción de la LCI: en adelante había que construir partidos independientes del stalinismo y lanzar la construcción de una nueva organización mundial, la IV Internacional.

Lo anterior abrió un nuevo marco de tácticas constructivas. Una de ellas fue hacer entrismo en los partidos socialistas, es decir, ingresar como tendencia para tratar de nuclear a los sectores que estaban girando hacia la izquierda por la radicalización de la coyuntura política. Esta táctica se conoció como el “viraje francés”, pues se formuló inicialmente para el caso de Francia en 1934, pero pronto se planteó como una opción a desarrollar en otros países, como España.

El giro a la izquierda que experimentó el PSOE desde finales de 1933 impactó entre amplios sectores de la Juventud Socialista (JS), agrupación que reunía a decenas de miles de militantes con una orientación radical y abierta a relacionarse con otras corrientes de izquierda. Luego de la experiencia de la Comuna de Asturias en 1934, la JS publicó el folleto Octubre: segunda etapa, donde se decantó por bolchevizar al movimiento socialista, expulsando al ala derecha y disputando la dirección del partido a los seguidores del ala moderada de Prieto, rechazar nuevas alianzas con sectores republicanos burgueses y, muy importante, retirarse de la Segunda Internacional para impulsar la creación de una nueva Internacional sobre la base de la experiencia de la Revolución Rusa (Durgan: 348).

Pero también la JS extendió un llamado para que el resto de corrientes de izquierda se sumaran al partido para dar la batalla interna, pues su perspectiva era que el partido bolchevique español surgiría de las filas del PSOE, algo comprensible dado que era una agrupación con larga trayectoria histórica, implantación territorial y con cientos de miles de militantes. Este giro de la JS era sumamente progresivo y representó una enorme posibilidad para ganar a este sector para la construcción de un proyecto auténticamente revolucionario en el marco de la revolución española, pero requería de una táctica audaz y una tendencia de izquierda coherente que diera la pelea. En este sentido, Trotsky planteó que la ICE (ya para ese entonces había cambiado su nombre) hiciera entrismo en el PSOE para ganar a la JS al campo de la revolución.

Nin y la mayoría de la dirección de la ICE se opusieron a esta táctica porque iba a destruir su independencia como organización y dentro del PSOE iba ser muy difícil contar con espacios democráticos como tendencia. Alegaron que la misma experiencia de entrismo en el PS francés no estaba dando réditos, aunque ahí se produjo en condiciones diferentes a las que acontecían en España. Además, para ese entonces se produjo un reacercamiento entre la ICE y el BOC, pues ambas agrupaciones concluyeron que la derrota de la Comuna de Asturias en 1934 obedeció a la ausencia de un partido revolucionario de masas, tesis que Maurín sostenía desde tiempo atrás. Nin se opuso categóricamente al entrismo en el PSOE en la revista Comunismo, donde expuso que era necesaria la unidad en partidos con claridad política: “De ninguna manera, por un utilitarismo circunstancial, podemos fundirnos en un conglomerado amorfo, llamado a romperse al primer contacto con la realidad” (Zavala: 179).

Por esos motivos la ICE no hizo entrismo en el PSOE y la dirección procuró alcanzar un acuerdo de unidad entre las juventudes de ambas organizaciones, para ganar a la JS a la propuesta de construir un nuevo partido revolucionario. Esta posición fue casi la misma que tuvo el BOC para ese entonces, que rehusó incorporarse al PSOE e insistió en construir un nuevo partido unificado de las corrientes marxistas.

En el caso de la ICE, un sector presionó por hacer entrismo en el PSOE en consonancia con la táctica de Trotsky, pues consideraban que era insensato pensar que la JS iba a realizar un acuerdo con una organización tan pequeña, de lo que se desprendía la necesidad de ingresar al PSOE para influenciar a la JS desde adentro y bloquear un posible acercamiento con el PCE, dado que el ala izquierda de los socialistas mostraba muchas simpatías hacia la URSS. Nin, haciendo gala de su centrismo, planteó una táctica salomónica en el Comité Ejecutivo de la ICE: los militantes de Cataluña iban a sumarse al nuevo partido unificado (el POUM), mientras que en el resto del país iban a afiliarse como tendencia en el PSOE y en su periódico iban a defender la unificación con el nuevo partido de Cataluña (Durgan: 307).

La propuesta fue rechazada por la base de la ICE, lo cual fue valorado por la LCI como una capitulación ante el centrismo del BOC. Al final la LCI aceptó la resolución adoptaba por la sección española, con la condición de que debían hacer propaganda por la IV Internacional al interior del partido unificado, algo que en los hechos no se produjo, pues como Nin le informó a Jean Rous (enviado como representante del Secretariado Internacional de la LCI a España), para la ICE de lo que se trata es de “la IV sin el número” y que la “desaparición momentánea (de la organización trotskista) debe ser considerada como una etapa más en el proceso de la construcción de un partido revolucionario” (ídem: 308).

Las consecuencias de esta desastrosa orientación no tardarían mucho en materializarse, pues para inicios de 1936 comenzó la unificación entre el PCE y la JS. Aunque organizativamente la JS absorbió a la Unión de Juventudes Comunistas, política y programáticamente fue el PCE quien ganó para el bando stalinista a los 200.000 jóvenes socialistas que “constituían la élite de la nueva generación obrera”, lo cual dotó de una base de masas al stalinismo para hacer trabajo sobre el PSOE y lograr una ventaja decisiva sobre los grupos comunistas disidentes (Broué y Témine: 29). Trotsky se refirió a esta catástrofe constructiva en los siguientes términos: “La magnífica Juventud Socialista abrazó la idea de la IV Internacional espontáneamente. Cuando instamos a que se le dedicara toda la atención, se nos respondió con evasivas huecas. Lo que le interesaba a Nin era la ‘independencia’ de la sección española, es decir, su pasividad, su mezquina tranquilidad política (…). Posteriormente, la casi totalidad de la Juventud Socialista entró al campo stalinista. Los muchachos que se autotitularon bolcheviques-leninistas y que lo permitieron (…) deben ser tachados eternamente de criminales contra la revolución”.

 

La ruptura con la LCI y la fundación del POUM

El intercambio epistolar entre Trotsky y Nin cesó en noviembre de 1932, reflejo del deterioro en las relaciones entre la ICE y la LCI. A partir de ese momento Trotsky profundizó sus discusiones con Nin, no por ningún criterio sectario ni animadversión personal, sino con el objetivo de clarificar el rumbo constructivo de la Oposición de Izquierda en medio de la revolución española. En diciembre de ese año polemizó fuertemente con los “camaradas dirigentes” de la ICE, que en vez de “avanzar con fuerza bajo su propia bandera”, optaron por “jugar al escondite con los principios, han hecho diplomacia y se han arrastrado a remolque del nacionalismo pequeñoburgués del provinciano charlatán Maurín” (Trotsky: 159).

Además, hizo hincapié en la caracterización del CC de la ICE como un grupo de amigos sin debate real, marcados por una estrechez de miras provinciana que aisló a la sección española de los ricos debates de estrategia y táctica internacionales (como los sucesos de Francia y Alemania para ese entonces), limitando la politización de la organización, pues era imposible construir cuadros sólo con temas nacionales, y que cuando se vieron obligado a intervenir en discusiones internacionales al interior de la LCI, al estar separados de la experiencia real se “dejaron guiar por vínculos, simpatías y antipatías personales” (Trotsky: 156 y 166).

Tras el debate sobre el “viraje francés” y el fracaso de la táctica de Nin hacia la JS, la ICE se abocó al ingreso al POUM y rompió relaciones con la LCI, alegando que el Secretariado Internacional no comprendía nada de la situación en España.

El POUM se fundó el 29 de setiembre de 1935, menos de un año antes de que comenzara la guerra civil y, a criterio de Maurín, fue “sobre las bases ideológicas que había sostenido el BOC sin concesión alguna al trotskismo” (Durgan: 317). No tardó mucho en asumir una política de adaptación a todas las presiones políticas, que Trotsky no dudó en caracterizar como “la más peligrosa de las políticas durante una guerra civil, que no admite ningún compromiso”.

El caso más ilustrativo de la adaptación del POUM fue su ingreso al Frente Popular, es decir, a un acuerdo electoral con sectores de la burguesía republicana. En noviembre de 1935 el POUM le planteó a los partidos obreros conformar una “Alianza Obrera nacional” para las elecciones y se posicionó en contra de la constitución de un Frente Popular. Pero luego del giro a la derecha del PS por el triunfo de Prieto sobre Largo Caballero y el inminente acuerdo con el PCE para cerrar un acuerdo electoral con sectores republicanos, el POUM terminó por sumarse al “frente obrero-republicano”, eufemismo para disimular que habían abandonado sus principios de independencia de clase para someterse a un programa electoral confeccionado por los socialistas y la burguesía republicana (Trotsky: 179-180).

La dirección del POUM justificó esto como una táctica para dar a conocer más al partido ante las grandes masas, además de que el sistema electoral hacía muy difícil poder inscribir candidaturas independientes para el nuevo partido. Trotsky respondió que “la técnica electoral no puede justificar la política de traición que constituye el lanzamiento de un programa común con la burguesía” (ídem: 182). Juan Andrade agregaría que al ingresar al Frente Popular “el POUM respondió así principalmente al sentimiento unánime de los trabajadores españoles para hacer frente al desarrollo ofensivo de los militares y la contrarrevolución, deseo compartido incluso por los ‘antipolíticos’ de la CNT-FAI” (Andrade: 28). Esta cita refleja a la perfección la adaptación del POUM a todas las presiones políticas del momento, incluso confundiendo los sanos deseos de unidad para luchar desde la base obrera con ingresar a un Frente Popular bajo un programa burgués. Pero el oportunismo de la dirección del POUM iría más allá, cuando en plena guerra civil Nin ingresó al gobierno de la Generalitat como ministro de Justicia, siendo copartícipe de la reconstrucción del Estado burgués y sentando las condiciones para que el stalinismo desatara un operativo de ilegalización del partido, incluida la desaparición física de el mismo Nin, como veremos en el siguiente capítulo.

De esta manera, Maurín y Nin, los ideólogos provincianos del particularismo español que rechazaron ingresar al PSOE porque no era un partido revolucionario puro, terminaron por aplicar la política de la burocracia stalinista del Frente Popular. Nin se opuso al “viraje francés”, pero capituló en cuestión de meses al giro de Moscú para aliarse con la burguesía “progresiva”.

 

Centrismo y federalismo, los detonantes de la crisis del POUM

En julio de 1936 se inició la guerra civil española. Nueve meses habían transcurrido desde la fundación del POUM, cuyo proyecto era convertirse en el punto de encuentro de todas las tendencias revolucionarias marxistas. No pasó mucho tiempo para que esa ilusión chocara con la realidad, y el POUM entró en una espiral de crisis internas que, combinadas con su política centrista, sentaron las condiciones de su aniquilación.

Para Trotsky la principal explicación de la crisis del POUM radicó en el centrismo de sus dirigentes, quienes fueron devorados por la vorágine de la revolución y la guerra civil española, al oscilar entre proclamas incendiarias y políticas de capitulación a la burguesía y el stalinismo: “Toda organización puede cometer ‘errores’; Marx cometió errores, Lenin cometió errores, el partido bolchevique, en su conjunto, también cometió errores. Pero fueron corregidos a tiempo gracias a una línea fundamentalmente correcta. En el caso del POUM, no se trata de ‘errores’ aislados, sino de una línea fundamentalmente no revolucionaria, centrista, es decir, en el fondo, oportunista. Dicho de otra forma: para un partido revolucionario, los errores son la excepción; para el POUM, la excepción son las posiciones correctas” (Trotsky: 251).

Pero el centrismo se complementó con otro rasgo organizativo heredado del BOC: un federalismo que no tenía ninguna relación con el modelo centralista-democrático del partido bolchevique. Uno de los aciertos del bolchevismo radicó en su vuelco total a la lucha de clases, y su régimen interno se estructuró en función de esa tarea, sintetizado en la fórmula del centralismo democrático: la más amplia democracia interna para la discusión, pero la más férrea disciplina para la acción unitaria del partido en la lucha. El federalismo se trata de todo lo contrario, pues se estructura bajo criterios de aparato alejado de los intereses reales de la lucha de clases, “supone una pelea de relaciones de fuerzas en el seno de la organización que no depende de las posiciones políticas lanzadas al libre debate y la creación de mayorías y minorías políticas, sino de hacer valer en los debates supuestas ‘cuotas’ de la misma organización” (Sáenz, “Lenin en el siglo XXI”, Socialismo o Barbarie 23/24: 339).

En el caso concreto del POUM, su régimen se estructuró a partir de dirigentes locales que giraban en torno a la figura de Maurín. Pero este funcionamiento se vio truncado desde el inicio de la guerra, pues cuando se produjo la rebelión de los militares Marín se encontraba en Galicia, donde fue arrestado y pasó el resto de la guerra civil en un campo de prisioneros. Salvó la vida al pasar por otra persona; liberado en 1946, se exilió en Estados Unidos con su familia, donde ejerció como periodista y abandonó la política. Falleció el 5 de noviembre de 1973.

Así, desde el inicio de la guerra civil el POUM entró en crisis pues su principal dirigente estaba ausente y se desplomó el punto de equilibrio del federalismo del partido. Según Juan Andrade, Nin pasó a ser un “secretario político disminuido” que no dirigía en realidad al partido: “La ausencia de Maurín había creado entre los antiguos bloquistas un reflejo de defensa preventiva contra los dirigentes del partido procedente de la ICE, en los que suponían la intención de ‘apoderarse del POUM’ y de ‘imponer el trotskismo’” (Andrade: 7). Por eso el partido vivió desde un inicio en lucha contra el stalinismo que lo quería destruir y en crisis interna por el antitrotskismo de los notables maurinistas.

Resulta paradójico que Nin rehusara ingresar al PSOE de masas por su carácter amorfo, cuando se diluyó en un grupo de vanguardia provincial cuyo régimen era federalista y no para la lucha. Esto consumió a Nin en una fuerte crisis política y física, pues para ese entonces padecía del hígado y era común que se desplomara en el sillón de su despacho (Zavala: 204).

Junto con esto, el POUM resintió las presiones políticas del entorno, facilitado por su política de adaptación, lo cual incidió en el tipo de organización. Según Yveline Riottot, historiadora especializada en la izquierda española durante la guerra civil, la “atipicidad organizativa del BOC es el resultado de la pérdida del carácter leninista del partido por el regreso al carácter primitivo de partido político como partido de masas” (Durgan: 426). Esta diferenciación es muy importancia, pues el modelo de partido leninista siempre posee rasgos de vanguardia ante el conjunto del movimiento obrero y de masas, pues de lo contrario se diluye entre (o se adapta a) los movimientos reivindicativos (Sáenz, cit.: 331). El POUM nunca apostó a transformarse en este tipo de partido, tal como sostiene Durgan cuando valora que “el modelo teórico de funcionamiento y organización propuesto por Maurín se encuentra más dentro de la tradición socialdemócrata que de la comunista” (Durgan 426-427).

La suma del centrismo y federalismo condenaron al POUM al fracaso como alternativa revolucionaria, lo cual se materializó con su ilegalización desde junio de 1937 por parte del Frente Popular liderado por el stalinismo. Trotsky se apoyó en la experiencia del POUM para extraer ricas enseñanzas sobre la importancia de construir una dirección revolucionaria a lo largo de los años, que se pruebe en las buenas y las malas, que supere las presiones sociales y políticas, pues solamente así es factible curtir ese núcleo militante para la revolución. Sobre la liquidación del POUM concluyó: “En el POUM vemos al centrismo de izquierda en la práctica y en la acción. El centrismo es una tendencia a mitad de camino entre el reformismo y la revolución. Pero las situaciones revolucionarias no admiten posiciones intermedias. Así se produjo el trágico y lastimero fin del POUM. Sus palabras, sus consignas, sus proclamas inflamaron las pasiones revolucionarias de las masas. Sus indecisiones, sus ambigüedades, sus vacilaciones, su falta de un programa claro le negaron la posibilidad de proporcionarles a las masas esa dirección revolucionaria firme que es la condición sine qua non para alcanzar la victoria” (Trotsky: 237).

 

El Partido Comunista de España (PCE)

Por último analizaremos al Partido Comunista de España (PCE), organización que jugó un rol primordial en la guerra civil en un doble sentido: bloqueando el desarrollo de la revolución, por un lado, colocando todo su aparato militar y organizativo en función de reconstituir el Estado burgués, por otro. Esto es lo principal que se puede señalar del PCE, pues durante sus primeros años fue un grupo minoritario y en estado de crisis, cuyo crecimiento en la guerra civil se debió al padrinazgo de la Comintern y porque sufrió un recambio en su composición de clase, al convertirse en un partido de la pequeñoburguesía y los industriales asustados por la revolución.

 

Los orígenes del PCE

La revolución rusa de 1917 representó un punto de quiebre en las filas del movimiento obrero europeo e internacional. España no fue la excepción, pues la experiencia bolchevique generó un proceso de radicalización de las luchas obreras en lo que se llamó el trienio bolchevique (1918-1920) (Zavala: 118).

Esto tuvo ecos dentro del PSOE, epicentro de la vanguardia obrera marxista afín a la acción política, particularmente luego de que en 1919 se fundara la III Internacional (Comintern) para reorganizar al movimiento comunista tras la debacle de la II Internacional socialdemócrata, cuyos principales partidos apoyaron a sus respectivas burguesías nacionales en la rapiña imperialista de la I Guerra Mundial. Ante esta iniciativa, un ala del PSOE (principalmente entre la JS) presionó para que el partido se sumara a la nueva internacional de los bolcheviques y se abrió un debate interno sobre el rumbo a seguir, el cual se extendería hasta 1921, cuando se celebró un congreso del partido que rechazó aceptar las “21 condiciones” exigidas para el ingreso a la III Internacional.[10]

En el transcurso de este prolongado debate interno un grupo de la JS se escindió del PSOE en abril de 1920 para fundar el Partido Comunista Español (PCE), mientras que otra ala pro-comunista permaneció hasta el congreso de 1921, luego del cual fundaron el Partido Comunista Obrero Español (PCOE). La Comintern presionó para que ambos grupos dejaran de lado sus rencillas y se unificaran, lo cual sucedió en noviembre de 1921 al constituirse el PCE (Durgan, 21-22).

A pesar de la simpatía hacia la revolución rusa y el ascenso del movimiento obrero, el PCE tuvo muchas dificultades para construirse, pues tenía que luchar con dos grandes organizaciones obreras con influencia entre las masas, el PSOE y la CNT. Como vimos anteriormente, el PSOE contó con la ventaja de que España permaneció neutral en la guerra mundial, por lo cual no sufrió el descrédito entre la clase obrera y le permitió sostener su estructura. Así, en 1923 el PSOE contaba con 8.215 afiliados, mientras que el PCE, con 1.200 militantes. En el caso de la CNT, su perfil más radical hizo que muchos sectores se identificaran como “verdaderos bolcheviques” y surgieron corrientes pro-comunistas, pero sin relación alguna con el PCE, que para ese entonces carecía de una política hacia la CNT y estaba más enfocado en la pugna con el PSOE (ídem: 24).

El partido se vio duramente golpeado por la represión de la dictadura de Primo de Rivera, las luchas internas y los giros abruptos de las orientaciones de la Comintern. La debilidad del PCE era tal que entre 1923 y 1932 no pudo realizar un congreso, y su militancia se redujo a unos pocos cientos de miembros. Aunque logró asentarse en Andalucía y ganó a un sector de mineros provenientes de la CNT, también perdió prácticamente todo su trabajo en Cataluña con la ruptura de Maurín (Broué y Témine: 28-29).

Desde sus inicios el PCE arrastró una crisis de dirección, con cambios constantes en la dirigencia del partido. Oscar Pérez, su primer secretario general, experimentó una transformación política muy singular al pasar del comunismo a militar en la Falange, agrupación fascista española. El equipo de dirección encabezado por José Bullejos, Gabriel Trilla y Manuel Adame fue expulsado del partido en 1932, pues cuando se produjo el intento de golpe militar del general Sanjurjo orientaron la consigna de “defensa de la república”, que fue calificada como una desviación oportunista por la Comintern en medio de su giro ultraizquierdista del tercer período (ídem: 29).

Lo anterior fue común en la época, pues la burocracia stalinista persiguió todo atisbo de disidencia en los partidos comunistas de la Comintern, con el objetivo de burocratizar sus estructuras y convertirlos en serviles a los lineamientos de Moscú. Pero esto no garantizaba nada, pues debido a las oscilaciones erráticas de la Comintern stalinista, era común que los dirigentes fueran removidos continuamente por sus “desviaciones”, cuando no hacían más que apoyar la línea anterior oficial emitida desde Moscú, que de un día para otro era contrarrevolucionaria o reformista.

Para el momento de la guerra civil, la dirección del PCE estaba conformada por José Díaz, Jesús Hernández, Antonio Mije y otros dirigentes muy jóvenes, sin experiencia real en el movimiento obrero y, en algunos casos, recientemente afiliados al partido, cuya formación la hicieron en el aparato del partido, donde la habilidad más preciada era la “flexibilidad para inclinarse ante los sucesivos cambios de dirección”. La única excepción fue Dolores Ibarruri, la Pasionaria, que se convirtió en una figura de masas por su capacidad de oratoria y prestigio al haber sido condenada a quince años de prisión tras la Comuna de Asturias (ídem: 29). Esta dirección era un equipo de hombres y mujeres “made in Moscú”, obsesionados con dominar la revolución española y subyugar a todos los elementos que se oponían a la Tercera Internacional, como los anarquistas de la CNT o los llamados trotskistas del POUM (Zavala: 281).

Producto de esto, el PCE estaba muy aislado del movimiento obrero español, salvo en unas ciudades donde logró construirse. Previo a la guerra sólo tenía 30.000 militantes, pero en su transcurso se fortaleció por el apoyo militar de la URSS a la República, llegando a convertirse en un verdadero aparato contrarrevolucionario de masas en España. Trotsky siempre alertó de este peligro en sus intercambios con Nin y la ICE, que subestimaban al PCE por su reducido tamaño y debilidad en la dirección: “A pesar de su debilidad intrínseca, el partido oficial se beneficia de factores históricos exteriores: la URSS y todo lo que a ella está ligado. Es por esto que me parece peligroso no tener en cuenta, en la práctica, más que la relación actual de fuerzas” (Trotsky: 43).

 

Del tercer período al colaboracionismo con la burguesía democrática

En el período comprendido entre el establecimiento de la República y la guerra civil el stalinismo tuvo dos orientaciones estratégicas diferentes, pero en el fondo similares, pues no querían una revolución proletaria en España, la meta era mantener el statu quo en Europa (Morrow, “Los stalinistas”, en Una revolución silenciada:129).

El VI Congreso de la Comintern adoptó una línea ultraizquierdista de “clase contra clase”, también conocida como Tercer Período, bajo el supuesto de que el capitalismo estaba en crisis inminente, por lo que había que desarrollar una política extremista, denunciando al reformismo socialista como “socialfascista”. Siguiendo esta estrategia emitida por Moscú, el PCE adoptó una política ultraizquierdista en los primeros años de la República, periodo que por su carácter reformista es denominado el “bienio progresista”. Pues bien, en este contexto el stalinismo español calificó como fascista o socialfascista al gobierno de Azaña, a los socialistas Largo Caballero y Prieto, a los anarquistas, etc.

El objetivo de esta estrategia era evitar la revolución obrera y no alterar la estabilidad en Europa, y de ahí que las tácticas empleadas por el PCE se caracterizaron por debilitar al movimiento obrero con la división de sindicatos, rechazando la conformación de frentes únicos, asaltado a golpes los actos de otras organizaciones obreras, etc. (ídem: 130). El sectarismo del PCE llegó a tal extremo que calificó a la Alianza Obrera como “centro de reunión de las fuerzas reaccionarias” y “santa alianza de la contrarrevolución” (Broué y Témine: 29).

Estas tácticas debilitaron constructivamente al PCE, lo cual es comprensible pues no estaban orientadas para fortalecer al partido como una alternativa revolucionaria, sino que era funcional a los intereses geopolíticos de la burocracia stalinista en la URSS en sus intentos por congraciarse con las potencias imperialistas europeas. Pero la política del partido comenzó a modificarse a finales de octubre de 1934, cuando llamó a la formación de “bloques antifascistas” a todas las “fuerzas y organizaciones dispuesta a luchar contra el fascismo” (Durgan: 332).

Este giro del PCE posiblemente se originó tras la experiencia de la Comuna de Asturias, el Octubre Rojo español, donde a pesar de la derrota y la fuerte represión contra los insurrectos, la clase obrera salió moralmente fortalecida y presionando para la unidad de la izquierda en la lucha contra el fascismo. Además, recordemos que en 1933 tuvo lugar el ascenso de Hitler al poder en Alemania, ante lo cual la Comintern dio otro giro de 180° (¡sin mediar ningún balance!), pasando del ultraizquierdismo del tercer período a la política del Frente Popular, adoptada en el VII Congreso de la Comintern en 1935.

Con esta nueva estrategia ahora no sólo se buscaba evitar la revolución, sino que se pasó a colaborar con la burguesía progresista de los “países democráticos”, mediante la conformación de frentes electorales con un programa de reformas en el marco del capitalismo. El objetivo del colaboracionismo de clases era garantizar la alianza de Rusia con Francia e Inglaterra, potenciales aliados en la perspectiva de que iniciase una guerra con la Alemania fascista (Morrow: 130).

Para el stalinismo, la forma de “debilitar” al fascismo fue impedir la revolución obrera en España, porque de realizarse se convertiría en la “puerta de entrada” del socialismo a Europa Occidental, poniendo en jaque los intereses imperialistas de Inglaterra y Francia. Esto marcó un paso más en el carácter contrarrevolucionario del stalinismo, pues ya no se limitó a probar a sus aliados imperialistas que no iba a impulsar la revolución, sino que también la podía aplastar (ídem: 130-131). Al respecto es valiosa la reflexión de Felix Morrow, un trotskista estadounidense[11] reconocido por sus escritos sobre la guerra civil española, para quien “el ‘socialismo en un solo país’ había revelado su significado completo como ‘no socialismo en ninguna otra parte’” (ídem: 130).

Siguiendo la nueva orientación de la Comintern, el PCE cerró un acuerdo con los republicanos y socialistas para conformar el Frente Popular (al cual se sumó rastreramente el POUM), aliándose con Azaña y Prieto, los mismos que dos años atrás caracterizara como socialfascistas, en defensa de la propiedad privada. Dentro del Frente Popular fueron el partido más a la derecha en toda la guerra civil: fueron los primeros en pedir la disolución de las milicias obreras para la reconstrucción del ejército burgués, avalaron la instauración de inspecciones de los censores sobre los medios de prensa, se opusieron a la colectivización de las tierras por parte de los campesinos y fueron los primeros en lanzar una campaña de ataques contra el POUM y la CNT (a los dos meses de iniciada la guerra), algo que el gobierno hizo mucho más tarde porque ambas organizaciones tenían apoyo entre la clase obrera (ídem: 131).

Es conocido que durante la guerra los socialistas y comunistas en el Frente Popular plantearon que primero había que ganar la guerra y luego hacer la revolución, en contraposición a los sectores más radicalizados que sostenían que había que realizar ambas cosas a la vez. Pero al repasar las declaraciones de los dirigentes y órganos del PCE, es claro que su único objetivo era evitar la revolución. Juan Hernández, editor del periódico comunista Mundo Obrero durante la guerra civil, fue explícito en rechazar que el PCE luchara por la dictadura del proletariado: “Es absolutamente falso (…) que el actual movimiento obrero tenga la intención de establecer una dictadura proletaria después de que la guerra haya terminado. No se puede decir que nosotros tengamos un motivo social para participar en la guerra. Los comunistas somos los primeros en repudiar esta suposición. Nosotros estamos únicamente motivados por el deseo de defender la república democrática” (ídem: 131-132).

 

¿Un partido obrero?

Anteriormente apuntamos que el PCE entró a la guerra civil siendo una fuerza minoritaria, con alrededor de 30.000 militantes, una cantidad reducida para la época y el contexto específico de España. A pesar de eso, ser la sección oficial de la Comintern le permitió capitalizar un enorme prestigio ante la clase obrera, el cual se vio potenciado con el apoyo directo que recibió de la URSS en tanto la situación española se posicionó como un punto central de la agenda mundial. Eso explica que el pequeño PCE contara con fondos ilimitados y un ejército de rentados internacionales, los cuales comenzaron a reconstruir al partido en función de los intereses contrarrevolucionarios de la burocracia stalinista.

Para bloquear el peligro de la revolución obrera, el PCE dedicó enormes recursos para reconstruirse en Cataluña, epicentro del movimiento obrero más radicalizado del país y por donde era posible que avanzara el proceso revolucionario. Para ganar fuerza apostaron a ganar a sectores políticos pequeñoburgueses y dirigentes obreros conservadores. Al cabo de poco tiempo fundaron el Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), producto de la fusión con la Unió Socialista y el Partit Catalá Proletari (ruptura de Esquerra Republicana) (ídem: 132).

La base social del PSUC fueron los obreros conservadores y sectores de la pequeño burguesía asustada por las colectivizaciones de la CNT-FAI en Cataluña, algo comprensible dado que el stalinismo se convirtió en el defensor principal de la burguesía y su Estado en la guerra civil. Reflejo de esto fue la formación de la Federación de Gremios y Entidades de Pequeños Comerciantes e Industriales (GEPCI), la cual aglutinó a 18.000 comerciantes, artesanos y pequeños industriales (Zavala: 206).

Siguieron este mismo curso en todo el país, abriendo las puertas del PCE para que se sumaran todos los sectores burgueses que buscaban protección de los sectores más radicales en las ciudades; también se incorporaron los campesinos ricos que se oponían a la colectivización de tierras de la CNT y la Federación Nacional de Trabajadores de la Tierra (UCT) (Morrow: 132-133). Por eso el PCE sufrió un recambio en su composición de clase, pasando de ser un partido obrero en sus inicios a una organización contrarrevolucionaria compuesta por sectores de la pequeñoburguesía asustada por la revolución.

Además tuvo un impulso enorme tras el envío de armas de la URSS a los tres meses de iniciada la guerra, ayuda que fue condicionada por Stalin a cambio de que el gobierno del Frente Popular asumiera sus orientaciones, algo que fue facilitado también por la política rastrera de la CNT en el gobierno. La urgencia de armas de la República era enorme, pues las potencias imperialistas asumieron una política de “no intervención” en la guerra, que en los hechos significó impedir que el bando republicano comprara armas en el exterior y voltear la vista ante la intromisión de la Italia y Alemania fascistas a favor de las fuerzas de Franco, a quienes dieron gran ayuda militar. Esto fue aprovechado por Stalin para imponer sus condiciones ante la República, pues sólo entre el 12 de diciembre de 1936 y el 30 de enero de 1937 el gobierno del Frente Popular envió 26 cartas a Moscú pidiendo armas para sus ejércitos (Zavala: 250).

Esto dio paso a uno de los mayores robos de la historia, orquestado por Stalin y Alexander Orlov, uno de sus principales agentes en España. Aprovechándose de la necesidad de la República por conseguir armas y del servilismo de varios ministros de gobierno, en particular de Negrín (futuro sucesor de Largo Caballero en el poder), se organizó el traslado de la reservas de oro de España a Moscú para resguardarlas de los rebeldes franquistas. El traslado del oro se hizo de forma secreta (incluso de espaldas a miembros del gobierno español) y Stalin fue claro en la orden de no firmar ningún recibo.

A finales de octubre de 1936 partieron cuatro barcos con 7.800 cajas repletas de oro (aunque al parecer hubo 100 más que no se contabilizaron), una fortuna de inestimable valor: sólo trece cajas tenían lingotes de oro puro estimadas en 518 millones de dólares de la época, mientras que las 7.787 cajas restantes iban cargadas de piezas de oro de todo el mundo (pesos argentinos, chilenos y mexicanos, francos, dólares estadounidenses, etc.) que no estaban contabilizados (Zavala: 277-278).[12]