Marcelo Yunes
Hace ya un mes que el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, anunció su intención de anexar amplias porciones de Cisjordania, que constituye la mayor parte de la superficie del estado palestino. Esta nueva provocación del sionismo, si se concreta –en la fecha establecida en principio, 1º de julio, no hubo novedades– sería mucho más que eso: equivaldría a una acción imperial hecha y derecha, perpetrada bajo el ala protectora del gobierno de Trump y ante el “rechazo” inoperante e hipócrita de las Naciones Unidas y el resto de la “comunidad internacional”, desde la Unión Europea hasta las monarquías árabes cómplices de Israel.
La mano de Estados Unidos y su presidente Donald Trump está detrás de esta movida de múltiples maneras. Primero, Trump dejó claro innumerables veces que Israel puede hacer lo que quiera, que tendrá siempre el apoyo de su gobierno, algo que Netanyahu agradeció con el estrictamente verdadero comentario de que Trump es “el mayor amigo que Israel haya tenido jamás en la Casa Blanca”. Lo que no es poco si recordamos que todos los presidentes de EEUU, sin excepción, desde la creación de Israel en 1948, han sido los máximos sostenedores del planeta del régimen sionista.[1]
Segundo, esto no quedó en las meras declaraciones sino en los hechos. Trump hizo lo que ningún otro presidente de EEUU: reconocer Jerusalén como capital de Israel, siendo que, por el hecho de haber ocupado la totalidad de esa ciudad, que los palestinos reclaman como su capital, la “comunidad internacional” prefería guardar las formas, no tomar abiertamente partido y reconocer Tel-Aviv como la capital del estado sionista.
A este importante gesto se sumó luego el “plan de paz” que había prometido Trump con bombos y platillos, y que no constituía más que una burla. En efecto, esa “solución” daba a Israel incluso más de lo que esperaba y “concedía” a los palestinos unas migajas de territorio desértico dispersas e incapaces de constituir un estado en ningún sentido de la palabra: “Después de que Trump mostrara su plan de paz en enero, que preveía un control israelí permanente sobre el 30% de Cisjordania, incluyendo todos los asentamientos israelíes y la estratégica región del valle del Jordán, Netanyahu se subió al barco inmediatamente. Israel y EEUU formaron un comité conjunto para establecer con precisión cuáles eran las zonas que Israel podía quedarse” (“Israel Undeterred by International Opposition to Annexation”, The New York Times, 30-6-20).
Tercero, hay una sensación del sionismo más de duro de que es “ahora o nunca” para una medida de este tipo, a la vista de las elecciones presidenciales de noviembre de este año, que según las encuestas no pintan nada bien para Trump. Si Trump pierde, el próximo inquilino de la Casa Blanca, el demócrata Joe Biden, no será tan groseramente sionista como Trump, sino que, como casi todos sus predecesores, será razonablemente sionista. Esto es, sin retirar el menor apoyo a Israel ni defender en lo más mínimo los derechos de los palestinos, buscará hacer un cierto equilibrio sin comprometerse con una jugada tan riesgosa como la anexión.
Desde ya, hay un componente “local” en la política de Netanyahu, que blandió la carta de la anexión de manera desesperada en las últimas campañas electorales para aglutinar al bloque más rabiosamente derechista y racista de la sociedad israelí.[2] Pero sin el visto bueno, apoyo y aliento del gobierno yanqui, Netanyahu jamás se hubiera lanzado a esta aventura imperialista.
No exageramos nada con el término. La palabra “anexión” está fuera del vocabulario “políticamente correcto” de la diplomacia internacional desde hace largas décadas, y sólo regímenes dictatoriales o autoritarios pudieron apelar a esta práctica, inmediatamente repudiada por la “comunidad internacional”. Sucede que la anexión se basa, normalmente, en un solo “argumento”: la fuerza militar. Un país ocupa un territorio extranjero, que no le pertenece y que está habitado por ciudadanos de otro país, simplemente, porque puede hacerlo. Fue el caso, por ejemplo, de la anexión de Crimea por Rusia en 2014 (que hasta hoy es motivo de sanciones no muy efectivas porque, bueno, Rusia es Rusia), Timor Oriental por Indonesia en 1975 (que condujo a una sangrienta guerra civil)… y la anexión de Jerusalén Este (Palestina, 1980) y los Altos del Golán (Siria, 1981) por parte de Israel. Por supuesto, estos últimos casos, como todas las acciones similares de Israel, generaron “enérgicas condenas” de la ONU, algunas protestas de algunos gobiernos europeos… y el mundo siguió su curso, porque, bueno, Israel es el portaaviones insumergible en Medio Oriente para EEUU, único país del mundo que reconoce todas sus tropelías.
¿Qué es Cisjordania y cuál es su situación actual?
La llamada Cisjordania (o “de este lado del río Jordán”, ya que “del otro lado” es territorio jordano) constituye casi el 90% del territorio de unos 6.000 km² “administrado” por la Autoridad Palestina tras los acuerdos de Oslo de 1993 (el resto, unos 400 km², corresponde a la Franja de Gaza). Es aquí donde se encuentra la zona más fértil de un país en general muy árido, el valle del Jordán, regado por el río (esto es, fuente de agua potable) más importante de la región.
La superficie de Cisjordania como territorio separado de Israel viene disminuyendo sin cesar desde 1948.[3] En realidad desde antes, ya que la primera propuesta del imperialismo británico para un “hogar nacional judío” en Palestina, la de la Comisión Peel en 1917, dividía la región en dos partes de área prácticamente igual, mientras que hoy Israel, con 21.600 km², tiene más del triple de superficie que Palestina. Pero luego del conflicto armado de 1967, Israel ocupó Gaza, Cisjordania y la península del Sinaí. Devolvió el Sinaí a Egipto después de los acuerdos de Camp David (1979), aunque recién terminó de retirarse en 1982. También se fue de Gaza, sometida a un bloqueo en todos los órdenes que convierte la vida allí en un infierno en la tierra.
De donde nunca se fue Israel fue de Cisjordania (y de Jerusalén Oriental). Los acuerdos de Oslo dieron a la Autoridad Nacional Palestina una “soberanía” cada vez más ficcional sobre Cisjordania, en muchos sentidos (ver mapas). Enumeremos:
- Aunque la llamada “Línea Verde” delimita las fronteras entre Israel y el estado palestino previas a 1967, el muro construido por el estado sionista (a las que cabe agregar las que se planea construir) no la respeta sino que tiene sustanciales “entradas” en territorio palestino, muy especialmente al este de Jerusalén; es decir, se compromete la frontera misma de ese territorio.
- Del lado palestino del muro divisorio hay un creciente número de colonias israelíes, en general con población sionista fanática, ultra religiosa y racista, dispuesta a vivir en territorio hostil para sentar presencia sionista en el “Gran Israel”. Por supuesto, esa presencia de ciudadanos israelíes en territorio palestino es una excelente excusa para una presencia militar israelí totalmente desproporcionada y fuente de infinitas ventajas y privilegios para esos colonos, de los que la población palestina, naturalmente, están excluidos: desde el acceso al agua hasta tecnología 3G para celulares, pasando por los permisos para edificar, establecer un negocio o mudarse.[4]
- La violación más grosera a la soberanía palestina es que la parte de Cisjordania cuya administración civil y de seguridad está en manos palestinas (“zona A”) es de sólo el 18% del territorio; un 21% (la “zona B”) tiene administración civil palestina, pero está bajo jurisdicción militar israelí, mientras que el 61% restante (“zona C”) está administrado en lo civil y en lo militar por funcionarios israelíes (The Economist, 11-2-17). Es precisamente esta zona, que incluye casi todo el valle del Jordán, y donde los colonos israelíes (unos 380.000) superan en número a la población palestina (unos 150.000), la que Netanyahu propone anexar.
- En consecuencia, no hay ningún territorio extenso y continuo en Cisjordania que esté bajo administración palestina. Lo que existes son islotes urbanos (en general las ciudades como Jericó, Ramallah, Nablus, Belén o Hebrón, y sus suburbios) sin conexión entre sí más que por rutas controladas por el ejército israelí, sin actividad económica integrada, sin flujo de transporte de pasajeros o mercancías bajo control palestino continuo –siempre hay que pasar por algún retén policial o aduanero israelí–, sin acceso a servicios básicos… en una palabra, sin soberanía real y efectiva palestina. Es casi exactamente el status de los infames bantustanes de la Sudáfrica bajo el régimen racista del apartheid. Es algo así como imaginar un “estado” que teóricamente es el del tamaño del Gran Buenos Aires entero, pero cuya administración tiene soberanía real solamente sobre los partidos de Berazategui, Avellaneda, Ezeiza, Morón y Tigre.
Pues bien, lo que se propone Israel ahora es más bien terminar con esta farsa de “estado” –convenientemente aceptada como “solución provisoria” por todo el mundo, incluidas las traidoras burguesías árabes y la propia conducción burguesa palestina– y blanquear lo que todos saben pero nadie dice en voz alta: que buena parte de Cisjordania sea parte del estado de Israel. Es decir, pasar de la anexión de facto a la anexión lisa y llana.
El apartheid sionista y el derrumbe de la “solución de los dos estados”
Además de la indignación y el repudio que esto genera no sólo entre los palestinos y los árabes en general, sino en muchos lugares del mundo donde se simpatiza con la causa palestina (y también en una parte, desgraciadamente minoritaria, de la sociedad israelí), este plan tiene otro serio peligro: dinamitar definitivamente la falsa “solución” a la “cuestión palestina” por la vía de dos estados. Esta posibilidad y sus consecuencias hacen correr sudor frío a los expertos imperialistas en Medio Oriente con una mirada un poco más larga (y responsable) que la de Trump y Netanyahu.[5]
Como observa el New York Times, “la comunidad internacional [aquí sin comillas, naturalmente. MY] ha invertido miles de millones de dólares en promover una solución de dos estados desde los acuerdos de Oslo en los 90. Tanto el secretario general de la ONU como la Unión Europea y los principales países árabes han dicho que cualquier anexión israelí violaría el derecho internacional[6] y socavaría decisivamente las perspectivas de la independencia palestina” (cit.). Esto último sí ya es más serio, no porque a la “comunidad internacional” le importe un grano de nada el destino del pueblo palestino, sino porque los alarma profundamente la inestabilidad política que indudablemente conllevaría la acción sionista.
Esto incluye desde posibles reacciones masivas en Palestina –por no hablar de que este atropello brutal es la siembra perfecta para cosechar terrorismo– hasta la puesta en riesgo de los tratados de paz entre Israel y sus vecinos árabes (hasta el hiperconservador rey Abdullah de Jordania lanzó una advertencia en ese sentido). El eslabón más débil de esta cadena es la Autoridad Palestina, que podría ver seriamente comprometido su financiamiento internacional, que hoy depende en buena medida de la perspectiva de paz indisolublemente ligada a la “solución de dos estados”.
Por eso el New York Times observa con preocupación que “el colapso de la Autoridad Palestina forzaría a Israel, como potencia ocupante, a hacerse cargo del gobierno de los palestinos. En el largo plazo, esto podría llevar a reclamos palestinos, e internacionales, para establecer un solo estado binacional con derecho de voto para todos, un escenario que podría ser el fin de Israel como estado con mayoría judía” (cit.). Veremos esto más abajo bajo la forma del “trilema israelí”.
Como señala Holmes, “habría un cambio significativo de cómo se percibe la ocupación israelí de Cisjordania, que a lo largo de medio siglo se ha visto como temporaria. Esto le ha permitido a Israel esquivar preguntas espinosas, como por qué los colonos israelíes de Cisjordania tienen ciudadanía, mientras que los palestinos no. Si Israel anexa una parte tan grande de Cisjordania que equivale a un control permanente y efectivo del territorio y de toda su población, entonces se hará más difícil responder estos cuestionamientos sobre la desigualdad ante la ley. Benjamin Pogrund, escritor israelí nacido en Sudáfrica que fue aliado de Nelson Mandela, siempre se opuso a la utilización del término ‘apartheid’ para describir el tratamiento de Israel de los palestinos de Cisjordania. Pero en una entrevista con el Times de Israel la semana pasada dijo que una anexión lo haría cambiar de opinión: ‘Ahora vamos a poner a otro pueblo bajo nuestro control y no darles ciudadanía. Eso es apartheid. Es un espejo exacto de lo que fue el apartheid [en Sudáfrica]’” (The Guardian, cit.).
Las consecuencias de la anexión son tan obvias que esta evaluación es compartida de derecha a izquierda. Por dar un solo ejemplo: “Se ha usado la promesa de un estado palestino junto a Israel como una manera de cooptar a la dirigencia árabe y contener a la resistencia palestina. Pero la anexión demostraría de una vez por todas que la una ‘solución de dos estados’ es imposible. En cambio, [la anexión] implicaría nuevos intentos para expulsar a los palestinos de su tierra” (N. Clark, “Stand with the Palestinians against Israeli annexation”, Socialist Worker 2711, 30-6-20).
En efecto, la anexión lo que haría es descorrer el púdico velo de la “ocupación transitoria” y blanquear la verdadera situación de los palestinos bajo la bota sionista. Hacia el mismo lado va el New York Times: “Netanyahu ha dicho que se opone a conceder la ciudadanía a los palestinos que viven en los territorios anexados, supuestamente porque esto socavaría la mayoría judía en Israel. Pero no conceder los mismos derechos a los palestinos en las áreas anexadas expone a Israel a la acusación de establecer un sistema de apartheid que generaría una fuerte condena internacional” (cit.).
Desde ya, en nuestra opinión el apartheid existe desde hace mucho, y no sólo en Cisjordania sino en Gaza y la propia Israel, donde 1,8 millones de palestinos son ciudadanos de segunda en un “estado judío”. Pero estos ejemplos son sintomáticos de lo que puede ser la reacción internacional a una anexión que cruzaría demasiadas líneas rojas.
Y esto conduce a lo que algunos analistas han llamado el “trilema israelí”. Israel pretende a la vez: 1) mantenerse como estado judío, 2) apropiarse de todo el territorio palestino (o de una mayoría tan grande y condiciones tan absurdas para el territorio restante que un verdadero estado palestino sería inviable) y 3) presentarse como un estado democrático, no como el régimen racista y de apartheid que es.
Pues bien, la anexión dejaría al desnudo que, si todo o casi todo el territorio palestino queda en manos de Israel, ese estado sionista no podría conceder a los palestinos el elemental derecho democrático de voto, por la sencilla razón de que se autodestruiría en tanto estado de mayoría judía ( aquí, la analogía con el apartheid sudafricano es cristalina). En efecto, el balance demográfico es, en números aproximados, el siguiente:
Población, en miles de habitantes
Zona | Judíos | Árabes |
Israel | 6.300 | 1.800 |
Jerusalén Oriental | 220 | 350 |
Cisjordania | 500 | 2.600 |
Gaza | 1.900 | |
Total | 7.020 | 6.650 |
Fuente: The Economist 2-2-19, The Economist 11-2-17
Desde ya, este balance es totalmente artificial en términos de población originaria de Palestina: mientras que cientos de miles de personas de religión judía residentes fuera de Israel son invitados a instalarse como ciudadanos plenos del estado sionista, aun si ni ellas ni sus ancestros por generaciones hayan pisado jamás Palestina, son millones los palestinos refugiados en países vecinos, para no hablar de los descendientes de la Nakba (catástrofe) de 1948, cuando unos 850.000 palestinos fueron expulsados de su tierra para permitir la conformación de Israel. A ellos Israel jamás les reconoció el “derecho al retorno”, que sí les concede a quienes jamás tuvieron nada que ver con Palestina por siglos. Es la definición misma de un estado racista basado en la “pureza étnica”, o religiosa. Y aun con todos estos obstáculos, las estimaciones son que en todo el territorio palestino, en menos de un lustro, el balance demográfico se invertirá, y los árabes serán más numerosos que los judíos.[7] Esta perspectiva es parte de la desesperación de Netanyahu y el ala más ultra del sionismo, que quizá sólo logre acelerarla.
Así, “Israel no puede tener a la vez una clara mayoría judía, toda la tierra y una democracia plena que no discrimine a los árabes. En última instancia, deberá sacrificar o bien territorio en una solución de dos estados [justamente lo que la política de anexión hace casi imposible. MY], o una mayoría judía en un estado binacional, o el derecho a ser considerado una democracia. Ha intentado evitar esas duras alternativas a través de retiradas parciales. Pero cuanto más permanente se vuelva la ocupación, más corre el riesgo de deslizarse hacia el apartheid” (“Facts on the ground”, The Economist 9128, 2-2-19).
En resumen: el anuncio o intento de anexión de parte de Cisjordania por Israel es uno más de los atropellos del sionismo contra el pueblo palestino, cuya lucha apoyamos y defendemos incondicionalmente. Demuestra a la vez el carácter irreformablemente racista y opresor del estado de Israel y su condición de aliado menor de los intereses geopolíticos de su principal patrocinador, el imperialismo yanqui. La única salida democrática para los palestinos –y para los judíos también– es terminar con el estado sionista y abrir paso a un solo estado palestino secular, con derechos políticos iguales para todos sus habitantes, de la religión y origen étnico que sean.
Un estado que, para nosotros, no puede detenerse en la igualdad política sino que debe ser el preludio de una lucha para acabar definitivamente no sólo con el sionismo y sus aliados imperialistas sino con la opresión capitalista, hacia una Palestina socialista, libre de toda forma de opresión y racismo.
[1] Es sabido que el lobby sionista en EEUU es extraordinariamente poderoso en influencia política y financiera, a tal punto que casi podría decirse que tiene poder de veto sobre las candidaturas sospechosas no ya de simpatía por los palestinos, sino de no ser 100 por ciento incondicionales de Israel. Esta influencia y este veto se hacen sentir especialmente en las primeras etapas de definición del lote de candidatos, incluso antes de las primarias de los dos grandes partidos yanquis.
[2] Recordemos que el destino personal de Netanyahu estaba en juego en las elecciones: acusado en al menos tres causas por corrupción y tráfico de influencias, su derrota electoral era prácticamente equivalente a la pérdida de sus fueros, con el resultado que ya sufrieron otros líderes de su partido, el Likud: la cárcel.
[3] La historia de la colonización sionista en Palestina es larga y horrorosa. Una mirada marxista con excelente conceptualización y abundante información histórica, que recomendamos calurosamente, es la del compañero Roberto Ramírez en su libro Palestina: 60 años de “limpieza étnica”. Pasado y presente de un genocidio colonial, Buenos Aires, Antídoto-Gallo Rojo, 2009.
[4] Veamos algunos ejemplos cotidianos de la ocupación, vista desde afuera: “Turistas extranjeros en Israel que hacen tours en bus al Mar Muerto pasan a través de los territorios palestinos sin siquiera darse cuenta de que han salido del país. Los carteles de las rutas en Cisjordania suelen estar en hebreo e ignoran las comunidades palestinas; sólo hacen referencia a los asentamientos israelíes. Muchas fábricas, estaciones de servicio y comercios son propiedad de israelíes” (O. Holmes, “What would Israel annexing the West Bank mean?”, The Guardian, 9-6-20).
[5] La demora en la implementación de la anexión genera ciertas sospechas. Por ejemplo, según el “biógrafo no oficial” de Netanayhu, Anshel Pfeffer, en realidad Netanyahu no quiere la anexión, a sabiendas del repudio internacional que generaría, sino que sólo utilizó la consigna como herramienta electoral (O. Holmes, The Guardian, cit.). Sea cierto esto o no, el hecho es que la idea entusiasmó a los halcones sionistas lo suficiente como para que ahora sea difícil volver a meterlos en la caja de Pandora. También parece haber cierta renuencia en el establishment israelí, sin duda en razón de los peligros estratégicos que veremos enseguida.
[6] El secretario general de la ONU, el portugués Antonio Guterres, dijo que la anexión sería “una muy grave violación del derecho internacional”, y el encargado de política exterior de la UE, Josep Borrell, habló de “consecuencias significativas” (¡vaya!). Jordania y Egipto, los únicos países árabes con tratados de paz con Israel, también se opusieron, pero como advierte cínicamente el New York Times, “Israel y EEUU parecen contar con los pobres antecedentes de la comunidad internacional en pasar de la retórica a la acción. Y gracias al poder de veto de EEUU en el Consejo de Seguridad de la ONU, las sanciones internacionales parecen fuera de la agenda” (cit.). No más preguntas, Su Señoría, quedó todo muy claro.
[7] Esperamos que esta aclaración sea innecesaria, pero por las dudas: nuestra oposición es al sionismo como movimiento político que sostiene el derecho de los judíos a un “hogar nacional” con exclusión de los palestinos, y por lo tanto es no sólo reaccionario religioso sino antidemocrático y racista. De ninguna manera al pueblo judío, cuya magnífica tradición cultural le ha aportado tanto a la humanidad. Es parte de la tradición histórica del movimiento obrero y socialista combatir toda forma de opresión por razones étnicas o religiosas, incluida la repugnante plaga del antisemitismo. Es una de las maniobras ideológicas más pérfidas del sionismo identificar la denuncia a las políticas del estado de Israel con el antisemitismo o antijudaísmo. Este sayo puede caberle quizá a parte de la dirigencia nacionalista árabe o musulmana, pero no a la izquierda y mucho menos al marxismo. Todos los marxistas sabemos con orgullo que de las cinco mayores espadas del movimiento marxista clásico (Marx, Engels, Lenin, Trotsky y Rosa Luxemburgo), tres eran de origen judío, empezando por el propio Marx. Y todos los partidos de izquierda marxista siempre han tenido, y tienen, una fuerte proporción de militantes de origen judío en sus filas, en buena medida por esa tradición cultural histórica de sensibilidad frente a la opresión que tantas veces sufrió el pueblo judío. De modo que, señores sionistas: a otro perro con ese hueso.