Leon Trotsky
Introducción
¿QUÉ ES Y A DÓNDE VA LA UNIÓN SOVIÉTICA?
Este libro fue escrito cuando el poderío de la burocracia soviética parecía inquebrantable y su autoridad indiscutible. El peligro del fascismo alemán atraía naturalmente la simpatía de los medios democráticos de Europa y de América hacia los soviets. Generales ingleses, franceses y checoslovacos participaban en las maniobras del Ejército Rojo y cantaban loas a oficiales, soldados y técnica. Estas alabanzas eran perfectamente merecidas. El nombre de los generales Iakir y Uborevich, comandantes de las divisiones militares de Ucrania y de la Rusia Blanca, era citado con respeto en las páginas de la prensa mundial. En el mariscal Tujachevski se veía, con toda razón, al futuro generalísimo. En esos momentos, numerosos periodistas extranjeros de «Izquierda» y no solamente del tipo de Duranty, sino también algunos perfectamente conscientes, escribían extasiados sobre la nueva Constitución soviética como «la más democrática del mundo».
Si este libro hubiera visto la luz inmediatamente después de ser escrito, muchas de sus conclusiones hubieran parecido paradójicas o, lo que es peor, dictadas por una pasión personal. Pero algunos, «azares» de la suerte del autor hicieron que apareciera en diversos países con un retraso considerable. Mientras tanto se desarrolló la serie de procesos de Moscú que sacudieron al mundo entero. Toda la vieja guardia bolchevique fue sometida al exterminio físico, fusilados los organizadores del partido, los participantes en la Revolución de Octubre, los edificadores del Estado soviético, los dirigentes de la industria, los héroes de la guerra civil, los mejores generales del Ejército Rojo, entre ellos Tujachevski, Iakir y Uborevich, de los que hablamos antes. En cada una de las diversas repúblicas de la Unión Soviética, en cada provincia, en cada región, la depuración fue sangrienta, no menos feroz que en Moscú, aunque más anónima. La preparación de las elecciones «más democráticas del mundo» va acompañada de fusilamientos en masa que barren de la tierra a la generación de la revolución. En realidad nos encontramos en vísperas de uno de esos plebiscitos cuyo secreto conocen tan bien Hitler y Goebbels. Si Stalin tiene el 100% de los votos o «solamente» el 98’5%, no depende de la población, sino de las prescripciones dadas desde arriba a los agentes locales de la dictadura bonapartista. El futuro Reichstag de Moscú tendrá como misión, podemos predecirlo desde ahora, coronar el poder personal de Stalin bajo el nombre de presidente plenipotenciario, de jefe vitalicio, de cónsul inamovible o -¿quién sabe?- de emperador. En cualquier caso, los «amigos» extranjeros, demasiado celosos, que han cantado himnos a la «Constitución» estalinista, corren el peligro de caer en una difícil situación. Les manifestamos de antemano nuestra compasión.
El exterminio de la generación revolucionaria y la depuración implacable entre la juventud, atestigua la tensión terrible de las contradicciones entre la burocracia y el pueblo. En el presente libro hemos tratado de proporcionar un análisis social y político de esta contradicción antes de que apareciera tan violentamente a la luz pública. Las conclusiones que, hace más de un año, hubieran parecido paradójicas, se exhiben hoy ante los ojos de la humanidad en toda su trágica realidad.
Algunos de los «amigos» oficiales, cuyo celo es pagado en rublos de buena ley y en divisas de otros países, tuvieron la imprudencia de reprochar al autor que su libro ayudaba al fascismo. ¡Cómo si las represiones sangrientas y las bribonadas judiciales no hubieran sido conocidas sin eso! Identificar la Revolución de Octubre y los pueblos de la URSS con la casta dirigente, es traicionar los intereses de los trabajadores y ayudar a la reacción. El que realmente quiera servir la causa de la emancipación de la humanidad, debe tener el valor de mirar la verdad de frente, por amarga que ésta sea. Este libro no dice sobre la Unión Soviética más que la verdad. Está impregnado de un espíritu de hostilidad implacable hacia la nueva casta de opresores y de explotadores. Por eso, sirve a los verdaderos intereses de los trabajadores y a la causa del socialismo.
El autor cuenta firmemente con la simpatía de los lectores reflexivos y sinceros de los países latinoamericanos.
México, septiembre de 1937
Objeto de este trabajo
4 de agosto de 1936
P.S.- Este libro estaba terminado y acababa de enviarse a los editores en el momento en que se anunció el proceso de los «terroristas» de Moscú, que no pudo, por tanto, comentarse. Es de gran importancia subrayar que este trabajo explica, de antemano, el proceso de los «terroristas», y hace aparecer su mística como una mistificación.Septiembre de 1936
I – Lo obtenido
Los principales índices del desarrollo industrial
La insignificancia de la burguesía rusa hizo que los objetivos democráticos de la Rusia atrasada -tales como la liquidación de la monarquía y de la opresión semifeudal de los campesinos, en cierto modo de la servidumbre- sólo pudieran alcanzarse por medio de la dictadura del proletariado. Pero una vez que hubo conquistado el poder, a la cabeza de las masas campesinas, el proletariado no pudo limitarse a las realizaciones democráticas. La revolución burguesa se confundió inmediatamente con la primera fase de la revolución socialista; y esto no se debió a razones fortuitas. La historia de las últimas décadas atestigua, con una fuerza particular, que, en las condiciones de la decadencia del capitalismo, los países atrasados no pueden alcanzar el nivel de las viejas metrópolis del capital. Colocados en un callejón sin salida, las naciones más civilizadas cortan el camino a aquellas en proceso de civilización. Rusia entró en el camino de la revolución proletaria, no porque su economía fuera la más madura para la transformación socialista, sino porque esta economía ya no podía desarrollarse sobre bases capitalistas. La socialización de los medios de producción había llegado a ser la primera condición necesaria para sacar al país de la barbarie: tal es la ley del desarrollo combinado de los países atrasados. Llegado a la revolución como «el eslabón más débil de la cadena capitalista» (Lenin), el antiguo imperio de los zares tiene aún hoy, diecinueve años después, que «alcanzar y sobrepasar» -lo que quiere decir, alcanzar antes que cualquier otra cosa- a Europa y América; en otras palabras, tiene que resolver los problemas de la producción y de la técnica que el capitalismo avanzado ha resuelto desde hace largo tiempo.
¿Podía ser de otra manera? La subversión de las viejas clases dominantes, lejos de resolver este problema no hizo más que plantearlo: elevarse de la barbarie a la cultura. Concentrando al mismo tiempo la propiedad y los medios de producción en manos del Estado, la Revolución permitió aplicar nuevos métodos económicos de una enorme eficacia. Solamente gracias a la dirección fundada sobre un plan único se pudo reconstruir en poco tiempo lo que había destruido la guerra imperialista y la guerra civil, y crear nuevas empresas grandiosas, nuevas industrias, ramas enteras de industria.
La extremada lentitud de la revolución mundial, con la que contaban a corto plazo los jefes del partido bolchevique, no sólo suscitó enormes dificultades en la URSS, sino que puso de relieve sus recursos interiores y sus posibilidades excepcionalmente amplias. No es posible, sin embargo, hacer la justa apreciación de los resultados obtenidos -de su magnitud, así como de su insuficiencia- más que a escala internacional. El método que emplearemos es el de la interpretación histórica y sociológica y no el de la acumulación de las ilustraciones estadísticas. No obstante, tomaremos como punto de partida algunas de las cifras más importantes.
La amplitud de la industrialización de la URSS, en medio del estancamiento y de la decadencia de casi todo el universo capitalista, se desprende de los índices globales que presento a continuación. La producción industrial de Alemania sólo recupera su nivel gracias a la fiebre de los armamentos. En el mismo lapso, la producción de Gran Bretaña sólo aumentó, ayudada del proteccionismo, del 3 al 4%. La producción industrial de los Estados Unidos bajó cerca de un 25%; la de Francia, más del 30%. Japón, en su frenesí de armamentos y de bandidaje, se coloca, por su éxito, en el primer rango de los países capitalistas: su producción aumentó cerca de un 40%. Pero este índice excepcional palidece también ante la dinámica del desarrollo de la URSS, cuya producción industrial aumentó, en el mismo lapso, 3,5 veces, lo que significa un aumento del 250%. En los diez últimos años (1925-1935), la industria pesada soviética ha aumentado su producción por más de diez. En el primer año del plan quinquenal, las inversiones de capitales se elevaron a 5.400 millones de rublos; en 1936, deben ser de 32.000 millones.
Si, dada la inestabilidad del rublo como unidad de medida, abandonamos las estimaciones financieras, otras, más indiscutibles, se nos imponen. En diciembre de 1913, la cuenca del Donetz produjo 2.275 toneladas de hulla; en diciembre de 1935, 7.125 toneladas. Durante los tres últimos años, la producción metalúrgica aumentó dos veces, la del acero y de los aceros laminados, cerca de 2,5 veces. En comparación con la preguerra, la extracción de naftas, de hulla y de mineral de hierro aumentó 3 ó 3,5 veces. En 1920, cuando se decretó el primer plan de electrificación, el país tenía estaciones locales de una potencia total de 253.000 kilovatios. En 1935 ya había 95 estaciones locales con una potencia total de 4.345.000 kilovatios. En 1925, la URSS tenía el undécimo lugar en el mundo desde el punto de vista de la producción de energía eléctrica; en 1935, sólo era inferior a Alemania y a los Estados Unidos. En la extracción de hulla, la URSS pasó del décimo lugar al cuarto. En cuanto a la producción de acero, pasó del sexto al tercero. En la producción de tractores ocupa el primer lugar del mundo. Lo mismo sucede con la producción de azúcar.
Los inmensos resultados obtenidos por la industria, el comienzo prometedor de un florecimiento de la agricultura, el crecimiento extraordinario de las viejas ciudades industriales, la creación de otras nuevas, el rápido aumento del número de obreros, la elevación del nivel cultural y de las necesidades, son los resultados indiscutibles de la Revolución de Octubre en la que los profetas del viejo mundo creyeron ver la tumba de la civilización. Ya no hay necesidad de discutir con los señores economistas burgueses: el socialismo ha demostrado su derecho a la victoria, no en las páginas de El Capital, sino en una arena económica que constituye la sexta parte de la superficie del globo; no en el lenguaje de la dialéctica, sino en el del hierro, el cemento y la electricidad. Aun en el caso de que la URSS, por culpa de sus dirigentes, sucumbiera a los golpes del exterior -cosa que esperamos firmemente no ver- quedaría, como prenda del porvenir, el hecho indestructible de que la revolución proletaria fue lo único que permitió a un país atrasado obtener en menos de veinte años resultados sin precedentes en la historia.
Así se cierra, en el movimiento obrero, el debate con los reformistas. ¿Se puede comparar, por un instante, su agitación de ratones con la obra titánica de un pueblo que surgió a la nueva vida por la Revolución? Si en 1918 la socialdemocracia alemana hubiera aprovechado el poder que los obreros le imponían para efectuar la revolución social y no para salvar al capitalismo, no es difícil concebir, fundándose en el ejemplo ruso, qué invencible potencia económica sería actualmente la del bloque socialista de la Europa central y oriental y de una parte considerable de Asia. Los pueblos del mundo tendrán que pagar con nuevas guerras y nuevas revoluciones los crímenes históricos del reformismo.
Apreciaciones comparativas de los resultados
Los coeficientes dinámicos de la industria soviética no tienen precedentes. Pero no bastarán para resolver el problema ni hoy ni mañana. La URSS sube partiendo de un nivel espantosamente bajo, mientras que los países capitalistas, por el contrario, descienden desde un nivel muy elevado. La relación de fuerzas actuales no está determinada por la dinámica del crecimiento, sino por la oposición de la potencia total de los dos adversarios, tal como se expresa con las reservas materiales, la técnica, la cultura, y ante todo con el rendimiento del trabajo humano. Tan pronto como abordamos el problema desde este ángulo estático, la situación cambia con gran desventaja para la URSS.
El problema planteado por Lenin, «¿quién triunfará?», es el de la relación de las fuerzas entre la URSS y el proletariado revolucionario del mundo, por una parte, y las fuerzas interiores hostiles y el capitalismo mundial por la otra. Los éxitos económicos de la URSS le permiten afirmarse, progresar, armarse y, si esto es necesario, batirse en retirada, esperar y resistir. Pero en sí misma, la pregunta ¿quién triunfará?, no solamente en el sentido militar de la palabra, sino ante todo, en el sentido económico, se le plantea a la URSS a escala mundial. La intervención armada es peligrosa. La introducción de mercancías a bajo precio, viniendo tras los ejércitos capitalistas, sería infinitamente más peligrosa. La victoria del proletariado en un país de occidente conduciría, claro está, a un cambio radical de la relación de las fuerzas. Pero en tanto que la URSS permanece aislada; peor aún, en tanto que el proletariado europeo va de derrota en derrota y retrocede, la fuerza del régimen soviético se mide, en definitiva, por el rendimiento del trabajo que, en la producción de mercancías, se expresa por el precio de costo y el de venta. La diferencia entre los precios interiores y los del mercado mundial constituye uno de los índices más importantes de la relación de fuerzas. Ahora bien, le está prohibido a la estadística soviética tocar, ni siquiera levemente, este problema. Esto se debe a que, a pesar de su marasmo y su postración, el capitalismo posee aún una enorme superioridad en la técnica, en la organización y en la cultura del trabajo.
Se conoce de sobra el estado tradicionalmente atrasado de la agricultura soviética.. En ninguna de sus ramas se han alcanzado éxitos que puedan compararse, ni lejanamente, a los obtenidos en la industria. «Estamos aún muy atrás -se quejaba Mólotov a finales de 1935- de los países capitalistas, en cuanto al rendimiento de nuestros cultivos de remolacha». En 1934 se obtuvieron en la URSS 82 quintales por hectárea del producto antes citado; en 1935, Ucrania, en una cosecha excepcional, obtuvo 131 quintales. En Checoslovaquia y en Alemania, la hectárea produce cerca de 250 quintales; en Francia, más de 300. Los lamentos de Mólotov pueden extenderse, sin exageración, a todas las ramas de la agricultura, así se trate de cultivos técnicos o de cereales, y con mayor razón aún, a la cría de diversos animales. Cultivos alternados bien planificados, selección de simientes, empleo de abonos, tractores, un utillaje agrícola perfeccionado, la cría de ganado de raza, son cosas que preparan, en verdad, una inmensa revolución en la agricultura. Pero justamente en este dominio, que es uno de los más conservadores, es donde la Revolución necesita más tiempo. Por el momento, el objetivo es, a pesar de la colectivización, aproximarse a los modelos superiores del Occidente capitalista -con sus pequeñas granjas individuales-.
La lucha para aumentar el rendimiento del trabajo en la industria se lleva a cabo por dos medios: la asimilación de la técnica avanzada y la mejor utilización de la mano de obra. La posibilidad de construir en pocos años vastas fábricas del tipo más moderno estaba asegurada, por tina parte, por la alta técnica del Occidente capitalista; por otra, por el régimen del plan. En este dominio asistimos a la asimilación de las conquistas ajenas. El hecho de que la industria soviética, y aun el equipo del Ejército Rojo, hayan mejorado con un ritmo acelerado, implica enormes ventajas potenciales. La economía no se ve obligada a arrastrar tras ella un utillaje anticuado, como en el caso de Francia o Inglaterra; el ejército no está obligado a usar los viejos armamentos. Pero este crecimiento febril tiene aspectos negativos: los diversos elementos de la economía no se armonizan; los hombres están más atrasados que la técnica, la dirección no está a la altura de su tarea. Todo esto se expresa actualmente por los precios de costo elevadísimos en una producción de baja calidad.
«Nuestros pozos -escribe el dirigente de la industria del petróleo- disponen de la misma maquinaria que los pozos americanos, pero la organización de la perforación es atrasada, los cuadros están insuficientemente cualificados». «El gran número de accidentes se explica por la negligencia, la incapacidad y la insuficiencia de la vigilancia técnica». Mólotov se queja de que: «Estamos muy retrasados en la organización de los talleres de construcción. En ellos domina frecuentemente la rutina, y las herramientas y las máquinas se tratan de una manera escandalosa». Encontramos estas confesiones en toda la prensa soviética. La técnica moderna está muy lejos de dar a la URSS los mismos resultados que en su patria capitalista.
Los éxitos globales de la industria pesada constituyen una conquista gigantesca. Sólo sobre estos cimientos se puede construir. Sin embargo, una economía moderna da pruebas de su eficacia en la construcción de detalles más finos que requiere una cultura técnica y general. A este respecto la URSS está, aún, muy atrás.
Los resultados más serios, no solamente cuantitativos, sino cualitativos, se han obtenido con toda seguridad en la industria militar; el ejército y la flota son la clientela de mayor influencia y la más exigente. Sin embargo, los dirigentes del Departamento de Guerra, incluido Vorochilov, no cesan de lamentarse en sus discursos públicos de «que no siempre estamos plenamente satisfechos de la calidad de la producción que dais al Ejército Rojo». Se adivina sin gran trabajo la inquietud que ocultan estas prudentes palabras.
La construcción de máquinas -nos dice el jefe de la industria pesada en un informe oficial- «tiene que ser de buena calidad, lo que desgraciadamente no sucede…». Y más adelante: «La máquina es cara en la URSS». Como de costumbre, el informante se abstiene de proporcionar datos comparativos precisos con relación a la producción mundial.
El tractor es el orgullo de la industria soviética. Pero el coeficiente de utilización efectiva de éstos es muy bajo. Durante el último ejercicio económico, el 81% de los tractores tuvo que someterse a reparaciones importantes y muchas de estas máquinas se inutilizaron durante las labores del campo. Según ciertos cálculos, las Estaciones de Máquinas y de Tractores sólo cubrieron sus gastos con cosechas de 20 a 22 quintales de grano por hectárea. Ahora que el rendimiento medio por hectárea no alcanza la mitad de esa cifra, el Estado se ve obligado a cubrir los déficit que se elevan a miles de millones.
La situación de los transportes automóviles es aún peor. Un camión recorre en América 60.000, 80.000 y hasta 100.000 kilómetros por año; en la URSS no recorre más que 20.000, es decir, tres o cuatro veces menos. De cada cien camiones, cincuenta y cinco se encuentran en las carreteras; los restantes están en reparación o en espera de reparaciones. El costo de las reparaciones sobrepasa dos veces el costo total de la producción de nuevos camiones. No tiene, pues, nada de asombroso que, según la opinión de la Comisión Gubernamental de Control, «el transporte automóvil, por el precio de costo de su producción, sea una carga excepcionalmente pesada».
El aumento de la capacidad de transporte de las vías férreas va acompañado, según el presidente del Consejo de Comisarlos del Pueblo, «de gran número de accidentes y de descarrilamientos». La causa esencial no varía; es la mediocre cultura del trabajo heredada del pasado. La lucha por el conveniente mantenimiento de las vías férreas se transforma en una especie de empresa heroica, que hace que los guarda-agujas recompensados lean sus informes en el Kremlin ante los más altos representantes del poder. A pesar del adelanto de los últimos años, el transporte marítimo está muy por debajo de los ferrocarriles. Se encuentran periódicamente en la prensa párrafos sobre el «trabajo deplorable de los transportes marítimos», la calidad «inverosímilmente baja de las reparaciones en la flota», etc.
En las ramas de la industria ligera, la situación es todavía menos favorable que en las de la pesada. Podemos formular para la industria soviética una ley bastante particular: los productos, por regla general, son tanto peores cuanto más cerca están del consumidor. En la industria textil, si creemos a Pravda, «el porcentaje de productos deficientes es deshonroso, el rendimiento flojo», y «las bajas calidades son las que prevalecen». Las quejas referentes a la mala calidad de los artículos de primera necesidad se dejan ver periódicamente en la prensa soviética: «la hojalatería es trabajada torpemente»; «los muebles son feos, mal ajustados, mal acabados»; «no es posible encontrar botones aceptables»; «los establecimientos de alimentación pública trabajan de una manera absolutamente lamentable»; etc., etc.
Caracterizar el éxito de la industrialización únicamente por los índices cuantitativos, es casi lo mismo que querer definir la anatomía de un hombre valiéndose de su estatura, sin indicar el perímetro torácico. Una estimación más justa de la dinámica de la economía soviética exige que, además del correctivo de calidad, recordemos siempre que los éxitos rápidos alcanzados en un dominio van acompañados por retrasos en los otros. La creación de vastas fábricas de automóviles se paga con la insuficiencia y el abandono de la red de carreteras. «El abandono de nuestras carreteras es extraordinario -atestigua Izvestia-, no es posible ir a más de diez kilómetros por hora en una calzada tan importante como la de Moscú a Yaroslavl». El presidente de la Comisión del Plan afirma que el país conserva aún las tradiciones de los «siglos sin carreteras».
La economía municipal se encuentra en un estado análogo. En poco tiempo se crean nuevas ciudades industriales, mientras que decenas de las antiguas caen en el abandono más completo. Las capitales y las ciudades industriales crecen y se embellecen; surgen aquí y allá teatros y clubes costosos, pero la crisis de viviendas es intolerable; es ya una costumbre que nadie se ocupe de las habitaciones. «Construimos mal y caro, el conjunto de habitaciones se deteriora, y hacemos pocas y malas reparaciones» (Izvestia).
Estas desproporciones existen en toda la economía y son, en cierto modo, inevitables, puesto que ha sido y es necesario comenzar por los sectores más importantes. Hay que tener en cuenta, además, que el estado atrasado de ciertos sectores disminuye, en mucho, la eficacia del trabajo de otros. Si nos imaginamos una economía dirigida ideal, en la que se asegure la rapidez del ritmo de ciertas ramas, sino los mayores resultados para el conjunto de la economía, el coeficiente estadístico de crecimiento será menor durante el primer periodo, pero la economía toda, y el consumidor, ganarán con ello. En lo sucesivo, la dinámica general de la economía ganará también.
En la estadística oficial, la producción y la reparación de automóviles se suma para formar un total de producción industrial; desde el punto de vista de la eficacia económica, más valdría proceder por sustracción que por adición. Esta observación se refiere también a otras industrias. Por esto, todas las evaluaciones globales en rubios no tienen más que un valor relativo; no se sabe qué es el rubio y no siempre se sabe si se oculta detrás de él la fabricación o la reparación de una máquina. Si la producción global de la industria pesada, evaluada en rubios «estables» se ha sextuplicado con relación a lo que era antes de la guerra; la extracción de petróleo y de hulla, así como la producción de las fundiciones expresada en toneladas, sólo han aumentado tres veces y media. La causa principal de esta discordancia es que la industria soviética ha creado nuevas ramas, desconocidas en tiempos de los zares. Pero hay que buscar una causa complementaria en la manipulación tendenciosa de las estadísticas. Ya sabemos que toda burocracia tiene la necesidad orgánica de maquillar la realidad.
Producción «per cápita»
El rendimiento individual medio del trabajo es aún muy bajo en la URSS. En la mejor fábrica metalúrgica, la producción de hierro colado y de acero por obrero es tres veces inferior al promedio de los Estados Unidos. La comparación de los promedios entre los dos países daría probablemente una relación de uno a cinco o más baja. En estas condiciones, la afirmación de que los altos hornos de la URSS son mejor utilizados que los de los países capitalistas está, por el momento, desprovista de sentido; ya que la técnica no tiene más objeto que economizar el trabajo del hombre. En la industria forestal y en la de la construcción, la situación de las cosas es aún más desconsoladora que en la metalúrgica. Si cada trabajador en las canteras de los Estados Unidos extrae 5.000 toneladas al año, en la Unión Soviética son 500 toneladas, o sea diez veces menos. Unas diferencias tan notables, se explican más que por la insuficiente formación profesional de los obreros, por la mala organización del trabajo. La burocracia aguijonea con toda su fuerza a los obreros, pero no sabe sacar un buen provecho de la mano de obra. La agricultura, no hay necesidad de decirlo, es la peor tratada a este respecto. Al débil rendimiento del trabajo, corresponde una débil renta nacional, y por lo tanto, un bajo nivel de vida de las masas populares.
Cuando se nos dice que la URSS tendrá en 1936 el primer lugar en la producción industrial de Europa -éxito enorme en sí mismo- no solamente se olvida la calidad y el precio de costo, sino, además, el tamaño de la población. El nivel de desarrollo general del país, y más particularmente, la condición material de las masas no pueden determinarse, ni a grandes rasgos, más que dividiendo la producción entre el número de consumidores. Tratemos de efectuar esta simple operación aritmética.
El papel de las vías férreas en la economía, en la vida cultural, en la guerra, no necesita ser demostrado. La URSS dispone de 83.000 kilómetros de vías, contra 58.000 en Alemania, 63.000 en Francia, 417.000 en los Estados Unidos. Esto significa que en Alemania hay, por cada 10.000 habitantes, 8,5 kilómetros de vías; en Francia, 15,2 kilómetros; en los Estados Unidos, 33,1 kilómetros; en la URSS, 5 kilómetros. En cuanto a las vías férreas, la URSS sigue ocupando uno de los últimos lugares en el mundo civilizado. La trota mercante, que se ha triplicado durante los cinco últimos años, está actualmente casi a la misma altura que las de España y Dinamarca. Añadamos a esto la falta de carreteras. En 1935 la URSS produjo 0,6 automóviles por cada 1.000 habitantes; en 1934, Gran Bretaña produjo cerca de 8 por el mismo número de habitantes; Francia, 4,5; los Estados Unidos, 23 (por 36,5 en 1928).
Y la URSS tampoco supera, a pesar del estado extremadamente atrasado de los ferrocarriles y de sus transportes fluviales y automóviles, a Francia ni a Estados Unidos en cuanto a la proporción de caballos (1 caballo por 10-11 habitantes), siendo, además, muy inferior la calidad de sus bestias.
Los índices comparativos son desfavorables en la industria pesada, a pesar de que es la que ha alcanzado los éxitos más notables. La extracción de hulla fue, en 1935, de cerca de 0,7 toneladas por habitante; en Gran Bretaña se ha elevado a casi cinco toneladas; en los Estados Unidos, a cerca de 3 toneladas (contra 5,4 en 1913); en Alemania a cerca de 2. Acero: URSS cerca de 67 por habitante; Estados Unidos, cerca de 250. Las proporciones son análogas en fundición y en aceros laminados. Energía eléctrica, 153 kilovatios/hora por cabeza en la URSS, en 1935; en Gran Bretaña, 443 (1934); en Francia, 363; en Alemania, 472.
Por regla general, los mismos índices son más bajos aún en la industria ligera. En 1935 se fabricaron menos de cincuenta centímetros de tejidos de lana por cabeza; ocho o diez veces menos que en los Estados Unidos o en Gran Bretaña. El paño sólo es accesible a los ciudadanos soviéticos privilegiados. Las masas tienen que contentarse con indianas fabricadas a razón de 16 metros por cabeza y empleadas, como en el antiguo régimen, hasta en invierno. La zapatería proporciona actualmente 0,5 pares de calzado por año y por habitante -en Alemania, más de un par; en Francia, 1,5 pares; en los Estados Unidos, cerca de 3 pares; y no tenemos en cuenta el índice de calidad, lo que agravaría la diferencia. Se puede admitir con toda seguridad, que el porcentaje de las personas que poseen varios pares de zapatos, es sensiblemente más elevado en los países capitalistas que en la URSS; por desgracia, la URSS ocupa aún uno de los primeros lugares en cuanto al porcentaje de los descalzos.
Las proporciones son las mismas y parcialmente más desventajosas en lo que se refiere a los productos alimenticios, a pesar de éxitos innegables obtenidos en los últimos años: las conservas, la elaboración de embutidos, el queso, por no hablar de pasteles y de dulces son, por el momento, inaccesibles a la gran mayoría de la población. La situación es igualmente mala en cuanto a los productos lácteos. En Francia y en los Estados Unidos hay, poco más o menos, una vaca por cada cinco habitantes; en Alemania, por cada seis; en la URSS por cada ocho; y dos vacas soviéticas cuentan por una, desde el punto de vista de la producción de leche. Sólo en lo que se refiere a la producción de cereales, centeno sobre todo, y también patatas, la URSS, si se toma en cuenta el rendimiento por cabeza, sobrepasa sensiblemente a la mayor parte de los países de Europa y a los Estados Unidos. ¡Pero el pan de centeno y la patata, considerados como los principales alimentos de la población, constituye el índice clásico de la indigencia!
El consumo de papel es uno de los índices culturales más importantes. En 1935 se fabricaron en la URSS menos de cuatro kilos de papel por habitante; en los Estados Unidos más de 34 kilos (contra 48 kilos en 1928); en Alemania, más de 47 kilos. Si en los Estados Unidos hay por cada habitante doce lápices al año, en la URSS hay cerca de cuatro, y de tan mala calidad que su trabajo útil no es superior al de uno solo, al de dos, como mucho.
Los periódicos se quejan continuamente de que la falta de cartillas escolares, de papel y de lápices paraliza el trabajo escolar. Nada tiene de asombroso que la liquidación del analfabetismo, calculado para el décimo aniversario de la Revolución de Octubre, esté aún lejos de cumplirse.
Se puede comprender este problema inspirándose en consideraciones más generales. La renta nacional por habitante es sensiblemente inferior a la de los países occidentales; y como las inversiones en la producción absorben casi el 25-30%, es decir, una fracción incomparablemente mayor que en ninguna otra parte, el fondo de consumo de las masas populares tiene que ser muy inferior en relación con el de los países capitalistas avanzados.
Es cierto que no hay en la URSS clases poseedoras cuya prodigalidad tenga que ser compensada por el subconsumo de las masas populares. El peso de esta observación es, sin embargo, mucho menor de lo que parece a primera vista. La tara esencial del sistema capitalista no consiste en la prodigalidad de las clases poseedoras, por repugnante que sea en sí misma, sino en que, para garantizar su derecho al despilfarro, la burguesía mantiene la propiedad privada de los medios de producción y condena, así, a la economía, a la anarquía y a la disgregación. La burguesía detenta evidentemente el monopolio del consumo de los artículos de lujo. Pero las masas trabajadoras la superan ampliamente en el consumo de artículos de primera necesidad. También veremos más adelante que si no hay clases en la URSS, en el sentido propio de la palabra, hay una capa dirigente privilegiadísima que se apropia de la parte del león en el consumo. Y si la URSS produce menos artículos de primera necesidad por habitante que los países capitalistas avanzados, esto significa que la condición material de las masas está a un nivel todavía inferior que en los países capitalistas.
La responsabilidad de esta situación incumbe naturalmente al pasado sombrío de la URSS, a todo lo que nos legó de miseria y de ignorancia. No había otra salida hacia el progreso que la subversión del capitalismo. Basta para convencerse de ello, lanzar una mirada a los países bálticos y a Polonia, que fueron antiguamente las partes más desarrolladas del imperio y que no salen del marasmo. El mérito imperecedero del régimen de los soviets está en la lucha tan ruda, y generalmente eficaz, contra una barbarie secular. Pero la justa apreciación de los resultados es la primera condición de todo progreso futuro.
El régimen soviético atraviesa actualmente una fase preparatoria en la que importa, asimila, se apodera de las conquistas técnicas y culturales de Occidente. Los coeficientes relativos de la producción y del consumo atestiguan que esta fase preparatoria está lejos de estar finalizada. Aun admitiendo la hipótesis poco probable de un marasmo completo del capitalismo, esta fase durará aun todo un periodo histórico. Tal es la primera conclusión de extremada importancia a la que llegamos y sobre la que insistiremos en el curso de este estudio.
II- El desarrollo económico y los zigzags de la dirección
El «comunismo de guerra, la Nueva Política Económica (NEP) y la orientación hacia el campesinado acomodado
La curva del desarrollo de la economía soviética está lejos de ser regularmente ascendente. En los dieciocho años de historia del nuevo régimen se pueden distinguir netamente varias etapas señaladas por crisis agudas. Un breve resumen de la historia económica de la URSS, examinado junto con la política del Gobierno, no es tan necesario para el diagnóstico como para el pronóstico.
Los tres primeros años que siguieron a la revolución fueron de una guerra civil franca y encarnizada. La vida económica se subordinó por completo a las necesidades del frente. En presencia de una extremada escasez de los recursos, la vida cultural pasaba al segundo plano, caracterizada por la audaz amplitud del pensamiento, sobre todo el de Lenin. Es lo que se llama el periodo del comunismo de guerra (1918-1921), paralelo heroico del socialismo de guerra de los países capitalistas. Los objetivos económicos del poder de los soviets se reducen principalmente a sostener las industrias de guerra y a aprovechar las raquíticas reservas existentes, para combatir y salvar del hambre a las poblaciones de las ciudades. El comunismo de guerra era, en el fondo, una reglamentación del consumo en una fortaleza sitiada.
Hay que reconocer, sin embargo, que sus intenciones primitivas fueron más amplias. El Gobierno de los soviets intentó y trató de obtener de la reglamentación una economía dirigida, tanto en el terreno del consumo como en el de la producción. En otras palabras, pensó en pasar poco a poco, sin modificación, del sistema de comunismo de guerra, al verdadero comunismo. El programa del partido bolchevique adoptado en 1919 decía: «En el terreno de la distribución, el poder de los soviets perseverará inflexiblemente en la sustitución del comercio por un reparto de los productos organizado a escala nacional, sobre un plan de conjunto».
Pero el conflicto se señalaba cada vez más entre la realidad y el programa del comunismo de guerra: la producción no cesaba de bajar y esto no se debía solamente a las consecuencias funestas de las hostilidades, sino también a la desaparición del estímulo del interés individual entre los productores. La ciudad pedía trigo y materias primas al campo, sin darle a cambio más que trozos de papel multicolor llamados dinero por una vieja costumbre. El mujik enterraba sus reservas y el Gobierno enviaba destacamentos de obreros armados para que se apoderaran de los granos. El mujik sembraba menos. La producción industrial de 1921, año que siguió al fin de la guerra civil, se elevó, en el mejor de los casos, a una quinta parte de lo que había sido antes de la guerra. La producción de acero cayó de 4,2 millones de toneladas a 183.000, o sea, 23 veces menos. La cosecha global cayó de 801 millones de quintales a 503 en 1922. Sobrevino un hambre espantosa. El comercio exterior se desmoronó de 2.900 millones de rubios a 30 millones. La ruina de las fuerzas productivas sobrepasa a todo lo que se conoce en la historia. El país, y junto con él, el poder, se encontraron al borde del abismo.
Las esperanzas utópicas del comunismo de guerra fueron posteriormente sometidas a una crítica extremadamente severa y justa en muchos conceptos. Sin embargo, el error teórico cometido por el partido gobernante sería completamente inexplicable si se olvidara que todos los cálculos se fundaban en esa época en una próxima victoria de la revolución en Occidente. Se consideraba natural que el proletariado alemán victorioso, mediante un reembolso ulterior en productos alimenticios y materias primas, ayudaría a la Rusia soviética con máquinas y artículos manufacturados; y le proporcionaría también decenas de miles de obreros altamente cualificados, técnicos y organizadores. Es indudable que si la revolución social hubiese triunfado en Alemania -y la socialdemocracia fue lo único que impidió este triunfo- el desarrollo económico de la URSS, así como el de Alemania, hubiera proseguido a pasos de gigante, de tal modo que los destinos de Europa y del mundo entero se presentarían actualmente bajo un aspecto completamente favorable. Sin embargo, se puede decir con toda seguridad, que aun si se hubiera realizado esta feliz hipótesis, hubiese sido necesario renunciar al reparto de los productos y regresar a los métodos comerciales.
Lenin motivó la necesidad de restablecer el mercado para asegurar la existencia de millones de explotaciones campesinas aisladas y acostumbradas a definir por el comercio sus relaciones con el mundo circundante. La circulación de las mercancías debería constituir la soldadura entre los campesinos y la industria nacionalizada. La fórmula teórica de la soldadura es muy simple: la industria proporcionará al campo las mercancías necesarias, a tales precios que el Estado pueda renunciar a la requisa de los productos de la agricultura.
El saneamiento de las relaciones económicas con el campo constituía, sin duda alguna, la tarea más urgente y más espinosa de la NEP. La experiencia demostró rápidamente que la industria misma, aun socializada, necesitaba métodos de cálculo monetario elaborados por el capitalismo. El plan no podía descansar sobre los simples datos de la inteligencia. El juego de la oferta y de la demanda siguió siendo, y lo será por largo tiempo, la base material indispensable y el correctivo salvador.
El mercado legalizado comenzó su obra con el concurso de un sistema monetario reorganizado. Desde 1923, gracias al primer impulso venido del campo, la industria se reanimó y dio pruebas enseguida de una intensa actividad. Basta indicar que la producción se dobló en 1922 y 1923 y alcanzó, en 1926, el nivel anterior a la guerra, lo que significa que se había quintuplicado desde 1921.Las cosechas aumentaron paralelamente, pero mucho más modestamente.
A partir del año crucial de 1923, las divergencias de opiniones sobre las relaciones entre la industria y la agricultura, divergencias que se habían manifestado antes, se agravaron en el partido dirigente. La industria sólo podía desarrollarse, en un país que había agotado sus reservas, tomando en empréstito a los campesinos cereales y materias primas. «Empréstitos forzados» demasiado considerables que sofocaban el estímulo al trabajo; los campesinos no creían en la felicidad futura y respondían a las requisas con la huelga de los sembradores. Empréstitos demasiado reducidos amenazaban con provocar el estancamiento: al no recibir productos industriales, los campesinos no trabajaban más que para la satisfacción de sus propias necesidades y volvían a antiguas fórmulas artesanales. Las divergencias de opiniones comenzaron en el partido con el problema de saber lo que había que tomar del campo para la industria, con el objeto de encaminarse hacia un equilibrio dinámico. El debate se complicó con los problemas referentes a la estructura social del campo.
En la primavera de 1923, el representante de la Oposición de Izquierda -que, por lo demás, aún no llevaba ese nombre- al hablar al congreso del partido demostró el desnivel entre los precios de la agricultura y los de la industria por medio de un diagrama inquietante. Este fenómeno recibió entonces el nombre de tijeras, que más tarde debía entrar en el vocabulario mundial. Si, decía el informante, la industria continúa retrasándose, y las tijeras siguen abriéndose cada vez más, la ruptura entre las ciudades y el campo será inevitable.
Los campesinos distinguían claramente entre la revolución agraria democrática realizada por los bolcheviques y la política de los mismos, tendente a dar una base al socialismo. La expropiación de los dominios privados y de los del Estado aportaba a los campesinos más de 500 millones de rubios al año. Pero los campesinos perdían esta suma, y mucho más, con los elevados precios de la industria estatizada. De manera que el balance de las dos revoluciones, la democrática y la socialista, sólidamente unidas por el nudo de Octubre, se saldaba para los cultivadores con una pérdida anual de varias centenas de millones de rubios; y la unión de las dos clases seguía siendo problemática.
El fraccionamiento de la agricultura, heredado del pasado, crecía con la Revolución de Octubre; el número de parcelas subió en los diez últimos años de 16 a 25 millones, lo que naturalmente aumentaba la tendencia de los campesinos a no satisfacer más que sus propias necesidades. Esta era una de las causas de la penuria de productos agrícolas.
La pequeña producción de mercancías crea inevitablemente explotadores. A medida que la agricultura se recuperaba, la diferenciación aumentaba en el seno de las masas campesinas; se seguía el antiguo camino del desarrollo fácil. El kulak -campesino rico- se enriquecía más rápidamente de lo que progresaba la agricultura. La política del Gobierno, cuya consigna era: «Hacia el campo», se orientaba en realidad hacia los kulaks. El impuesto agrícola era mucho más pesado para los campesinos pobres que para los acomodados, los cuales, además, se aprovechaban del crédito del Estado. Los excedentes de trigo, generalmente propiedad de los campesinos ricos, servían para esclavizar a los pobres y eran vendidos a precios especulativos a la pequeña burguesía de las ciudades. Bujarin, teórico en ese momento de la fracción dirigente, dirigía a los campesinos su famoso eslogan: «¡Enriquecéos!». Esto significaba, en teoría, la asimilación progresiva de los kulaks por el socialismo. En la práctica, significó el enriquecimiento de la minoría en detrimento de la inmensa mayoría.
El Gobierno, prisionero de su propia política, se vio obligado a retroceder paso a paso ante la pequeña burguesía rural. El empleo de mano de obra asalariada en la agricultura, y el alquiler de tierras, fueron legalizados en 1925. El campesinado se polarizaba entre el pequeño capitalista y el jornalero. Entre tanto, el Estado, desprovisto de mercancías industriales, era eliminado del mercado rural. Como brotado de la tierra, surgía un intermediario entre el kulak y el pequeño patrón artesano. Hasta las mismas empresas estatalizadas tenían que recurrir, cada vez con mayor frecuencia, a los comerciantes, en busca de materias primas. Se advertía en todas partes la corriente ascendente del capitalismo. Todos los que reflexionaban podían convencerse fácilmente de que la transformación de las formas de propiedad, lejos de solucionar el problema del socialismo, no hacía más que plantearlo.
En 1925, mientras que la política de orientación hacia el kulak alcanzaba su punto álgido, Stalin comienza a preparar la desnacionalización de la tierra. A la pregunta de un periodista soviético: «¿No sería conveniente para la agricultura atribuir su parcela por diez años a cada cultivador?», Stalin responde: «Y aun por cuarenta años». El Comisario del Pueblo para la Agricultura en la República de Georgia, obrando por iniciativa de Stalin, presentó un proyecto de ley sobre la desnacionalización de la tierra. El objetivo era que el agricultor tuviera confianza en su propio porvenir. Ahora bien, desde la primavera de 1926, cerca del 60% del trigo destinado al comercio estaba en manos de un 6% de los cultivadores. El Estado carecía de granos para el comercio exterior y aun para las necesidades del país. La insignificancia de las exportaciones obligaba a renunciar a la importación de artículos manufacturados y a restringir al mínimo la de materias primas y máquinas.
Impidiendo la industrialización y perjudicando a la gran mayoría de campesinos, la política de orientación hacia el kulak reveló sin equivoco sus consecuencias políticas desde 1924-1926; al inspirar una confianza extraordinaria a la pequeña burguesía de las ciudades y del campo, la condujo a apoderarse de numerosos soviets locales; acrecentó su fuerza y la seguridad de la burocracia; aumentó su peso respecto a los obreros; provocó la supresión completa de toda democracia en el partido y en la sociedad soviética. El poder creciente del kulak atemorizó a dos miembros notables del grupo dirigente, Zinóviev y Kámenev, que eran también -lo que no es, por cierto, una casualidad- los presidentes de los soviets de los dos centros industriales de mayor importancia, Leningrado y Moscú. Pero la provincia y, sobre todo, la burocracia estaban con Stalin. La política de ayuda al gran agricultor obtuvo la victoria. Zinóviev y Kámenev, seguidos por sus partidarios, se unieron en 1926 a la oposición de 1923 (llamada trotskista).
Desde luego, la fracción dirigente jamás repudió «en principio» la colectivización de la agricultura, pero le asignaba un plazo de decenas de años. El futuro Comisario del Pueblo para la Agricultura, Yakovlev, escribía en 1927 que, si la transformación socialista del campo sólo podía llevarse a cabo por la colectivización, «no será, naturalmente, en uno, dos o tres años, y probablemente ni en diez…». «Los koljoses (explotaciones colectivas) y las comunas», escribía más adelante, «ciertamente no son, y no serán durante largo tiempo, más que islotes en medio de las parcelas»… En efecto, en esa época solamente el 0,8% de las familias de los cultivadores formaban parte de las explotaciones colectivas.
En el partido, la lucha por la pretendida «línea general» se hizo patente en 1923 y revistió, a partir de 1926, una forma particularmente áspera y apasionada. En su vasta plataforma, que abarcaba todos los problemas de la economía y de la política, la Oposición escribía; «El partido debe condenar sin piedad a todas las tendencias hacia la liquidación o al debilitamiento de la nacionalización del suelo que constituye una de las bases de la dictadura del proletariado». La Oposición alcanzó en este punto la victoria: los atentados directos a la nacionalización de la tierra cesaron. Pero no se trataba únicamente de la forma de la propiedad de la tierra.
«A la importancia creciente de las granjas individuales en el campo -decía además la plataforma de la Oposición- se opondrá el crecimiento más rápido de las explotaciones colectivas. Se pueden asignar sistemáticamente, cada año, sumas importantes destinadas al sostenimiento de los campesinos pobres organizados en explotaciones colectivas (… ). Toda la acción de las cooperativas debe estar penetrada de la necesidad de transformar la pequeña producción en gran producción colectiva». Se consideraba obstinadamente como una utopía cualquier amplio programa de colectivización para un porvenir próximo. Durante la preparación del XV Congreso del partido, destinado a excluir a la Oposición, el futuro presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo, Mólotov, repitió: «No hay que dejarse engañar (!) en las condiciones presentes, por las ilusiones de los campesinos pobres sobre la colectivización de las grandes masas campesinas». El calendario señalaba el final de 1927, y la fracción dirigente estaba muy lejos de concebir la política que iba a desarrollar el día siguiente en el campo.
Estos mismos años (1923-1928) fueron los de la lucha de la coalición en el poder (Stalin, Mólotov, Rizhkov, Tomski y Bujarin; Zinóviev y Kámenev habían pasado a la Oposición a principios de 1926) contra los superindustrialistas partidarios del plan. El historiador futuro se asombrará al descubrir la malévola suspicacia hacia toda iniciativa económica audaz que dominaba en la mentalidad del Gobierno del Estado socialista. El ritmo de la industrialización se aceleraba empíricamente, según impulsos exteriores; todos los cálculos eran brutalmente rectificados en el curso del trabajo, con un aumento extraordinario de los gastos generales. Cuando la Oposición exigió a partir de 1923, la elaboración de un plan quinquenal, fue acogida con burlas al estilo del pequeño burgués que teme el «salto a lo desconocido». En abril de 1927, Stalin afirmó todavía, en sesión plenaria del Comité Central, que comenzar la construcción de la gran central eléctrica del Dnieper sería para nosotros, así como para el mujik, comprarse un gramófono en lugar de una vaca. Este alado aforismo resumía todo un programa. No es superfluo recordar que toda la prensa burguesa del universo, seguida por la prensa socialista, hacía suyas con simpatías las acusaciones oficiales de romanticismo industrial dirigidas a la Oposición de Izquierda.
Mientras que el partido discutía ruidosamente, el campesino respondía a la falta de mercancías industriales con una huelga cada vez más testaruda; se abstenía de llevar sus granos al mercado y de aumentar las siembras. La derecha (Rizhkov, Tomski, Bujarin), que daba el tono, exigía mayor libertad para las tendencias capitalistas del campo: aumentar el precio del trigo, aunque esta medida disminuyera el desarrollo de la industria. La única solución, con esta política de por medio, hubiera sido importar, a cambio de las materias primas entregadas por los agricultores para la exportación, artículos manufacturados. Así se hubiera hecho la soldadura entre la economía campesina y la industria socialista, en lugar de hacerla entre el campesino rico y el capitalismo mundial. Para esto, no valía la pena haber hecho la Revolución de Octubre.
«La aceleración de la industrialización -objetaba en la conferencia del partido de 1926 el representante de la Oposición-, particularmente por medio de una imposición mayor del kulak, proporcionará más mercancías, lo que permitirá disminuir los precios Los obreros se beneficiarán, así como la mayor parte de los campesinos (…). Volvernos hacia el campo no quiere decir que debamos volver la espalda a la industria; quiere decir que orientemos la industria hacia el campo, pues los campesinos no tienen ninguna necesidad de contemplar el rostro de un Estado desprovisto de industria».
Stalin, para respondernos, pulverizaba los «planes fantásticos de la Oposición»; la industria no debía «adelantarse demasiado, separándose de la agricultura y descuidando el ritmo de la acumulación en nuestro país». Las decisiones del partido continuaban repitiendo las primitivas verdades de la adaptación pasiva a las necesidades de los agricultores enriquecidos. El XV Congreso del Partido Comunista, reunido en diciembre de 1927 para infligir una derrota definitiva a los superindustrialistas, hizo una advertencia relativa al «peligro de invertir demasiados capitales en la gran edificación industrial». La fracción dirigente aún no quería ver otros peligros. El año económico 1927-1928 veía cerrar el periodo llamado de reconstrucción, durante el cual la industria había trabajado sobre todo con el utillaje de antes de la revolución y la agricultura con su antiguo material. El progreso ulterior exigía una vasta edificación industrial; ya era imposible gobernar a tientas, sin plan.
Las posibilidades hipotéticas de la industrialización socialista habían sido analizadas por la Oposición desde 1923-25. La conclusión general a la que se había llegado era que, después de haber agotado las posibilidades ofrecidas por la maquinaria heredada de la burguesía, la industria soviética podría, gracias a la acumulación socialista, alcanzar un crecimiento de un ritmo completamente inaccesible al capitalismo. Los jefes de fracción dirigente se burlaban abiertamente de los coeficientes de 15 a 18%, formulados prudentemente, como de la música fantástica de un porvenir desconocido. En esto consistía, entonces, la lucha contra el «trotskismo».
El primer esquema oficial del plan quinquenal, hecho al fin en 1927, fue de un espíritu irrisoriamente mezquino. El crecimiento de la producción industrial debía variar, siguiendo de año en año una curva decreciente, de un 9% a un 4%. ¡En cinco años, el consumo individual sólo debía aumentar un 12%! La inverosímil timidez de este concepto resalta con más claridad aún, con el hecho de que el presupuesto del Estado no debía abarcar, al finalizar el periodo quinquenal, más que el 16% de la renta nacional, mientras que el presupuesto de la Rusia zarista, que no pensaba, ciertamente, en construir una sociedad socialista, absorbía el 18% de esta renta. No es superfluo añadir que, algunos años después, los autores de este plan, ingenieros y economistas, fueron severamente condenados por los tribunales como saboteadores que obedecían las directrices de una potencia extranjera. Si los acusados se hubieran atrevido, hubieran podido responder que su trabajo en la elaboración del plan se había cumplido en perfecto acuerdo con la «línea general» del Buró Político, del que recibían instrucciones.
La lucha de las tendencias se expresó en el lenguaje de las cifras. «Formular para el décimo aniversario de la Revolución de Octubre un plan tan mezquino, tan profundamente pesimista -decía la plataforma de la Oposición- es trabajar, en realidad, contra el socialismo». Un año más tarde, el Buró Político sancionó un nuevo proyecto de plan quinquenal, según el cual el crecimiento medio anual de la producción debía ser del 9%. El desarrollo real mostraba una obstinada tendencia a aproximarse a los coeficientes de los superindustrialistas. Un año después, cuando la política del Gobierno se modificó radicalmente, la Comisión del Plan decretó un tercer proyecto, cuya dinámica coincidía mucho más de lo que se hubiera podido prever con los pronósticos hipotéticos de la Oposición en 1925.
La historia verdadera de la política económica de la URSS es muy diferente, ya lo vemos, de la leyenda oficial. Deploremos que honorables autores, como los Webb, no se hayan dado cuenta de ello.
Viraje brusco, «el plan quinquenal en cuatro años» y la colectivización completa
La tergiversación ante las explotaciones campesinas individuales, la desconfianza ante los grandes planes, la defensa del desarrollo lento, el desdén por el problema internacional, tales son los elementos que, reunidos, formaron la teoría del socialismo en un solo país, formulada por Stalin por primera vez durante el otoño de 1924, después de la derrota del proletariado en Alemania. No precipitarnos en materia de industrialización, no disgustarnos con el mujik, no contar con la revolución mundial y, sobre todo, preservar al poder burocrático de toda crítica. La diferenciación de los campesinos sólo era una invención de la Oposición. El Yakovlev que ya hemos mencionado, licenció al Servicio Central de las Estadísticas, cuyos cuadros concedían al kulak un lugar mayor de lo que deseaba el poder. Mientras que los dirigentes prodigaban afirmaciones tranquilizadoras sobre la reabsorción de la escasez de mercancías, «el ritmo calmado del desarrollo» próximo, el almacenamiento más «uniforme» de los cereales, etc; el kulak fortificado arrastró al campesino medio a seguirlo y negó a las ciudades su trigo. En enero de 1928, la clase obrera se encontró frente a un hambre inminente. La historia suele gastar bromas feroces. Precisamente el mismo mes en que los kulaks estrangulaban a la revolución, los representantes de la Oposición de Izquierda eran encarcelados o enviados a Siberia por haber «sembrado el pánico» evocando el espectro del kulak.
El Gobierno trató de presentar las cosas como si la huelga del trigo se debiera únicamente a la hostilidad del kulak (¿pero de dónde había salido el kulak?) hacia el Estado socialista; es decir, a móviles políticos de orden general. Pero el campesino acomodado es poco afecto a esta especie de «idealismo». Si ocultaba su trigo, es porque le resultaba desventajoso venderlo. Por iguales razones lograba extender su influencia ampliamente entre el resto de los campesinos. Las medidas de represión resultaron manifiestamente insuficientes contra el sabotaje de los campesinos acomodados; había que cambiar de política. Incluso entonces vacilaron durante un tiempo.
Rizhkov, que aún era jefe del Gobierno, no era el único en declarar, en julio de 1928, que «el desarrollo de las explotaciones campesinas individuales (…) constituía la tarea más importante del partido». Stalin le hacía eco: «Hay gentes -decía- que piensan que el cultivo de las parcelas individuales ha llegado a su fin y que ya no debe ser alentado (…). Estas gentes no tienen nada en común con la línea general del partido». Menos de un año después, la línea general del partido ya no tenía nada en común con estas palabras: El alba de la colectivización completa apuntaba en el horizonte.
La nueva orientación brotó de una sorda lucha en el seno del bloque gubernamental y se basó en medidas tan empíricas como las precedentes. «Los grupos de la derecha y del centro están unidos por su hostilidad común en contra de la Oposición, cuya exclusión precipitaría infaliblemente el conflicto entre ellos» (esta advertencia fue hecha en la plataforma de la Oposición). Esto es lo que sucedió. Los jefes del bloque gubernamental en vías de disgregación no quisieron, sin embargo, reconocer a ningún precio que este vaticinio de la Oposición se había cumplido como muchos otros. El 19 de octubre de 1928, Stalin aún declaraba: «Es tiempo de acabar con los murmullos sobre la existencia de una derecha con la que el Buró Político de nuestro Comité Central se muestra tolerante». Los dos grupos sondeaban, entre tanto, a los burós del partido. El partido sofocado vivía de rumores confusos y de conjeturas. Pasaron algunos meses y la prensa oficial, con su acostumbrada imprudencia, declaró que el jefe del Gobierno, Rizhkov, «especulaba sobre las dificultades del poder de los soviets»; que el dirigente de la Internacional Comunista, Bujarin, se había revelado como «agente de las influencias liberales burguesas»; que Tomski, el presidente del Consejo Central de Sindicatos, no era más que un miserable tradeunionista. Los tres, Rizhkov, Bujarin y Tomski pertenecían al Buró Político. Si en la lucha anterior contra la Oposición de Izquierda se habían empleado armas tomadas del arsenal de la derecha, Bujarin podía ahora, sin faltar a la verdad, acusar a Stalin de utilizar contra la derecha fragmentos de la condenada plataforma de la Oposición de Izquierda.
De una u otra forma se dio el cambio. El eslogan: «¡Enriquecéos!», y la teoría de la asimilación indolora del kulak por el socialismo, fueron reprobadas tardíamente, pero, por lo mismo, con gran energía. La industrialización se puso a la orden del día. La pasiva autosatisfacción fue reemplazada por un pánico impulsivo. La semiolvidada consigna de Lenin, «alcanzar y sobrepasar», fue completada con estas palabras: «en el más breve plazo». El plan quinquenal minimalista, ya aprobado en principio por el congreso del partido, cedió su lugar a un plano nuevo, cuyos elementos principales estaban tomados enteramente de la plataforma de la Oposición de Izquierda deshecha la víspera. El Dnieperstroy, comparado ayer con un gramófono, acaparó toda la atención.
Desde los primeros éxitos, se dio una nueva directiva: acabar la ejecución del plan quinquenal en cuatro años. Los empíricos, trastornados, llegaban a creer que ya todo les era posible. El oportunismo se transformó, como muchas veces ha sucedido en la historia, en su contrario, el espíritu de aventura. El Buró Político, dispuesto en 1923-28 a acomodarse a la filosofía bujarinista del «paso de tortuga», pasaba hoy fácilmente del 20 al 30% de crecimiento anual, tratando de hacer de todo éxito momentáneo una norma, y perdiendo de vista la interdependencia de las ramas de la economía. Los billetes impresos tapaban las brechas financieras del plan. Durante el primer periodo quinquenal, el papel moneda en circulación pasó de 1.700 millones de rubios a 5.500 millones, para alcanzar, a principios del segundo período, 8.400 millones. La burocracia no solamente se había sacudido el control de las masas, para las cuales, la industrialización a toda velocidad constituía una carga intolerable, sino que también se había emancipado del control automático del chervonets. El sistema financiero, sólido al principio de la NEP, de nuevo se quebrantó profundamente.
Pero los mayores peligros para el régimen, así como para el plan, surgieron del campo.
La población supo con estupor el 15 de febrero de 1928, por un editorial de Pravda, que los campos estaban muy lejos de tener el aspecto bajo el cual las autoridades los habían pintado hasta ese momento, y que tenían un fuerte parecido al cuadro que de ellos había trazado la Oposición excluida por el congreso. La prensa, que la víspera negaba literalmente la existencia del kulak, a una señal venida de arriba, lo descubría hoy no solamente en las aldeas, sino en el partido. Se supo que las células del partido estaban dirigidas frecuentemente por campesinos ricos, propietarios de maquinaria agrícola avanzada, quienes empleaban mano de obra asalariada, que ocultaban al Gobierno cientos y miles de puds de grano, e implacablemente denunciaban la política «trotskista». Los periódicos rivalizaban en informaciones sensacionalistas sobre los kulaks secretarios de comités locales, que habían cerrado a los campesinos pobres y a los jornaleros las puertas del partido. Todos los viejos valores fueron derribados. Los signos más y menos se invertían.
Para alimentar a las ciudades, se necesitaba urgentemente tomar de los kulaks el pan cotidiano, lo que sólo podía hacerse por medio de la fuerza. La expropiación de las reservas de cereales, y esto no solamente al kulak sino al campesino medio, fue calificada de «medida extraordinaria» en el lenguaje oficial. Esto significaba que el día de mañana se regresaría a las viejas rutinas. Pero el campo no creyó, y con razón, en las buenas palabras. La requisa forzada del trigo, quitaba a los cultivadores acomodados todo deseo de extender las sementeras. El jornalero agrícola y el cultivador pobre se encontraban sin trabajo. La agricultura se encontraba de nuevo en un callejón sin salida y, junto con ella, el Estado. Se necesitaba, a cualquier precio, transformar la «línea general».
Stalin y Mólotov, sin dejar de atribuir el primer lugar a los cultivos parcelarlos, subrayaron la necesidad de aumentar rápidamente las explotaciones agrícolas del Estado (sovjoses) y las explotaciones colectivas de los campesinos (koljoses). Pero como la gravísima penuria de víveres no permitía renunciar a las expediciones militares a los campos, el programa de recuperación de los cultivos parcelarlos se encontró suspendido en el vacío. Había que «deslizarse sobre la pendiente» de la colectivización. Las «medidas extraordinarias» adoptadas para adquirir trigo dieron lugar, sin que nadie se lo esperara, a un programa de «liquidación de los kulaks como clase». Las órdenes contradictorias, más abundantes que las raciones de pan, pusieron en evidencia la ausencia de todo programa agrario, no sólo para cinco años, sino también para cinco meses.
Según el plan elaborado, bajo el aguijón de la crisis de abastecimiento, la agricultura colectiva debía abarcar, al cabo del quinto año, cerca del 20% de las familias campesinas. Este programa, cuyo aspecto grandioso se revela si se toma en cuenta que la colectivización había abarcado durante los diez años anteriores menos del uno por ciento de las familias, fue ampliamente sobrepasado a mediados del periodo quinquenal. En noviembre de 1929, Stalin, rompiendo con sus propias vacilaciones, anunció el fin de la agricultura parcelaria: «por aldeas enteras, por cantones, aun por cuarteles, los campesinos entran en los koljoses». Yakovlev, quien dos años antes había demostrado que los koljoses durante largo tiempo no serían «más que oasis en medio de innumerables parcelas», recibió, en calidad de Comisario de Agricultura, la misión de «liquidar a los campesinos ricos como clase» y de implantar la colectivización completa «en el plazo más breve». En 1929, el número de familias que había entrado en los koljoses pasa de 1,7% a 3,9%, alcanza el 23,6% en 1930, 52,7% en 1931 y 61,5% en 1932.
Verdaderamente no se encontrará a nadie que repita el galimatías liberal de que la colectivización haya sido, por completo, fruto de la violencia. En la lucha por la tierra que necesitaban, los campesinos se rebelaban antiguamente en contra de los señores y, algunas veces, iban a colonizar regiones vírgenes en las que formaban sectas religiosas que compensaban al mujik de la falta de tierras con el vacío de los cielos. Después de la expropiación de los grandes dominios y de la fragmentación extrema de las parcelas, la reunión de éstas en cultivos más extensos había llegado a ser un asunto de vida o muerte para los campesinos, para la agricultura, para la sociedad entera.
Esta consideración histórica general no resolvía, sin embargo, el problema. Las posibilidades reales de la colectivización no estaban determinadas ni por la situación sin salida de los cultivadores, ni por la energía administrativa del Gobierno; lo estaban, ante todo, por los recursos productivos dados, es decir, por la medida en que la industria podría proporcionar herramientas a la gran explotación agrícola. Estos datos materiales hacían falta; los koljoses fueron organizados frecuentemente con unos útiles que sólo convenían a las parcelas. En estas condiciones, la colectivización exageradamente apresurada se transformaba en una aventura.
El Gobierno, sorprendido por la amplitud de su viraje, no pudo ni supo preparar en el sentido político su nueva evolución. Como los campesinos, las autoridades locales no sabían lo que se exigía de ellas. Los campesinos se exasperaron con los rumores de «confiscación» del ganado, lo que no estaba muy lejos de la verdad como se verá enseguida. La intención, que antaño se atribuía a la Oposición para caricaturizar sus planes, se realizaba: la burocracia «saqueaba los campos». Para el campesino la colectivización fue, por lo pronto, una expropiación completa. No solamente se socializaban los caballos, las vacas, los corderos, los cerdos, sino hasta los polluelos. «Se expropiaba a los kulaks -un testigo ocular lo ha escrito en el extranjero- hasta botas de fieltro que arrebataban a los niños». El resultado de todo esto fue que los campesinos vendieran en masa su ganado a bajo precio, o que lo sacrificaran para obtener carne y cuero.
En enero de 1930, Andréev, miembro del Comité Central, trazaba en el congreso de Moscú el siguiente cuadro de la colectivización: por una parte, el poderoso movimiento de colectivización que ha ganado al país entero «barrerá de su camino todos los obstáculos»; por otra, la venta que hicieron los campesinos, en vísperas de entrar en el koljós, con un espíritu brutal de lucro, de su equipo, del ganado y aun de las semillas, «adquiere proporciones francamente amenazadoras..». Por contradictorias que fuesen, estas dos afirmaciones definían justamente, desde dos puntos de vista opuestos, el carácter epidémico de la colectivización, medida desesperada. «La colectivización completa -escribía el observador crítico que ya hemos citado- ha sumido a la economía en una miseria tal como no se había visto desde hacía largo tiempo; es como si una guerra de tres años se hubiera desencadenado allí».
Con un solo gesto, la burocracia trató de sustituir a 25 millones de hogares campesinos aislados y egoístas, que ayer todavía eran los únicos motores de la agricultura -débiles como el jamelgo del mujik, pero motores a pesar de todo-, por el mando de 200.000 consejos de administración de koljoses, desprovistos de medios técnicos, de conocimientos agrónomos y de apoyo por parte de los campesinos. Las consecuencias destructivas de esta aventura no tardaron en dejarse sentir, para durar años. La cosecha global de cereales, que había alcanzado en 1930, 835 millones de quintales, cayó en los dos años siguientes a menos de 700 millones. Esta diferencia no parece catastrófica en sí misma, pero significaba justamente la pérdida de la cantidad de trigo necesaria para las ciudades, antes de que éstas se habituasen a las raciones de hambre. Los cultivos técnicos estaban en peor situación. En vísperas de la colectivización, la producción de azúcar había alcanzado cerca de 109 millones de puds (el pud equivale a 16,8 kilos) para caer dos años más tarde, en plena colectivización, como consecuencia de la falta de remolacha, a 48 millones de puds, o sea, menos de la mitad. Pero el huracán más devastador fue el que azotó al ganado del campo. El número de caballos disminuyó un 55%; de 34,6 millones en 1929, a 15,6 en 1934; el ganado vacuno bajó de 30,7 millones a 19,5, o sea, un 40%; los cerdos un 55%; los corderos un 66%. Las pérdidas humanas -a consecuencia del hambre, del frío, de las epidemias y de la represión- por desdicha no han sido registradas con la misma exactitud que las del ganado, pero también se calculan por millones. La responsabilidad de todo esto no incumbe a la colectivización sino a los métodos ciegos, aventureros y violentos con los que se aplicó. La burocracia no había previsto nada. El estatuto mismo de los koljoses, que trataba de unir el interés individual del campesino con el interés colectivo, no se publicó sino después de que los campos fueran cruelmente asolados.
La precipitación de esta nueva política era un resultado de la necesidad de escapar a las consecuencias de la de 1923-28. La colectivización podía y debía, sin embargo, tener un ritmo más razonable y formas mejor calculadas. Dueña del poder y de la industria, la burocracia podía reglamentar la colectivización sin colocar al país al borde del abismo. Se podía y se debía adoptar un ritmo que co rrespondiera mejor a los recursos materiales y morales del país. «En condiciones internas e internacionales satisfactorias -escribía en 1930 el órgano de la Oposición de Izquierda en el extranjero-, la situación material y técnica de la agricultura puede transformarse radicalmente en unos 10 ó 15 años y asegurar a la colectivización una base en la producción. Pero durante los años que nos separan de esta situación, se puede derrocar varias veces al poder de los soviets…».
Esta advertencia no era exagerada: nunca el soplo de la muerte había estado tan cerca de la tierra de la Revolución de Octubre, como durante los años de la colectivización completa. El descontento, la inseguridad, la represión, desgarraban al país. Un sistema monetario desorganizado; la superposición de los precios máximos fijados por el Estado, precios «convencionales» y precios de mercado libre; el paso de un simulacro de comercio entre el Estado y los campesinos a impuestos en cereales, carne y leche; la lucha a muerte contra los robos innumerables del haber de los koljoses y la ocultación de estos robos; la movilización puramente militar del partido para combatir el sabotaje de los kulaks después de la «liquidación» de los mismos como clase; y al mismo tiempo, el regreso al sistema de cartillas de racionamiento y a las raciones de hambre, el restablecimiento, en fin, de los pasaportes; interiores: todas estas medidas devolvían al país a la atmósfera de la guerra civil terminada hacía largo tiempo.
El abastecimiento de las fábricas de materias primas empeoraba de trimestre en trimestre. Las intolerables condiciones de existencia provocaban el desplazamiento de la mano de obra, las faltas de asistencia al trabajo, el descuido en el mismo, la ruptura de máquinas, el elevado porcentaje de las fabricaciones defectuosas, la mala calidad de los productos. El rendimiento medio del trabajo bajó un 11,7% en 1931. Según una confesión escapada a Mólotov, reproducida por toda la prensa soviética, la producción industrial sólo aumentó en 1933 el 8,5%, en lugar del 36% previsto por el plan. Es cierto que el mundo supo un poco después que el plan quinquenal había sido ejecutado en cuatro años y tres meses, lo que significaba solamente que el cinismo de la burocracia con respecto a las estadísticas y a la opinión pública no tiene límites. Pero esto no es lo más importante: la apuesta en esta operación no era el plan quinquenal, sino la suerte del régimen.
El régimen se sostuvo, mérito que hay que reconocerle, pues ha echado profundas raíces en el suelo popular. El mérito corresponde también a circunstancias exteriores favorables. En esos años de caos económico y de guerra civil en el campo, la URSS se encontró en realidad paralizada ante el enemigo exterior. El descontento de los campesinos se extendía al ejército. La inseguridad y la inestabilidad desmoralizaban a la burocracia y a los cuadros dirigentes. Una agresión por el oeste o por el este, podía ser de fatales consecuencias.
Felizmente, los primeros años de la crisis sumían al mundo capitalista en una expectativa desorientada. Nadie estaba listo para la guerra, nadie osaba arriesgarse. Por lo demás, ninguno de sus adversarios se daba cuenta claramente de la gravedad de las convulsiones que trastornaban al país de los soviets bajo los rugidos de la música oficial en honor de la «línea general».
Por breve que sea, esperamos que nuestro resumen histórico muestre cuán lejos está del desarrollo real del Estado obrero el cuadro idílico de una acumulación progresiva y continua de éxitos. Sacaremos más tarde, de un pasado rico en crisis, importantes indicaciones para el porvenir. El estudio histórico de la política económica del Gobierno de los soviets y de los zigzags de esta política, nos parece también necesario para destruir el fetichismo individualista que busca las causas de los éxitos reales o falsos en las cualidades extraordinarias de sus dirigentes y no en las condiciones de la propiedad socializada, creadas por la revolución.
Las ventajas objetivas del nuevo régimen social también encuentran naturalmente su expresión en los métodos de dirección; pero dichos métodos expresan igualmente, y no en menor medida, el estado atrasado en lo económico y lo cultural del país, y el ambiente pequeño burgués provinciano en el que se formaron sus cuadros dirigentes.
Se cometería uno de los más groseros errores deduciendo de esto que la política de los dirigentes soviéticos es un factor de tercer orden. No hay otro Gobierno en el mundo que a tal grado tenga en sus manos el destino del país. Los éxitos y los fracasos de un capitalista dependen, aunque no enteramente, de sus cualidades personales. Mulatis mutandis [(es decir, salvando las diferencias)], el Gobierno soviético se ha puesto, respecto al conjunto de la economía, en la situación del capitalista respecto a una empresa aislada. La centralización de la economía hace del poder un factor de enorme importancia. Justamente por esto, la política del Gobierno no debe ser juzgada por balances sumarios, por las cifras desnudas de la estadística, sino de acuerdo con el papel específico de la previsión consciente y de la dirección planificada en la obtención de los resultados.
Los zigzags de la política gubernamental reflejan, al mismo tiempo, las contradicciones de la situación y la insuficiente capacidad de los dirigentes para comprenderlas y aplicar medidas profilácticas. Los errores de estimación no se prestan fácilmente a estimaciones de contabilidad, pero la simple exposición esquemática de los zigzags permite deducir con seguridad que han impuesto a la economía soviética enormes gastos generales.
Sigue estando sin explicar, es cierto, sobre todo si se aborda la historia desde un punto de vista racionalista, cómo y por qué la fracción menos rica en ideas y más cargada de errores pudo vencer a los demás grupos y concentrar en sus manos un poder ilimitado. El análisis posterior nos dará la clave de este enigma. Veremos también cómo los métodos burocráticos del Gobierno absoluto entran cada vez más en contradicción con las necesidades de la economía y de la cultura; y cómo, necesariamente, derivan de allí nuevas crisis nuevas sacudidas en el desarrollo de la URSS.
Pero antes de abordar el estudio del doble papel de la burocracia «socialista», tendremos que responder a la siguiente pregunta: «¿Cuál es, pues, el balance general de lo obtenido?». «¿El socialismo se ha realizado realmente?». O, con mayor prudencia: ¿Los éxitos económicos y culturales realizados nos inmunizan contra el peligro de una restauración capitalista, así como la sociedad burguesa por sus conquistas se encontró inmunizado, en cierta etapa, contra la restauración del feudalismo y de la servidumbre?
III – El socialismo y el Estado
EL RÉGIMEN TRANSITORIO
¿Es cierto, como lo afirman las autoridades oficiales, que el socialismo ya se ha realizado en la URSS? Si la respuesta es negativa, ¿puede decirse cuanto menos que los éxitos obtenidos garantizan la realización del socialismo en las fronteras nacionales, independientemente del curso de los acontecimientos en el resto del mundo? La apreciación crítica de los principales índices de la economía soviética debe darnos un pinto de partida para buscar una respuesta justa. Pero no podemos pasar por alto una observación histórica preliminar.
El marxismo considera el desarrollo de la técnica como el resorte principal del progreso, y construye el programa comunista sobre la dinámica de las fuerzas de producción. Suponiendo que una catástrofe cósmica destruyera en un futuro más o menos próximo nuestro planeta, tendríamos que renunciar a la perspectiva del comunismo como a muchas otras cosas. Fuera de este peligro, poco probable por el momento, no tenemos la menor razón científica para fijar de antemano cualquier límite a nuestras posibilidades técnicas, industriales y culturales. El marxismo está profundamente penetrado del optimismo del progreso y esto basta, digámoslo de pasada, para oponerlo irreductiblemente a la religión.
La base material del comunismo deberá consistir en un desarrollo tan alto del poder económico del hombre que el trabajo productivo, al dejar de ser una carga y un castigo, no necesite de ningún aguijón, y que el reparto de los bienes, en constante abundancia, no exija -como actualmente en una familia acomodada o en una pensión «conveniente» más control que el de la educación, el hábito, la opinión pública. Hablando francamente, es necesaria una gran dosis de estupidez para considerar como utópica una perspectiva a fin de cuentas tan modesta.
El capitalismo ha preparado las condiciones y las fuerzas de la revolución social: la técnica, la ciencia, el proletariado. Sin embargo, la sociedad comunista no puede suceder inmediatamente a la burguesa; la herencia cultural y material del pasado es demasiado insuficiente. En sus comienzos, el Estado obrero aún no puede permitir a cada uno «trabajar según su capacidad», o en otras palabras, lo que pueda y quiera; ni recompensar a cada uno «según sus necesidades», independientemente del trabajo realizado. El interés del crecimiento de las fuerzas productivas obliga a recurrir a las normas habituales del salario, es decir, al reparto de bienes según la cantidad y la calidad del trabajo individual.
Marx llamaba a esta primera etapa de la nueva sociedad «la etapa inferior del comunismo», a diferencia de la etapa superior en la que desaparece, al mismo tiempo que el último espectro de la necesidad, la desigualdad material. «Naturalmente que aún no hemos llegado al comunismo completo, -dice la actual doctrina soviética oficial-, pero ya hemos realizado el socialismo, es decir, la etapa inferior del comunismo». E invoca en su apoyo la supremacia de los trusts de Estado en la industria, de los koljoses en la agricultura, de las empresas estatizadas y cooperativas en el comercio. A primera vista, la concordancia es completa con el esquema a priori -y por tanto, hipotético- de Marx. Pero, desde el punto de vista del marxismo, el problema no se refiere precisamente a las simples formas de la propiedad, independientemente del rendimiento obtenido por el trabajo. En todo caso, Marx entendía por «etapa inferior del comunismo» la de una sociedad cuyo desarrollo económico fuera, desde un principio, superior al del capitalismo avanzado. En teoría, esta manera de plantear el problema es irreprochable, pues el comunismo, considerado a escala mundial, constituye, aun en su etapa inicial, en su punto de partida, un grado superior con relación a la sociedad burguesa. Marx esperaba, por otra parte, que los franceses comenzarían la revolución socialista, que los alemanes continuarían y que terminarían los ingleses. En cuanto a los rusos, quedaban en la lejana retaguardia. La realidad fue distinta. Tratar, por tanto, de aplicar mecánicamente al caso particular de la URSS en la fase actual de su evolución la concepción histórica universal de Marx, es caer bien pronto en inextricables contradicciones.
Rusia no era el eslabón más resistente, sino el más débil del capitalismo. La URSS actual no sobrepasa el nivel de la economía mundial; no hace más que alcanzar a los países capitalistas. Si la sociedad que debía formarse sobre la base de la socialización de las fuerzas productivas de los países más avanzados del capitalismo representaba para Marx la «etapa inferior del comunismo», esta definición no se aplica seguramente a la URSS que sigue siendo, a ese respecto, mucho más pobre en cuanto a técnica, a bienes y a cultura que los países capitalistas. Es más exacto, pues, llamar al régimen soviético actual, con todas sus contradicciones, transitorio entre el capitalismo y el socialismo, o preparatorio al socialismo, y no socialista.
Esta preocupación por una Justa terminología no implica ninguna pedantería. La fuerza y la estabilidad de los regímenes se miden, en último análisis, por el rendimiento relativo del trabajo. Una economía socialista, en vías de sobrepasar en el sentido técnico al capitalismo, tendría asegurado realmente un desarrollo socialista, en cierto modo automático, lo que desdichadamente no puede decirse de la economía soviética.
La mayor parte de los apologistas vulgares de la URSS, tal como sucede en la actualidad, están inclinados a razonar más o menos así: aun reconociendo que el régimen soviético actual todavía no es socialista, el desarrollo ulterior de las fuerzas productivas, sobre las bases actuales, debe, tarde o temprano, conducir al triunfo completo del socialismo. Sólo el factor tiempo es discutible. ¿Vale la pena hacer tanto ruido por eso? Por victorioso que parezca este razonamiento en realidad es muy superficial. El tiempo no es, de ninguna manera, un factor secundario cuando se trata de un proceso histórico: es infinitamente más peligroso confundir el presente con el futuro en política que en gramática. El desarrollo no consiste, como se lo representan los evolucionistas vulgares del género de los Webb, en la acumulación planificada y en la «mejora» constante de lo que es. Implica transformaciones de cantidad en calidad, crisis, saltos hacia adelante, retrocesos. Justamente porque la URSS aún no está en la primera etapa del socialismo, sistema equilibrado de producción y consumo, su desarrollo no es armonioso sino contradictorio. Las contradicciones económicas hacen nacer los antagonismo sociales que despliegan su propia lógica sin esperar el desarrollo de las fuerzas productivas. Acabamos de verlo en el problema del kulak, que no ha permitido dejarse «asimilar» por el socialismo y que ha exigido una revolución complementaria que los burócratas y sus ideólogos no se esperaban. ¿Consentirá la burocracia, en cuyas manos se concentra el poder y la riqueza, en dejarse asimilar por el socialismo? Nos permitimos dudarlo, Sería imprudente, en todo caso, confiar en su palabra. ¿En qué sentido evolucionará durante los tres, cinco o diez años próximos el dinamismo de las contradicciones económicas y de los antagonismo sociales de la sociedad soviética? Aún no hay respuesta definitiva e indiscutible a esta pregunta. La solución depende de la lucha de las fuerzas vivas de la sociedad, no solamente a escala nacional, sino a escala internacional. Cada nueva etapa nos impone, desde luego, el análisis concreto de las tendencias y de las relaciones reales, en ,su conexión y en su constante interdependencia. Veremos ahora la importancia de tal análisis en el caso del Estado.
La burocracia es socialmente necesaria cada vez que se presentan antagonismos ásperos que hay que «atenuar», «acomodar», «reglamentar» (siempre en interés de los privilegiados y de los poseedores, y siempre en interés de la burocracia misma). El aparato burocrático se consolida y se perfecciona a través de todas las revoluciones burguesas por democráticas que sean. «Los funcionarios y el ejército permanente -escribe Lenin-, son ‘parásitos’ en el cuerpo de la sociedad burguesa, parásitos engendrados por las contradicciones internas que desgarran a esta sociedad, pero son precisamente estos parásitos los que le tapan los poros».
A partir de 1918, es decir, en el momento en que el partido tuvo que considerar la toma del poder como un problema práctico, Lenin trató incesantemente de eliminar a estos «parásitos». Después de la subversión de las clases explotadoras -explica y demuestra en El Estado y la Revolución-, el proletariado romperá la vieja máquina burocrática y formará su propio aparato de obreros y empleados, y para impedirles que se transformen en burócratas, tomará «medidas estudiadas en detalle por Marx y Engels: 1.- Elegibilidad y también revocabilidad en cualquier momento; 2.- Retribución no superior al salario de un obrero; 3.- Paso inmediato a una situación en la cual todos desempeñarán funciones de control y vigilancia, de tal forma que todos serán rotativamente ‘burócratas’ y, por lo mismo, nadie sería burócrata. Sería un error pensar que Lenin creía que esta obra iba a exigir decenas de años; no, es el primer paso: «se puede y se debe comenzar por ahí, haciendo la revolución proletaria».
Las mismas audaces concepciones sobre el Estado de la dictadura del proletariado encontraron, año y medio después de la toma del poder, su expresión acabada en el programa del partido bolchevique, y particularmente en los párrafos referentes al ejército. Un Estado fuerte, pero sin mandarines; una fuerza armada, pero sin samurais. La burocracia militar y civil no es un resultado de las necesidades de la defensa, sino de una transferencia de la división de la sociedad en clases en la organización de la defensa. El ejército no es más que un producto de las relaciones sociales. La lucha en contra de los peligros exteriores supone, en el Estado obrero, claro está, una organización militar y técnica especializada que no será en ningún caso una casta privilegiada de oficiales. El programa bolchevique exige la sustitución del ejército permanente por la nación armada.
Desde su formación, el régimen de la dictadura del proletariado deja, así, de ser un «Estado» en el viejo sentido de la palabra, es decir, una máquina hecha para mantener en la obediencia a la mayoría del pueblo. Con las armas, la fuerza material pasa inmediatamente a las organizaciones de trabajadores tales como los soviets. El Estado, aparato burocrático, comienza a agonizar desde el primer día de la dictadura del proletariado. Esto es lo que dice el programa que hasta ahora no ha sido derogado. Cosa extraña, se creería oír una voz de ultratumba, salida del mausoleo…
Cualquiera que sea la interpretación que se dé a la naturaleza del Estado soviético, una cosa es innegable: al terminar sus veinte primeros años está lejos de haber «agonizado»; ni siquiera ha comenzado a «agonizar»; peor aún, se ha transformado en una fuerza incontrolada que domina a las masas; el ejército, lejos de ser reemplazado por el pueblo armado, ha formado una casta de oficiales privilegiados en cuya cima han aparecido los mariscales, mientras que al pueblo que «ejerce armado la dictadura», se le ha prohibido hasta la posesión de un arma blanca. La fantasía más exaltada difícilmente concebiría un contraste más vivo que el que existe entre el esquema del Estado obrero de Marx-Engels-Lenin y el Estado a cuya cabeza se haya Stalin actualmente. Mientras continúan reimprimiendo las obras de Lenin (censurándolas y mutilándoles, es cierto), los jefes actuales de la URSS y sus representantes ideológicos ni siquiera se preguntan cuáles son las causas de una separación tan flagrante entre el programa y la realidad. Tratemos de hacerlo nosotros en su lugar.
Engels escribía en su célebre polémica contra Dühring: cuando desaparezcan, al mismo tiempo que el dominio de clases y la lucha por la existencia individual engendrada por la anarquía actual de la producción, los choques y los excesos que nacen de esta lucha, ya no habrá nada que reprimir, y la necesidad de una fuerza especial de represión no se hará sentir en el Estado». El filisteo cree en la eternidad del gendarme. En realidad, el gendarme dominará al hombre en tanto que éste no haya dominado suficientemente a la Naturaleza. Para que el Estado desaparezca, es necesario que desaparezcan «el dominio de clase y la lucha por la existencia individual». Engels reúne estas dos condiciones en una sola: en la perspectiva de la sucesión de los regímenes sociales, unas decenas de años no cuentan mucho. Las generaciones que soportan la revolución sobre sus propias espaldas, lo ven de otra manera. Es exacto que la lucha de todos contra todos nace de la anarquía capitalista. Pero la socialización de los medios de producción no suprime automáticamente «la lucha por la existencia individual». Este es el eje del asunto.
El Estado socialista, aun en América sobre las bases del capitalismo más avanzado, no podría dar a cada uno lo necesario, y se vería obligado, por tanto, a incitar a todo el mundo a que produjera lo más posible. La función del excitador le corresponde naturalmente en estas condiciones y no puede dejar de recurrir, modificándolos y suavizándolos, a los métodos de retribución del trabajo elaborados por el capitalismo. En este sentido, Marx escribía en 1875 que el «derecho burgués (…) es inevitable en la primera fase de la sociedad comunista, bajo la forma que reviste al nacer de la sociedad capitalista después de prolongados dolores de parto. El derecho jamás puede elevarse por encima del régimen económico y del desarrollo cultural condicionado por este régimen».
Lenin, comentando estas líneas notables, añade: «El derecho burgués en materia de reparto de artículos de consumo corresponde naturalmente al Estado burgués, pues el derecho no es nada sin un aparato de coerción que imponga sus normas. Resulta, pues, que el derecho burgués subsiste durante cierto tiempo en el seno del comunismo, y aún, que subsiste el Estado burgués sin burguesía».
Esta conclusión significativa, completamente ignorada por los actuales teóricos oficiales, tiene una importancia decisiva para la comprensión de la naturaleza del Estado soviético de hoy o, más exactamente, para una primera aproximación en este sentido. El Estado que se impone como tarea la transformación socialista de la sociedad, como se ve obligado a defender la desigualdad, es decir los privilegios de la minoría, sigue siendo, en cierta medida, un Estado «burgués», aunque sin burguesía. Estas palabras no implican alabanza ni censura; simplemente llaman a las cosas por su nombre.
Las normas burguesas de reparto, al precipitar el crecimiento del poder material, deben servir a fines socialistas. Pero el Estado adquiere inmediatamente un doble carácter: socialista en la medida en que defiende la propiedad colectiva de los medios de producción; burgués en la medida en que el reparto de los bienes se lleva a cabo por medio de medidas capitalistas de valor, con todas las consecuencias que se derivan de este hecho. Una definición tan contradictoria asustará, probablemente, a los escolásticos y a los dogmáticos; no podemos hacer otra cosa que lamentarlo.
La fisonomía definitiva del Estado obrero debe definirse por la relación cambiante entre sus tendencias burguesas y socialistas. La victoria de las últimas debe significar la supresión irrevocable del gendarme o, en otras palabras, la reabsorción del Estado en una sociedad que se administre a sí misma. Esto basta para hacer resaltar la inmensa importancia del problema de la burocracia soviética, hecho y síntoma.
Justamente porque, debido a toda su formación intelectual, dio a la concepción de Marx su forma más acentuada, Lenin revela la fuente de las dificultades venideras, comprendiendo las suyas, aunque no haya tenido tiempo para llevar su análisis hasta el fondo. «El Estado burgués sin burguesía» se reveló incompatible con una democracia soviética auténtica. La dualidad de las funciones del Estado no podía dejar de manifestarse en su estructura. La experiencia ha demostrado que la teoría no había sabido prever con claridad suficiente: si «el Estado de los obreros armados» responde plenamente a sus fines cuando se trata de defender la propiedad socializada en contra de la contrarrevolución, no sucede lo mismo cuando se trata de reglamentar la desigualdad en la esfera del consumo. Los que carecen de privilegios no se sienten inclinados a crearlos ni a defenderlos. La mayoría no puede respetar los privilegios de la minoría. Para defender el «derecho burgués», el Estado obrero se ve obligado a formar un órgano del tipo «burgués», o, dicho brevemente, se ve obligado a volver al gendarme, aunque dándole un nuevo uniforme.
Hemos dado, así, el primer paso hacia la comprensión de la contradicción fundamental entre el programa bolchevique y la realidad soviética. Si el Estado, en lugar de agonizar, se hace cada vez más despótico; si los mandatarios de la clase obrera se burocratizan, si la burocracia se erige por encima de la sociedad renovada, no se debe a razones secundarias como las supervivencias psicológicas del pasado, etc.; se debe a la inflexible necesidad de formar y de sostener a una minoría privilegiada mientras no sea posible asegurar la igualdad real.
Las tendencias burocráticas que sofocan al movimiento obrero también deberán manifestarse por doquier después de la revolución proletaria. Pero es evidente que, mientras más pobre sea la sociedad nacida de la revolución, esta «ley» deberá manifestarse más severamente, sin rodeos; y mientras más brutales sean las formas que debe revestir, el burocratismo será más peligroso para el desarrollo del socialismo. No son los «restos», impotentes por sí mismos, de las antiguas clases dirigentes los que impiden, como lo declara la doctrina puramente policíaca de Stalin, que el Estado soviético perezca, pues aunque se liberara de la burocracia parasitaria, permanecerían factores infinitamente más potentes, como la indigencia material, la falta de cultura general y el dominio consiguiente del «derecho burgués» en el terreno que interesa más directa y vivamente a todo hombre: el de su conservación personal.
La distancia que separa a Rusia del Occidente, no se mide verdaderamente sino hasta ahora. En las condiciones más favorables, es decir, en ausencia de convulsiones internas y de catástrofes exteriores, la URSS necesitaría varios lustros para asimilar completamente el acervo económico y educativo que ha sido, para los primogénitos del capitalismo, el fruto de siglos. La aplicación de métodos socialistas a tareas presocialistas es el fondo del actual trabajo económico y cultural de la URSS.
Es cierto que la URSS sobrepasa, actualmente, por sus fuerzas productivas, a los países más avanzados del tiempo de Marx. Pero, en primer lugar, en la competencia histórica de dos regímenes, no se trata tanto de niveles absolutos como de niveles relativos: la economía soviética se opone al capitalismo de Hitler, de Baldwin y de Roosevelt, no al de Bismarck, Palmerston y Abraham Lincoln. En segundo lugar, la amplitud misma de las necesidades del hombre se modifica radicalmente con el crecimiento de la técnica mundial: los contemporáneos de Marx no conocían el automóvil ni la radio, ni el avión. Una sociedad socialista sería inconcebible en nuestros tiempo sin el libre uso de todos esos bienes.
«El estadio inferior del comunismo», para emplear el término de Marx, comienza en el nivel más avanzado al que ha llegado el capitalismo, y el programa real de los próximos periodos quinquenales de las repúblicas soviéticas consiste en «alcanzar a Europa y América». Para la creación de una red de gasolineras y de autopistas en la URSS se necesita mucho más tiempo y dinero que para importar de América fábricas de automóviles listas, y aun que para apropiarse de su técnica. ¿Cuántos años se necesitarán para dar a todo ciudadano la posibilidad de usar un automóvil en todas direcciones y sin encontrar dificultades para obtener gasolina? En la sociedad bárbara, el peatón y el caballero formaban dos clases. El automóvil no diferencia menos a la sociedad que el caballo de silla. Mientras que el modesto Ford continúe siendo el privilegio de una minoría, todas las relaciones y todos los hábitos propios de la sociedad burguesa siguen en pie. Con ellos subsiste el Estado, guardián de la desigualdad.
Partiendo únicamente de la teoría marxista de la dictadura del proletariado, Lenin no pudo, ni en su obra capital sobre el problema (El Estado y la Revolución), ni en el programa del partido, obtener sobre el carácter del Estado todas las deducciones impuestas por la condición atrasada y el aislamiento del país. Al explicar la supervivencia de la burocracia por la inexperiencia administrativa de las masas y las dificultades nacidas de la guerra, el programa del partido prescribe medidas puramente políticas para vencer las «deformaciones burocráticas» (elegibilidad y revocabilidad en cualquier momento de todos los mandatarios, supresión de los privilegios materiales, control activo de las masas). Se pensaba que con estos medios, el funcionario cesaría de ser un jefe para transformarse en un simple agente técnico, por otra parte provisional, mientras que el Estado poco a poco abandonaba la escena sin ruido.
Esta subestimación manifiesta de las dificultades se explica porque el programa se fundaba enteramente y sin reservas sobre una perspectiva internacional. «La Revolución de Octubre ha realizado en Rusia la dictadura del proletariado (…). La era de la revolución proletaria, comunista, universal, se ha abierto». Estas son las primeras líneas del programa. Los autores de este documento no se asignaban como único fin «la edificación del socialismo en un solo país» -semejante idea no se le ocurría a nadie, y a Stalin menos que a nadie-, y no se preguntaban qué carácter revestiría el Estado soviético si tuviera que realizar solo, durante veinte años, las tareas económicas y culturales desde hacía largo tiempo realizadas por el capitalismo avanzado.
Sin embargo, la crisis revolucionaria de postguerra no produjo la victoria del socialismo en Europa: la socialdemocracia salvó a la burguesía. El periodo que para Lenin y sus compañeros de armas debía ser una corta «tregua» se convirtió en toda una época de la historia. La contradictoria estructura social de la URSS y el carácter ultra burocrático del Estado soviético, son las consecuencias directas de esta singular «dificultad» histórica imprevista, que al mismo tiempo arrastró a los países capitalistas al fascismo o a la reacción prefascista.
Si la tentativa primitiva -crear un Estado libre de burocracia- tropezó, en primer lugar, con la inexperiencia de las masas en materia de autoadministración, con la falta de trabajadores cualificados leales al socialismo, etc., no tardarían en dejarse sentir otras dificultades posteriores. La reducción del Estado a funciones «de censo y de control», mientras que las funciones coercitivas debían debilitarse sin cesar, como lo exigía el programa, suponía cierto bienestar. Esta condición necesaria faltaba. El socorro de Occidente no llegaba. El poder de los soviets democráticos resultaba molesto y aun intolerable cuando se trataba de servir a los grupos privilegiados más indispensables para la defensa, para la industria, para la técnica, para la ciencia. Una poderosa casta de especialistas del reparto se formó y fortificó gracias a la maniobra nada socialista de quitarle a diez personas para darle a una.
¿Cómo y por qué los inmensos progresos económicos de los últimos tiempos en lugar de suavizar la desigualdad la han agravado, aumentando más todavía la burocracia; cómo una «deformación» se ha transformado en un sistema de gobierno? Antes de responder a esta pregunta, escuchemos lo que los jefes más autorizados de la burocracia soviética dicen de su propio régimen.
¿El error teórico de la burocracia consiste entonces en la premisa principal o en la deducción? En ambas partes. Respecto a las primeras declaraciones sobre la «victoria total», la Oposición de Izquierda contestó: no puede limitarse a considerar las simples formas jurídico-sociales de las relaciones aún contradictorias y poco maduras de la agricultura, haciendo abstracción del criterio principal: el nivel alcanzado por las fuerzas productivas. Las formas jurídicas mismas tienen un contenido social que varía profundamente según el grado de desarrollo de la técnica: «El derecho no puede jamás elevarse sobre el régimen económico y el desarrollo cultural de la sociedad condicionada por este régimen» (Marx). Las formas soviéticas de la propiedad, fundadas sobre las adquisiciones más recientes de la técnica americana y extendidas a todas las ramas de la economía producirían el primer periodo del socialismo. Las formas soviéticas, ante el bajo rendimiento del trabajo, no significan más que un régimen transitorio cuyos destinos aún no han sido sopesados definitivamente por la historia.
«¿No es monstruoso? -escribíamos en marzo de 1932-. El país no sale de la penuria de mercancías, el avituallamiento se interrumpe a cada instante, los niños carecen de leche y los oráculos oficiales proclaman que ‘el país ha entrado en el periodo socialista’. ¿Es posible comprometer más torpemente al socialismo?» Karl Radek, entonces unos de los publicistas en boga de los medios dirigentes soviéticos, replicaba a esta objeción en un número especial del Berliner Tageblatt dedicado a la URSS (mayo de 1932), en los términos siguientes, dignos de ser conservados para la posteridad: «La leche es el producto de la vaca, no socialismo; y se necesita realmente confundir el socialismo con la imagen del país en que corren ríos de leche para no comprender que un país puede elevarse a un grado superior de desarrollo sin que, momentáneamente, la situación material de las masas populares mejore sensiblemente». Estas líneas fueron escritas en un momento en que el país era azotado por un hambre terrible.
El socialismo es el régimen de la producción planificada para la mejor satisfacción de las necesidades del hombre, sin lo cual no merece ese nombre . Si las vacas se declaran propiedad colectiva, pero si hay demasiado pocas o si su producto es insuficiente, comienzan los conflictos por la falta de leche: entre la ciudad y el campo, entre los koljoses y los cultivadores independientes, entre las diversas capas del proletariado, entre la burocracia y el conjunto de trabajadores. Y justamente a causa de la socialización de las vacas, los campesinos las sacrificaron en masa. Los conflictos sociales engendrados por la indigencia pueden, a su vez, hacer que se regrese a «todo el antiguo caos». Tal fue el sentido de nuestra respuesta.
En su resolución del 20 de agosto de 1935, el VII Congreso de la Internacional Comunista certifica solemnemente que «la victoria definitiva e irrevocable del socialismo y la consolidación, en todos los aspectos, del Estado de la dictadura del proletariado» son en la URSS el resultado de los éxitos de la industria nacionalizada, de la eliminación de los elementos capitalistas y de la liquidación de los kulaks como clase. A pesar de su apariencia categórica, la afirmación de la Internacional Comunista es profundamente contradictoria: si el socialismo ha vencido «definitiva e irrevocablemente», no como principio, sino como organización social viva, la nueva «consolidación de la dictadura» es un absurdo evidente. Inversamente, si la consolidación de la dictadura responde a las necesidades reales del régimen, es porque aún estamos lejos de la victoria del socialismo. Todo político capaz de pensar de un modo realista, para no hablar de los marxistas, debe comprender que la necesidad misma de «consolidar» la dictadura, es decir, la imposición gubernamental, no prueba el triunfo de una armonía social sin clases, sino el crecimiento de nuevos antagonismos sociales. ¿Cuál es su base? La penuria de los medios de existencia, resultado del bajo rendimiento del trabajo.
Lenin caracterizó un día al socialismo con estas palabras: «El poder de los soviets más la electrificación». Esta definición epigramática, cuya estrechez respondía a fines de propaganda, suponía, en todo caso, como punto de partida mínimo, el nivel capitalista -cuando menos- de electrificación. Pero todavía en la actualidad la URSS dispone por habitante de tres veces menos energía eléctrica que los países capitalistas avanzados. Teniendo en cuenta que mientras tanto los soviets han cedido el lugar a un aparato independiente de las masas, no queda a la Internacional Comunista más que proclamar que el socialismo es el poder de la burocracia más una tercera parte de la electrificación capitalista. Esta definición será de una exactitud fotográfica, pero el socialismo tiene poco sitio en ella.
En su discurso a los estajanovistas, en noviembre de 1935, Stalin, de acuerdo con el fin empírico de esta conferencia, declaró bruscamente: «¿Por qué el socialismo puede, debe vencer y vencerá al sistema capitalista? Porque puede y debe dar (…) un rendimiento más elevado del trabajo». Refutando incidentalmente la resolución de la Internacional Comunista adoptada tres meses antes, así como sus propias declaraciones reiteradas sobre este asunto, Stalin habla esta vez de la «victoria» futura: el socialismo vencerá al sistema capitalista, cuando lo sobrepase en el rendimiento del trabajo. Vemos que no solamente los tiempos del verbo cambian con las circunstancias; los criterios sociales evolucionan también. Seguramente, para el ciudadano soviético no es fácil seguir «la línea general».
En fin, el 1 de marzo de 1936, en su conversación con Roy Howard, Stalin da una nueva definición del régimen soviético: «La organización social que hemos creado, llámese soviética o socialista, no está completamente terminada, pero en el fondo es una organización socialista de la sociedad». Esta definición intencionalmente difusa, encierra casi tantas contradicciones como palabras. La organización social es calificada de «soviética socialista». Pero los soviets representan una forma de Estado y el socialismo es un régimen social. Estos términos, lejos de ser idénticos, desde el punto de vista que nos ocupa, son opuestos: los soviets deben desaparecer a medida que la organización social se haga socialista, así como los andamios se retiran cuando la construcción está terminada. Stalin introduce una corrección: «el socialismo no está completamente terminado». ¿Qué quiere decir este «no completamente»? ¿Falta el 5% o el 75%? No lo dice, así como se abstiene de decirnos lo que hay que entender por el «fondo» de la organización socialista de la sociedad. ¿Las formas de la propiedad o la técnica? La oscuridad misma de esta definición significa un retroceso con relación a las fórmulas infinitamente más categóricas de 1931 y 1935. Un paso más en este camino y habría que reconocer que la raíz de toda organización social está en las fuerzas productivas, y que esta raíz soviética es justamente demasiado débil aún para la planta socialista y para la felicidad humana que es su coronación.
IV – La lucha por el rendimiento del trabajo
Hemos tratado de poner a prueba al régimen soviético desde el punto de vista del Estado. Podemos hacer lo mismo desde el punto de vista de la circulación monetaria. Los dos problemas, el del Estado y el del dinero, tienen diversos aspectos comunes, pues se reducen ambos, a fin de cuentas, al problema de problemas que es el rendimiento del trabajo. La imposición estatal y la imposición monetaria son una herencia de la sociedad dividida en clases, que no puede determinar las relaciones entre los hombres más que ayudándose de fetiches religiosos o laicos, a los que coloca bajo la protección del más temible de ellos, el Estado -con un gran cuchillo entre los dientes-. En la sociedad comunista, el Estado y el dinero desaparecerán y su agonía progresiva debe comenzar en el régimen soviético. No se podrá hablar de victoria real del socialismo más que a partir del momento histórico en que el Estado sólo lo sea a medias y en que el dinero comience a perder su poder mágico. Esto significará que el socialismo, liberándose de fetiches capitalistas, comenzará a establecer relaciones más límpidas, más libres y más dignas entre los hombres.
Los postulados de «abolición» del dinero, de «abolición» del salario, o de «eliminación» del Estado y de la familia, característicos del anarquismo, sólo pueden presentar interés como modelos de pensamiento mecánico. El dinero no puede ser «abolido» arbitrariamente, no podrían ser «eliminados» el Estado y la familia; tienen que agotar antes su misión histórica, perder su significado y desaparecer. El fetichismo y el dinero sólo recibirán el golpe de gracia cuando el crecimiento ininterrumpido de la riqueza social libre a los bípedos de la avaricia por cada minuto suplementario de trabajo y del miedo humillante por la magnitud de sus raciones. Al perder su poder para proporcionar felicidad y para hundir en el polvo, el dinero se reducirá a un cómodo medio de contabilidad para la estadística y para la planificación; después, es probable que ya no sea necesario ni aun para esto. Pero estos cuidados debemos dejarlos a nuestros bisnietos, que seguramente serán más inteligentes que nosotros.
La nacionalización de los medios de producción, del crédito, la presión de las cooperativas y del Estado sobre el comercio interior, el monopolio del comercio exterior, la colectivización de la agricultura, la legislación sobre la herencia, imponen estrechos límites a la acumulación personal de dinero y dificultan la transformación del dinero en capital privado (usuario, comercial e industrial). Sin embargo, esta función del dinero, unida a la explotación no podrá ser liquidada al comienzo de la revolución proletaria, sino que será transferida, bajo un nuevo aspecto, al Estado comerciante, banquero e industrial universal. Por lo demás, las funciones más elementales del dinero, medida de valor, medio de circulación y de pago, se conservarán y adquirirán, al mismo tiempo, un campo de acción más amplio que el que tuvieron en el régimen capitalista.
La planificación administrativa ha demostrado suficientemente su fuerza y, al mismo tiempo, sus limitaciones. Un plan económico concebido a priori, sobre todo en un país de 170 millones de habitantes y atrasado, que sufre las contradicciones entre el campo y la ciudad, no es un dogma inmutable sino una hipótesis de trabajo que debe ser verificada y transformada durante su ejecución. Se puede hasta dar esta regla: mientras la dirección administrativa está más ajustada a un plan, más difícil es la situación de los dirigentes de la economía. Dos palancas deben servir para reglamentar y adaptar el plan: una palanca política, creada por la participación real de las masas en la dirección, lo que no se concibe sin democracia soviética; y una palanca financiera resultante de la verificación efectiva de los cálculos a priori, por medio de un equivalente general, lo que es imposible sin un sistema monetario estable.
El papel del dinero en la economía soviética, lejos de haber terminado, debe desarrollarse a fondo. La época transitoria entre el capitalismo y el socialismo, considerada en su conjunto, no exige la disminución de la circulación de mercancías, sino, por el contrario, su extremo desarrollo. Todas las ramas de la industria se transforman y crecen, se crean nuevas incesantemente, y todas deben determinar cuantitativa y cualitativamente sus situaciones recíprocas. La liquidación simultánea de la economía rural que producía para el consumo individual y el de la familia, significa la entrada en la circulación social, y por tanto, en la circulación monetaria, de toda la energía de trabajo que se dispersaba antes en los límites de una granja o de las paredes de una habitación. Por primera vez en la historia, todos los productos y todos los servicios pueden cambiarse unos por otros.
Por otra parte, el éxito de una edificación socialista no se concibe sin que el sistema planificado esté integrado por el interés personal inmediato, por el egoísmo del productor y del consumidor, factores que no pueden manifestarse útilmente si no disponen de ese medio habitual, seguro y flexible, el dinero. El aumento del rendimiento del trabajo y la mejora en la calidad de la producción son absolutamente imposibles sin un patrón de medida que penetre libremente en todos los poros de la economía, es decir, una firme unidad monetaria. Se desprende claramente de esto que en la economía transitoria, como en el régimen capitalista, la única moneda verdadera es la que se basa sobre el oro. Cualquier otra moneda no será más que un sucedáneo. Es verdad que el Estado soviético es a la vez el dueño de la masa de mercancías y de los órganos de emisión; pero esto no altera el problema: las manipulaciones administrativas concernientes a los precios fijos de las mercancías no crean, de ninguna manera, una unidad monetaria estable ni la sustituyen para el comercio interior ni, con mucha razón, para el comercio exterior.
Privado de una base propia, es decir, de una base-oro, el sistema monetario de la URSS, así como el de diversos países capitalistas, tiene forzosamente un carácter cerrado: el rublo no existe para el mercado mundial. Si la URSS puede soportar mucho mejor que Italia o Alemania las desventajas de un sistema de este género, es, en parte, gracias al monopolio del comercio exterior y, principalmente, gracias a las riquezas naturales del país que son lo único que le permite no ahogarse en las garras de la autarquía. Pero la tarea histórica no consiste en no ahogarse sino en crear, frente a las más altas adquisiciones del mercado mundial, una poderosa economía completamente racional que asegure el mejor empleo del tiempo y, por tanto, el desarrollo más elevado de la cultura.
La economía soviética es precisamente la que, atravesando incesantes revoluciones técnicas y experiencias grandiosas, tiene la mayor necesidad de una constante verificación por medio de una medida estable de valor. En teoría, es indudable que, si la URSS hubiera dispuesto de un rublo-oro, el resultado de los planes quinquenales hubiera sido infinitamente mejor que el obtenido hasta ahora. Pero no puede juzgarse sobre lo que no existe. Sin embargo, no hay que hacer de la necesidad virtud pues esto nos llevaría a nuevas pérdidas y a nuevos errores económicos.
La restauración del rublo en 1922-24, en conexión con el paso a la NEP, está indisolublemente ligada a la restauración de las «normas del derecho burgués»en el terreno del reparto de los artículos de consumo. Cuando el Gobierno se inclinaba en favor del cultivador, el chervonets fue objeto de sus atenciones. Por el contrario, todas las esclusas de la inflación fueron abiertas durante el primer periodo quinquenal. De 700 millones de rublos a comienzos de 1925, la suma total de las emisiones pasó, a comienzos de 1928, a la cifra relativamente modesta de 1.700 millones que casi igualó a la circulación de papel-moneda del Imperio en vísperas de la guerra, pero evidentemente sin la antigua base metálica. Más tarde, la curva de la inflación da de año en año estos saltos febriles: 2.000, 2.800, 4.300, 5.500, 8.400. La última cifra, 8.400 millones de rublos, se alcanzó al comenzar el año de 1933. En este punto comienzan años de reflexión y de retirada: 6.690, 7.700, 7.900 (1935).
El rublo de 1924, oficialmente cotizado a 13 francos, cayó en noviembre de 1935 a 3 francos, o sea más de cuatro veces; casi tanto como el franco francés después de la guerra. Ambas situaciones, la antigua y la nueva, son muy convencionales; la capacidad de compra del rublo, en precios mundiales, no llega probablemente a 1,5 francos. Pero la importancia de la devaluación muestra, sin embargo, cuál fue el descenso vertiginoso de las divisas soviéticas hasta 1934.
En lo más fuerte de su aventurerismo económico, Stalin prometió enviar a la NEP, es decir al mercado, «al diablo». Toda la prensa habló, como en 1918, de la sustitución definitiva de la compraventa por un «reparto socialista directo», cuya cartilla de racionamiento era el signo exterior. La inflación fue categóricamente negada como un fenómeno extraño, de manera general, al sistema soviético. «La estabilidad de la divisa soviética -decía Stalin en enero de 1933-, está asegurada, ante todo, por las enormes cantidades de mercancías que el Estado posee y que pone en circulación con precios fijos». Aunque este enigmático aforismo no haya sido desarrollado ni comentado (y, en parte, por esto mismo), se convirtió en la ley fundamental de la teoría monetaria soviética o, más exactamente, de la inflación negada. El chervonets ya no era un equivalente general, no era más que la sombra general de una «enorme» cantidad de mercancías, cosa que le permitía alargarse y encogerse como toda sombra. Si esta doctrina consoladora tenía un sentido, no era más que éste: la moneda soviética había dejado de ser una moneda; ya no era medida de valor; los «precios estables» estaban fijados por el Gobierno; el chervonets ya no era más que el signo convencional de la economía planificada, una especie de carta de reparto universal; en una palabra, el socialismo había vencido «definitivamente y sin retorno».
Las ideas más utópicas del comunismo de guerra reaparecían sobre una base económica nueva, un poco más elevada es cierto, pero, ¡ay!, todavía completamente insuficiente para la liquidación del dinero. En los medios dirigentes prevalecía la opinión de que la inflación no era de temerse en una economía planificada. Era tanto como decir que una vía de agua no es peligrosa a bordo con tal de que se posea una brújula. En realidad, como la inflación monetaria conduce invariablemente a la del crédito, sustituye con valores reales y devora en el interior a la economía planificada.
Es inútil decir que la inflación significaba el cobro de un impuesto extremadamente pesado a las masas trabajadoras. En cuanto a sus ventajas para el socialismo, son más que dudosas. El aparato de la producción continuaba, es cierto, creciendo rápidamente, pero la eficiencia económica de las vastas empresas nuevamente construidas era apreciada por medio de la estadística y no por medio de la economía. Mandando al rublo, es decir, dándole arbitrariamente diversas capacidades de compra en las diversas capas de la población, la burocracia se privó de un instrumento indispensable para la medida objetiva de sus propios éxitos y fracasos. En ausencia de una contabilidad exacta, ausencia enmascarada en el papel por las combinaciones del «rublo convencional», se llegaba, en realidad, a la pérdida del estímulo individual, al bajo rendimiento del trabajo y a una calidad aún más baja de las mercancías.
El mal adquirió, desde el primer periodo quinquenal, proporciones amenazadoras. En julio de 1931, Stalin formuló sus conocidas «seis condiciones», cuyo objeto era disminuir los precios de costo. Estas «condiciones» (salario conforme al rendimiento individual del trabajo, cálculo del precio de costo, etc), no tenían nada de nuevo: las «normas del derecho burgués» databan del comienzo de la NEP y habían sido desarrolladas en el XII Congreso del partido a principios de 1923. Stalin no tropezó con ellas sino hasta 1931, obligado por la eficacia decreciente de las inversiones en la industria. Durante los dos años siguientes casi no apareció artículo en la prensa soviética en el que no se invocara el poder salvador de las «condiciones». Pero la inflación continuaba y las enfermedades que provocaba no se prestaban, naturalmente, al tratamiento. Las severas medidas de represión tomadas en contra de los saboteadores ya no daban resultados.
Actualmente parece casi inverosímil que la burocracia, a pesar de que ha declarado la guerra al «anonimato» y al «igualitarismo» en el trabajo, es decir, al trabajo medio pagado con un salario «medio» igual para todos, ha enviado «al diablo» a la NEP, o en otras palabras, a la evaluación monetaria de las mercancías, incluida la fuerza de trabajo. Restableciendo, por una parte, las «normas burguesas», destruía, por otra, el único instrumento útil. La sustitución del comercio por los «almacenes reservados» y el caos de los precios, hacían necesariamente que desapareciera toda correspondencia entre el trabajo individual y el salario individual; suprimiendo así el estímulo del interés personal del obrero.
Las prescripciones más severas referentes a los cálculos económicos, la calidad de los productos, el precio de costo, el rendimiento del trabajo, se balanceaban en el vacío. Lo que no impedía, absolutamente, que los dirigentes imputaran todos los fracasos a la no aplicación intencionada de las seis recetas de Stalin. La alusión más prudente a la inflación se transformaba en un crimen. Las autoridades daban pruebas de la misma buena fe al acusar a veces a los maestros de escuela de descuidar las reglas de higiene, al mismo tiempo que les prohibían invocar la falta de jabón.
El problema de los destinos del chervonets había ocupado el primer lugar en la lucha de las fracciones del partido bolchevique. La plataforma de la Oposición (1927) exigía «la estabilidad absoluta de la unidad monetaria». Esta reivindicación fue un leitmotiv durante los años siguientes. «Detener con mano de hierro la inflación -escribía el órgano de la Oposición en el extranjero, en 1932- y restablecer una firme unidad monetaria» -aunque fuese al precio de una «reducción atrevida de las inversiones de capitales…». Los apologistas de la «lentitud de tortuga» y los superindustrialistas parecían haber invertido sus papeles. Respondiendo a la fanfarronada del mercado «enviado al diablo», la Oposición recomendaba a la Comisión del Plan que colocara inscripciones diciendo que «la inflación es la sífilis de la economía planificada».
Cuando la política campesina se orientaba hacia el cultivador acomodado, se suponía que la transformación socialista de la agricultura, sobre las bases de la NEP, se realizaría en decenas de años por las cooperativas. Abarcando uno después de otro el control de las existencias, de la venta, del crédito, las cooperativas debían, al fin, socializar la producción. Esto se llamaba el «plan de cooperativas de Lenin». La realidad siguió, ya lo sabemos, un camino completamente diferente, o más bien opuesto -el de la expropiación por la fuerza y el de la colectivización integral-. Ya no se habló de la socialización progresiva de las diversas funciones económicas a medida que los recursos materiales y culturales lo hacían posible. La colectivización se hizo como si se tratara de establecer inmediatamente el régimen comunista en la agricultura.
Esto tuvo por consecuencia, además de destruir más de la mitad del ganado, un hecho aún más grave: la indiferencia completa de los koljosniki -trabajadores de los koljoses- por la propiedad socializada y por los resultados de su propio trabajo. El Gobierno practicó una retirada desordenada. Los campesinos tuvieron de nuevo pollos, cerdos, corderos, vacas, a título privado. Recibieron parcelas próximas a sus habitaciones. La película de la colectivización se desarrolló en sentido inverso.
Para este restablecimiento de las empresas individuales, el Gobierno aceptó un compromiso, pagando en cierto modo un rescate a las tendencias individualistas del campesino. Los koljoses subsistían. Esta retirada podría parecer, a primera vista, secundaria. En verdad sería impropio exagerar su alcance. Si no se toma en cuenta a la aristocracia del koljós, por el momento las necesidades medias del campesino se cubren más ampliamente por su trabajo «para sí mismo» que por su participación en el koljós. Sucede frecuentemente que la renta de su parcela individual, sobre todo si se dedica a un cultivo técnico, a la horticultura o a la cría de ganado, es dos o tres veces más elevada que su salario en la empresa colectiva. Este hecho, comprobado por la prensa soviética, hace resaltar con vigor, por una parte, el despilfarro completamente bárbaro de la fuerza de trabajo de decenas de millones de hombres en los cultivos y, con mayor razón aún, de la de las mujeres, y por otra, el bajísimo rendimiento del trabajo de los koljoses.
Para reanimar a la gran agricultura colectiva se necesitó hablar de nuevo al campesino en un idioma inteligible para él; regresar, en otros términos, de los impuestos en especies al comercio; reabrir los mercados; en una palabra, pedir nuevamente al diablo, la NEP, que prematuramente se había puesto a su disposición. El paso a una contabilidad monetaria más o menos estable fue también la condición necesaria del desarrollo ulterior de la agricultura.
La experiencia ya ha pronunciado su fallo decisivo a este respecto. El precio «directivo» no tiene en la vida el aspecto impresionante que tenía en los libros sabios. Para una sola mercancía se establecían precios de diferentes categorías. En sus amplios intersticios se agitaban libremente toda clase de especulaciones, de parasitismo y otros vicios, mucho más como una regla que como excepción. Igualmente, el chervonets, que debía ser la sombra estable de los precios firmes, no fue más que la sombra de sí mismo.
De nuevo hubo necesidad de cambiar bruscamente de orientación, a causa, esta vez, de las dificultades que nacían de los éxitos económicos. El año de 1935 se inauguró con la supresión de las cartillas de pan; en octubre se suprimieron las cartillas para los demás víveres; las de los artículos de primera necesidad desaparecieron en enero de 1936 aproximadamente. Las relaciones económicas de los trabajadores de las ciudades y del campo con el Estado volvían al idioma monetario. El rublo se revelaba como el medio de una acción de la población sobre los planes económicos, comenzando por la calidad y la cantidad de los artículos de consumo. La economía soviética no puede ser racionalizada de ninguna otra manera.
El presidente de la Comisión del Plan declaraba en diciembre de 1935: «El sistema actual de las relaciones entre los bancos y la economía debe ser revisado; los bancos tienen la misión de ejercer en realidad el control del rublo». Así sucumbían las supersticiones del plan administrativo y las ilusiones del precio administrativo. Si la aproximación al socialismo significaba, en la esfera monetaria, el acercamiento del rublo a la cartilla de racionamiento, habría que considerar que las reformas de 1935 alejaban del socialismo. Pero esta apreciación sería groseramente errónea. La eliminación de la cartilla por el reconocimiento de la necesidad de crear las primeras bases del rublo no es más que la renuncia a una ficción y al franco socialismo, volviendo a los métodos burgueses de reparto.
En la sesión del Comité Ejecutivo Central de los Soviets, en enero de 1935, el Comisario del Pueblo para las finanzas declaraba: «El rublo soviético es firme como ninguna otra divisa del mundo». Sería un error no ver en estas palabras más que una fanfarronada. El presupuesto de la URSS señala cada año un excedente de ingresos sobre los egresos. El comercio exterior, poco importante, es cierto, tiene una balanza activa. La reserva de oro del Banco del Estado, que no era en 1926 más que de 164 millones de rublos, sobrepasa actualmente el millar de millones. La extracción de oro aumenta rápidamente; bajo este aspecto, la URSS cuenta con alcanzar en 1936 el primer lugar en el mundo. El aumento de la circulación de mercancías se ha hecho impetuoso a partir del renacimiento del mercado. La inflación ha sido prácticamente detenida desde 1934. Los elementos para dar una cierta estabilidad al rublo ya existen. No obstante, la declaración del Comisario para las finanzas debe explicarse por cierta inflación de optimismo. Si el rublo soviético tiene un firme apoyo en el desarrollo general de la economía, el precio de costo excesivo es su talón de Aquiles. No será la unidad monetaria más firme del mundo hasta que el rendimiento del trabajo soviético sobrepase el nivel mundial, es decir, cuando haya que pensar en su muerte.
Desde el punto de vista técnico, el rublo está menos capacitado aún para pretender la paridad. Con una reserva de oro de más de mil millones, el país tiene cerca de 8.000 millones-papel en circulación; es decir, una garantía del 12,5%, únicamente. En este momento, el oro del Banco del Estado es más bien una reserva intangible para el caso de guerra, que no la base del sistema monetario. Es indudable que recurrir al patrón-oro para dar más precisión a los planes económicos y simplificar las relaciones con el extranjero, no está excluido en teoría, en una fase más elevada de la evolución. Antes de expirar, el sistema monetario puede recobrar una vez más el brillo del oro puro. Este problema, en todo caso, no se plantea para mañana.
No puede hablarse de la paridad-oro en un porvenir próximo sino en la medida en que el Gobierno, formando una reserva-oro, trate de aumentar, aunque fuese teóricamente, el porcentaje de la garantía; en la medida en que las emisiones estén limitadas por razones objetivas independientes de la voluntad de la burocracia, el rublo soviético puede adquirir una estabilidad, cuando menos relativa. Las ventajas de ello serían enormes: renunciando a la inflación, el sistema monetario, aunque privado de las ventajas de la paridad-oro, contribuiría, ciertamente, a curar muchas llagas profundas del organismo económico resultante del subjetivismo burocrático de años anteriores.
Mólotov, que -hagámosle justicia- algunas veces se emancipa de las frases rituales algo más que los otros líderes soviéticos, decía en enero de 1935 durante la sesión del Ejecutivo: «El nivel medio del rendimiento del trabajo (…) entre nosotros es aún sensiblemente inferior al de Europa o América». Hubiera sido necesario precisar más o menos en estos términos: este nivel es tres, cinco y hasta diez veces inferior al de Europa o América, lo que hace que nuestro precio de costo sea mucho más elevado. En el mismo discurso Mólotov hace esta confesión más general: «El nivel medio de cultura de nuestros obreros todavía es inferior al de los obreros de los diversos países capitalistas». Habría que añadir: su condición material media, también lo es. Es superfluo subrayar el implacable rigor con que estas palabras lúcidas, incidentalmente pronunciadas, refutan las habladurías le innumerables personajes oficiales y las dulzonas digresiones de «amigos» extranjeros.
La lucha por el aumento del rendimiento del trabajo, unida a la preocupación por la defensa, constituye el contenido esencial de la actividad del Gobierno soviético. En las diversas etapas de la evolución de la URSS, esta lucha ha revestido diversas formas. Los métodos de las «brigadas de choque» aplicados durante la ejecución del primer plan quinquenal y al principio del segundo, se fundaban sobre la agitación, el ejemplo personal, la presión administrativa y toda clase de estímulos y de privilegios concedidos a los grupos. La tentativa de establecer una especie de trabajo a destajo sobre las bases de las «seis condiciones» de 1931, chocaron con una moneda fantasma y con la diversidad de precios. El sistema del reparto estatal de los productos sustituyó a la flexible diferenciación de las remuneraciones del trabajo a base de «primas», que significaban en realidad una arbitrariedad burocrática. La caza de privilegios hacía entrar en las filas de los trabajadores de choque a un número creciente de «listos» escudados en sus influencias. El sistema entero concluyó por encontrarse en contradicción con los principios que se proponía.
La supresión de las cartillas de racionamiento, el comienzo de la estabilización del rublo y la unificación de los precios, fueron los únicos que permitieron el trabajo por piezas o a destajo. El movimiento Stajanov sucedió sobre esta base a las brigadas de choque.
ersiguiendo el rublo que adquiere una importancia más real, los obreros se muestran más atentos a sus máquinas y sacan mejor partido de su tiempo. El movimiento Stajanov se reduce, en gran parte, a la intensificación del trabajo y aun a la prolongación de la jornada de trabajo; los estajanovistas ordenan sus locales y sus instrumentos, preparan las materias primas, dan (los brigadieres) instrucciones a las brigadas fuera del tiempo de trabajo. De la jornada de siete horas no queda, muchas veces, más que el nombre.
El secreto del trabajo a destajo, este sistema de superexplotación sin coerción visible, no lo han inventado los administradores soviéticos. Marx lo consideraba como «el que correspondía mejor al modo capitalista de producción». Los obreros recibieron esta innovación con antipatía, incluso con una hostilidad marcada; y hubiera sido antinatural esperar otra actitud de su parte. La participación de verdaderos entusiastas socialistas en el movimiento Stajanov, no es, sin embargo, discutible. La masa principal de obreros aborda la nueva retribución del trabajo desde el punto de vista del rublo, y se ve obligado a comprobar frecuentemente que el rublo ha adelgazado.
Aunque el regreso del Gobierno soviético al trabajo a destajo después de la «victoria definitiva y sin regreso del socialismo», pueda parecer a primera vista una retirada, hay que repetir, en realidad, lo que se dijo de la rehabilitación del rublo: no se trata de una renuncia al socialismo, sino del abandono de burdas ilusiones. La forma del salario está, simplemente, mejor adaptada a los recursos reales del país: «El derecho jamás puede elevarse sobre el régimen económico».
Pero los medios dirigentes de la URSS no pueden pasarse sin el camouflage social. El presidente de la Comisión del Plan, Mezhlauk, proclamaba en la sesión del Ejecutivo de 1936 que «el rublo se transforma en el único y verdadero medio de realizar el principio socialista (!) de la remuneración del trabajo». Si todo era real en las antiguas monarquías, todo, hasta las vespasianas, no hay que deducir de ahí que todo se hace socialista, por la fuerza de las cosas, en el Estado obrero. El rublo es el «único y verdadero medio» de aplicar el principio capitalista de la remuneración del trabajo, aunque sea sobre la base de las formas sociales de la propiedad; ya conocemos esta contradicción. Para justificar el nuevo método de trabajo a destajo «socialista», Mezhlauk añade: «El principio fundamental del socialismo, es que cada uno trabaje según sus capacidades y que gane según el trabajo proporcionado». Realmente a estos señores no les inquieta la teoría. Cuando el ritmo de trabajo está determinado por la caza del rublo, las gentes no trabajan según sus «capacidades», es decir, según el estado de sus músculos y de sus nervios, sino que se ejercen violencia a sí mismos. En rigor, este método no puede justificarse más que invocando la dura necesidad; erigirlo en «principio fundamental del socialismo» es arrojar al suelo las ideas de una cultura nueva y más elevada, con el objeto de hundirla en el acostumbrado lodazal del capitalismo.
En esta camino, Stalin da otro paso adelante cuando presenta el movimiento Stajanov como el que «prepara las condiciones de la transición del socialismo al comunismo». El lector verá ahora cuán importante era dar definiciones científicas de las nociones que se utilizan en la URSS con fines de utilidad administrativa. El socialismo, o fase inferior del comunismo, exige sin duda un control riguroso del trabajo y del consumo, pero, en todo caso, supone formas de control más humanas que las que ha Inventado el genio explotador del capitalismo. En la URSS vemos un material humano atrasado, que es implacablemente forzado al uso de la técnica tomada del capitalismo. En la lucha por alcanzar las normas europeas y americanas, los métodos clásicos de la explotación, como el salario a destajo, son aplicados bajo formas tan brutales y descarnadas que los mismos sindicatos reformistas no podrían tolerar en los países burgueses. La observación de que los obreros de la URSS trabajan «en su propio beneficio» no está justificada más que en la perspectiva de la historia y con la condición, diremos, anticipándonos a nuestro propósito, de que no se dejen degollar por una burocracia todopoderosa. En todo caso, la propiedad estatal de los medios de producción no transforma el estiércol en oro y no rodea de una aureola de santidad al sweating system -sistema del sudor- que agota la principal fuerza productiva: el hombre. En cuanto a la preparación de la «transición del socialismo al comunismo», comienza exactamente a la inversa, es decir, no por la introducción del trabajo a destajo, sino por la abolición de este trabajo considerado como una herencia de la barbarie.
Los mismos jefes se quejan, ya lo hemos visto, de la insuficiencia cultural de los obreros soviéticos en el trabajo. Esta no es más que una parte de la verdad, y la menos importante. El obrero ruso es comprensivo, listo, bien dotado. Cualquier centenar de obreros rusos, en las condiciones de la producción americana, por ejemplo, sólo necesitarían unos cuantos meses, si no es que semanas, para no dejarse ganar por las categorías correspondientes de obreros americanos. La dificultad reside en la organización general del trabajo. Ante las tareas modernas de la producción, el personal administrativo soviético suele estar mucho más atrasado que algunos obreros.
Con la nueva técnica, el salario a destajo debe llevar inevitablemente al aumento del bajo nivel actual de remuneración del trabajo. Pero la creación de las condiciones necesarias para esto, exige de la administración, comenzando por los jefes de taller para acabar con los dirigentes del Kremlin, una cualificación más alta. El movimiento Stajanov sólo responde en débil medida a esta necesidad. La burocracia trata fatalmente de saltar sobre las dificultades que no está capacitada para vencer. Como el salario a destajo no produce, por sí mismo, los milagros inmediatos que se esperaban de él, una presión administrativa viene en su ayuda: primas y reclamos, por una parte; castigo, por la otra.
Los comienzos del movimiento vinieron marcados por medidas de represión en masa contra el personal técnico, los ingenieros y los obreros acusados de sabotaje y, en ciertos casos, de asesinar a los estajanovistas. La severidad de estas medidas atestigua la fuerza de la resistencia. Los dirigentes explicaban este pretendido «sabotaje» por una oposición política; en realidad, sus causas residen generalmente en dificultades técnicas, económicas y culturales, provenientes, en gran parte, de la burocracia misma. Parece que el «sabotaje» fue roto rápidamente. Los descontentos se atemorizaron, los clarividentes callaron. Llovieron los telegramas anunciando éxitos sin precedentes. El hecho es que, mientras se trató de pioneros aislados, las administraciones locales, obedeciendo las órdenes recibidas, les facilitaron el trabajo con gran atención aunque fuera necesario sacrificar los intereses de otros obreros de la mina o del taller. Pero desde que los obreros se hicieron estajanovistas por centenares y millares, las administraciones cayeron en una confusión total. Como no pueden organizar en breve plazo el régimen de la producción, y como no tienen la posibilidad objetiva de hacerlo, tratan de hacer violencia a la mano de obra y a la técnica. Cuando el mecanismo del reloj se atrasa, se estimulan las ruedecillas dentadas con un clavo. El resultado de las «jornadas» y de las décadas Stajanov ha sido introducir el caos completo en muchas empresas. Esto explica el hecho asombroso de que el aumento del número de estajanovistas, vaya acompañado frecuentemente, no de un aumento, sino de una disminución del rendimiento general de las empresas.
El periodo «heroico» de ese movimiento parece haber sido sobrepasado. La actividad cotidiana ha comenzado, hay que aprender. Sobre todo los que enseñan a los otros, tienen mucho que aprender, pero son los que menos deseos tienen de hacerlo. En la economía soviética el taller que retrasa y paraliza a los demás sólo tiene un nombre: burocracia.
V – El termidor soviético
¿POR QUÉ HA VENCIDO STALIN?
El historiador de la URSS tendrá que reconocer que, en los grandes problemas, la política de la burocracia dirigente ha sido contradictoria y compuesta de una serie de zigzags. Explicar o justificar estos zigzags por el «cambio de circunstancias» es algo visiblemente inconsistente. En cierto modo, cuanto menos, gobernar es prever. La fracción Stalin no ha previsto para nada los inevitables resultados del desarrollo que persigue; ha reaccionado con reflejos administrativos creando, posteriormente a los hechos, una teoría de sus cambios de opinión, sin preocuparse de lo que proclamaba la víspera. Los hechos y los documentos indiscutibles también obligarán al historiador a aceptar que la Oposición de Izquierda analizó de una manera infinitamente más justa las evoluciones que se desarrollaban en el país, y que previó mucho mejor su curso posterior.
A primera vista, esta afirmación parece contradictoria por el simple hecho de que la fracción del partido menos capaz de prever alcanzó incesantes victorias, en tanto que el grupo más perspicaz fue de derrota en derrota. Esta objeción que se presenta espontáneamente al espíritu sólo es convincente para el que, aplicando a la política el pensamiento racionalista, no ve en ella más que un debate lógico o una partida de ajedrez. Pero en el fondo, la lucha política es la de los intereses y de las fuerzas, no la de los argumentos. Las cualidades de los que dirigen no son indiferentes para el resultado de los combates, pero no son el único factor ni el decisivo. Por lo demás, los campos adversos exigen jefes hechos a su imagen.
Si la Revolución de Febrero llevó al poder a Kerenski y a Tseretelli, no fue porque éstos hayan sido «más inteligentes» o «más hábiles» que la camarilla gobernante del zar, sino porque representaban, cuanto menos temporalmente, a las masas populares levantadas contra el antiguo régimen. Si Kerenski pudo lanzar a Lenin a la ilegalidad y encarcelar a otros líderes bolcheviques, no se debió a que sus cualidades personales le hubiesen dado la superioridad sobre ellos, sino a que la mayoría de los obreros y los soldados aún seguían en esos días a la pequeña burguesía patriota. La «superioridad» personal de Kerenski, si esta palabra no está mal empleada aquí, consistía, precisamente, en no ver más lejos que la gran mayoría. A su vez, los bolcheviques no vencieron a la democracia pequeño burguesa por la superioridad de sus jefes, sino gracias a un reagrupamiento de las fuerzas, cuando el proletariado consiguió por fin arrastrar al campesino descontento contra la burguesía.
La continuidad de las etapas de la Gran Revolución Francesa, tanto en su época ascendente como en su etapa descendente, muestra de una manera indiscutible que la fuerza de los «jefes» y de los «héroes» consistía, sobre todo, en su acuerdo con el carácter de las clases y de las capas sociales que los apoyaban ; sólo esta correspondencia, y no superioridades absolutas, permitió a cada uno de ellos marcar con su personalidad cierto periodo histórico. Hay, en la sucesión al poder de los Mirabeu, Brissot, Robespierre, Barras, Bonaparte, una legítima objetividad infinitamente más poderosa que los rasgos particulares de los protagonistas históricos mismos.
Se sabe suficientemente que hasta ahora todas las revoluciones han suscitado reacciones y aun contrarrevoluciones posteriores que, por lo demás, nunca han logrado que la nación vuelva a su primitivo punto de partida, aunque siempre se han adueñado de la parte del león en el reparto de las conquistas. Por regla general, los pioneros, los iniciadores, los conductores, que se encontraban a la cabeza de las masas durante el primer periodo, son las víctimas de la primera corriente de reacción, mientras que surgen al primer plano hombres del segundo, unidos a los antiguos enemigos de la revolución. Bajo este dramático duelo de corifeos sobre la escena política abierta, se ocultan los cambios habidos en las relaciones entre las clases y, no menos importante, profundos cambios en la psicología de las masas hasta hace poco revolucionarias.
Respondiendo a numerosos camaradas que se preguntaban con asombro lo que había pasado con la actividad del partido bolchevique y de la clase obrera, de su iniciativa revolucionaria, de su orgullo plebeyo, y cómo habían surgido, en lugar de estas cualidades, tanta villanía, cobardía, pusilanimidad y arribismo -Rakovski evocaba las peripecias de la Revolución Francesa del siglo XVIII y el ejemplo de Babeuf cuando, al salir de la prisión de la Abadía, se preguntaba también con estupor lo que había pasado con el pueblo heroico de los arrabales de París-. La revolución es una gran devoradora de energías individuales y colectivas: los nervios no la resisten, las conciencias se doblan, los caracteres se gastan. Los acontecimientos marchan con demasiada rapidez para que el aflujo de fuerzas nuevas pueda compensar las pérdidas. El hambre, la desocupación, la pérdida de los cuadros de la revolución, la eliminación de las masas de los puestos dirigentes, habían provocado tal anemia física y moral en los arrabales que se necesitaron más de treinta años para que se rehicieran.
La afirmación axiomática de los publicistas soviéticos de que las leyes de las revoluciones burguesas son «inaplicables» a la revolución proletaria, está completamente desprovista de contenido científico. El carácter proletario de la Revolución de Octubre resultó de la situación mundial y de cierta relación de las fuerzas en el interior. Pero las clases mismas que se habían formado en Rusia en el seno de la barbarie zarista y de un capitalismo atrasado, no se habían preparado especialmente para la revolución socialista. Antes al contrario, justamente porque el proletariado ruso, todavía atrasado en muchos aspectos, dio en unos meses el salto sin precedentes en la historia desde una monarquía semifeudal hasta la dictadura socialista, la reacción tenía ineludiblemente que hacer valer sus derechos en las propias filas revolucionarias. La reacción creció durante el curso de las guerras que siguieron; las condiciones exteriores y los acontecimientos la nutrieron sin cesar. Una intervención sucedía a la otra; los países de Occidente no prestaban ayuda directa; y en lugar del bienestar esperado, el país vio que la miseria se instalaba en él por mucho tiempo. Los representantes más notables de la clase obrera habían perecido en la guerra civil o, al elevarse unos grados, se habían separado de las masas. Así sobrevino, después de una tensión prodigiosa de las fuerzas, de las esperanzas, de las ilusiones, un largo periodo de fatiga, de depresión y de desilusión. El reflujo del «orgullo plebeyo» tuvo por consecuencia un aflujo de arribismo y de pusilanimidad. Estas mareas llevaron al poder a una nueva capa de dirigentes.
La desmovilización de un Ejército Rojo de cinco millones de hombres debía desempeñar en la formación de la burocracia un papel considerable. Los comandantes victoriosos tomaron los puestos importantes en los soviets locales, en la producción, en las escuelas, y a todas partes llevaron obstinadamente el régimen que les había hecho ganar la guerra civil. Las masas fueron eliminadas poco a poco de la participación efectiva del poder.
La reacción en el seno del proletariado hizo nacer grandes esperanzas y gran seguridad en la pequeña burguesía de las ciudades y del campo que, llamada por la NEP a una vida nueva, se hacía cada vez más audaz. La joven burocracia, formada primitivamente con el fin de servir al proletariado, se sintió el árbitro entre las clases, adquirió una autonomía creciente.
La situación internacional obraba poderosamente en el mismo sentido. La burocracia soviética adquiría más seguridad a medida que las derrotas de la clase obrera internacional eran más terribles. Entre estos dos hechos la relación no es solamente cronológica, es causal; y lo es en los dos sentidos: la dirección burocrática del movimiento contribuía a las derrotas; las derrotas afianzaban a la burocracia. La derrota de la insurrección búlgara y la retirada sin gloria de los obreros alemanes en 1923; el fracaso de una tentativa de sublevación en Estonia, en 1924; la pérfida liquidación de la huelga general en Inglaterra y la conducta indigna de los comunistas polacos durante el golpe de fuerza de Pilsudski, en 1926; la espantosa derrota de la Revolución China, en 1927; las derrotas, más graves aún, que siguieron en Alemania y en Austria: son las catástrofes mundiales que han arruinado la confianza de las masas en la revolución mundial y han permitido a la burocracia soviética elevarse cada vez más alta, como un faro que indicase el camino de la salvación.
A propósito de las causas de las derrotas del proletariado mundial durante los últimos trece años, el autor se ve obligado a referirse a sus obras anteriores, en las que ha tratado de poner de relieve el papel funesto de los dirigentes conservadores del Kremlin en el movimiento revolucionario de todos los países. Lo que aquí nos interesa sobre todo, es el hecho edificante e indiscutible de que las continuas derrotas de la revolución en Europa y Asia, al mismo tiempo que debilitan la situación internacional de la URSS han afianzado extraordinariamente a la burocracia soviética. Dos fechas son memorables, sobre todo, en esta serie histórica. En la segunda mitad del año 1923, la atención de los obreros soviéticos se concentró apasionadamente en Alemania, en donde el proletariado parecía tender la mano hacia el poder; la horrorizada retirada del Partido Comunista alemán fue una penosa decepción para las masas obreras de la URSS. La burocracia soviética desencadenó inmediatamente una campaña contra la «revolución permanente» e hizo sufrir a la Oposición de Izquierda su primera cruel derrota. En 1926-27, la población de la URSS tuvo un nuevo aflujo e esperanza; esta vez, todas las miradas se dirigieron a Oriente, en donde se desarrollaba el drama de la Revolución China. La Oposición de Izquierda se rehizo de sus reveses y reclutó nuevos militantes. A fines de 1927, la Revolución China fue torpedeada por el verdugo Chiang Kai-Chek, al que los dirigentes de la Internacional Comunista habían entregado, literalmente, los obreros y campesinos chinos. Una fría corriente de desencanto pasó sobre las masas de la URSS. Después de una campaña frenética en la prensa y en las reuniones, la burocracia decidió, por fin, arrestar en masa a los opositores (1928).
Decenas de millares de militantes revolucionarios se habían agrupado bajo la bandera de los bolcheviques-leninistas. Los obreros miraban a la Oposición con una simpatía evidente. Pero era una simpatía pasiva, pues ya no creían poder modificar la situación por medio de la lucha. En cambio, la burocracia afirmaba que «la Oposición se prepara a arrojarnos en una guerra revolucionaria por la revolución internacional. ¡Basta de trastornos! Hemos ganado un descanso. Construiremos en nuestro país la sociedad socialista. Contad con nosotros, que somos vuestros jefes». Esta propaganda del reposo, cimentando el bloque de los funcionarios y de los militares, encontraba indudablemente un eco en los obreros fatigados y, más aún, en las masas campesinas que se preguntaban si la Oposición no estaría realmente dispuesta a sacrificar los intereses de la URSS por la «revolución permanente». Los intereses vitales de la URSS estaban realmente en juego. En diez años, la falsa política de la Internacional Comunista había asegurado la victoria de Hitler en Alemania, es decir, un grave peligro de guerra en el Oeste; una política no menos falsa fortificaba al imperialismo japonés y aumentaba hasta el último grado el peligro en el Oriente. Pero los periodos de reacción se caracterizan, sobre todo, por la falta de valor intelectual.
La Oposición se encontró aislada. La burocracia se aprovechaba de la situación. Explotando la confusión y la pasividad de los trabajadores, lanzando a los más atrasados contra los más avanzados, apoyándose siempre y con más audacia en el kulak y, de manera general, en la pequeña burguesía, la burocracia logró triunfar en unos cuantos años sobre la vanguardia revolucionaria del proletariado.
Sería ingenuo creer que Stalin, desconocido por las masas, surgió repentinamente de los bastidores armado de un plan estratégico completamente elaborado. No. Antes de que él hubiera previsto su camino, la burocracia lo había adivinado; Stalin le daba todas las garantías deseables: el prestigio del viejo bolchevique, un carácter firme, un espíritu estrecho, una relación indisoluble con las oficinas, única fuente de su influencia personal. Al principio, Stalin se sorprendió con su propio éxito. Era la aprobación unánime de una nueva capa dirigente que trataba de liberarse de los viejos principios así como del control de las masas, y que necesitaba un árbitro seguro en sus asuntos interiores. Figura de segundo plano ante las masas y ante la revolución, Stalin se reveló como el jefe indiscutido de la burocracia termidoriana, el primero entre los termidorianos.
Se vio bien pronto que la nueva capa dirigente tenía sus ideas propias, sus sentimientos y, lo que es más importante, sus intereses. La gran mayoría de los burócratas de la generación actual, durante la Revolución de Octubre estuvieron del otro lado de la barricada (es el caso, para no hablar más que de los diplomáticos soviéticos, de Troianovski, Maiski, Potemkin, Suritz, Jinchuk y otros…) o, en el mejor de los casos, alejados de la lucha. Los burócratas actuales que en los días de Octubre estuvieron con los bolcheviques no desempeñaron, en su mayor parte, ningún papel. En cuanto a los jóvenes burócratas, han sido formados y seleccionados por los viejos, frecuentemente elegidos entre su propia casta. Estos hombres no hubieran sido capaces de hacer la Revolución de Octubre; pero han sido los mejor adaptados para explotarla.
Naturalmente que los factores individuales han tenido alguna influencia en esta sucesión de capítulos históricos. Es cierto que la enfermedad y la muerte de Lenin precipitaron su desenlace. Si Lenin hubiera vivido más tiempo, el avance de la potencia burocrática hubiese sido más lento, al menos en los primeros años. Pero ya en 1926, Kurpskaia decía a los oposicionistas de izquierda: «Si Lenin viviera, estaría seguramente en la prisión». Las previsiones y los temores de Lenin estaban aún frescos en su memoria y no se hacía ilusiones sobre su poder total respecto a los vientos y a las corrientes contrarias de la historia.
La burocracia no sólo ha vencido a la Oposición de Izquierda, ha vencido también al partido bolchevique. Ha vencido al programa de Lenin, que veía el principal peligro en la transformación de los órganos del Estado «de servidores de la sociedad en amos de ella». Ha vencido a todos sus adversarios -la Oposición, el partido de Lenin-, no por medio de argumentos y de ideas, sino aplastándolo bajo su propio peso social. El último vagón fue más pesado que la cabeza de la Revolución. Tal es la explicación del termidor soviético.
El régimen interior del partido bolchevique está caracterizado por los méritos del centralismo democrático. La reunión de estas dos nociones no implica ninguna contradicción. El partido velaba para que sus fronteras fuesen siempre estrictamente delimitadas, pero trataba de que todos los que franqueaban esas fronteras tuvieran realmente el derecho de determinar la orientación de su política. La libertad de crítica y la lucha de las ideas formaban el contenido intangible de la democracia del partido. La doctrina actual que proclama la incompatibilidad del bolchevismo con la existencia de fracciones está en desacuerdo con los hechos. Es un mito de la decadencia. La historia del bolchevismo es en realidad la de la lucha de las fracciones. ¿Y cómo un organismo que se propone cambiar el mundo y reúne bajo sus banderas a negadores, rebeldes y combatientes temerarios, podría vivir y crecer sin conflictos ideológicos, sin agrupaciones, sin formaciones fraccionales temporales? La clarividencia de la dirección del partido logró muchas veces atenuar y abreviar las luchas fraccionales, pero no pudo hacer más. El Comité Central se apoyaba en esta base efervescente y de ahí sacaba la audacia para decidir y ordenar. La justeza manifiesta de sus opiniones en todas las etapas críticas le confería una alta autoridad, precioso capital moral del centralismo.
El régimen del partido bolchevique, sobre todo antes de la toma del poder, era, pues, el antípoda del de la Internacional Comunista actual con sus «jefes» nombrados jerárquicamente, sus virajes hechos sobre pedido, sus oficinas incontroladas, su desdén por la base, su servilismo hacia el Kremlin. En los primeros años que siguieron a la toma del poder, cuando el partido comenzaba a cubrirse con el orín burocrático, cualquier bolchevique, y Stalin como cualquier otro hubiera tratado de infame calumniador al que hubiese proyectado sobre la pantalla la imagen del partido tal como debía ser diez o quince años después.
Lenin y sus colaboradores tuvieron invariablemente como primer cuidado el de preservar a las filas del partido bolchevique de las taras del poder. Sin embargo, la estrecha conexión, y algunas veces la fusión, de los órganos del partido y del Estado, provocaron desde los primeros años un perjuicio cierto a la libertad y la elasticidad del régimen interior del partido. La democracia se estrechaba a medida que crecían las dificultades. El partido quiso y esperaba conservar en el cuadro de los soviets la libertad de las luchas políticas. La guerra civil trajo una seria consecuencia: los partidos de oposición fueron suprimidos unos después de otros. Los jefes del bolchevismo veían en estas medidas, en contradicción evidente con el espíritu de la democracia soviética, necesidades episódicas de la defensa y no decisiones de principio.
El rápido crecimiento del partido gobernante, ante la novedad y la inmensidad de las labores, engendraba inevitablemente divergencias de opinión. Las corrientes de oposición, subyacentes en el país, ejercían de diversos modos su presión sobre el único partido legal, agravando la aspereza de las luchas fraccionases. Hacia el fin de la guerra civil esta lucha revistió formas tan vivas que amenazó quebrantar el poder. En marzo de 1921, durante la sublevación de Kronstadt, que arrastró a no pocos bolcheviques, el X Congreso del partido se vio obligado a recurrir a la prohibición de las fracciones, es decir, a aplicar el régimen político del Estado a la vida interior del partido dirigente. La prohibición de las fracciones, repitámoslo, se concebía como una medida excepcional destinada a desaparecer con la primera mejoría real de la situación. Por lo demás, el Comité Central se mostraba extremadamente circunspecto en la aplicación de la nueva ley y cuidaba, sobre todo, de no ahogar la vida interior del partido.
Pero, lo que primitivamente no había sido más que un tributo pagado por necesidad a circunstancias penosas, fue muy del agrado de la burocracia que consideraba la vida interior del partido desde el punto de vista de la comodidad de los gobernantes. En 1922, durante una mejoría momentánea de su salud, Lenin se atemorizó con el crecimiento amenazador de la burocracia y preparó una ofensiva en contra de la fracción de Stalin, que había llegado a ser el pivote del aparato del partido antes de apoderarse del Estado. El segundo ataque de su enfermedad, y después la muerte, no le permitieron medir sus fuerzas con las de la reacción.
Todos los esfuerzos de Stalin, con quien estaban en ese momento Zinóviev y Kámenev, tendieron, desde entonces, a liberar el aparato del partido del control de sus miembros. En esta lucha por la «estabilidad» del Comité Central, Stalin fue más consecuente y más firme que sus aliados pues no lo desviaban los problemas internacionales de los que jamás se había ocupado. La mentalidad pequeño burguesa de la nueva capa dirigente era la suya. Creía profundamente que la construcción del socialismo era de orden nacional y administrativo; consideraba a la Internacional Comunista como un mal necesario al que había que aprovechar, en la medida de lo posible, con fines de política exterior. El partido sólo significaba a sus ojos la base obediente de las oficinas.
Al mismo tiempo que la teoría del socialismo en un sólo país, se formuló otra para uso de la burocracia según la cual, para el bolchevismo, el Comité Central lo es todo, el partido, nada. En todo caso, esta segunda teoría fue realizada con más éxito que la primera. Aprovechando la muerte de Lenin, la burocracia comenzó la campaña de reclutamiento llamada de la «promoción de Lenin». Las puertas del partido, hasta entonces bien vigiladas, se abrieron de par en par a todo el mundo: los obreros, los empleados, los funcionarios, entraron en masa. Políticamente, se trataba de absorber la vanguardia revolucionaria en un material humano desprovisto de experiencia y personalidad pero acostumbrado, en cambio, a obedecer a los jefes. Este proyecto se logró. Al liberar a la burocracia del control de la vanguardia proletaria, la «promoción de Lenin» dio un golpe mortal al partido de Lenin. Las oficinas habían conquistado la independencia que les era necesaria. El centralismo democrático cedió su lugar al centralismo burocrático. Los servicios del partido fueron totalmente renovados, de arriba a abajo; la obediencia fue la principal virtud del bolchevique. Bajo la bandera de la lucha contra la Oposición, los revolucionarios fueron reemplazados por funcionarios. La historia del partido bolchevique se transformó en la de su propia degeneración.
El significado político de la lucha se oscureció mucho por el hecho de que los dirigentes de las tres tendencias, la derecha, el centro y la izquierda, pertenecían a un solo estado mayor, el del Kremlin, el Buró Político: los espíritus superficiales creían en rivalidades personales, en la lucha por la «sucesión» de Lenin. Pero bajo una dictadura de hierro, los antagonismos sociales no podían manifestarse al principio más que a través de las instituciones del partido gobernante, Muchos termidorianos salieron antiguamente del partido jacobino del que Bonaparte mismo fue miembro; y entre los antiguos jacobinos, el Primer Cónsul, más tarde Emperador de los Franceses, encontró sus más fieles servidores. Los tiempos cambian y los jacobinos, comprendiendo a los del siglo XX, cambian junto con el tiempo.
Del Buró Político del tiempo de Lenin no quedó más que Stalin; dos de sus miembros, Zinóviev y Kámenev, que durante largos años de emigración fueron los colaboradores más íntimos de Lenin, purgan, en el momento en que escribo, una pena de diez años de reclusión por un crimen que no han cometido; otros tres, Rizhkov, Bujarin y Tomski, están completamente alejados del poder, aunque se haya recompensado su renuncia concediéndoles funciones de segundo orden; en fin, el autor de estas líneas, está desterrado. La viuda de Lenin, Krupskaia, es considerada como sospechosa, pues no ha podido, a pesar de sus esfuerzos, adaptarse al Termidor.
Los miembros actuales del Buró Político han ocupado en la historia del partido bolchevique puestos secundarios. Si alguien hubiera profetizado su elevación, durante los primeros años de la revolución, se hubiesen quedado estupefactos, sin la menor falsa modestia. La regla según la cual el Buró Político siempre tiene razón, y nadie, en todo caso, puede tener razón en contra de él, es aplicada con más rigor que nunca. Por lo demás, el Buró Político mismo no podría tener razón en contra de Stalin, quien, como nunca puede engañarse, tampoco puede, en consecuencia, tener razón en contra de sí mismo.
El regreso del partido a la democracia fue en su tiempo la más obstinada y la más desesperada de las reivindicaciones de todos los grupos de oposición. La plataforma de la Oposición de Izquierda en 1927 exigía la introducción de un artículo en el Código Penal que «castigara como un crimen grave contra el Estado toda persecución directa o indirecta de un obrero a causa de críticas que hubiera formulado…». Más tarde se encontró en el Código Penal un artículo que podía aplicarse a la Oposición.
De la democracia del partido no quedan más que recuerdos en la memoria de la vieja generación. Con ella se ha evaporado la democracia de los soviets, de los sindicatos, de las cooperativas, de las organizaciones deportivas y culturales. La jerarquía de los secretarios domina sobre todo y sobre todos. El régimen había adquirido un carácter totalitario antes de que Alemania inventara la palabra. «Con ayuda de los métodos desmoralizadores que transforman a los comunistas pensantes en autómatas, que matan la voluntad, el carácter, la dignidad humana -escribía Rakovski en 1928-, la pandilla gobernante ha sabido transformarse en una oligarquía inamovible e inviolable que ha sustituido a la clase y al partido». Después de que estas líneas indignadas fueran escritas, la degeneración ha hecho inmensos progresos. La GPU ha llegado a ser el factor decisivo en la vida interior del partido. Si en marzo de 1936 Mólotov podía felicitarse ante un periodista francés de que el partido gobernante ya no tuviera luchas fraccionases, se debía únicamente a que ahora las divergencias de opiniones son reglamentadas por la intervención mecánica de la policía política. El viejo partido bolchevique ha muerto y ninguna fuerza será capaz de resucitarlo.
Christian Rakovski, ex presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo de Ucrania, más tarde embajador de los soviets en Londres y París, hallándose deportado, envió a sus amigos en 1928 un corto estudio sobre la burocracia del que ya hemos tomado algunas líneas, pues sigue siendo lo mejor que sobre el asunto se ha escrito. «En el espíritu de Lenin y en todos nuestros espíritus -escribe Rakovski- el objeto de la dirección del partido era preservar al partido y a la clase obrera de la acción disolvente de los privilegios, de las ventajas y de los favores propios del poder -de preservarlos de toda aproximación a los restos de la antigua nobleza y de la antigua pequeña burguesía, de la influencia desmoralizadora de la NEP, de la seducción de las costumbres burguesas y de su ideología-. (…) Hay que decir en voz alta, franca y claramente, que los burós del partido no han cumplido esta tarea, que han dado pruebas de una incapacidad completa en su doble papel de educación y de preservación, que han quebrado, que han faltado a su deber «.
Es cierto que Rakovski, deshecho por la represión burocrática, renegó más tarde de sus críticas. Pero cuando el septuagenario Galileo fue obligado en los potros de la Santa Inquisición a abjurar del sistema de Copérnico, esto no impidió que la tierra girase. No creemos en la abjuración del sexagenario Rakovski, pues más de una vez ha analizado implacablemente esta clase de abjuraciones. Pero su crítica política ha encontrado en los hechos objetivos una base mucho más segura que en la firmeza subjetiva de su autor.
La conquista del poder no modifica solamente la actitud del proletariado hacia las otras clases; cambia, también, su estructura interior. El ejercicio del poder se transforma en la especialidad de un grupo social determinado, que tiende a resolver su propio «problema social» con tanta más impaciencia cuanto más alta cree su misión. «En el Estado proletario, en donde la acumulación capitalista no se permite a los miembros del partido dirigente, la diferenciación es por lo pronto funcional; más tarde, será social. No digo que llegue a ser una diferenciación de clase, digo que es social»… Rakovski explica: «La posición social del comunista que tiene a su disposición un coche, una buena habitación, vacaciones regulares y que recibe el máximo del fijado por el partido, difiere de la del comunista que trabajando en las minas de hulla gana de 50 a 60 rublos al mes».
Enumerando las causas de la degeneración de los jacobinos en el poder, el enriquecimiento, los abastecimientos del Estado, etc., Rakovski cita una curiosa observación de Babeuf sobre el papel desempeñado en esta evolución por las mujeres de la nobleza, muy codiciadas por los jacobinos. «¿Qué hacéis -exclama Babeuf- cobardes plebeyos? ¿Os acarician hoy? ¡Mañana os degollarán!». El censo de las esposas de los dirigentes de la URSS daría un cuadro análogo. Sosnovski, conocido periodista soviético, indicaba el papel del «factor auto-harén», en la formación de la burocracia. Es cierto que, junto con Rakovski, Sosnovski se ha arrepentido y ha regresado de Siberia. Las costumbres de la burocracia no han mejorado con ello. Por el contrario, el arrepentimiento de un Sosnovski prueba el progreso de la desmoralización.
Los viejos artículos de Sosnovski, que pasaban manuscritos de mano en mano, contienen justamente inolvidables episodios de la vida de los nuevos dirigentes, mostrando hasta qué punto los vencedores han asimilado las costumbres de los vencidos. Para no remontarnos a los años pasados -Sosnovski en 1934 trocó definitivamente su fusta por una lira-, limitémonos a ejemplos recientes, tomados de la prensa soviética, escogiendo no solamente los «abusos» sino los hechos ordinarios oficialmente admitidos por la opinión pública.
El director de una fábrica moscovita, comunista conocido, se felicita en Pravda del desarrollo cultural de su empresa. Un mecánico le telefonea: «¿Ordena usted que detenga las máquinas o espero?… Le respondo -dice- espera un momento»… El mecánico le habla con deferencia, el director lo tutea. Y este diálogo indigno, imposible en un país capitalista civilizado, es relatado por el mismo director como un hecho corriente. La redacción no puso objeciones pues no observó nada; los lectores no protestan pues ya están habituados. Tampoco nos asombremos: en las audiencias solemnes del Kremlin, los «jefes» y los comisarios del pueblo tutean a sus subordinados, directores de fábricas, presidentes de koljoses, contramaestres y obreros invitados para ser condecorados. ¿Cómo no recordar que una de las consignas revolucionarias más populares bajo el antiguo régimen exigía el fin del tuteo de los subordinados por los jefes?
Asombrosos por su despreocupación señorial, los diálogos de los dirigentes del Kremlin con el «pueblo» comprueban sin error posible que, a pesar de la Revolución de Octubre, de la nacionalización de los medios de producción, de la colectivización y de la «liquidación de los kulaks como clase», las relaciones entre los hombres y la cima de la pirámide soviética, lejos de elevarse hasta el socialismo, no alcanzan aún, en muchos aspectos, el nivel del capitalismo cultivado. Se ha dado un enorme paso atrás en este importante dominio, durante los últimos años; el Termidor soviético que ha concedido una independencia completa a una burocracia poco cultivada, sustraída a todo control, mientras ordena el silencio y la obediencia de las masas, es indiscutiblemente la causa de la resurrección de la vieja barbarie rusa.
No pensamos oponer a la abstracción dictadura, la abstracción democracia para pesar sus cualidades respectivas en la balanza de la razón pura. Todo es relativo en este mundo en donde lo único permanente es el cambio. La dictadura del partido bolchevique fue en la historia uno de los instrumentos más poderosos del progreso. Pero aquí, según el poeta, Vernuft wird Unsinn, Wohltat-Plage . La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las fracciones; la prohibición de las fracciones llevó a prohibir el pensar de otra manera que el jefe infalible. El monolitismo policíaco del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que, a su vez, se transformó en la causa de todas las variantes de la desmoralización y de la corrupción.
El cansancio de las masas y la desmoralización de los cuadros contribuyeron también en el siglo XVIII a la victoria de los termidorianos sobre los jacobinos. Pero bajo estos fenómenos, en realidad temporales, se realizaba un proceso orgánico más profundo. Los jacobinos estaban apoyados por las capas inferiores de la pequeña burguesía, alzadas por la poderosa corriente, y como la revolución del siglo XVIII respondía al desarrollo de las fuerzas productivas, no podía menos que llevar al fin y al cabo a la gran burguesía al poder. Termidor no fue más que una de las etapas de esta evolución inevitable. ¿Qué necesidad social expresa el Termidor soviético?
Ya hemos tratado en un capítulo anterior de dar una explicación previa del triunfo del gendarme. Nos es forzoso continuar aquí el análisis de las condiciones del paso del capitalismo al socialismo y del papel que en él desempeña el Estado. Confrontemos una vez más la previsión teórica y la realidad: «Aún es necesario imponerse a la burguesía -escribía Lenin en 1917, hablando del periodo que debía seguir a la conquista del poder-, pero el órgano de la imposición ya es la mayoría de la población y no la minoría como siempre había sido hasta ahora (…). En este sentido, el Estado comienza a agonizar». ¿Cómo se expresa esta agonía? Desde luego, en que, en lugar de «Instituciones especiales pertenecientes a la minoría privilegiada» (funcionarios privilegiados, mando del ejército permanente), la mayoría puede «desempeñar las funciones de coerción». Lenin formula más adelante una tesis indiscutible bajo una forma axiomática. «A medida que las funciones del poder son las del pueblo entero, este poder es menos necesario. La abolición de la propiedad privada de los medios de producción elimina la labor principal del Estado formado por la historia: la defensa de los privilegios de la minoría contra la inmensa mayoría».
Según Lenin, la agonía del Estado comienza inmediatamente después de la expropiación de los expropiadores, es decir, antes de que el nuevo régimen haya podido abordar sus tareas económicas y culturales. Cada éxito en el cumplimiento de estas tareas significa una nueva etapa de la reabsorción del Estado en la sociedad socialista. El grado de esta reabsorción es el mejor índice de la profundidad y de la eficacia de la edificación socialista. Se puede formular un teorema sociológico de este género: La imposición ejercida por las masas en el Estado obrero, está en proporción directa con las fuerzas tendentes a la explotación o a la restauración capitalista, y en proporción inversa a la solidaridad social y a la devoción común hacia el nuevo régimen. La burocracia -en otras palabras, «los funcionarios privilegiados y el mando del ejército permanente» responde a una variedad particular de la imposición que las masas no pueden o no quieren aplicar y que se ejerce así, o de otra manera, sobre ellas.
Si los soviets democráticos hubiesen conservado hasta ese día su fuerza y su independencia, en tanto que permanecían obligados a recurrir a la coerción en la misma medida que durante los primeros años, este hecho hubiese bastado para inquietarnos seriamente. ¿Cuál no será nuestra inquietud ante una situación en la que los soviets de las masas han abandonado definitivamente la escena cediendo sus funciones coercitivas a Stalin, Yagoda y compañía? ¡Y qué funciones coercitivas! Preguntémonos para comenzar, cuál es la causa social de esta vitalidad testaruda del Estado, y sobre todo, su «gendarmización». La importancia de este problema es evidente por sí mismo: según la respuesta que le demos, deberemos revisar radicalmente nuestras ideas tradicionales sobre la sociedad socialista en general, o rechazar, también radicalmente, las apreciaciones oficiales sobre la URSS.
Tomemos de un número reciente de un periódico de Moscú la característica estereotipado del régimen soviético actual, una de esas características que se repiten de día en día y que los escolares aprenden de memoria. «Las clases parasitarias de los capitalistas, de los propietarios territoriales y de los campesinos ricos se han liquidado para siempre en la URSS, terminando para siempre, de este modo, con la explotación del hombre por el hombre. Toda la economía nacional es socialista y el creciente movimiento Stajanov prepara las condiciones del paso del socialismo al comunismo» (Pravda, 4 de abril de 1936). La prensa mundial de la Internacional Comunista no dice otra cosa, como de costumbre. Pero si se ha terminado «para siempre» con la explotación, si el país ha entrado realmente en la vía del socialismo, es decir, en la fase inferior del comunismo que conduce a la fase superior, no le queda a la sociedad más que arrojar, por fin, la camisa de fuerza del Estado. En lugar de esto -apenas es creíble- el Estado soviético toma un aspecto burocrático y totalitario.
Se puede observar la misma contradicción fatal, evocando la suerte del partido. El problema se plantea, más o menos, así: ¿Por qué, en 1917-21, cuando las viejas clases dominantes aún resistían con las armas en la mano, cuando los imperialistas del mundo entero las sostenían efectivamente, cuando los kulaks armados saboteaban la defensa y el abastecimiento del país, en el partido se podían discutir libremente, sin temor, todos los problemas más graves de la política? ¿Por qué, en la actualidad, después de la intervención, de la derrota de las clases explotadoras, los éxitos indiscutibles de la industrialización, la colectivización de la gran mayoría de los campesinos, no se puede admitir la menor crítica a los dirigentes inamovibles? ¿Por qué el bolchevique que, de acuerdo con los estatutos del partido, tratara de reclamar la convocatoria de un congreso, sería inmediatamente excluido? Todo ciudadano que emitiera públicamente dudas sobre la infalibilidad de Stalin sería tratado, inmediatamente, casi como el participante en un complot terrorista. ¿De dónde viene esta monstruosa, esta intolerable potencia de la represión del aparato policíaco?
La teoría no es una letra de cambio que se pueda cobrar en cualquier momento. Si comete errores, es conveniente revisarla o llenar sus lagunas. Descubramos las verdaderas fuerzas sociales que han hecho nacer la contradicción entre la realidad soviética y el marxismo tradicional. En todo caso, no es posible errar en medio de las tinieblas; repitiendo las frases rituales, probablemente útiles para el prestigio de los jefes pero que abofetean a la realidad vivida. Lo veremos en este momento, gracias a un ejemplo convincente.
El presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo declaraba en enero de 1936 al Ejecutivo que «la economía nacional se ha hecho socialista (aplausos). Desde este aspecto (?) hemos resuelto el problema de la liquidación de las clases (aplausos)». El pasado aún nos deja, sin embargo, «elementos vitalmente hostiles», desechos de las clases antiguamente dominantes. Se encuentran, además, entre los trabajadores de los koljoses, entre los funcionarios del Estado, a veces entre los mismos obreros, «minúsculos especuladores», «dilapidadores de los bienes del Estado y de los koljoses», «divulgadores de chismes antisoviéticos», etc., etc. De ahí la necesidad de consolidar más la dictadura. Al contrario de lo que esperaba Engels, el Estado obrero, en vez de «adormecerse», debe estar cada vez más alerta.
El cuadro descrito por el jefe del Estado soviético sería de lo más tranquilizador si no encerrase una contradicción mortal. El socialismo se ha instalado definitivamente en el país; «desde este punto de vista» las clases han sido anonadadas (si lo han sido desde este punto de vista, también lo deben haber sido desde todos los otros). Indudablemente que la armonía social es perturbada, aquí y allá, por las escorias y los restos del pasado; sin embargo, no es posible pensar que gentes dispersas, privadas de poder y de propiedad puedan destruir la sociedad sin clases con la ayuda de «minúsculos especuladores» (ni siquiera son especuladores a secas). Como vemos, parece que todo marcha de la mejor manera posible. Pero, en ese caso, lo repetimos una vez más, ¿qué objeto tiene la dictadura de bronce de la burocracia?
Los soñadores reaccionarios desaparecen poco a poco, tenemos que creerlo. Los soviets archidemocráticos bastarían perfectamente para dar cuenta de los «minúsculos especuladores» y de los «chismosos». «No somos utópicos -replicaba Lenin en 1917 a los teóricos burgueses y reformistas del Estado burocrático-, no discutimos absolutamente la posibilidad y la inevitabilidad de los excesos cometidos por individuos, así como la necesidad de reprimir esos excesos… Pero no es necesario, para este fin, un aparato especial de represión; para ello bastará el pueblo armado, con la misma facilidad con que una multitud civilizada separa a dos hombres que se golpean o impide que se insulte a una mujer». Estas palabras parecen haber sido destinadas a refutar las consideraciones de uno de los sucesores de Lenin. Se estudia a Lenin en las escuelas de la URSS, pero no, evidentemente, en el Consejo de Comisarios del Pueblo. En caso contrario sería inexplicable que un Mólotov empleara, sin reflexionar, los argumentos contra los que Lenin dirigía su arma acerada. ¡Flagrante contradicción entre el fundador y los epígonos! Mientras que Lenin consideraba posible la liquidación de las clases explotadoras sin necesidad de un aparato burocrático, Mólotov, para justificar el estrangulamiento de toda iniciativa popular por medio de la máquina burocrática, después de la liquidación de las clases, no encuentra nada mejor que invocar los «restos» de las clases liquidadas.
Pero resulta tanto más difícil alimentarse con estos «restos», por cuanto que, según confesión de los representantes autorizados de la burocracia, los antiguos enemigos de clase son asimilados con éxito por la sociedad soviética. Postichev, uno de los secretarios del Comité Central, decía en abril de 1936 al Congreso de las Juventudes Comunistas: «Numerosos saboteadores se han arrepentido sinceramente y se han incorporado a las filas del pueblo soviético…». En vista del éxito de la colectivización, «los hijos de los kulaks no deben responder por sus padres». Esto no es todo: «en la actualidad, el mismo kulak no cree, indudablemente, poder recobrar su situación de explotador en la aldea». No sin razón, el Gobierno ha comenzado a abolir las restricciones legales de origen social. Pero si las afirmaciones de Postichev, aprobadas sin reservas por Mólotov, tienen algún sentido, sólo puede ser éste: la burocracia se ha transformado en un monstruoso anacronismo y la coerción estatal ya no tiene objeto en la tierra de los soviets. Sin embargo, ni Mólotov ni Postichev admiten esta conclusión rigurosamente lógica. Prefieren conservar el poder, aun a costa de contradecirse.
En realidad, no pueden renunciar. En términos objetivos: la sociedad soviética actual no puede pasarse sin el Estado y aun -en cierta medida- sin la burocracia. No son los miserables restos del pasado, sino las poderosas tendencias del presente las que crean esta situación. La justificación del Estado soviético, considerada como mecanismo coercitivo, es que el periodo transitorio actual aún está lleno de contradicciones sociales que en el dominio del consumo -el más familiar y el más sensible para todo el mundo- revisten un carácter extremadamente grave, que amenaza continuamente surgir en el dominio de la producción. Por tanto, la victoria del socialismo no puede llamarse definitiva ni asegurada.
La autoridad burocrática tiene como base la pobreza de artículos de consumo y la lucha de todos contra todos que de allí resulta. Cuando hay bastantes mercancías en el almacén, los parroquianos pueden llegar en cualquier momento; cuando hay pocas mercancías, tienen que hacer cola en la puerta. Tan pronto como la cola es demasiado larga se impone la presencia de un agente de policía que mantenga el orden. Tal es el punto de partida de la burocracia soviética. «Sabe» a quién hay que dar y quién debe esperar.
A primera vista, la mejoría de la situación material y cultural debería reducir la necesidad de los privilegios, estrechar el dominio del «derecho burgués» y, por lo mismo, quitar terreno a la burocracia, guardiana de esos derechos. Sin embargo, ha sucedido lo contrario: el crecimiento de las fuerzas producidas ha ido acompañado, hasta ahora, de un extremado desarrollo de todas las formas de desigualdad y de privilegios, así como de la burocracia. Esto tampoco ha sucedido sin razón.
En su primer periodo, el régimen soviético tuvo un carácter indiscutiblemente más igualitario y menos burocrático que ahora. Pero su igualdad fue la de la miseria común. Los recursos del país eran tan limitados que no permitían que de las masas surgieran medios siquiera un poco privilegiados. El salario «igualitario» al suprimir el estímulo individual fue un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas. La economía soviética tenía que librarse de su indigencia para que la acumulación de esas materias grasas que son los privilegios fuera posible. El estado actual de la Producción está aún muy lejos de proporcionar a todos lo necesario. Pero, en cambio, ya permite la concesión de ventajas importantes a la minoría y hacer de la desigualdad un aguijón para la mayoría. ésta es la primera razón por la cual el crecimiento de la producción hasta ahora ha reforzado los rasgos burgueses v no los socialistas del Estado.
Esta razón no es la única. Al lado del factor económico que, en la fase actual, exige recurrir a los métodos capitalistas de remuneración del trabajo, obra el factor político encarnado por la misma burocracia. Por su propia naturaleza, ésta crea y defiende privilegios; surge primeramente como el órgano burgués de la clase obrera; al establecer y al mantener los privilegios de la minoría se asigna, naturalmente, la mejor parte; el que distribuye bienes jamás se perjudica a sí mismo. De esta manera, de las necesidades de la sociedad nace un órgano que, al sobrepasar en mucho su función social necesaria, se transforma en un factor autónomo, así como en fuente de grandes peligros para el organismo social.
La significación del Termidor soviético comienza a precisarse ante nosotros. La pobreza y el estado inculto de las masas se materializan de nuevo bajo las formas amenazadoras del jefe provisto de un poderoso garrote. Primitivamente expulsada y condenada, la burocracia se transformó de servidora de la sociedad en su dueña. Al hacerlo, se alejó a tal grado de las masas, social y moralmente, que ya no puede admitir ningún control sobre sus actos y sobre sus rentas.
El miedo aparentemente místico de la burocracia por «los pequeños especuladores, los malversadores y los chismosos» encuentra así una explicación natural. Incapaz por ahora de satisfacer las necesidades elementales de la población, la economía soviética crea y resucita a cada paso tendencias hacia el soborno y la especulación. Por otro lado, los privilegios de la nueva aristocracia despiertan en las masas de la población una tendencia a prestar atención a los chismes antisoviéticos, esto es, a quien quiera que, aunque sea en un murmullo, critique a los codiciosos y caprichosos jefes. Es cuestión, por tanto, no de espectros del pasado, ni de amenazas de lo que ya no existe, ni, por decirlo brevemente, de nieves pasadas sino de unas tendencias nuevas, poderosas y continuamente renacientes hacia la acumulación personal. La todavía pequeña primera ola de prosperidad en el país, precisamente debido a su endeblez, no ha debilitado sino fortalecido estas tendencias centrífugas. Al tiempo, ha desarrollado un deseo simultáneo de los no privilegiados por abofetear las acaparadoras manos de la nueva nobleza. La lucha social se agudiza de nuevo. Tales son las fuentes del poder de la burocracia. Pero de estas mismas fuentes proviene también la amenaza a su poder.
VI – El aumento de la desigualdad y de los antagonismos sociales
Después de haber comenzado por el «reparto socialista», el poder de los soviets se vio obligado, en 1921, a recurrir de nuevo al mercado. La extrema penuria de recursos en la época del primer plan quinquenal, condujo nuevamente a la distribución estatal, es decir, a renovar la experiencia del comunismo de guerra a escala más amplia. Esta base también fue insuficiente. En 1935, el sistema del reparto planificado cedió de nuevo su lugar al comercio. Se vio, en dos ocasiones, que los métodos vitales del reparto de productos dependen del nivel de la técnica y de los recursos materiales dados, más que de las formas de la propiedad.
El aumento del rendimiento del trabajo, debido especialmente al trabajo a destajo, promete un crecimiento de la masa de mercancías y una baja de los precios, de la que resultaría un aumento del bienestar de la población. Este no es más que un aspecto del problema que ya pudo observarse, como se sabe, bajo el antiguo régimen, en la época de su plenitud económica. Los fenómenos y los procesos sociales deben considerarse en sus relaciones y en su interdependencia. El aumento del rendimiento del trabajo sobre la base de la circulación de mercancías, significa, también, un aumento de la desigualdad. El aumento del bienestar de las capas dirigentes comienza a sobrepasar sensiblemente al del bienestar de las masas. Mientras que el Estado se enriquece, la sociedad se diferencia.
Por las condiciones de la vida cotidiana, la sociedad soviética actual se divide en una minoría privilegiada que tiene asegurado el porvenir y en una mayoría que vegeta en la miseria, pues la desigualdad de que hablamos produce en los dos polos contrastes marcadísimos. Los productos destinados al consumo de las masas, son, habitualmente y a pesar de sus altos precios, de muy baja calidad, y cuanto más lejos se está del centro más difícil es conseguirlos. En estas condiciones, la especulación y el robo llegan a ser verdaderas plagas y, si ayer completaban al reparto planificado, aportan actualmente un correctivo al comercio soviético.
Los «Amigos» de la URSS tienen la costumbre de anotar sus impresiones con los ojos cerrados y los oídos tapados. No es posible contar con ellos. Los enemigos esparcen algunas veces calumnias. Consultemos a la burocracia misma. Como no es su propia enemiga, las acusaciones que se hace a sí misma, motivadas siempre por necesidades urgentes y prácticas, merecen infinitamente más crédito que sus frecuentes y ruidosas habladurías.
El plan industrial para 1935 ha sido sobrepasado, como es sabido. Pero en lo que se refiere a la construcción de habitaciones obreras es la más lenta, la más defectuosa, la más descuidada. Los campesinos de los koljoses viven, como antiguamente en las isbas [-viviendas de madera-], con sus becerros y sus polillas. Por otra parte, los notables soviéticos se quejan de que en las habitaciones construidas para ellos no siempre hay «cuarto de criados».
Todo régimen se expresa por su arquitectura y sus monumentos. La época soviética actual está caracterizada por los palacios y las casas de los soviets construidos en gran número, verdaderos templos de la burocracia (que cuestan algunas veces decenas de millones), por teatros lujosos, por casas del Ejército Rojo, principalmente clubes militares reservados a los oficiales, por un metropolitano para uso de los que pueden pagarlo, mientras que la construcción de las habitaciones obreras, así sean del tipo de los cuarteles, está invariable y terriblemente atrasada.
Se han obtenido éxitos reales en las vías férreas, pero el simple ciudadano soviético no ha ganado gran cosa con ello. Innumerables informes de los jefes denuncian continuamente «la suciedad de los vagones y de los locales destinados al público», la «sublevante falta de cuidado en la atención a los viajeros», el «número considerable de abusos, de robos y de estafas con motivo de la venta de billetes (…), la ocultación de los sitios libres con fines de especulación (…), el robo de equipajes durante el trayecto». Estos hechos «deshonran a los transportes socialistas». En verdad, los transportes capitalistas los consideran también como crímenes o delitos de derecho común. Las quejas repetidas de nuestro elocuente administrador, demuestran, sin duda alguna, la insuficiencia de los medios de transporte para la población y la penuria extrema de los artículos calificados a los transportes y, en fin, el cínico desdén profesado por los dirigentes de los ferrocarriles, como por todos los otros, hacia el simple mortal. En cuanto a sí misma, la burocracia sabe muy bien hacerse servir en la tierra, en el agua y en los aires, lo que se comprueba por el gran número de vagones-salones, de trenes especiales y de buques de que dispone, reemplazándolos cada vez más por coches y aviones más confortables.
Caracterizando los éxitos de la industria soviética, el representante del Comité Central en Leningrado, Jdanov, aplaudido por un auditorio directamente interesado, le promete que «el año entrante, nuestros activistas ya no irán a las asambleas en los modestos Fords de hoy, sino en limusinas». La técnica soviética, en la medida en que se vuelve hacia el hombre, trata, ante todo, de satisfacer las necesidades acrecentadas de la minoría privilegiada. Los tranvías -donde los hay- van repletos, como antiguamente.
Cuando el Comisario del Pueblo para la Industria Alimenticia, Mikoyan, se alegra de que las clases inferiores de bombones son eliminadas poco a poco por las clases superiores, y de que «nuestras mujeres» exigen mejores perfumes, esto significa solamente que la industria se adapta, a consecuencia de la vuelta al comercio, a consumidores más calificados. Esta es la ley del mercado, en la que las mujeres de los altos personajes no son las menos influyentes. Se sabe, al mismo tiempo, que 68 cooperativas de 95 registradas en Ucrania (1935) carecían completamente de bombones y que, de manera general, la demanda de confitería sólo es satisfecha en la proporción de 15% y gracias a la ayuda de las clases más bajas. Izvestia deplora que «las fábricas no tengan en cuenta las exigencias del consumidor» -cuando se trata, naturalmente, de un consumidor capaz de defenderse-.
El académico Bach, al plantear el problema desde el punto de vista de la química orgánica, encuentra que «nuestro pan es, algunas veces, de calidad detestable». Los obreros y las obreras no iniciados en los misterios de la fermentación, están completamente de acuerdo; con la diferencia de que no pueden, como el honorable académico, dar su opinión en la prensa.
El trust de la confección en Moscú hace publicidad para modelos de vestidos de seda diseñados para la Casa de Modelos; pero en provincias, y aun en los grandes centros industriales, los obreros no pueden conseguir una camisa de tela regular sin hacer cola. Faltan igual que antes. Es mucho más difícil asegurar lo necesario a un gran número, que lo superfluo a unos cuantos. Toda la historia lo demuestra.
Enumerando sus adquisiciones, Mikoyan nos hace saber que «la industria de la margarina es nueva». El antiguo régimen no la conocía, es cierto. No deduzcamos de eso que la situación ha empeorado: el pueblo tampoco veía entonces la manteca. Pero la aparición de un sucedáneo significa, en todo caso, que en la URSS hay dos clases de consumidores: la que prefiere la manteca y la que se conforma con la margarina. «Proporcionamos a voluntad el tabaco grueso en granos, la majorca», declara Mikoyan, olvidando añadir que ni en Europa ni en América se consume tabaco de tan triste calidad.
Una de las manifestaciones más notorias, por no decir más provocativa, de la desigualdad, es la apertura en Moscú y en otras ciudades importantes de almacenes que venden mercancías de calidad superior y que llevan el nombre expresivo, aunque extranjero, de Luxe. Pero las quejas incesantes sobre los robos en las tiendas de alimentación en Moscú y en las provincias, muestran que sólo hay productos para la minoría y que, sin embargo, todo el mundo quisiera alimentarse.
La obrera que tiene un hijo conoce bien al régimen social y su criterio «de consumo», como dicen desdeñosamente los grandes personajes, muy atentos a su propio consumo, que es en definitiva el que decide. En el conflicto entre la obrera y la burocracia, nos colocamos, con Marx y Lenin, al lado de la obrera contra el burócrata que exagera los éxitos alcanzados, disfraza las contradicciones y amordaza a la obrera.
Admitamos que la margarina y el tabaco en grano sean tristes necesidades; pero en este caso no hay por qué enorgullecerse y maquillar la realidad. Limusinas para los «activistas», buenos perfumes para sus mujeres; para los obreros, margarina; almacenes de lujo para los privilegiados; el espectáculo de los manjares finos expuestos en la vitrina para la plebe. Este socialismo no puede ser, ante los ojos de las masas, más que un capitalismo que regresa. Apreciación que no es del todo falsa. En el terreno de la «miseria socializada», la lucha por lo necesario amenaza con resucitar «todo el antiguo caos», y lo resucita parcialmente a cada paso.
Los otros aspectos de la iniciativa y de la acumulación privadas, desempeñan visiblemente un papel menos importante. Los cocheros que poseen un tiro y los artesanos independientes, así como los cultivadores independientes, apenas son tolerados. Numerosos talleres de reparación, propiedad de particulares, existen en Moscú y el Gobierno cierra los ojos ante ellos porque llenan importantes lagunas. Un número infinitamente mayor de particulares trabaja bajo las falsas insignias de los artels (asociaciones) y de las cooperativas, o se resguarda en los koljoses. Mientras tanto, el servicio de investigaciones criminales, como si tuviera un placer especial en hacer salir a los lagartos de la economía, detiene de vez en cuando en Moscú, en calidad de especuladores, a pobres mujeres hambrientas que venden gorros que ellas mismas han tejido y camisas corrientes que han cosido.
«La base de la especulación ha sido destruida en nuestro país -proclamaba Stalin (el otoño de 1935)- y si aún tenemos mercaderes, esto sólo se explica por la insuficiente vigilancia de clase de los obreros y por el liberalismo de ciertas instancias soviéticas respecto a los especuladores». ¡Razonamiento burocrático típico! ¿La base económica de la especulación ha sido destruida? En ese caso no hay necesidad de vigilancia. Si, por ejemplo, el Estado pudiera proporcionar sombreros en número suficiente, ¿qué necesidad habría de detener a las desdichadas vendedoras callejeras? Es muy dudoso, por lo demás, que aun sin que eso suceda, sea necesario encarcelarlas.
Las categorías de la iniciativa privada que acabamos de enumerar no son temibles por sí mismas, ni por la calidad ni por la amplitud de sus operaciones. No es posible temer que cocheros, vendedores de gorros, relojeros, vendedores de huevos, ataquen las murallas de la propiedad estatalizada. Pero el problema no se resuelve con la simple ayuda de las proporciones aritméticas. La profusión y la variedad de los especuladores de todas clases, que surgen a la menor tolerancia administrativa como las manchas de fiebre en un cuerpo enfermo, atestiguan la constante presión de las tendencias pequeño burguesas. El grado de nocividad de los bacilos de la especulación para el porvenir socialista, está determinado por la capacidad general de resistencia del organismo económico y político del país.
El estado de espíritu y la conducta de los obreros y de los trabajadores de los koljoses, es decir, de cerca del 90% de la población, están determinados en primer lugar por las modificaciones de su salario real. Pero la relación entre sus ingresos y el de las capas sociales más favorecidas, no tiene menor importancia. La ley de la relatividad se deja sentir más directamente en el dominio del consumo. La expresión de todas las relaciones sociales en términos de contabilidad-dinero revela la parte real de las diversas capas sociales en la renta nacional. Aun admitiendo la necesidad histórica de la desigualdad durante un tiempo bastante largo, el problema de los límites tolerables de esta desigualdad queda planteado, así como el de su utilidad social en cada caso concreto. La lucha inevitable por la parte de la renta nacional se transformará necesariamente en una lucha política. Si el régimen actual es socialista o no, es un problema que no será resuelto por los sofismas de la burocracia sino por la actitud de las masas, es decir, de los obreros y de los campesinos de los koljoses.
Según un informe del Comisario del Pueblo para la Industria pesada, Ordzhonikidze, el rendimiento medio mensual de un obrero ha aumentado 3,2 veces en 10 años, de 1925 a 1935, mientras que el salario ha aumentado 4,5 veces. ¿Qué parte de este último coeficiente, tan bello en apariencia, es devorado por los especialistas y los obreros bien pagados? ¿Cuál es el valor efectivo de este salario nominal -cosa no menos importante-? No sabemos nada por el informe ni por los comentarios de la prensa. En el Congreso de las Juventudes Comunistas en abril de 1936, el secretario general, Kosarev, decía: «A partir de enero de 1931 hasta diciembre de 1935, el salario de los jóvenes ha aumentado un 340%». Pero aún entre los jóvenes condecorados, cuidadosamente escogidos y dispuestos a prodigar ovaciones, esta fanfarronada no provocó aplausos: los auditores sabían demasiado bien, como el orador, que el brusco paso a los precios del mercado agravaba la situación de la gran mayoría de obreros.
El salario medio anual, que se determina reuniendo los salarlos del director del trust y los de la barrendera, era, en 1935, de 2.300 rublos y debe alcanzar en 1936 cerca de 2.500 rublos, o sea, al tipo nominal del cambio, 7.500 francos y algo así como 3.500 a 4.000 francos franceses, según la capacidad de compra. Esta cifra modestísima disminuye aún más si se toma en cuenta que el aumento de los salarlos de 1936 no es más que una compensación parcial por la supresión de los precios de favor y de algunos servicios gratuitos. Pero lo principal de todo esto es que el salario de 2.500 rublos al año, o sea 208 rublos al mes, no es más que un promedio, es decir, una ficción aritmética destinada a enmascarar la realidad de una cruel desigualdad en la retribución del trabajo.
Es indiscutible que la situación de la capa superior de la clase obrera, y sobre todo de los llamados estajanovistas, ha mejorado sensiblemente durante el año pasado; la prensa relata detalladamente cuántos trajes, cuántos pares de zapatos, cuántos gramófonos, bicicletas y aun latas de conservas han podido comprar los obreros condecorados. Al mismo tiempo se descubre qué pocos de estos bienes son accesibles al obrero ordinario. Stalin dice las causas que han hecho nacer el movimiento Stajanov: «Se vive mejor, más alegremente. Y cuando se vive más alegremente, el trabajo mejora». Hay algo de verdad en esta manera optimista, propia de los dirigentes, de presentar el trabajo a destajo. En efecto, la formación de una aristocracia obrera sólo ha sido posible gracias a los éxitos económicos anteriores. El estímulo de los estajanovistas no consiste, sin embargo, en la «alegría», sino en el deseo de ganar más. Mólotov ha modificado en este sentido la afirmación de Stalin: «El anhelo de alcanzar un alto rendimiento del trabajo ha sido inspirado a los estajanovistas por el simple deseo de aumentar su salario». En efecto, en unos cuantos meses se han formado toda una categoría de obreros, apodada los «mil» porque su salario es superior a mil rublos al mes. Hay algunos que ganan más de 2.000 rublos, mientras que el trabajador de las categorías inferiores gana frecuentemente menos de 100 rublos.
La simple amplitud de estas variaciones de salarios establecería, según parece, una diferencia suficiente entre el obrero «notable» y el obrero «ordinario». Pero esto no basta a la burocracia. Los estajanovistas están literalmente colmados de privilegios. Se les dan habitaciones nuevas, se hacen reparaciones en sus casas, disfrutan de vacaciones fuera de tiempo en las casas de reposo y en los sana torios, se les envía gratuitamente, a domicilio, maestros de escuela y médicos, tienen entradas gratuitas al cine; llega a suceder que se les afeita gratuitamente fuera de turno. Muchos de estos privilegios parecen inventados especialmente para herir y ofender al obrero medio. La obsequiosa benevolencia de las autoridades tiene su causa tanto en el arribismo como en la mala conciencia: los dirigentes locales que aprovechan ávidamente la ocasión de salir de su aislamiento favoreciendo con privilegios a una aristocracia obrera. El resultado es que el salario real de un estajanovista sobrepasa frecuentemente de 20 a 30 veces al de las categorías inferiores. Los sueldos de los especialistas más favorecidos bastarían en muchas circunstancias para pagar de 80 a 100 peones. Por la magnitud de la desigualdad en la retribución del trabajo, la URSS ha alcanzado y sobrepasado ampliamente a los países capitalistas.
Los mejores de los estajanovistas, los que se inspiran realmente en móviles socialistas, lejos de alegrarse con los privilegios, se sienten descontentos. Es de comprender: el goce individual de diversos bienes en una atmósfera de miseria general, los rodea de un círculo de hostilidad y de envidia que les envenena la existencia. Estas relaciones entre los obreros están más alejadas de la moral socialista que las de los obreros de una fábrica capitalista, reunidos por la lucha común contra la explotación.
Resulta que la vida cotidiana no es fácil para el obrero cualificado, sobre todo en provincias. Además de que la jornada de siete horas es sacrificada progresivamente al aumento del rendimiento del trabajo, muchas horas se dedican a la lucha complementaria por la existencia. Se indica como un signo particular del bienestar que los mejores obreros de los sovjoses -explotaciones agrícolas del Estado-, los conductores de tractores y de máquinas combinadas, que forman ya una aristocracia ostensible, tienen vacas y puercos. Así pues, la teoría según la cual era preferible el socialismo sin leche que la leche sin socialismo, se ha abandonado. Se reconoce ahora que los obreros de las empresas agrícolas del Estado, en las que parece que no faltan vacas ni cerdos, necesitan tener para asegurar su existencia su propio rebaño minúsculo. El comunicado triunfal según el cual 96.000 obreros de Kharkov tienen huertas individuales, no es menos asombroso. Las otras ciudades han sido invitadas a imitar a Kharkov. ¡Qué terrible desperdicio de fuerzas humanas significan la «vaca individual», el «huerto individual», y qué fardo para el obrero, y aún más para su mujer y sus hijos, el trabajo medieval de la pala, del estiércol y de la tierra!
La gran mayoría de los obreros carece-, como es natural, de vacas y de hortalizas y, con frecuencia, de albergue. El salario de un peón es de 1.500 rublos al año, algunas veces menos, lo que con los precios soviéticos equivale a la miseria. Las condiciones de alojamiento, índice de los más característicos de la situación material y cultural, son de las peores; algunas veces, intolerables. La inmensa mayoría de los obreros se amontona en habitaciones comunes mucho menos bien instaladas, mucho menos habitables que los cuarteles. ¿Se trata de justificar los fracasos en la producción, las faltas al trabajo, los defectos de la producción? La administración misma, por medio de sus periodistas, describe las condiciones de alojamiento de los obreros: «Los obreros duermen sobre el suelo, pues la madera de los lechos está infestada de chinches, las sillas están destruidas, no hay un recipiente para beber, etc.». «Dos familias viven en un cuarto. El techo está agujereado. Cuando llueve, entra el agua a cántaros». «Los excusados son indescriptibles…». Detalles de este género, relacionados con el país entero, podrían citarse hasta el infinito. A consecuencia de las condiciones de existencia intolerables, «la fluidez del personal -escribe, por ejemplo, el dirigente de la industria petrolera- alcanza grandes proporciones (…). Numerosos pozos no son explotados por falta de mano de obra…». En ciertas regiones poco favorecidas, sólo los obreros despedidos de otras partes por indisciplina consienten en trabajar. Así, se forma en los bajos fondos del proletariado una categoría de miserables privados de todo derecho, parias soviéticos, que una rama de la industria tan importante como el petróleo se ve obligada a emplear abundantemente.
A consecuencia de las desigualdades notables en el régimen de los salarios, agravadas además por los privilegios arbitrariamente creados, la burocracia logra que nazcan ásperos antagonismos en el seno del proletariado. Recientes informaciones de la prensa pintaban el cuadro de una guerra civil disimulada. «El sabotaje de las máquinas constituye el medio preferido (!) para combatir al sistema Stajanov», escribía, por ejemplo, el órgano de los sindicatos. «La lucha de clases» se evoca a cada paso. En esta lucha de «clases», los obreros están de una parte; los sindicatos de otra. Stalin recomendaba públicamente «romperles la cabeza» a los insumisos. Otros miembros del Comité Central amenazan en diversas ocasio nes a «los enemigos desvergonzados» con anonadarles totalmente. La experiencia del movimiento Stajanov hacer ver claramente el abismo que existe entre el poder y el proletariado y la obstinación desenfrenada de la burocracia para aplicar esta regla: «Divide y vencerás». En revancha, el trabajo a destajo, forzado de este modo, se transforma, para consolar al obrero, en «estímulo socialista». Estas simples palabras son una burla. La emulación, cuyas raíces se hunden en la biología, indudablemente seguirá siendo en el régimen comunista -depurada del espíritu de lucro, del deseo de privilegios- el motor más importante de la civilización. Pero en una fase más próxima, preparatoria, la consolidación real de la sociedad socialista no debe hacerse con los métodos humillantes del capitalismo retrasado a los que recurre el Gobierno soviético, sino por medios más dignos del hombre liberado y, ante todo, sin el garrote del burócrata, pues este garrote es la herencia más odiosa del pasado; habrá que romperlo y quemarlo públicamente para que sea posible hablar de socialismo sin que la vergüenza nos enrojezca la frente.
La lucha entre los campesinos y el Estado está lejos de haber terminado. La organización actual de la agricultura, aún muy inestable, no es más que un compromiso momentáneo de los dos adversarios después de una ruda explosión de guerra civil. Es cierto que el 90% de los hogares están colectivizados y que los campos de los koljoses han proporcionado el 94% de la producción agrícola. Aun si no se toma en cuenta cierto número de koljoses ficticios que en realidad disimulan intereses privados, hay que reconocer que, según parece, los cultivos parcelarios han sido vencidos en la proporción de sus nueve décimas partes. Pero la lucha real de las fuerzas y de las tendencias en las aldeas sobrepasa, de todas maneras, a la simple oposición de los cultivadores individuales y de los koljoses.
Para pacificar los campos, el Estado ha tenido que hacer grandes concesiones al espíritu de propiedad de los campesinos, comenzando por la devolución solemne de la tierra a los koljoses, en goce perpetuo, es decir, por la liquidación de la nacionalización del suelo. ¿Ficción jurídica? Según la relación de fuerzas puede transformarse en una realidad y constituir próximamente un grave obstáculo para la economía planificada. Sin embargo, es mucho más importante que el Estado se haya visto obligado a permitir la resurrección de las empresas campesinas individuales en parcelas minúsculas, con sus vacas, sus puercos, sus corderos, sus aves de corral, etc. A cambio de este golpe a la socialización y de esta limitación de la colectivización, el campesino consiente en trabajar apaciblemente, aunque sin gran celo por el momento, en los koljoses que le dan la posibilidad de cumplir con sus obligaciones con el Estado y de disponer de algunos bienes. Estas nuevas relaciones tienen aún formas tan imprecisas que sería difícil expresarlas en cifras, aun cuando la estadística soviética fuera más honrada. Sin embargo, muchas razones permiten suponer que para el campesino es más importante su minúsculo bien personal que el koljós. Es decir, que la lucha entre la tendencia individualista y la colectivista, impregna todavía la vida del campo y que su resultado aún no está decidido. ¿En qué sentido se inclinan los campesinos? Ellos mismos no lo saben bien.
El Comisario del Pueblo para la Agricultura decía a fines de 1935: «Hasta en los últimos tiempos hemos tropezado con una viva resistencia de los kulaks para ejecutar el plan de almacenamiento de los cereales». Es decir, que: «hasta en los últimos tiempos» la mayor parte de los koljosniki han considerado la entrega de trigo al Estado como una operación desventajosa y se han inclinado al comercio privado. Las leyes draconianas que defienden los bienes de los koljoses muestran lo mismo pero en otro plano. Uno de los hechos más instructivos es que el haber de los koljoses está asegurado por el Estado en 20.000 millones de rublos, mientras que la propiedad privada de los miembros de los koljoses lo está en 21.000 millones. Si esta diferencia no indica necesariamente que los campesinos, considerados individualmente, son más ricos que los koljoses, demuestra, en todo caso, que los cultivadores aseguran con más cuidado sus bienes privados que los bienes colectivos.
No menos interesante, desde el punto de vista que nos ocupa, es el desarrollo de la cría de ganado. Mientras que el número de caballos continuó bajando hasta 1935, y sólo comenzó a aumentar ligeramente este año como consecuencia de las medidas tomadas por el Gobierno, el aumento del ganado vacuno el año pasado ya se elevaba a cuatro millones de cabezas. Durante el favorable año de 1935 el plan no se ha ejecutado, en lo que se refiere a los caballos, más que en una proporción del 94%, en tanto que ha sido fuertemente superado para el ganado vacuno. El significado de estos datos se desprende del hecho de que los caballos son propiedad de los koljoses, mientras que las vacas son propiedad privada del mayor número de campesinos. Hay que añadir que en las estepas, en donde los campesinos de los koljoses están autorizados, a título excepcional, a poseer un caballo en propiedad privada, el aumento del número de estos animales es mucho más rápido que en los koljoses, los que, por otra parte, superan a este respecto a las explotaciones del Estado (sovjoses). Sería un error deducir de lo anterior que la pequeña explotación individual sea superior a la gran explotación colectiva. Pero el paso de la primera a la segunda, paso de la barbarie a la civilización, presenta numerosas dificultades que no es posible alejar con la simple ayuda de medios administrativos.
«El derecho jamás puede elevarse sobre el régimen económico y el desarrollo cultural de la sociedad, condicionada por ese régimen». El alquiler de las tierras, prohibido por la ley, se practica en realidad a amplia escala y bajo las formas nocivas de alquiler pagado en trabajo. Algunos koljoses alquilan tierra a otros, algunas veces a particulares, a sus miembros más emprendedores en fin. Por inverosímil que sea esto, los sovjoses, empresas «socialistas», también alquilan tierras, y los más instructivo es que los koljoses de la GPU son los que se distinguen en esto. Bajo la égida de la alta institución que vela sobre las leyes, hay directores de sovjoses que imponen a sus arrendatarios campesinos condiciones que parecen tomadas de los antiguos contratos de servidumbre dictados por los señores. Y estamos en presencia de casos de explotación de los campesinos por los burócratas, que no obran en calidad de agentes del Estado, sino en calidad de terratenientes semilegales.
Sin querer exagerar la importancia de hechos monstruosos de este género, que, naturalmente, no pueden ser registrados por la estadística, no podemos desentendemos de su enorme significado sintomático. Demuestran infaliblemente la fuerza de las tendencias burguesas en la rama atrasada de la economía que abarca a la gran mayoría de la población. La acción del mercado refuerza inevitablemente las tendencias individualistas y agrava la diferenciación social en los campos, a pesar de la nueva estructura de la propiedad.
Los ingresos medios de un hogar, en los koljoses, se elevaban en 1935 a 4.000 rublos. Pero los promedios son aún más engañosos para los campesinos que para los obreros. Se informaba, por ejemplo, al Kremlin, que los pescadores colectivos habían ganado en 1935 dos veces más que en 1934; precisamente, 1.919 rublos por trabajador. Los aplausos que saludaron esta cifra demuestran en qué proporción superaba la ganancia media de los koljoses. Por otra parte, hay koljoses en los que los ingresos se han elevado a 3.000 rublos por familia, sin contar la relación en dinero y en especie de las explotaciones individuales ni del conjunto de la explotación colectiva: los ingresos en especie del conjunto de la explotación colectiva: los ingresos de un gran cultivador de koljós de esta categoría sobrepasan, generalmente, de 10 a 15 veces, el salario de un trabajador «mediano» o inferior de los koljoses.
La escala de los ingresos sólo está determinada parcialmente por la aplicación al trabajo y las capacidades. Los koljoses, igual que las parcelas individuales, están colocados necesariamente en condiciones muy desiguales, según el clima, el género de cultivo, la situación con relación a las ciudades y a los centros industriales. La oposición entre las ciudades y el campo, lejos de atenuarse durante los periodos quinquenales, se ha desarrollado hasta el extremo a consecuencia del crecimiento febril de nuevas regiones industriales. Esta antinomia fundamental de la sociedad soviética engendra ineludiblemente contradicciones entre los koljoses y en el seno de ellos, a causa, sobre todo, de la renta diferencial.
El poder ilimitado de la burocracia no es una causa de diferenciación menos poderosa. La burocracia dispone de palancas como los salarlos, el presupuesto, el crédito, los precios, los impuestos. Los beneficios exagerados de ciertas plantaciones de algodón colectivizadas del Asia Central, dependen más bien de las relaciones entre los precios fijados por el Estado que del trabajo de los campesinos. La explotación de unas capas de la población por otras, no ha desaparecido, sino que ha sido disimulada. Los primeros koljoses «acomodados» -algunas decenas de millares- han adquirido sus bienes en detrimento del conjunto de koljoses y de obreros. Asegurar el bienestar de todos los koljoses es mucho más difícil y exige mucho más tiempo que ofrecer privilegios a la minoría en detrimento de la mayoría. La Oposición de Izquierda señalaba en 1927 que «los ingresos del kulak han aumentado sensiblemente más que los del obrero» y esta situación persiste hoy, aunque bajo una forma modificada: los ingresos de la minoría privilegiada de los koljoses han aumentado infinitamente mas que los de la masa de koljoses y de centros obreros. Probablemente, la diferencia es aun mayor que la que existía en vísperas de la liquidación de los kulaks.
La diferenciación que existe en el seno de los koljoses se expresa, en parte, en el dominio del consumo individual y, en parte, en la economía privada de la familia, ya que los principales medios de producción están socializados. La diferenciación entre los koljoses tiene desde ahora consecuencias más profundas, pues el koljós rico puede usar más abonos, más máquinas, y en consecuencia puede enriquecerse más rápidamente. Sucede con frecuencia que los koljoses ricos alquilan la mano de obra de los pobres sin que las autoridades lo impidan. La atribución definitiva a los koljoses de tierras de un valor desigual, facilita en su mayor grado la diferenciación ulterior y, como consecuencia, la formación de una especie de «koljoses burgueses» o de «koljoses millonarios» como ya se les llama.
El Estado tiene, es cierto, la posibilidad de intervenir en la diferenciación social en calidad de regulador. Pero, ¿en qué sentido y en qué medida? Atacar a los koljoses-kulaks sería provocar un nuevo conflicto con los elementos más «progresistas» del campo, que, sobre todo después de un doloroso intervalo, anhelan ávidamente «buena vida». Además, y esto es lo principal, el Estado cada vez es menos capaz de ejercer un control socialista. En la agricultura, como en la industria, busca el apoyo y la amistad de los fuertes, de los favorecidos por el éxito, de los «estajanovistas del campo», de los «koljoses millonarios». Después de comenzar preocupándose por las fuerzas productivas, termina invariablemente pensando en sí mismo.
Justamente en la agricultura, en donde el consumo se relaciona tan de cerca con la producción, la colectivización ha abierto inmensas posibilidades al parasitismo burocrático que comienza a arrastrar a los dirigentes de los koljoses. Los «regalos» que los trabajadores de los koljoses llevan a los jefes en las sesiones solemnes del Kremlin, no hacen más que representar bajo una forma simbólica el tributo nada simbólico que pagan a los poderes locales.
De este modo, en la agricultura, más aún que en la industria, el bajo nivel de la producción entra constantemente en conflicto con las formas socialistas y aun cooperativistas (koljosianas) de la propiedad. A su vez la burocracia nacida, en último análisis, de esta contradicción, la agrava.
Es completamente imposible dar cifras precisas sobre la burocracia soviética, por dos razones: desde luego, porque en un país donde el Estado es casi el único amo, es difícil decir dónde termina el aparato administrativo; y en segundo lugar, porque los estadistas, los economistas y los publicistas soviéticos guardan sobre este problema, como ya hemos dicho, un silencio particularmente concentrado, siendo imitados en esto por los «Amigos» de la URSS. Notemos, de pasada, que en las 1.200 páginas de su pesada compilación, los Webb no han considerado un solo instante a la burocracia soviética como una categoría social. ¿Qué tiene esto de asombroso? ¿No escribían, en realidad, bajo su dictado?
Las oficinas centrales del Estado contaban, el 1 de noviembre de 1933, según datos oficiales, con cerca de 550.000 individuos pertenecientes al personal dirigente. Pero esta cifra, fuertemente acrecentada durante los últimos años, no comprende los servicios del ejército, de la flota, de la GPU, de la dirección de las cooperativas ni de las llamadas sociedades, Aviación, Química (Osoaviajim) y otras. Cada república posee, además, su aparato gubernamental propio. Paralelamente a los estados mayores del Estado, de los sindicatos, de las cooperativas y otros, y confundiéndose parcialmente con él, hay en fin, el poderoso estado mayor del partido. No exageramos, ciertamente, al estimar en 400.000 almas a los medios dirigentes de la URSS y de las repúblicas que pertenecen a la Unión. Es posible que en la actualidad lleguen al medio millón. No son simples funcionarios, sino altos funcionarios, «jefes» que forman una casta dirigente en el sentido propio de la palabra, dividida jerárquicamente por importantísimos cortes horizontales.
Esta capa social superior está sostenida por una pesada pirámide administrativa de base amplia y multifacética. Los comités ejecutivos de los soviets regionales, de las ciudades, de los barrios, duplicados por los órganos paralelos del partido, de los sindicatos, de las Juventudes Comunistas, de los transportes, del ejército, de la flota, de la seguridad general, deben dar una cifra de 2.000.000 de hombres. No olvidemos tampoco a los presidentes de los soviets de 600.000 burgos y aldeas.
En 1933 (no hay datos más recientes) la dirección de las empresas industriales estaba en manos de 17.000 directores y directores adjuntos. El personal administrativo y técnico de las fábricas y de las minas, comprendiendo los cuadros inferiores y hasta los contramaestres, se componía de 250.000 almas (de ellas, 54.000 especialistas no desempeñaban funciones administrativas en el sentido propio de la palabra). Hay que agregar a esta cifra el personal del partido, de los sindicatos y de las empresas, administradas, como se sabe, por el triángulo (dirección, partido, sindicato). No será exagerado estimar en medio millón de hombres el personal administrativo de las empresas de primera importancia. Habría que añadir al personal de empresas dependiente de las repúblicas nacionales y de los soviets locales.
Desde otro punto de vista, la estadística oficial indica para 1933 más de 860.000 administradores y especialistas en toda la economía soviética. De este número, más de 480.000 están en la industria, más de 100.000 en los transportes, 93.000 en la agricultura, 25.000 en el comercio. Estas cifras comprenden a los especialistas que no ejercen funciones administrativas, pero no al personal de las cooperativas y de los koljoses; además, han sido sensiblemente superadas durante los últimos años.
Para 250.000 koljoses, si sólo se cuenta a los presidentes y los organizadores del partido, hay medio millón de administradores. En realidad, en la actualidad el número es inmensamente más elevado. Si se añade los sovjoses y las estaciones de maquinaria y tractores, la cifra general de dirigentes de la agricultura socializada excede en mucho el millón.
El Estado disponía en 1935 de 113.000 establecimientos comerciales; la organización cooperativa tenía 200.000. Los gerentes de unos y otros no son, en realidad, agentes, sino funcionarios, y funcionarios de un monopolio del Estado. La misma prensa soviética se queja de vez en cuando de que «los cooperativistas han dejado de considerar a los campesinos de los koljoses como a sus electores». ¡Como si el mecanismo de las cooperativas pudiera distinguirse cualitativamente de los sindicatos, de los soviets y del partido!
La categoría social que, sin proporcionar un trabajo productivo directo, manda, administra, dirige, distribuye los castigos y las recompensas (no comprendemos a los profesores) debe ser estimada en 5 ó 6 millones de almas. Esta cifra global, lo mismo que sus componentes, no pretende, de ningún modo, la precisión: es válida como primera aproximación y nos prueba que la «línea general» no tiene nada de un espíritu descarnado.
En los diversos grados de la jerarquía, examinada de abajo a arriba, los comunistas varían en la proporción de un 20% a un 90%. En la masa burocrática, los comunistas y los jóvenes comunistas forman un bloque de 1.500.000 a 2.000.000 de hombres; más bien menos que más en este momento, a consecuencia de incesantes depuraciones. Este es el esqueleto del poder. Los mismos hombres constituyen la osamenta del partido y de las Juventudes Comunistas. El ex partido bolchevique ha dejado de ser la vanguardia del proletariado, para transformarse en la organización política de la burocracia. El conjunto de los miembros del partido y de las juventudes no sirve más que para proporcionar activistas; es, en otras palabras, la reserva de la burocracia. Los activistas sin partido desempeñan el mismo papel.
Se puede admitir como una hipótesis que la aristocracia obrera y koljosiana es casi igual en número a la burocracia: o sea, de cinco a seis millones de almas (estajanovistas, activistas sin partido, hombres de confianza, parientes y compadres). Junto con sus familias, estas dos capas sociales que se penetran pueden abarcar de veinte a veinticinco millones de hombres. Damos una estimación modesta de las familias, tomando en cuenta que la mujer y el marido, a veces también el hijo o la hija, forman parte, frecuentemente, del aparato burocrático. Por lo demás, la mujer de los medios dirigentes limita mucho más fácilmente su descendencia que la obrera y, sobre todo, que la campesina. La campaña actual en contra de los abortos, hecha por la burocracia, no la afecta a ella misma. El 12%, probablemente el 15%, es la base social auténtica de los medios dirigentes absolutistas.
Cuando una alcoba individual, una alimentación suficiente, un vestido adecuado aún no son accesibles más que a una pequeña minoría, millones de burócratas, grandes o pequeños, tratan de aprovecharse del poder para asegurar su propio bienestar. De ahí el inmenso egoísmo de esta capa social, su fuerte cohesión, su miedo al descontento de las masas, su obstinación sin límites en la represión de toda crítica y, por fin, su adoración hipócritamente religiosa al «jefe» que encarna y defiende los privilegios y el poder de los nuevos amos.
La misma burocracia es aún menos homogénea que el proletariado o que el campesinado. Hay un abismo entre el presidente del soviet de aldea y el alto personaje del Kremlin. Los funcionarios subalternos de diversas categorías tienen en realidad un nivel de vida muy primitivo, inferior al del obrero cualificado de Occidente. Pero todo es relativo: el nivel de la población circundante es mucho más bajo. La suerte del presidente del koljós, del organizador comunista, del cooperativista, así como la del funcionario un poco más elevado, no depende para nada de los «electores». Todo funcionario puede ser sacrificado en cualquier momento por su superior jerárquico con el objeto de calmar el descontento. En revancha, cualquier funcionario puede elevarse un grado, cuando llegue la ocasión. Todos están ligados -hasta el primer choque importante, en todo caso- por una responsabilidad colectiva con el Kremlin.
Por sus condiciones de existencia, los medios dirigentes comprenden todas las gradaciones, desde la pequeña burguesía más provinciana hasta la gran burguesía de las ciudades. A las condiciones materiales corresponden los hábitos, los intereses y la manera de pensar. Los dirigentes de los sindicatos soviéticos de hoy no difieren mucho del tipo psicológico de los Citrine, Jouhaux, Green. Tienen tradiciones diferentes, otra fraseología, pero la misma actitud de tutores desdeñosos hacia las masas, la misma habilidad desprovista de escrúpulos en las pequeñas maniobras, el mismo conservadurismo, la misma estrechez de horizontes, la misma preocupación egoísta por su propia paz y, en fin, la misma veneración de las formas triviales de la cultura burguesa. Los coroneles y los generales soviéticos difieren poco de los de las cinco partes del mundo; en todo caso, tratan de parecérseles lo más posible. Los diplomáticos soviéticos han adoptado de nuevo, más que el frac, las maneras de pensar de sus colegas de Occidente. Los periodistas soviéticos, aunque a su manera, engañan a los lectores como los periodistas de otros países.
Si es difícil proporcionar estimaciones numéricas sobre la burocracia, apreciar sus ingresos lo es aún más. Desde 1927, la Oposición protestaba contra el hecho de que «el aparato administrativo inflado y privilegiado devoraba una parte importantísima de la plusvalía». La plataforma de la Oposición indicaba que el simple aparato comercial «devoraba una enorme parte de la renta nacional: más de la décima parte de la producción global». El poder tomó inmediatamente sus precauciones para imposibilitar tales cálculos. Esto hizo precisamente que los gastos generales aumentaran en lugar de disminuir.
Las cosas no marchan mejor en otros dominios. Se necesitó, como escribía Rakovski en 1930, un disgusto momentáneo entre los burócratas del partido y los sindicatos para que la población supiera que 80 millones de rublos, de un presupuesto sindical total de 400, son devorados por las oficinas. Subrayemos que sólo se trataba del presupuesto legal. Además, la burocracia sindical recibe de la burocracia industrial, en señal de amistad, dádivas en dinero, alojamientos, medios de transporte, etc.
¿Cuánto cuesta el mantenimiento de las oficinas del partido, de las cooperativas, de los koljoses, de los sovjoses, de la industria, de la administración en todas sus ramas?, preguntaba Rakovski, y respondía: «Ni siquiera tenemos datos hipotéticos sobre este asunto».
La ausencia de todo control tiene como consecuencias inevitables los abusos y, en primer lugar, los gastos exagerados. El 29 de septiembre de 1935, el Gobierno, obligado a plantear una vez más el problema del trabajo defectuoso de las cooperativas, comprobaba, bajo la firma de Stalin y Mólotov: «los robos y las dilapidaciones al por mayor, y el trabajo deficitario de muchas cooperativas rurales». En la sesión del Comité Ejecutivo de la URSS, en enero de 1936, el Comisario del Pueblo para las Finanzas se quejaba de que los ejecutivos locales hiciesen un empleo completamente arbitrario de los recursos del Estado. El Comisario del Pueblo guardaba silencio sobre los organismos centrales, porque él formaba parte de ellos.
No tenemos ninguna posibilidad de calcular la parte de la renta nacional que se apropia la burocracia. Esto no solamente se debe a que ésta disimula sus ingresos legalizados, y a que, rozando sin cesar el abuso para caer en él francamente, tiene grandes ingresos ilícitos, sino, sobre todo, porque el progreso social en su conjunto, urbanismo, bienestar, cultura, artes, se realiza principalmente, si no exclusivamente, en beneficio de los medios dirigentes.
De la burocracia como consumidora se puede decir con algunos correctivos lo que se ha dicho de la burguesía: no tenemos razones para exagerar su consumo de artículos de primera necesidad. El aspecto del problema cambia radicalmente si consideramos que monopoliza todas las conquistas antiguas y nuevas de la civilización. Desde el punto de vista formal, estas conquistas son accesibles a toda la población, a las de las ciudades cuando menos; pero en realidad la población no las disfruta más que excepcionalmente. La burocracia, en cambio, dispone como quiere y cuando quiere de sus bienes personales. Si añadimos a los emolumentos todas las ventajas materiales, todos los beneficios complementarios semilícitos y, para terminar, las ventajas de la burocracia en los espectáculos, las vacaciones, los hospitales, los sanatorios, las casas de descanso, los museos, los clubes, las instalaciones deportivas, estaremos obligados a deducir que ese 15 ó 20% de la población disfruta de tantos bienes como el 80 o el 85% restante.
¿Los «Amigos de la URSS» tratarán de refutar estas cifras? Que proporcionen otras más precisas. Que obtengan de la burocracia la publicación de los ingresos y de los gastos de la sociedad soviética. Mantendremos desde aquí nuestra opinión. El reparto de los bienes de la tierra es mucho más democrático en la URSS que en el antiguo régimen zarista y aun que en los países más democráticos del Occidente; pero todavía no tiene nada de común con el socialismo.
VII – La familia, la juventud, la cultura
TERMIDOR EN EL HOGAR
La Revolución de Octubre cumplió honradamente su palabra en lo que respecta a la mujer. El nuevo régimen no se contentó con darle los mismos derechos jurídicos y políticos que al hombre, sino que hizo -lo que es mucho más- todo lo que podía, y en todo caso, infinitamente más que cualquier otro régimen para darle realmente acceso a todos los dominios culturales y económicos, Pero ni el «todopoderoso» parlamento británico, ni la más poderosa revolución pueden hacer de la mujer un ser idéntico al hombre, o hablando más claramente, repartir por igual entre ella y su compañero las cargas del embarazo, del parto, de la lactancia y de la educación de los hijos. La revolución trató heroicamente de destruir el antiguo «hogar familiar» corrompido, institución arcaica, rutinaria, asfixiante, que condena a la mujer de la clase trabajadora a los trabajos forzados desde la infancia hasta su muerte. La familia, considerada como una pequeña empresa cerrada, debía ser sustituida, según la intención de los revolucionarios, por un sistema acabado de servicios sociales: maternidades, casas cuna, jardines de infancia, restaurantes, lavanderías, dispensarios, hospitales, sanatorios, organizaciones deportivas, cines, teatros, etc. La absorción completa de las funciones económicas de la familia por la sociedad socialista, al unir a toda una generación por la solidaridad y la asistencia mutua, debía proporcionar a la mujer, y en consecuencia, a la pareja, una verdadera emancipación del yugo secular. Mientras que esta obra no se haya cumplido, cuarenta millones de familias soviéticas continuarán siendo, en su gran mayoría, víctimas de las costumbres medievales de la servidumbre y de la histeria de la mujer, de las humillaciones cotidianas del niño, de las supersticiones de una y otro. A este respecto, no podemos permitirnos ninguna ilusión. Justamente por eso, las modificaciones sucesivas del estatuto de la familia en la URSS caracterizan perfectamente la verdadera naturaleza de la sociedad soviética y la evolución de sus capas dirigentes.
No fue posible tomar por asalto la antigua familia, y no por falta de buena voluntad; tampoco porque la familia estuviera firmemente asentada en los corazones. Por el contrario, después de un corto periodo de desconfianza hacia el Estado y sus casas cuna, sus jardines de infancia y sus diversos establecimientos, las obreras, y después de ellas, las campesinas más avanzadas, apreciaron las inmensas ventajas de la educación colectiva y de la socialización de la economía familiar. Por desgracia, la sociedad fue demasiado pobre y demasiado poco civilizada. Los recursos reales del Estado no correspondían a los planes y a las intenciones del partido comunista. La familia no puede ser abolida: hay que reemplazarla. La emancipación verdadera de la mujer es imposible en el terreno de la «miseria socializada». La experiencia reveló bien pronto esta dura verdad, formulada hacía cerca de 80 años por Marx.
Durante los años de hambre, los obreros se alimentaron tanto como pudieron -con sus familias en ciertos casos- en los refectorios de las fábricas o en establecimientos análogos, y este hecho fue interpretado oficialmente como el advenimiento de las costumbres socialistas. No hay necesidad de detenernos aquí en las particularidades de los diversos periodos -comunismo de guerra, NEP, el primer plan quinquenal- a este respecto. El hecho es que desde la supresión del racionamiento del pan, en 1935, los obreros mejor pagados comenzaron a volver a la mesa familiar. Sería erróneo ver en esta retirada una condena del sistema socialista que no se había puesto a prueba. Sin embargo, los obreros y sus mujeres juzgaban implacablemente «la alimentación social» organizada por la burocracia. La misma conclusión se impone en lo que respecta a las lavanderías socializadas en las que se roba y se estropea la ropa más de lo que se lava. ¡Regreso al hogar! Pero la cocina y el lavado a domicilio, actualmente alabados con cierta confusión por los oradores y los periodistas soviéticos, significan el retorno de las mujeres a las cacerolas y a los lavaderos, es decir, a la vieja esclavitud. Es muy dudoso que la resolución de la Internacional Comunista sobre «la victoria completa y sin retroceso del socialismo en la URSS» sea, después de esto, muy convincente para las amas de casa de los arrabales.
La familia rural, ligada no solamente a la economía doméstica, sino además a la agricultura, es infinitamente más conservadora que la familia urbana. Por regla general, sólo las comunas agrícolas poco numerosas establecieron, en un principia, la alimentación colectiva y las casas cuna. Se afirmaba que la colectivización debía producir una transformación radical en la familia: ¿no se estaba en vías de expropiar, junto con sus vacas, los pollos del campesino? En todo caso, no faltaron comunicados sobre la marcha triunfal de la alimentación social en los campos. Pero cuando comenzó el retroceso, la realidad disipó enseguida las brumas del bluff. Generalmente el koljós no proporciona al campesino más que el trigo que necesita y el forraje de sus bestias. La carne, los productos lácteos y las legumbres provienen casi enteramente de la propiedad individual de los miembros de los koljoses. Desde el momento en que los alimentos más importantes son fruto del trabajo familiar, no puede hablarse de alimentación colectiva. Así es que las parcelas pequeñas, al dar una nueva base al hogar, abruman a la mujer bao un doble fardo.
El número de plazas existentes en las casas cuna en 1932 era de 600.000, y había cerca de cuatro millones de plazas temporales para la época del trabajo en el campo. En 1935 había cerca de 5.600.000 lechos en las casas cuna, pero las plazas permanentes eran, como antes, mucho menos numerosas. Por lo demás, las casas cuna existentes, aun las de Moscú, Leningrado y los grandes centros, están muy lejos de satisfacer las exigencias más modestas. «Las casas cuna en las que los niños se sienten peor que en su hogar, no son más que malos asilos», dice un gran periódico soviético. Después de esto, es natural que los obreros bien pagados se abstengan de enviar allí a sus hijos. Para la masa de trabajadores, estos «malos asilos» son aún poco numerosos. Recientemente, el Ejecutivo ha decidido que los niños abandonados y los huérfanos serían confiados a particulares; el Estado burocrático reconoce así, por boca de su órgano más autorizado, su incapacidad para desempeñar una de las funciones sociales más importantes. El número de niños recibidos en los jardines ha pasado en cinco años, de 1930 a 1935, de 370.000 a 1.181.000. La cifra de 1930 asombra por su insignificancia. Pero la de 1935 es ínfima en relación a las necesidades de las familias soviéticas. Un estudio más profundo haría ver que la mayor, y en todo caso, la mejor parte de los jardines de infancia está reservada a las familias de los funcionarios, de los técnicos, de los estajanovistas, etc.
No hace mucho tiempo el Ejecutivo ha tenido que admitir, igualmente, que «la decisión de poner un término a la situación de los niños abandonados e insuficientemente vigilados se ha aplicado débilmente». ¿Qué oculta ese suave lenguaje? Sólo sabemos ocasionalmente por las observaciones publicadas en los periódicos con minúsculos caracteres, que más de un millar de niños viven en Moscú, aun en su mismo hogar, «en condiciones extremadamente penosas»; que en los orfanatos de la capital existen 1.500 adolescentes que no saben qué hacer y que están destinados al arroyo; que en dos meses del otoño (1935) en Moscú y Leningrado, «7.500 padres han sido objeto de persecuciones por haber dejado a sus hijos sin vigilancia». ¿Qué utilidad tienen estas persecuciones? ¿Cuán tos millares de padres las han evitado? ¿Cuántos niños, colocados en el hogar en las condiciones más penosas» no han sido registrados por la estadística? ¿En qué difieren las condiciones «más» penosas de las simplemente penosas? Estas preguntas quedan sin respuesta. La infancia abandonada, visible o disimulada, constituye una plaga que alcanza enormes proporciones a consecuencia de la gran crisis social, durante la cual la desintegración de la familia es mucho más rápida que la formación de las nuevas instituciones que la pueden reemplazar.
Las mismas observaciones ocasionales de los periódicos, junto con la crónica judicial, informan al lector que la prostitución, última degradación de la mujer en provecho del hombre capaz de pagar, existe en la URSS. El otoño último, Izvestia publicó repentinamente que «cerca de mil mujeres que se entregaban en las calles de Moscú al comercio secreto de su carne, acaban de ser detenidas». Entre ellas: ciento setenta y siete obreras, noventa y dos empleadas, cinco estudiantes, etc. ¿Qué las arrojó a la calle? La insuficiencia de salario, la pobreza, la necesidad de «procurarse un suplemento para comprar zapatos, un traje». En vano hemos tratado de conocer, aunque fuese aproximadamente, las proporciones de este mal social. La púdica burocracia soviética impone el silencio a la estadística. Pero ese silencio obligado basta para comprobar que la «clase» de prostitutas soviéticas es numerosa. No puede tratarse aquí de una supervivencia del pasado, puesto que las prostitutas se reclutan entre las mujeres jóvenes. Nadie pensará en reprocharle personalmente al régimen soviético esta plaga tan vieja como la civilización. Pero es imperdonable hablar del triunfo del socialismo mientras subsista la prostitución. Los periódicos afirman, en la medida en que les está permitido tocar este delicado punto, que la prostitución decrece; es posible que esto sea cierto en comparación con los años de hambre y, de desorganización (1931-33). Pero el regreso a las relaciones fundadas sobre el dinero provoca inevitablemente un nuevo aumento de la prostitución y de la infancia abandonada. En donde hay privilegios también hay parias.
El gran número de niños abandonados es, indiscutiblemente, la prueba más trágica y más infalible de la penosa situación de la madre. Aun la optimista Pravda se ve obligada a publicar amargas confesiones a este respecto: «El nacimiento de un hijo es para muchas mujeres una seria amenaza». Justamente por eso, el poder revolucionario ha dado a la mujer el derecho al aborto, uno de sus derechos cívicos, políticos y culturales esenciales mientras duren la miseria y la opresión familiar, digan lo que digan los eunucos y las solteronas de uno y otro sexo. Pero este triste derecho es transformado por la desigualdad social en un privilegio. Los fragmentarios informes que proporciona la prensa soviética sobre la práctica de los abortos son asombrosos: «Ciento noventa y cinco mujeres mutiladas por las comadronas; treinta y tres obreras, veintiocho empleadas, sesenta y cinco campesinas de koljoses, cincuenta y ocho amas de casa, se hallan en un hospital de una aldea del Ural». Esta región sólo difiere de las otras en que los datos que le conciernen han sido publicados. ¿Cuántas mujeres al año son mutiladas en toda la URSS por los abortos mal hechos?
Después de haber demostrado su incapacidad para proporcionar los socorros médicos necesarios y las instalaciones higiénicas para las mujeres obligadas a recurrir al aborto, el Estado cambia bruscamente y se lanza a la vía de las prohibiciones. Y, como en otros casos, la burocracia hace de la necesidad virtud. Uno de los miembros de la Corte Suprema soviética, Soltz, especializado en problemas del matrimonio, justifica la próxima prohibición del aborto diciendo que, como la sociedad socialista carece de desocupación, etc., etc., la mujer no puede tener el derecho de rechazar «las alegrías de la maternidad». Filosofía de cura que dispone, además, del puño del gendarme. Acabamos de leer en el órgano central del partido que el nacimiento de un hijo es, para muchas mujeres -y sería justo decir que para la mayor parte-, «una amenaza». Acabamos de oír que una alta autoridad atestigua que «la liquidación de la infancia abandonada y descuidada se realiza débilmente», lo que significa, ciertamente, un aumento de la infancia abandonada; y ahora, un alto magistrado nos anuncia que en el país donde «es dulce vivir» los abortos deben ser castigados con la prisión, exactamente como en los países capitalistas en los que es triste vivir. Se adivina de antemano que en la URSS, como en Occidente, serán sobre todo las obreras, las campesinas, las criadas que no pueden ocultar su pecado, las que caerán en manos de los carceleros. En cuanto a «nuestras mujeres», que piden perfumes de buena calidad y otros artículos de este género, continuarán haciendo lo que les plazca, bajo la mirada de una justicia benévola. «Tenemos necesidad de hombres», añade Soltz cerrando los ojos ante los niños abandonados. Si la burocracia no hubiera puesto en sus labios el sello del silencio, millones de trabajadoras podrían responderle: «Haced vosotros mismos a vuestros hijos». Evidentemente estos señores han olvidado que el socialismo debería eliminar las causas que empujan a la mujer al aborto, en vez de hacer intervenir indignamente al policía en la vida íntima de la mujer para imponerle «las alegrías de la maternidad».
El proyecto de ley sobre el aborto fue sometido a una discusión pública. El filtro de la prensa soviética tuvo que dejar pasar, a pesar de todo, numerosas quejas y protestas ahogadas. La discusión cesó tan bruscamente como había comenzado. El 27 de junio de 1936, el Ejecutivo hizo de un proyecto infame, una ley tres veces infame. Hasta algunos de los apologistas oficiales de la burocracia se incomodaron. Louis Fisher escribió que la nueva ley era, en suma, una deplorable equivocación. En realidad, esta ley, dirigida contra la mujer pero que establece para las damas un régimen de excepción, es uno de los frutos legítimos de la reacción termidoriana.
La rehabilitación solemne de la familia que se llevó a cabo -coincidencia providencial- al mismo tiempo que la del rublo, ha sido una consecuencia de la insuficiencia material y cultural del Estado. En lugar de decir: aún somos demasiado indigentes y demasiado incultos para establecer relaciones socialistas entre los hombres: nuestros hijos lo harán, los jefes del régimen recogen los trastos rotos de la familia e imponen, bajo la amenaza de los peores rigores, el dogma de la familia, fundamento sagrado del «socialismo triunfante». Se mide con pena la profundidad de este retroceso.
La nueva legislación arrastra todo y a todos, al literato como al legislador, al juez y a la milicia, al periódico y a la enseñanza. Cuando un joven comunista, honrado y cándido, se permite escribir a su periódico: «Harías mejor en abordar la solución de este problema: ¿,Corno puede la mujer evadirse de las tenazas de la familia?», recibe un par de desaires y calla. El alfabeto del comunismo es considerado como una exageración de la izquierda. Los prejuicios duros y estúpidos de las clases medias incultas, renacen entre nosotros con el nombre de moral nueva. ¿Y qué sucede en la vida cotidiana de los rincones perdidos del inmenso país? La prensa sólo refleja en proporción ínfima la profundidad de la reacción termidoriana en el dominio de la familia.
Como la noble pasión de los predicadores crece en intensidad al mismo tiempo que aumentan los vicios, el noveno mandamiento ha alcanzado gran popularidad entre las capas dirigentes. Los moralistas soviéticos no tienen más que renovar ligeramente la fraseología. Se inicia una campana en contra de los divorcios, demasiado fáciles y demasiado frecuentes. El pensamiento creador del legislador anuncia ya una medida «socialista», que consiste en cobrar el registro del divorcio y en aumentar la tarifa en caso de repetición. De manera que no nos equivocamos al afirmar que la familia renace, al mismo tiempo que se consolida nuevamente el papel educador del rublo. Hay que esperar que la tarifa no será un obstáculo para las clases dirigentes. Las personas que disponen de buenos apartamentos, de coches y de otros elementos de bienestar, arreglan siempre sus asuntos privados sin publicidad superflua. La prostitución sólo tiene un sello infamante y penoso en los bajos fondos de la sociedad soviética; en la cumbre de esta sociedad, en donde el poder se une a la comodidad, reviste la forma elegante de menudos servicios recíprocos y aun el aspecto de la «familia socialista». Sosnovski ya nos ha dado a conocer la importancia del factor «autoharén» en la degeneración de los dirigentes.
Los «Amigos» líricos y académicos de la URSS tienen ojos para no ver. La legislación del matrimonio instituida por la Revolución de Octubre, que en su tiempo fue objeto de legítimo orgullo para ella, se ha transformado y desfigurado por amplios empréstitos tomados del tesoro legislativo de los países burgueses. Y, como si se tratara de unir la burla a la traición, los mismos argumentos que antes sirvieron para defender la libertad incondicional del divorcio y del aborto -«la emancipación de la mujer», «la defensa de los derechos de la personalidad», «la protección de la maternidad»-, se repiten actualmente para limitar o prohibir uno y otro.
El retroceso reviste formas de una hipocresía desalentadora, y ya mucho más lejos de lo que exige la dura necesidad económica. A las razones objetivas de regreso a las normas burguesas, tales como el pago de pensiones alimenticias al hijo, se agrega el interés social de los medios dirigentes en enraizar el derecho burgués. El motivo más imperioso del culto actual de la familia es, sin duda alguna, la necesidad que tiene la burocracia de una jerarquía estable de las relaciones sociales, y de una juventud disciplinada por cuarenta millones de hogares que sirven de apoyo a la autoridad y el poder.
Cuando se esperaba confiar al Estado la educación de las jóvenes generaciones, el poder, lejos de preocuparse por sostener la autoridad de los mayores, del padre y de la madre especialmente, trató, por el contrario, de separar a los hijos de la familia para inmunizarlos contra las viejas costumbres. Todavía recientemente, durante el primer periodo quinquenal, la escuela y las Juventudes Comunistas solicitaban ampliamente la ayuda de los niños para desenmascarar al padre ebrio o a la madre creyente, para avergonzarlos, para tratar de «reeducarlos». Otra cosa es el éxito alcanzado… De todas maneras, este método minaba las bases mismas de la autoridad familiar. En este dominio, se realizó una transformación radical que no estuvo desprovista de importancia. El quinto mandamiento se ha vuelto a poner en vigor al mismo tiempo que el noveno, sin invocación de la autoridad divina por el momento, es cierto; pero la escuela francesa tampoco emplea este atributo, lo cual no le impide inculcar la rutina y el conservadurismo.
El respeto a la autoridad de los mayores ya ha provocado, por lo demás, un cambio de política hacia la religión. La negación de Dios, de sus milagros y de sus ayudantes, era el elemento de división más grave que el poder revolucionario hacía intervenir entre padres e hijos. Sobrepasando el progreso de la cultura, de la propaganda seria y de la educación científica, la lucha contra la iglesia, dirigida por hombres de tipo Yaroslavski, degeneraba frecuentemente en bufonadas y vejaciones. El asalto a los cielos ha cesado como el asalto a la familia. Cuidadosa de su buena reputación, la burocracia ha pedido a los jóvenes ateos que depongan las armas y se dediquen a leer. Esto no es más que un comienzo. Un régimen de neutralidad irónico se establece poco a poco respecto a la religión. Primera etapa. No sería difícil predecir la segunda y la tercera, si el curso de los acontecimientos no dependiera más que de las autoridades establecidas.
La hipocresía de las opiniones dominantes eleva, siempre y en todas partes, al cubo o al cuadrado, los antagonismos sociales; ésta es, poco más o menos, la ley del desarrollo de las ideas traducida a lenguaje matemático. El socialismo, si merece este nombre, significa relaciones desinteresadas entre los hombres, una amistad sin envidia ni intriga, el amor sin cálculos envilecedores. La doctrina oficial declara que estas normas ideales ya se han realizado, con tanta más autoridad cuanto más enérgicas son las protestas de la realidad en contra de semejantes afirmaciones. El nuevo programa de las juventudes comunistas soviéticas, adoptado en abril de 1936, dice: «Una nueva familia, de cuyo florecimiento se encarga el Estado soviético, se ha creado sobre el terreno de la igualdad real del hombre y de la mujer». Un comentario oficial añade: «Nuestra juventud sólo busca al compañero o a la compañera por el amor. El matrimonio burgués de intereses no existe en nuestra nueva generación» (Pravda, 4 de abril de 1936). Esto es bastante cierto cuando se trata de obreros y obreras jóvenes. Pero el matrimonio por interés está muy poco extendido entre los obreros de los países capitalistas. Sucede todo lo contrario en las capas medias y superiores de la sociedad soviética. Los nuevos grupos sociales se subordinan automáticamente al dominio de las relaciones personales. Los vicios engendrados por el poder y por el dinero alrededor de las relaciones sexuales, florecen en la burocracia soviética como si ésta tuviera el propósito de alcanzar a la burguesía de Occidente.
En contradicción absoluta con la afirmación de Pravda que acabamos de citar, «el matrimonio soviético por interés» ha resucitado, la prensa soviética conviene en ello, sea por exceso de franqueza, sea por necesidad. La profesión, el salario, el empleo, el número de galones en la manga, adquieren un significado creciente, pues los problemas de calzado, de pieles, de alojamiento, de baños y -sueño supremo- de coche, se unen a él. La simple lucha por una habitación une y desune en Moscú a no pocas parejas por año. El problema de los padres ha alcanzado una importancia excepcional. Es conveniente tener como suegro a un oficial o a un comunista influyente; y como suegra, a la hermana de un gran personaje. ¿Quién se asombrará? ¿Puede ser de otro modo?
La desunión y la destrucción de las familias soviéticas en las que el marido, miembro del partido, miembro activo del sindicato, oficial o administrador, se ha desarrollado y ha adquirido nuevos gustos, mientras que la mujer, oprimida por la familia, ha permanecido en su antiguo nivel, forma uno de los capítulos más dramáticos del libro de la sociedad soviética. El camino de dos generaciones de la burocracia soviética está señalado por las tragedias de las mujeres atrasadas y abandonadas. El mismo hecho se observa actualmente en la joven generación. Se encontrará, sin duda, más grosería y crueldad en las esferas superiores de la burocracia, en las que los advenedizos poco cultivados, que creen que se les debe todo, forman un porcentaje elevado. Los archivos y las memorias revelarán un día verdaderos crímenes, cometidos contra las antiguas esposas y las mujeres en general por los predicadores de la moral familiar y de las «alegrías» obligatorias de la «maternidad», inviolables ante la justicia.
No, la mujer soviética aún no es libre. La igualdad completa representa también muchas más ventajas para las mujeres de las capas superiores, que viven del trabajo burocrático, técnico, pedagógico, intelectual en general, que para las obreras y, especialmente, que para las campesinas. Mientras que la sociedad no esté capacitada para asumir las cargas materiales de la familia, la madre no puede desempeñar con éxito una función social, si no dispone de una esclava blanca, nodriza, cocinera, etc. De los cuarenta millones de familias que forman la población de la URSS, el 5%, puede ser el 10%, fundan directa o indirectamente su bienestar sobre el trabajo de esclavas domésticas. El número exacto de criadas en la URSS sería tan útil para apreciar, desde un punto de vista socialista, la situación de la mujer, como toda la legislación soviética, por progresista que ésta sea. Pero justamente por eso, la estadística oculta a las criadas en la rúbrica de obreras o «varios».
La condición de la madre de familia, comunista respetada que tiene una sirvienta, un teléfono para hacer sus pedidos a los almacenes, un coche para transportarse, etc., es poco similar a la de la obrera que recorre las tiendas, hace las comidas, lleva a sus hijos del jardín de infancia a la casa -cuando hay para ella un jardín de infancia-. Ninguna etiqueta socialista puede ocultar este contraste social, no menos grande que el que distingue en todo país de Occidente a la dama burguesa de la mujer proletaria.
La verdadera familia socialista, liberada por la sociedad de las pesadas y humillantes cargas cotidianas, no tendrá necesidad de ninguna reglamentación, y la simple idea de las leyes sobre el divorcio y el aborto no le parecerá mejor que el recuerdo de las zonas de tolerancia o de los sacrificios humanos. La legislación de Octubre había dado un paso atrevido hacia ella. El estado atrasado del país, desde los puntos de vista económico y cultural, ha provocado una cruel reacción. La legislación termidoriana retrocede hacia los modelos burgueses, no sin cubrir su retirada con frases engañosas sobre la santidad de la «nueva» familia. La inconsistencia socialista se disimula aquí también bajo una respetabilidad hipócrita.
A los observadores sinceros les llama la atención, sobre todo en lo que se refiere a los niños, la contradicción entre los principios elevados y la triste realidad. Un hecho como el de recurrir a extremados rigores penales contra los niños abandonados, puede sugerir que el pensamiento de la legislación socialista en favor de la mujer y del niño no es más que una hipocresía. Los observadores del género opuesto se sienten seducidos por la amplitud y la generosidad del proyecto, que ha tomado forma de leyes y de órganos administrativos; ante las madres, las prostitutas y los niños abandonados a la miseria, estos optimistas se dicen que el aumento de las riquezas materiales dará, poco a poco, sangre y carne a las leyes socialistas. No es fácil decir cuál de estas dos maneras de pensar es más falsa y perjudicial. Hay que estar atacado de ceguera histórica para no ver la envergadura y la audacia del proyecto social, la importancia de las primeras fases de su realización, y las vastas posibilidades abiertas. Pero tampoco es posible dejar de indignarse por el optimismo pasivo y, en realidad, indiferente, de los que cierran los ojos ante el aumento de las contradicciones sociales, y se consuelan por medio de las perspectivas de un porvenir cuyas llaves se proponen respetuosamente dejar a la burocracia. ¡Como si la Igualdad del hombre y de la mujer no se hubiera transformado, a los ojos de la burocracia, en la igualdad de la carencia de todo derecho! ¡Como si estuviera escrito que la burocracia no puede establecer un nuevo yugo, en vez de aportar libertad!
La historia nos enseña muchas cosas sobre la esclavización de la mujer por el hombre, sobre la de ambos por el explotador, y sobre los esfuerzos de los trabajadores que, tratando de sacudir el yugo al precio de su sangre, en realidad no logran más que cambiar de cadenas. La historia, en definitiva, nos dice otra cosa. Pero nos faltan ejemplos positivos sobre la manera de liberar efectivamente al niño, a la mujer y al hombre. Toda la experiencia del pasado es negativa, e inspira desconfianza a los trabajadores hacia los tutores privilegiados e incontrolados.
La revolución imprimió un formidable impulso a las nuevas generaciones soviéticas, arrancándolas de un solo golpe de las costumbres conservadoras y revelándoles este gran secreto -el primero de los secretos de la dialéctica-, que no hay nada eterno sobre la tierra y que la sociedad está construida con materiales plásticos. ¡Cuán tonta es la teoría de las razas invariables a la luz de las experiencias de nuestra época! La URSS es un prodigioso crisol en donde se refunde el carácter de decenas de nacionalidades. La mística del alma eslava ha sido barrida como una escoria.
Pero el impulso recibido por las jóvenes generaciones aún no se canaliza en una obra histórica correspondiente. Es verdad que la juventud es muy activa en el terreno económico. La URSS cuenta con 7 millones de obreros menores de 23 años; 3.140.000 en la industria, 700.000 en las vías férreas, 700.000 en los talleres. En las nuevas fábricas gigantescas, los obreros jóvenes constituyen cerca de la mitad de la mano de obra. Los koljoses cuentan actualmente con 1.200.000 jóvenes comunistas. Centenares de millares de jóvenes comunistas han sido movilizados durante los últimos años a las canteras, los yacimientos de hulla, los bosques, las minas de oro, al ártico, a Sajalin o al río Amur, en donde se construye una nueva ciudad, Komsomolsk (literalmente: ciudad de las juventudes comunistas). La nueva generación proporciona trabajadores de choque, obreros de mérito, estajanovistas, contramaestres, administradores subalternos. Estudia y con aplicación en la mayor parte de los casos. Es aún más activa en el dominio de los deportes más audaces, como el paracaidismo, y los más belicosos, como el tiro. Los emprendedores y los intrépidos se unen a expediciones peligrosas de todas clases.
«La mejor parte de nuestra juventud -decía recientemente Schmidt, el explorador bien conocido de las regiones polares- aspira al trabajo difícil». Es, ciertamente, la verdad. Sin embargo, en todos los dominios, la generación posrevolucionaria aún está bajo tutela. Lo que debe hacer, y cómo debe hacerlo, se lo indican los superiores. La política, forma suprema del mando, queda íntegramente en manos de lo que se llama la vieja guardia. Y al mismo tiempo que dirigen a la juventud discursos muy cordiales, y a veces aduladores, los viejos guardan celosamente su monopolio.
Como no concebía el desarrollo de la sociedad socialista sin la «agonía» del Estado, es decir, sin la sustitución de todas las instituciones policíacas por la autoadministración de los productores y los consumidores, Engels atribuía el fin de esta labor a la joven generación «que crecerá bajo las nuevas condiciones de libertad, y se encontrará capacitada para destruir todo el antiguo caos del estatalismo». Lenin añade: «de todo estatalismo, comprendido el de la república democrática»… Tal era, en suma, la idea que Engels y Lenin tenían de la perspectiva de la edificación de la sociedad socialista: la generación que ha conquistado el poder, la vieja guardia, comienza la liquidación del Estado; la generación siguiente termina la tarea.
¿Qué sucede en realidad? El 43% de la población de la URSS ha nacido después de la Revolución de Octubre. Si se fija el límite de las generaciones a 23 años, aparece que más del 50% de la humanidad soviética no alcanza este límite, de manera que más de la mitad de la población no tiene la experiencia de otro régimen que el de los soviets. Pero, precisamente, estas jóvenes generaciones no se forman en «las condiciones de libertad» que pensaba Engels; al contrario, se forman bajo el yugo intolerable de la capa dirigente que, según la ficción oficial, hizo la Revolución de Octubre. En la fábrica, en el koljós, en el cuartel, en la universidad, en la escuela y hasta en el jardín de infancia, y acaso en la casa cuna, las principales virtudes del hombre son la fidelidad al jefe y la obediencia sin discusión. Muchos de los aforismos pedagógicos de los últimos tiempos podrían haber sido copiados de Goebbels, si el mismo Goebbels no los hubiera tomado, en gran parte, de los colaboradores de Stalin.
La enseñanza y la vida social de los escolares y de los estudiantes están profundamente penetradas de formalismo y de hipocresía. Los niños han aprendido a tomar parte en numerosas reuniones mortalmente aburridas, con su inevitable presidencia de honor, sus loas a los amados jefes, sus debates conformistas estudiados de antemano; reuniones en las que, como en las de los adultos, se dice una cosa y se piensa otra. Si los círculos de escolares más inocentes tratan de crear un oasis en medio de este desierto, se atraen crueles medidas de represión. La GPU interviene en la escuela llamada «socialista» para introducir, por medio de la delación y la traición, un terrible elemento de desmoralización. Los más reflexivos de los pedagogos y de los autores de libros infantiles, a pesar de su optimismo oficial, no siempre pueden ocultar su espanto ante la coerción, la hipocresía y el hastío que abruman a la escuela.
Desprovistas de la experiencia de la lucha de clases y de la revolución, las jóvenes generaciones sólo podrían madurar para una participación consciente en la vida social en el seno de una democracia soviética, aplicándose al estudio de las experiencias del pasado y de las lecciones del presente. El pensamiento y el carácter personal no pueden desarrollarse sin crítica, y la posibilidad más elemental de cambiar de ideas, de cometer errores, de verificar y rectificar los errores propios y los ajenos, le está prohibida a la juventud soviética. Todos los problemas, comprendiendo los que le conciernen, se resuelven sin tenerla en cuenta. No se le permite más que ejecutar las órdenes y cantar hosanna. A la primera palabra crítica, la burocracia responde torciendo el cuello a quien la ha pronunciado. Todo lo que la juventud tiene de indocilidad y de cualidades, es sistemáticamente reprimido, eliminado o físicamente exterminado. Así se explica el hecho de que los millones y millones de las Juventudes Comunistas no hayan producido, hasta hoy, una sola personalidad notable.
Al dedicarse a la técnica, a las ciencias, a la literatura, a los deportes, al ajedrez, la juventud parece aprender las más importantes actividades; en todos los dominios rivaliza con la antigua generación mal preparada, la alcanza y la supera en muchas ocasiones. Pero a cada contacto con la política se quema los dedos. En consecuencia, le quedan tres posibilidades: asimilarse a la burocracia y hacer carrera; someterse en silencio, concentrarse en el trabajo económico, científico, o en su pequeña vida privada; lanzarse a la ilegalidad, aprender a combatir y templarse para el futuro. La carrera burocrática sólo está abierta a una pequeña minoría; en el otro polo, una pequeña minoría llega a la oposición. El grupo intermedio es muy heterogéneo. Bajo el yugo opresor se llevan a cabo muchos procesos extremadamente significativos, aunque ocultos, que tendrán gran importancia para determinar el porvenir de la URSS.
Las tendencias ascéticas de la época de la guerra civil dejaron su puesto, en el periodo de la NEP, a estados de espíritu más epicúreos, por no decir más ávidos de placer. El primer periodo quinquenal fue nuevamente de un ascetismo involuntario, pero solamente para las masas y la juventud; los dirigentes ya habían logrado instalarse en las posiciones del bienestar personal. El segundo periodo quinquenal está impregnado, indudablemente, por una viva reacción en contra del ascetismo. La preocupación por las ventajas personales gana al conjunto de la población y, sobre todo, a los jóvenes. El hecho es que la pequeña minoría que logra elevarse sobre las masas tiene, en la joven generación soviética, la posibilidad de alcanzar a los medios dirigentes. Por otra parte, la burocracia forma y selecciona conscientemente a sus funcionarios y arribistas.
«La juventud soviética ignora el deseo de enriquecerse, la mezquindad pequeño burguesa, el bajo egoísmo», aseguraba el principal orador al congreso de las Juventudes Comunistas de abril de 1936. Estas palabras suenan manifiestamente falsas ante una consigna dominante en la actualidad: «comodidad y buena vida», ante los métodos de trabajo a destajo, de las primas y condecoraciones. El socialismo no es ascético, se opone profundamente al ascetismo cristiano, como a toda religión, por su relación con este mundo y sólo con él; la persona humana no comienza en el anhelo por la vida cómoda, sino en donde este anhelo concluye. Pero a ninguna generación le está dado saltar sobre su propia cabeza; por el momento, todo el movimiento estajanovista está fundado sobre el «bajo egoísmo». Su único patrón de medida, que es el número de pantalones y de corbatas ganados al precio del trabajo, comprueba justamente la «mezquindad pequeño burguesa». Admitamos que esta fase histórica sea necesaria; pero entonces hay que verla tal como es. El restablecimiento de las relaciones comerciales abre, indiscutiblemente, la posibilidad de una mejoría sensible del bienestar individual. Si los jóvenes soviéticos quieren ser ingenieros, no es porque la edificación socialista les seduzca tanto, sino porque los ingenieros están mucho mejor pagados que los médicos y que los profesores. Cuando tendencias de esta clase se precisan en una atmósfera de opresión espiritual y de reacción ideológica, mientras que los dirigentes ayudan conscientemente a los instintos de los arribistas, la formación de una «cultura socialista» se reduce, por el momento, a una educación egoísta de las más antisociales.
Sin embargo, sería calumniar groseramente a la juventud soviética presentarla como dominada, exclusiva o Principalmente, por los intereses personales. No, en su conjunto es generosa, intuitiva, emprendedora; el arribismo sólo tiñe la superficie, pero en sus profundidades viven varias tendencias, muchas veces informes, cuyo heroísmo vital busca empleo. El nuevo patriotismo soviético se nutre, en parte, de estas aspiraciones. éste es ciertamente muy hondo, sincero y dinámico. Pero también padece del desacuerdo entre los jóvenes y los viejos.
Los pulmones jóvenes y sanos encuentran insoportable la atmósfera de hipocresía, inseparable del Termidor, es decir, de la reacción que aún se ve obligada a vestirse el manto de la revolución. El vivo contraste entre las consignas socialistas y la realidad viviente, arruina la confianza en los cánones oficiales. Muchos jóvenes adoptan respecto a la política una actitud desdeñosa, y afectan en sus maneras la grosería, aun la licencia. En muchos casos, probablemente en la mayoría de ellos, la indiferencia o el cinismo no son más que las formas primitivas del descontento y del deseo contenido de caminar por su propia voluntad. La exclusión de las juventudes y del partido, el arresto y el exilio de centenares de millares de jóvenes «guardias blancas» y de «oportunistas», por una parte; de bolcheviques-leninistas, por la otra, comprueban que las fuentes de la oposición política consciente, de derecha e izquierda, no se agotan; por el contrario, han surgido con nueva fuerza durante los dos o tres últimos años. En fin, los más impacientes, los más ardientes, los menos equilibrados, heridos en sus sentimientos, o en sus intereses, se vuelven hacia la venganza terrorista. Tal es, poco más o menos, el espectro de los estados de espíritu político de la juventud soviética.
La historia del terrorismo individual en la URSS señala con fuerza las etapas de la evolución general del país. En la aurora del poder de los soviets, los blancos y los socialistas revolucionarios organizaron atentados terroristas en el ambiente de la guerra civil. Cuando las antiguas clases poseedoras han perdido toda esperanza de restauración, el terrorismo cesa. Los atentados de los kulaks que se han prolongado hasta estos días han tenido un carácter local; completaban una guerrilla en contra del régimen. El terrorismo más reciente no se apoya sobre las antiguas clases dirigentes ni en los campesinos acomodados. Los terroristas de la última generación se reclutan exclusivamente entre la juventud soviética, entre las Juventudes Comunistas y el partido, con frecuencia hasta entre los hijos de los dirigentes. Completamente incapaz de resolver los problemas que se propone, el terrorismo individual tiene, no obstante, la mayor importancia sintomática porque caracteriza la aspereza del antagonismo entre la burocracia y las vastas masas populares, especialmente la juventud.
Tomando todo en su conjunto -embriaguez económica, paracaidismo, expediciones polares, indiferentismo demostrativo, «golfería romántica», mentalidad terrorista y actos terroristas ocasionales- prepara una explosión de descontento de los jóvenes contra la insoportable tutela de los viejos. La guerra podría servir, evidentemente, de válvula de seguridad a los vapores acumulados de este descontento. Pero no por mucho tiempo. La juventud adquiriría rápidamente el temple de los combatientes y la autoridad que le falta hoy. Mientras tanto, la autoridad de los viejos sufriría un golpe irreparable. En el mejor de los casos, la guerra no concedería a la burocracia más que una moratoria; al final de las hostilidades, el contacto político sería más agudo.
Naturalmente sería unilateral limitar los problemas de la URSS al de las generaciones. Entre los viejos, la burocracia cuenta con no pocos enemigos declarados u ocultos, del mismo modo que ha,, centenares de millares de burócratas completos entre los jóvenes. Pero, de cualquier parte que salga el ataque contra las capas dirigentes, ya sea de derecha o de izquierda, los atacantes reclutarán sus fuerzas principales entre la juventud asfixiada, descontenta y privada de los derechos políticos. La burocracia lo comprende perfectamente, pues posee una sensibilidad extrema para todo lo que la amenaza, y trata, naturalmente, de consolidar de antemano sus posiciones. Sus trincheras principales, sus plataformas de cemento se alzan, principalmente, contra la generación joven.
Ya hemos mencionado el X Congreso de las Juventudes Comunistas que se reunió en el Kremlin, en abril de 1936. Naturalmente, nadie ha tratado de explicar por qué, contrariamente a los estatutos, este congreso no se había reunido durante cinco años. Por el contrario, inmediatamente se comprendió que, seleccionado y filtrado con el mayor cuidado, se reunía para expropiar el sentido político a la juventud: según sus nuevos estatutos, el Komsomol -las Juventudes Comunistas- pierde, aun jurídicamente, el derecho de participar en la vida social. La instrucción y la educación son, desde ahora, sus únicas esferas de acción. El secretario general de las Juventudes Comunistas declaró por órdenes de sus superiores: «Debemos (…) dejar de charlar sobre el plan industrial y financiero, la base del precio de costo, el equilibrio de las cuentas y todas las demás tareas del Gobierno. ¡Cómo si nosotros las decidiéramos!» El país entero podría repetir estas últimas palabras: «¡Cómo si nosotros las decidiéramos!». La orden arrogante de «dejar de charlar», que no suscitó en un congreso archisometido ningún entusiasmo, parece tanto más asombrosa cuanto que la ley soviética señala la mayoría política a los 18 años, concediendo a partir de esa edad el derecho de voto a los jóvenes de uno u otro sexo, y, aun cuando el límite de edad de los jóvenes comunistas era, según los antiguos estatutos, de 23 años, la tercera parte de los miembros de la organización eran mayores. El congreso llevó a cabo, simultáneamente, dos reformas: legalizó la participación de los adultos en las juventudes, aumentando así el número de electores de las Juventudes Comunistas; y privó a la organización del derecho de inmiscuirse, no ,solamente en la política general (cosa de la que no podría hablarse) sino, además, en los problemas corrientes de la economía. El aumento del límite de edad está dictado por la dificultad de pasar automáticamente del Komsomol al partido. La supresión de los últimos derechos políticos, y aun de su simple apariencia, se debe a la voluntad de supeditar, completa y definitivamente, las Juventudes Comunistas al partido depurado. Las dos medidas, aparentemente contradictorias, tienen la misma causa, y ésta es el miedo que la joven generación inspira a la burocracia.
Los oradores en el congreso, cumpliendo, según sus propias confesiones, misiones que les había confiado Stalin -estas advertencias tendían a evitar toda discusión-, explicaron el fin de la reforma con una franqueza más bien asombrosa: «No tenemos necesidad de un segundo partido». Esto era reconocer que, según la opinión de los dirigentes, si no se le mataba definitivamente, el Komsomol amenazaba con convertirse en un segundo partido. Y, como para determinar las posibles tendencias de este virtual partido, el orador añadió esta advertencia: «En su tiempo, Trotsky trató de inculcar a la juventud, con la que flirteaba por demagogia, la idea antileninista y antibolchevique de un segundo partido», etc. La alusión del orador encierra un anacronismo: en realidad, Trotsky se limitó en cierta época a advertir que la burocratización ulterior del régimen provocaría inevitablemente la ruptura con los jóvenes, y amenazaría con hacer nacer un segundo partido. Poco importa; los acontecimientos, al confirmar esa advertencia, han constituido un programa. El partido degenerado sólo conserva su poder de atracción para los arribistas. Los jóvenes y las jóvenes honrados y capaces de pensar, deben estar desalentados por el servilismo bizantino, la falsa retórica que cubre los privilegios y la arbitrariedad, la habladuría de los mediocres burócratas acostumbrados a alabarse unos a otros, y por todos esos mariscales que si no han bajado las estrellas del cielo se las han colgado todas en el traje. No se trata, pues, de la amenaza de un segundo partido, única fuerza susceptible de continuar la Revolución de Octubre. La modificación de los estatutos de las Juventudes Comunistas, aunque fuese reforzada por nuevas medidas policíacas, no impedirá, claro está, que la juventud adquiera fuerza viril para oponerse a la burocracia.
¿De qué lado se orientará la juventud en caso de grandes convulsiones políticas? ¿Bajo qué banderas se reunirá? Seguramente, nadie puede en estos momentos responder a esas preguntas, y la juventud misma, menos que nadie. Tendencias contradictorias solicitan su conciencia. Al final, serán los acontecimientos históricos de una importancia mundial los que determinen a las masas a pronunciarse: guerra, nuevos éxitos del fascismo o, a la inversa, victoria de la revolución proletaria en Occidente. En todo caso, la burocracia se convencerá de que esta juventud sin derechos constituye en la historia un factor explosivo de primer orden.
En 1894, la autocracia rusa, por boca del joven zar Nicolás II, respondía a los miembros de los zemstvos que expresaban tímidamente el deseo de ser admitidos en la vida política: «¡Sueños insensatos!». Palabras memorables. En 1936, la burocracia responde a las aspiraciones aún confusas de la joven generación soviética con la orden brutal de «cesar las charlas». Estas palabras también entrarán en la historia. El régimen estalinista no las pagará menos caras que el régimen a cuya cabeza se hallaba Nicolás II.
Las necesidades culturales de las naciones despertadas por la revolución exigen la más amplia autonomía. Pero la economía sólo puede desarrollarse satisfactoriamente si todas las partes de la Unión se someten a un plan centralizado de conjunto. La economía y la cultura no están separadas por murallas; sucede, pues, que las tendencias a la autonomía cultural y a la centralización económica se ponen en conflicto. Sin embargo, no hay entre ellas antagonismo irreductible. Si para resolver este conflicto no tenemos ni podemos tener una fórmula ya hecha, la voluntad de las masas interesadas existe y sólo su participación efectiva en la decisión cotidiana de su propio destino puede, en cada etapa dada, trazar el límite entre las reivindicaciones legítimas de la centralización económica y las exigencias vitales de las culturas nacionales. Toda la desgracia viene de que la voluntad de la población de la URSS, encarnada por sus diversos elementos nacionales, está falsificada completamente por la burocracia, que sólo considera la economía y la cultura bajo el ángulo de los intereses específicos de la capa dirigente y de sus facilidades de gobierno.
Es cierto que la burocracia continúa cumpliendo en estos dos dominios cierto trabajo progresista, aunque con enormes gastos generales. Esto se relaciona, sobre todo, con las nacionalidades atrasadas de la URSS, que deben pasar necesariamente por un periodo más o menos largo de empréstitos, de imitaciones y de asimilación. La burocracia les construye un puente hacia los beneficios elementales de la cultura burguesa y, particularmente, preburguesa. Con respecto a varias regiones y nacionalidades, el régimen realiza, en amplia medida, la obra histórica que Pedro I y sus compañeros realizaron en la vieja Moscovia; pero a más vasta escala y con un ritmo más rápido.
En estos momentos en la URSS se imparte la enseñanza en ochenta idiomas, al menos. Se ha necesitado, para la mayor parte de ellos, crear alfabetos o reemplazar los alfabetos asiáticos, demasiado aristócratas, por alfabetos latinos más al alcance de las masas. Aparecen periódicos en otras tantas lenguas, que hacen conocer a los pastores nómadas y a los cultivadores primitivos los elementos de la cultura. Las lejanas regiones del Imperio, antiguamente abandonadas, ven surgir industrias; el tractor destruye las viejas costumbres que aún tienen algo del clan. Al mismo tiempo que la escritura, aparecen la medicina y la agronomía. No es fácil apreciar esta construcción de nuevas capas de la humanidad. Marx no se equivocaba al decir que la revolución es la locomotora de la historia.
Pero las locomotoras más poderosas no hacen milagros: no cambian las leyes del espacio, no hacen más que acelerar el movimiento. La necesidad de dar a conocer a decenas de millones de hombres el alfabeto, el periódico, las reglas mal simples de la higiene, muestra qué camino hay que recorrer antes de que pueda plantearse, en realidad, el problema de una nueva cultura socialista. Por ejemplo, la prensa publica que los piratas de Siberia Occidental, que hasta entonces no sabían lavarse, tienen en la actualidad, «en muchas aldeas, baños a los que se acude de treinta kilómetros a la redonda». Este ejemplo, tomado de lo más bajo de la cultura, solamente hace resaltar el nivel de muchas otras conquistas, y no sólo en las regiones atrasadas y lejanas. Cuando el jefe del Gobierno, para mostrar el aumento de la cultura, dice que la demanda de «camas de hierro, de relojes, de ropa tejida, de sueters, de bicicletas, aumenta en los koljoses», esto significa solamente que los campesinos acomodados comienzan a servirse de los productos de la industria, que desde hace mucho tiempo conocen los campesinos de Occidente. La prensa repite de día en día sus prédicas sobre «el comercio socialista civilizado». Se trata, en realidad, de dar un nuevo aspecto limpio y atractivo a los almacenes del Estado, de equiparlos, de no dejar pudrir las manzanas; de vender, al mismo tiempo que las medias, el hilo para zurcir y, en fin, de acostumbrar a los vendedores a tratar a los clientes con atención y cortesía; en una palabra: de alcanzar el nivel acostumbrado del comercio capitalista. Y aún se está muy lejos de alcanzar este fin, en el que no hay, por lo demás, un grano de socialismo.
Si nos alejamos, por un momento, de las leyes y de las instituciones, para considerar la vida cotidiana de la gran masa de la población, sin embriagarnos de ilusiones, estamos obligados a concluir que la herencia de la Rusia absolutista y capitalista es aún inmensamente superior, en las costumbres, que los gérmenes del socialismo. La misma población lo dice con fuerza convincente con su avidez de apoderarse, a la mínima mejoría, de los modelos hechos en Occidente. Los jóvenes empleados soviéticos, y con frecuencia los obreros jóvenes, tratan de imitar las maneras y el traje de los ingenieros y de los técnicos americanos que encuentran en la fábrica. Las empleadas y las obreras devoran con los ojos a la turista extranjera, para vestirse como ella, e imitar sus modales. La afortunada que lo logra se transforma, a su vez, en objeto de imitación. En lugar de los bigudíes de antaño, las mejor pagadas se hacen la permanente. La joven aprende gustosa los «bailes modernos». En cierto sentido, éstos son progresos. Pero por el momento, no expresan la superioridad del socialismo sobre el capitalismo, sino el predominio de la cultura burguesa sobre la cultura patriarcal, de la ciudad sobre el campo, del centro sobre la provincia, del Occidente sobre el Oriente.
Los medios soviéticos privilegiados imitan a las esferas superiores del capitalismo, y los diplomáticos, los directores de trust, los ingenieros que van frecuentemente a Europa o a América, son los árbitros en la materia. La sátira soviética no dice una palabra de ello, pues le está rigurosamente prohibido tocar a los «diez mil» dirigentes. Sin embargo, no es posible abstenerse de señalar con alguna amargura que los altos emisarios soviéticos en el extranjero no han sabido manifestar ante la civilización capitalista un estilo propio, ni siquiera una manera de ser personal. Han carecido de la firmeza interior que les hubiese permitido desdeñar las apariencias visibles y guardar sus distancias. Generalmente, emplean su ambición en distinguirse lo menos posible de los snobs burgueses más acabados. En una palabra, la mayor parte de ellos no se sienten representantes de un mundo nuevo, sino advenedizos, y se comportan de acuerdo con esto.
Decir que la URSS persigue, en este momento, la obra cultural que los países avanzados han concluido desde hace mucho tiempo sobre la base del capitalismo, no sería, sin embargo, más que formular una semiverdad. Las nuevas formas sociales no son, de ninguna manera, indiferentes; no se limitan a abrir a un país atrasado la posibilidad de alcanzar el nivel de los países avanzados, sino que le permiten llegar a él mucho más rápidamente de lo que lo hace Occidente. La clave de este enigma se encuentra sin ningún trabajo: los pioneros de la burguesía han tenido que inventar su técnica y aprender a aplicarla a la economía y a la cultura, mientras que la URSS encontró un instrumento ya hecho, moderno, y gracias a la socialización de los medios de producción, no lo aplica parcialmente y poco a poco, sino de un solo golpe y a gran escala.
Los jefes militares del pasado han alabado muchas veces el papel civilizador del ejército, sobre todo en lo que se refiere a los campesinos. Sin extasiarnos sobre la civilización específica extendida por el militarismo burgués, no es posible, sin embargo, que desconozcamos que numerosos hábitos útiles al progreso han sido introducidos en las masas populares por medio del ejército; y no es casualidad que los soldados y los suboficiales se hayan encontrado a la cabeza de las sublevaciones en todos los movimientos revolucionarios y, principalmente, en los movimientos campesinos. El régimen soviético tiene la posibilidad de obrar sobre la vida de las masas populares, no sólo por medio del ejército, sino por todos los órganos del Estado, del partido, de las Juventudes Comunistas y de los sindicatos confundidos con el Estado. La asimilación de los modelos de la técnica, de la higiene, de las artes, de los deportes, en plazos mucho más breves que los que fueron necesarios para su elaboración en su patria de origen, está asegurada por las formas estatales de la propiedad, por la dictadura política, por la dirección planificada.
Si la Revolución de Octubre no hubiese producido más que esta aceleración de la velocidad, eso bastaría para justificarla históricamente, pues el régimen burgués declinante no se había mostrado capaz, en el último cuarto de siglo, de hacer progresar francamente a un sólo país atrasado en ninguna parte del mundo. Pero el proletariado ruso hizo la revolución con fines mucho más avanzados. Cualquiera que sea el yugo político que sufre actualmente, sus mejores elementos no han renunciado al programa comunista ni a las grandes esperanzas que representa. La burocracia se ve obligada a adaptarse al proletariado en la orientación de su política y, mucho más, en la interpretación de ella. Por eso, cada paso hacia adelante en la economía o en las costumbres, independientemente de su explicación histórica verdadera o de su significación real para la vida de las masas, se transforma oficialmente en una conquista inaudita, en una adquisición sin precedentes de la «cultura socialista». Es indudable que poner el cepillo de dientes y el jabón al alcance de millones de hombres que no conocían ayer las más simples exigencias de la limpieza, es una obra civilizadora de las mayores. Pero ni el jabón, ni el cepillo de dientes, ni siquiera los perfumes reclamados por «nuestras mujeres» constituyen la cultura socialista, sobre todo, cuando estos pobres atributos de la civilización sólo son accesibles a un 15% de la población.
La «transformación de los pobres» de la que tan frecuentemente se habla en la prensa soviética, se realiza, en verdad, a toda velocidad. ¿Pero en qué medida es una transformación socialista? El pueblo ruso no ha tenido en el pasado ni reforma religiosa, como los alemanes, ni gran revolución burguesa, como los franceses. En estos dos crisoles, si hacemos a un lado la revolución-reforma de los insulares británicos del siglo XVIII, se ha formado la individualidad burguesa, fase de primera importancia en el desarrollo de la individualidad humana en general. Las revoluciones rusas de 1905 y 1917 indicaban, forzosamente, el despertar de la individualidad en el seno de las masas y su afirmación en un medio primitivo; de esta manera, recogían, en menor escala y precipitadamente, la obra educativa de las reformas y de las revoluciones burguesas de Occidente. Pero mucho antes de aire esta gran obra fuese terminada, al menos en sus grandes líneas, la revolución rusa, nacida en el crepúsculo del capitalismo, fue lanzada por la lucha de clases a los rieles del socialismo. Las contradicciones en el dominio de la cultura, no hacen más que reflejar y desviar las contradicciones sociales y económicas resultantes de este salto. El despertar de la individualidad adquiere necesariamente, desde entonces, un carácter más o menos pequeño burgués, en la economía, en la familia, en la poesía. La burocracia se ha transformado en la encarnación de un individualismo extremo, algunas veces sin freno. Admitiendo y alentando el individualismo económico (trabajo a destajo, parcelas de los cultivadores, primas, condecoraciones), reprime duramente, por otra parte, las manifestaciones progresistas del individualismo en la esfera de la cultura espiritual (opiniones críticas, formación de opiniones personales, dignidad individual).
Mientras el nivel de un grupo nacional es más elevado, mientras más alta es su creación cultural, los problemas de la sociedad y de la personalidad le tocan más profundamente y las tenazas de la burocracia le son más dolorosas, cuando no intolerables.
En realidad, no puede hablarse de la originalidad de las culturas nacionales, cuando una sola batuta de director de orquesta -más exactamente, un solo garrote policíaco- pretende dirigir las funciones intelectuales de todos los pueblos de la Unión. Los periódicos (y los libros) ucranianos, ruso-blancos, georgianos o tártaros, no hacen más que traducir los imperativos burocráticos en esas lenguas. La prensa moscovita publica diariamente la traducción rusa de las odas dedicadas a los jefes por laureados poetas nacionales, miserables versificaciones en realidad, que no difieren unas de otras más que por el grado de servilismo y de insignificancia.
La cultura Gran Rusa, que sufre con ese régimen cuartelario tanto como las otras, vive sobre todo por medio de la vieja generación formada antes de la revolución. La juventud parece estar aplastada bajo una losa. No estamos ante una opresión de una nacionalidad por otra, en el sentido propio de la palabra, sino ante la opresión de todas las culturas nacionales, comenzando por la Citan Rusa, por un aparato policíaco centralizado. Sin embargo, no podemos olvidar el hecho de que el 90% de los periódicos de la URSS aparecen en ruso. Si este porcentaje está en contradicción flagrante con la proporción numérica de los rusos en la población, corresponde, es cierto, a la influencia propia de la civilización rusa y a su papel de intermediario entre los pueblos atrasados y el Occidente. Sin embargo, ¿no hay que ver en la parte exageradamente grande que se atribuye a los rusos en las ediciones (y naturalmente que no sólo allí), un privilegio nacional de hecho, privilegio de gran potencia obtenido en detrimento de otras nacionalidades? Es muy posible. Pero a este problema extremadamente serio no se puede responder categóricamente, pues, más que por la colaboración, la emulación y la fecundación recíproca de las culturas, está solucionado en la vida por el arbitraje sin apelación de la burocracia. Y como el Kremlin es la sede del poder, como la periferia tiene que imitar al centro, la burocracia central toma inevitablemente una actitud rusificadora, mientras que le atribuye a las demás nacionalidades un sólo derecho indiscutible: el de cantar en su propio idioma los elogios del árbitro.
Polemizando con los teóricos de un arte proletario, producto de laboratorio, el autor de estas líneas escribía: «La cultura se alimenta con la savia de la economía y se necesitan excedentes materiales para que crezca, se complique y se afine». Ni aun la solución feliz de los problemas económicos elementales «no significaría, en ningún caso, la victoria completa del socialismo, nuevo principio histórico». El progreso del pensamiento científico sobre las bases populares y el desarrollo del nuevo arte, comprobarían que el grano ha germinado y que la planta ha florecido. Desde este punto de vista, «el desarrollo del arte es la prueba más alta de la vitalidad y de la importancia de una época». Este punto de vista admitido ayer, fue declarado repentinamente en un texto oficial «derrotista», y dictado por el «descreimiento» en las fuerzas creadoras del proletariado. El periodo Stalin-Bujarin se abrió: desde hacía largo tiempo, Bujarin era el heraldo de la cultura proletaria: Stalin jamás había pensado en ello. En todo caso, ambos profesaban que el camino hacia el socialismo se haría «a paso de tortuga» y que el proletariado dispondría de decenas de años para formar su cultura propia. En cuanto al carácter de ésta, las ideas de nuestros teóricos eran tan confusas como poco ambiciosas.
Los años tempestuosos del primer plan quinquenal echaron abajo la perspectiva de los pasos de tortuga. Desde 1931, el país, azotado por un hambre cruel, «entró en el socialismo». Antes de que los escritores y los artistas oficialmente protegidos pudieran crear un arte proletario, o, cuando menos, las primeras obras notables de ese arte, el Gobierno hizo saber que el proletariado se había reabsorbido en la sociedad sin clases. Faltaba acomodarse al hecho de que para crear su cultura no había dispuesto de este factor indispensable: el tiempo. Los conceptos de ayer fueron olvidados inmediatamente y la «cultura socialista» se puso a la orden del día. Conocemos ya su contenido.
La creación espiritual necesita libertad. La idea comunista que trata de someter la naturaleza a la técnica, y la técnica a un plan para obligar a la materia a que dé al hombre todo lo que éste necesita, y mucho más, es una idea que se propone un fin más elevado: el de liberar para siempre las facultades creadoras del hombre de todas las trabas, dependencias humillantes o duras obligaciones. Las relaciones personales, la ciencia, el arte, ya no tendrán que sufrir ningún plan impuesto, ninguna sombra de obligación. ¿En qué medida la creación espiritual será individual o colectiva’? Eso dependerá enteramente de los creadores.
Otra cosa es el régimen transitorio. La dictadura expresa la barbarie pasada y no la cultura futura. Impone necesariamente rudas restricciones a todas las actividades, comprendida la actividad espiritual. El programa de la revolución veía en ello, desde el principio, un mal necesario, y se proponía alejar poco a poco, a medida que el nuevo régimen se consolidara, todas las restricciones a la libertad. En cualquier caso, durante los años más caldeados de la guerra civil, los jefes de la revolución comprendían que si el Gobierno podía limitar la libertad creadora, inspirándose en consideraciones políticas, no podía, de ninguna manera, mandar en el dominio científico, literario o artístico. Con sus gustos bastante «conservadores», Lenin daba pruebas de la mayor circunspección en materia de arte, invocando frecuentemente su incompetencia. La protección concedida por el Comisario del Pueblo para la Instrucción Pública, Lunatcharski, a diversas formas de modernismo, inquietaba a Lenin, pero éste se limitaba a formular observaciones irónicas en sus conversaciones privadas, estaba muy lejos de querer instituir en ley sus gustos artísticos y literarios. En 1924, en el umbral de una nueva época, el autor de este libro formulaba en los siguientes términos la actitud del Estado con relación a las tendencias del arte: «Colocando por encima de todo el criterio: a favor o en contra de la revolución, dejarle, en su propio terreno, una libertad completa».
Mientras la dictadura tuvo el apoyo de las masas y la perspectiva de la revolución mundial, no temió las experiencias, la lucha de las escuelas, pues comprendía que una nueva fase de la cultura sólo podía prepararse por ese medio. Todas las fibras del gigante popular vibraban aún; pensaba en voz alta, por primera vez desde hacía mil años. Las mejores fuerzas juveniles del arte estaban tocadas en lo vivo. En estos primeros años ricos de esperanza y de intrepidez, se crearon los modelos más preciosos de la legislación socialista y las mejores obras de la literatura revolucionaria. A la misma época pertenecen las mejores películas soviéticas que, a pesar de la pobreza de los medios técnicos, asombraron al mundo por su frescura y por la intensidad de su realismo.
En la lucha contra la oposición en el seno del partido, las escuelas literarias fueron sofocadas una después de otra. No sólo se trataba de literatura; la devastación se extendió a todos los dominios de la ideología, con tanta mayor energía, en cuanto que era semiinconsciente. Los dirigentes actuales se consideran llamados, a la vez a controlar políticamente la vida espiritual y a dirigir su desarrollo. Su mando sin apelación se ejerce igualmente en los campos de concentración, en la agricultura y en la música. El órgano central del partido publica artículos anónimos muy semejantes a órdenes militares, reglamentando la arquitectura, la literatura, el arte dramático, el ballet, eso sin hablar de la filosofía, de las ciencias naturales y de la historia.
La burocracia siente un temor supersticioso por todo lo que no la sirve y por todo lo que no comprende. Cuando exige una relación entre las ciencias naturales y la producción, tiene razón; pero cuando ordena a los investigadores que sólo se asignen fines inmediatos, amenaza con cegar las fuentes más preciosas de la creación, incluyendo las de los descubrimientos prácticos, que frecuentemente se realizan por vías imprevistas. Instruidos por una dura experiencia, los naturalistas, los matemáticos, los filólogos, los teóricos del arte militar, evitan las grandes generalizaciones por temor a que un «profesor rojo», que casi siempre es un arribista ignorante, les lance pesadamente una cita de Lenin o de Stalin. Defender en semejante caso su pensamiento y su dignidad científica es, con toda seguridad, atraerse los rigores de la represión.
Las ciencias sociales son las más maltratadas. Los economistas, los historiadores, los propios estadísticos, sin hablar de los periodistas, se preocupan, sobre todo, de no ponerse, aunque sea indirectamente, en contradicción con el zigzag actual de la política oficial. No se puede hablar de la economía soviética, de la política interior y exterior, más que cubriéndose los flancos y la retaguardia con vulgaridades tomadas de los discursos del jefe, y dándose como fin el de demostrar que todo sucede como si se hubiera previsto de la mejor manera posible. El conformismo ha liberado el cien por cien de los fastidios terrenales, pero lleva en sí mismo su propio castigo: la esterilidad.
Aunque el marxismo sea formalmente la doctrina oficial de la URSS, durante los últimos doce años no se han publicado una sola obra marxista -sobre economía, sociología, historia, filosofía- que merezca la atención o la traducción. La producción marxista no sale de los límites de la compilación escolástica, que no hace más que tomar de nuevo las viejas ideas aprobadas y servir las mismas citas, según las necesidades del momento. Tirados por millones de ejemplares, los libros y los folletos que nadie necesita, fabricados con embustes, adulaciones y otros ingredientes viscosos, se distribuyen en todos los rincones del Estado. Los marxistas que podrían decir algo útil o personal, están encarcelados u obligados a callar. ¡Mientras que la evolución de las formas sociales plantea a cada instante problemas grandiosos!
La honradez, sin la cual no puede haber trabajo teórico, se ha arrojado por los suelos. Las notas explicativas, añadidas a los escritos de Lenin, los transforman de pies a cabeza en cada edición para servir los intereses personales del estado mayor gubernamental, magnificando a los «jefes», vilipendiando a sus adversarios, borrando ciertas huellas… Los manuales de historia del partido y de la revolución, sufren el mismo tratamiento. Los hechos se deforman, los documentos se ocultan o, por el contrario, se inventan; las reputaciones se fabrican o se destruyen. La simple comparación de las sucesivas ediciones de un mismo libro en doce años, permite darse cuenta de la degeneración del pensamiento y de la conciencia de los dirigentes.
El régimen totalitario no es menos funesto para la literatura. La lucha de las tendencias y de las escuelas ha dejado su lugar a la interpretación de la voluntad de los jefes. Todos los grupos pertenecen obligatoriamente a una organización única, especie de campo de concentración de las letras. Escritores mediocres pero «bien dóciles», como Gladkov y Serafimovich, son proclamados como clásicos. Los escritores dotados que no saben hacerse la violencia necesaria, son perseguidos por mentores sin escrúpulos armados de citas. Se suicidan grandes artistas; otros buscan el material de su trabajo en un pasado lejano o callan. Los libros honrados y con talento sólo aparecen por azar, como si escaparan de ser ahogados: son una especie de contrabando.
La vida del arte soviético es un martirologio. Después del artículoconsigna de Pravda en contra del formalismo, aparece entre los escritores, los pintores, los directores teatrales, y aun los cantantes de ópera, una epidemia de arrepentimiento. Todos desautorizan sus pecados de ayer, absteniéndose, por lo demás -por prudencia- de precisar lo que es el formalismo. Las autoridades tuvieron que detener, por medio de una nueva directiva, esta corriente demasiado numerosa de abjuraciones. Los juicios literarios se revisan en unas cuantas semanas, los manuales son corregidos; las calles cambian de nombre y se levantan monumentos porque Stalin ha hecho una observación elogiosa sobre Maiakovski. La impresión que una ópera produce a los altos signatarios se transforma en una directiva para los compositores. El secretario de las Juventudes Comunistas dijo en una conferencia de escritores que «las indicaciones del camarada Stalin hacen la ley para todos», y fue aplaudido aunque algunos tuvieran la cara roja de vergüenza. Y como si se tratara de infligir un ultraje supremo a la literatura, Stalin, que es incapaz de construir correctamente una frase en ruso, es declarado como uno de los clásicos del estilo. Este bizantinismo v este reino de la policía tiene algo profundamente trágico, a pesar de sus aspectos bufonescos.
La fórmula oficial enuncia que la cultura debe ser socialista por su contenido y nacional por su forma. Sin embargo, el contenido de la cultura socialista sólo puede ser objeto de hipótesis más o menos afortunadas. A nadie está dado alcanzar esta cultura sobre una base económica insuficiente. El arte es mucho menos capaz que la ciencia de anticiparse al porvenir. Sea como sea, recetas tales como: «representar la edificación futura», «mostrar la vía del socialismo», «transformar al hombre», no proporcionan a la Imaginación un apoyo sensiblemente mayor que una lista de precios de sierras o que la guía de ferrocarriles.
La forma popular del arte está identificada con la ejecución de obras al alcance de todo el mundo. «Lo que no es útil al pueblo -declara Pravda- no puede tener valor estético». Esta vieja idea de narodniki que aparta la educación artística de las masas, adquiere un carácter tanto más reaccionario, cuando que la burocracia se reserva el derecho de decidir cuál es el arte del que no tiene necesidad el pueblo; publica libros a su antojo y establece su venta obligatoria sin dejar al lector la menor elección. Para ella, todo se reduce al fin y al cabo a que el arte se inspire en sus intereses y encuentre motivos para hacerla atrayente a las masas populares.
¡En vano! Ninguna literatura resolverá ese problema. Los mismos dirigentes se ven obligados a reconocer que «ni el primer plan quinquenal, ni el segundo, han suscitado una corriente de creación literaria más potente que la que nació de la Revolución de Octubre». El eufemismo es de gran suavidad. En realidad, a pesar de algunas excepciones, la época termidoriana entrará en la historia como la de los mediocres, de los laureados y de los astutos.
VIII – La política exterior y el ejército
DE LA REVOLUCIÓN MUNDIAL AL ‘STATU QUO’
La política exterior siempre ha sido la continuación de la política interior, pues la dirige la misma clase dominante y persigue los mismos fines. La degeneración de la casta dirigente de la URSS tenía que introducir una modificación correspondiente en los fines y en los métodos de la diplomacia soviética. La «teoría» del socialismo en un solo país, enunciada por primera vez durante el otoño de 1924, se debió al deseo de liberar la política extranjera de los soviets del programa de la revolución internacional. Sin embargo, la burocracia no quería romper sus relaciones con la Internacional Comunista, pues ésta se hubiera transformado inevitablemente en una organización de oposición internacional, lo que hubiera sido bastante desagradable para la URSS por la relación de las fuerzas. Al contrario, mientras la política de la URSS se apartaba más del antiguo internacionalismo, los dirigentes se aferraban con mayor fuerza al timón de la III Internacional. Con su antigua denominación, la Internacional Comunista sirvió a nuevos fines. Estos fines nuevos exigían hombres nuevos. A partir de 1923, la historia de la Internacional Comunista es la de la renovación de su estado mayor moscovita y de los estados mayores de las secciones nacionales, por medio de revoluciones palaciegas, de depuraciones, de exclusiones, etc. En la actualidad, la Internacional Comunista no es más que un aparato perfectamente dócil, dispuesto a seguir todos los zigzags de la política extranjera soviética.
La burocracia no solamente ha roto con el pasado, sino que también ha perdido la facultad de aprovechar sus lecciones capitales. Hay que recordar que el poder de los soviets no se hubiera sostenido doce meses sin el apoyo inmediato del proletariado mundial, europeo sobre todo, y sin el movimiento revolucionario de los pueblos de las colonias. El militarismo austro-alemán no pudo llevar a fondo su ofensiva contra la Rusia de los soviets, porque sentía sobre su nuca el aliento abrasador de la revolución. Las revoluciones de Alemania y de Austria-Hungría anularon, al cabo de nueve meses, el tratado de Brest-Litovsk. Las revoluciones de la flota del Mar Negro, en abril de 1919, hicieron que el Gobierno de la Tercera República renunciara a extender las operaciones en el sur del país soviético. Bajo la presión directa de los obreros británicos, el Gobierno inglés evacuó el norte en septiembre de 1919. Después de la retirada del Ejército Rojo de la vecindad de Varsovia, en 1920, una poderosa corriente de protestas revolucionarias fue lo único que impidió a la Entente auxiliar a Polonia para infligir a los soviets una derrota decisiva. Las manos de Lord Curzon, cuando dirigió en 1923 su ultimátum a Moscú, fueron atadas por la resistencia de las organizaciones obreras de Inglaterra. Estos episodios notables no están aislados; caracterizan el primer periodo, el más difícil de la existencia de los soviets. Aunque la revolución no haya vencido en ninguna parte fuera de Rusia, las esperanzas fundadas sobre ella no fueron vanas.
Desde entonces, el Gobierno de los soviets firmó diversos tratados con los Estados burgueses: el tratado de Brest-Litovsk en marzo de 1918; el tratado con Estonia en febrero de 1920; el tratado de Riga con Polonia, en octubre de 1922, y otros acuerdos diplomáticos menos importantes. Sin embargo, ni al Gobierno de Moscú ni a ninguno de sus miembros se les ocurrió jamas presentar a sus socios burgueses como «amigos de la paz» ni, con mucha mayor razón, de invitar a los partidos comunistas de Alemania, de Estonia o de Polonia, a que sostuvieran con sus votos a los gobiernos burgueses signatarios de esos tratados. Precisamente este problema tiene una importancia decisiva para la educación revolucionaria de las masas. Los soviets no podían dejar de firmar la paz de Brest-Litovsk, así como los huelguistas agotados no pueden rechazar las condiciones más duras del patrón; pero la aprobación de ese tratado por la socialdemocracia alemana, bajo la forma hipócrita de abstención en el voto, fue condenada por los bolcheviques como un sostén a los bribones y a su violencia. Aunque cuatro años más tarde se firmó el tratado de Rapallo sobre las bases de una igualdad formal de las partes contratantes, si el partido comunista alemán hubiera pensado en expresar en esa ocasión su confianza a la diplomacia de su país, hubiera sido excluido inmediatamente de la Internacional. La idea básica de la política extranjera de los soviets era que los acuerdos comerciales, diplomáticos y militares del Estado soviético con los imperialistas, acuerdos inevitables, en ningún caso debían frenar o debilitar la acción del proletariado en los países capitalistas interesados; pues la salud del Estado obrero no está asegurada en última instancia, más que por el desarrollo de la revolución mundial. Cuando Chicherin propuso, durante la preparación de la conferencia de Ginebra, introducir en la Constitución soviética modificaciones «democráticas» para satisfacer a la «opinión pública» americana, Lenin insistió, en una carta oficial del 23 de enero de 1922, sobre la necesidad de enviarlo, sin tardanza, a que reposara en un sanatorio. Si en ese tiempo alguien se hubiera permitido proponer que se pagaran las buenas disposiciones del imperialismo con una adhesión -digámoslo a título de ejemplo- al pacto vacío y falso de Kellogg, o con una atenuación en la acción de la Internacional Comunista, Lenin no hubiera dejado de proponer el envío de ese innovador a un manicomio -y ciertamente no hubiera encontrado la menor objeción en el Buró Político-.
Los dirigentes de esa época se mostraban particularmente implacables en lo referente a las ilusiones pacifistas de toda clase, a la Sociedad de las Naciones, a la seguridad colectiva, al arbitraje, al desarme, etc., pues no veían en ellos más que los medios para adormecer la vigilancia de las masas obreras y sorprenderlas mejor en el momento en que estallara la nueva guerra. El programa del partido, elaborado por Lenin y adoptado por el congreso de 1919, contiene sobre este asunto el pasaje siguiente, desprovisto de todo equívoco: «La presión creciente del proletariado y, sobre todo, sus victorias en ciertos países, aumentan la resistencia de los explotadores y los conducen a nuevas formas de asociaciones capitalistas internacionales (la Sociedad de las Naciones, etc.), que, al organizar a escala mundial la explotación sistemática de los pueblos del globo, tratan, en primer lugar, de reprimir el movimiento revolucionario de los proletarios de todos los países. Esto implica inevitablemente guerras civiles en el seno de diversos Estados, coincidiendo con las guerras revolucionarias de los países proletarios que se defienden, y de los pueblos oprimidos sublevados contra las potencias imperialistas. En estas condiciones, las consignas del pacifismo, tales como el desarme internacional en el régimen capitalista, los tribunales de arbitraje, etc., no revelan solamente utopismo reaccionario, sino que además, constituyen para los trabajadores un engaño manifiesto tendente a desarmarlos y alejarlos de la tarea de desarmar a los explotadores». Estas líneas del programa bolchevique, formulan anticipadamente un juicio implacable sobre la actual política extranjera de la URSS, la política de la Internacional Comunista y la de todos sus «amigos» pacifistas de todas partes del mundo.
Es cierto que, después del periodo de intervención y del bloqueo, la presión militar y económica del mundo capitalista sobre la Unión Soviética fue mucho menos fuerte de lo que se había temido. Europa vivía aún bajo el signo de la guerra próxima. Sobrevino enseguida una crisis económica mundial de una gravedad extrema, que hundió en la postración a las clases dirigentes del mundo entero. Esta situación permitió a la URSS infligiese impunemente las pruebas del primer plan quinquenal, que entregó de nuevo el país al hambre, a la guerra civil y a las epidemias. Los primeros años del segundo plan quinquenal, que producen una mejoría evidente en la situación interior, coinciden con el comienzo de una atenuación de la crisis en los países capitalistas, con un aflujo de esperanzas, de deseos, de impaciencia y, en fin, con la reanudación del armamentismo. El peligro de una agresión combinada contra la URSS, en nuestra opinión sólo reviste formas sensibles porque el país de los soviets aún está aislado; porque en gran parte del territorio de «la sexta parte del mundo» reina la barbarie primitiva; porque el rendimiento del trabajo, a pesar de la nacionalización de los medios de producción, es mucho más bajo que en los países capitalistas; en fin, porque -y éste es actualmente el hecho capital- los principales contingentes del proletariado mundial están derrotados y carecen de seguridad y de dirección. La Revolución de Octubre, a la que sus jefes consideraban como el comienzo de la revolución mundial, pero que, por la fuerza de las cosas, se transformó temporalmente en un factor en sí, revela en esta nueva fase de la historia cuán profundamente depende del desarrollo internacional. Se hace de nuevo evidente que el problema histórico de «¿quién triunfará?», no puede resolverse dentro de límites nacionales; que los éxitos o los fracasos del interior no hacen más que preparar las condiciones más o menos favorables para una solución internacional del problema.
La burocracia soviética -hagámosle justicia- ha adquirido una vasta experiencia en el manejo de las masas humanas; ya se trate de adormecerías, de dividirlas, de debilitarlas o simplemente de engañarlas con el objeto de ejercer sobre ellas un poder absoluto. Pero, justamente por eso, la burocracia ha perdido toda posibilidad de educarlas revolucionariamente. Por lo mismo que ha agotado la espontaneidad y la iniciativa de las masas populares en su propio país, no puede despertar en el mundo el pensamiento crítico y la audacia revolucionaria. Por otra parte, como formación dirigente y privilegiada, aprecia infinitamente más la ayuda y la amistad de los radicales burgueses, de los parlamentarios reformistas, de los burócratas sindicales de Occidente, que la de los obreros separados de ella por un abismo. No es éste el sitio para trazar la historia de la decadencia y de la degeneración de la III Internacional, tema al que el autor ha consagrado varios estudios especiales traducidos en casi todas las lenguas de los países civilizados. El hecho es que, en su calidad de dirigente de la Internacional Comunista, la burocracia soviética, ignorante e irresponsable, conservadora e imbuida de un espíritu nacional limitadísimo, no ha valido al movimiento obrero del mundo más que calamidades. Como por una especie de rescate histórico, en la actualidad la situación internacional de la URSS está mucho menos determinada por el éxito de la edificación del socialismo en un país aislado, que por las derrotas del proletariado mundial. Basta recordar que el desastre de la revolución china en 1925-27, que desató las manos del imperialismo japonés en Extremo Oriente, y el desastre del proletariado alemán que condujo al triunfo de Hitler y al frenesí armamentista del Tercer Reich son, en la misma medida, frutos de la política de la Internacional Comunista.
Al traicionar a la revolución mundial, pero sintiéndose traicionada por ella, la burocracia termidoriana se asigna como objetivo principal el de «neutralizar» a la burguesía. Para alcanzar este fin tiene que adoptar una apariencia moderada y sólida, de verdadera guardiana del orden. Pero a la larga, para parecerlo hay que llegar a serlo. La evolución orgánica de los medios dirigentes lo ha logrado, Retrocediendo así, poco a poco, ante las consecuencias de sus propias faltas, la burocracia ha terminado por concebir, para afianzar la seguridad de la URSS, la integración de ésta en el sistema de statu quo de la Europa Occidental. ¿Qué cosa mejor que un pacto perpetuo de no agresión entre el socialismo y el capitalismo? La fórmula actual de la política extranjera oficial, ampliamente publicada por la diplomacia soviética, a la que está permitiendo hablar el lenguaje convencional del oficio, y también por la Internacional Comunista que, según creemos, debería expresarse en el lenguaje de la revolución, dice: «No queremos una pulgada de territorio extranjero, pero no cederemos una sola del nuestro». ¡Como si se tratara de simples conflictos territoriales y no de la lucha mundial de dos sistemas irreconciliables!
Cuando la URSS creyó prudente ceder a Japón el ferrocarril de la China Oriental, este acto de debilidad, preparado por la derrota de la revolución china, fue alabado como una manifestación de fuerza y de seguridad al servicio de la paz. En realidad, al entregar al enemigo una importante vía estratégica, el Gobierno soviético facilitaba a Japón sus conquistas posteriores en el norte de China y sus atentados contra Mongolia. El sacrificio obligado no significaba una neutralización del peligro, sino, en el mejor de los casos, una breve tregua y, en cambio, excitaba poderosamente los apetitos de la camarilla militar de Tokio.
El problema de Mongolia es el de las posibilidades estratégicas avanzadas de Japón, en la guerra contra la URSS. El Gobierno soviético se vio obligado a declarar que respondería con la guerra a la invasión de Mongolia. Aquí no se trata de la defensa de «nuestro territorio»: Mongolia es un Estado independiente. La defensa pasiva de las fronteras soviéticas parecía suficiente cuando nadie las amenazaba seriamente. La verdadera defensa de la URSS consiste en debilitar las posiciones del imperialismo, y en consolidar las del proletariado y las de los pueblos coloniales del mundo entero. Una relación desventajosa de las fuerzas, puede obligarnos a ceder numerosas pulgadas de territorio, como sucedió con la paz de Brest-Litovsk, con la de Riga y, en fin, con la concesión del ferrocarril de la China Oriental. La lucha para modificar favorablemente las fuerzas mundiales, impone al Estado obrero el deber constante de ayudar a los movimientos emancipadores de los otros países, labor esencial, que es justamente irreconciliable con la política conservadora del statu quo.
El argumento según el cual el socorro de la URSS a Francia sería poco efectivo por falta de una frontera común entre la URSS y el Reich, no puede tomarse en serio. En caso de agresión alemana contra la URSS, el agresor encontrará evidentemente la frontera indispensable. En caso de agresión alemana contra Austria, Checoslovaquia y Francia, Polonia no podrá permanecer neutral ni un solo día. Si cumple sus obligaciones con Francia abrirá inmediatamente sus fronteras al Ejército Rojo; si, por el contrario, desgarra el tratado de alianza y se transforma en auxiliar de Alemania, la URSS descubrirá fácilmente la «frontera común». Por otra parte, en la guerra futura, las «fronteras marítimas y aéreas desempeñarán un papel no menos importante que las terrestres».
El ingreso de la URSS en la Liga de las Naciones [-Sociedad de Naciones-], presentado al país, por medio de una propaganda digna de Goebbels, como el triunfo del socialismo y el resultado de la «presión» del proletariado mundial, sólo ha sido aceptable para la burguesía a consecuencia del debilitamiento del peligro revolucionario; no ha sido una victoria de la URSS, sino una capitulación de la burocracia termidoriana ante la institución de Ginebra, profundamente comprometida y que, según el programa bolchevique que ya conocemos, «consagra sus esfuerzos inmediatos a reprimir los movimientos revolucionarios». ¿Qué es, pues, lo que ha cambiado tan radicalmente desde el día en que fue adoptada la carta del bolchevismo? ¿La naturaleza de la Sociedad de Naciones’? ¿La función del pacifismo en la sociedad capitalista? ¿La política de los soviets? Plantear el problema es resolverlo.
La experiencia ha demostrado rápidamente que la participación en la Sociedad de las Naciones no añade nada a las ventajas prácticas que se podían asegurar por medio de acuerdos separados con los Estados burgueses, pero que imponía, al contrario, restricciones obligaciones meticulosamente cumplidas por la URSS en interés de su reciente prestigio conservador. La necesidad de adaptar su política a la de Francia y sus aliados, ha impuesto a la URSS una actitud de las más equivocas en el conflicto italo-abisinio. Mientras que Litinov -que no era más que la sombra de monsieur Laval- expresaba a los diplomáticos franceses su gratitud por sus esfuerzos «en favor de la paz», tan felizmente coronados por la conquista de Abisinia, el petróleo del Cáucaso continuaba alimentando a la flota italiana. Se puede comprender que el Gobierno de Moscú haya evitado romper abiertamente un contrato comercial; pero los sindicatos soviéticos no estaban de ninguna manera obligados a cumplir con las obligaciones del Comisariado del Comercio Exterior. De hecho, la suspensión de la exportación de petróleo soviético a Italia por decisión de los sindicatos soviéticos, hubiera sido indiscutiblemente el punto de partida de un movimiento internacional de boicot, mucho más eficaz que las pérfidas «sanciones» determinadas de antemano por los diplomáticos y juristas de acuerdo con Mussolini. Y si los sindicatos soviéticos que en 1926 recolectaban abiertamente millones para sostener la huelga de los mineros británicos, no hicieron absolutamente nada, es porque la burocracia dirigente les prohibió toda iniciativa de este género, principalmente por la complacencia hacia Francia. Pero, en la guerra futura, ninguna alianza militar compensará a la URSS de la confianza perdida por los pueblos de las colonias y por las masas trabajadoras en general.
¿Es posible que el Kremlin no lo comprenda? «El fin esencial del fascismo alemán -nos responde el órgano oficioso de Moscú- era aislar a la URSS. Pues bien, en la actualidad la URSS tiene en el mundo más amigos que nunca» (Izvestia, 17/9/35). El proletariado italiano está bajo la bota del fascismo; la revolución china está vencida; el proletariado chino está vencido; el proletariado alemán está tan profundamente derrotado que los plebiscitos hitlerianos no encontraron resistencia alguna por su parte; el proletariado austríaco está atado de pies y manos; los partidos revolucionarios de los Balcanes están fuera de la ley; en Francia y en España, los obreros siguen a la burguesía radical. Pero el Gobierno de los soviets, desde que entró en la Liga de las Naciones, «tiene en el mundo más amigos que nunca». Esta habladuría, fantástica a primera vista, adquiere un sentido completamente real si no se la refiere al Estado obrero, sino a sus dirigentes; pues justamente las crueles derrotas del proletariado alemán son las que han permitido a la burocracia soviética usurpar el poder en su propio país y obtener, más o menos, la aceptación de la «opinión pública» de los países capitalistas. A medida que la Internacional Comunista es menos peligrosa para las posiciones del capital, el Gobierno del Kremlin parece más solvente a los ojos de la burguesía francesa, checoslovaca y otras. La fuerza de la burocracia en el interior y en el exterior está en proporción inversa a la de la URSS, Estado socialista y base de la revolución proletaria. Pero esto no es más que el anverso de la medalla; hay, además, un reverso.
Lloyd George, cuyas variaciones y cambios sensacionales no están desprovistos de fulgores de perspicacia, en noviembre de 1934 ponía en guardia a la Cámara de los Comunes contra una condena de la Alemania fascista, llamada a ser la fortaleza más segura de Europa ante el comunismo. «La saludaremos un día como amiga». ¡Palabras significativas! Los elogios semiprotectores, semiirónicos, concedidos por la burguesía mundial al Kremlin, no son la menor garantía para la paz y ni siquiera implican una disminución del peligro de guerra. La evolución de la burocracia soviética interesa en último lugar a la burguesía mundial, desde el punto de vista de las formas de la propiedad. Napoleón I, aunque hubiese roto radicalmente con las tradiciones del jacobinismo, aunque se hubiese coronado y restaurado la religión católica, seguía siendo objeto de odio de toda la Europa dirigente semifeudal, porque continuaba defendiendo la propiedad surgida de la revolución. Mientras que el monopolio del comercio exterior no sea abolido, mientras que los derechos del capital no sean restablecidos, la URSS, a pesar de todos los «méritos» de sus gobernantes, seguirá siendo para la burguesía del mundo entero un enemigo irreconciliable; y el nacionalsocialismo alemán, un amigo, si no de hoy, cuando menos de mañana. Desde que se iniciaron las negociaciones entre Barthou, Laval y Moscú, la gran burguesía francesa rehusó obstinadamente jugar la carta soviética, a pesar de la gravedad del peligro hitleriano y de la brusca conversión al patriotismo del Partido Comunista Francés. Después de la firma del pacto franco-soviético, Laval fue acusado en la izquierda de que, en realidad, al agitar en Berlín el espectro de Moscú, había aproximado a Berlín y a Roma. Estas apreciaciones que probablemente se anticipan un poco a los acontecimientos, en realidad no están en contradicción con su curso normal.
Independientemente de las opiniones que se pueden tener sobre las ventajas y los inconvenientes del pacto franco-soviético, ningún político revolucionario serio negará al Estado soviético el derecho de buscar un apoyo complementario en acuerdos momentáneos con tal o cual imperialismo. Solamente importa señalar a las masas, con claridad y con franqueza, el sitio que un acuerdo táctico parcial de ese género tiene en el sistema de conjunto de las fuerzas históricas. Para aprovechar el antagonismo entre Francia y Alemania, no es necesario idealizar a la aliada burguesa o a la combinación imperialista, momentáneamente enmascarada por la URSS. Pero la diplomacia soviética, seguida por la Internacional Comunista, transforma sistemáticamente a los aliados episódicos de Moscú en «amigos de la paz», engaña a los obreros hablando de «seguridad colectiva» y de «desarme» y se transforma, por eso mismo, en una filial política de los imperialistas en el seno de las masas obreras.
La memorable entrevista que concedió Stalin al presidente de Scripps-Howard Newspapers, Roy Howard, el 1 de marzo de 1935, constituye un documento inapreciable que muestra la ceguera burocrática en los grandes problemas de la política mundial y la hipocresía de las relaciones entre los jefes de la URSS y el movimiento obrero mundial. A la pregunta: «¿La guerra es inevitable?», Stalin responde: «Considero que las posiciones de los amigos de la paz se consolidan; pueden trabajar abiertamente, están sostenidos por la opinión pública y disponen de medios tales como la Sociedad de las Naciones». No hay el menor sentido de la realidad en estas palabras. Los Estados burgueses no se dividen en «amigos y enemigos» de la paz, ni hay «paz» en sí. Cada país imperialista está interesado en mantener su paz, y lo está tanto más cuanto más pesada sea esta paz para sus adversarios.
La fórmula común a Stalin, Baldwin, León Blum y otros: «La paz estaría verdaderamente asegurada si todos los Estados se agruparan en la Sociedad de las Naciones para defenderla», significa únicamente que la paz estaría asegurada si no hubiera razones para atacarla. La idea es sin duda justa, pero poco sustancial. Las grandes potencias que están alejadas de la Sociedad de las Naciones, evidentemente aprecian más su libertad de movimientos que la abstracción «paz». ¿Por qué necesitan su libertad de movimientos? Es lo que mostrarán a su tiempo. Los Estados que se retiran de la Sociedad de las Naciones, como Japón y Alemania, o se «alejan» momentáneamente como Italia, tienen para ello razones suficientes. Su ruptura con la Sociedad de las Naciones no hace más que modificar la forma diplomática de los antagonismos, sin tocar el fondo, y sin alterar la naturaleza misma de la Sociedad de las Naciones. Los justos que juran fidelidad inquebrantable a la Sociedad de las Naciones, tratan de servirse de ésta para el mantenimiento de su paz. Pero no están de acuerdo entre sí. Inglaterra está dispuesta a sacrificar la seguridad de las comunicaciones marítimas del Imperio Británico para obtener el apoyo de Italia. Para defender sus propios intereses, cada potencia está dispuesta a recurrir a la guerra, a una guerra que naturalmente sería la más justa de las guerras. Los pequeños Estados que, a falta de cosa mejor, buscan un abrigo en la Sociedad de las Naciones, no se colocarán, al fin y al cabo, al lado de la paz, sino al lado del más fuerte en la guerra.
La Sociedad de las Naciones defiende el statu quo, que no es la organización de la «paz», sino la de la violencia imperialista de la minoría sobre la inmensa mayoría de la humanidad. Este «orden» sólo puede ser mantenido con guerras incesantes, pequeñas y grandes; en las colonias, hoy; mañana, entre las metrópolis. La fidelidad imperialista al statu quo en Europa pero no en áfrica; nadie sabe cuál será su política de mañana, pero la modificación de las fronteras en áfrica ya tiene una repercusión en Europa: Hitler sólo se permitió mandar sus tropas a Renania porque Mussolini invadía Etiopía. Sería ridículo contar a Italia entre los «amigos» de la paz; sin embargo, a Francia le interesa más la amistad italiana que la soviética. Inglaterra, por su parte, busca la amistad alemana. Los grupos cambian pero los apetitos subsisten. La tarea de los partidarios del statu quo consiste, en realidad, en encontrar en la Sociedad de las Naciones la combinación de fuerzas más favorables y el camouflage más cómodo para la preparación de la próxima guerra. ¿Quien la comenzará y cuando? Esto depende de circunstancias secundarias, pero será necesario que alguien comience, pues el statu quo no es más que un vasto polvorín.
El programa del «desarme» sólo será una de las más nefastas ficciones mientras que subsistan los antagonismos sociales. Aun cuando se realizara por medio de convenciones -hipótesis verdaderamente fantástica-, no sería un obstáculo para la guerra. Los imperialistas no hacen la guerra porque tengan armas, sino al contrario, fabrican armas cuando tienen necesidad de guerra. La técnica moderna hace posible un rearme extraordinariamente rápido. Todas las convenciones de desarme o de limitación de los armamentos no impedirán que las fábricas de armamentos, los laboratorios y las industrias capitalistas en conjunto, conserven su potencialidad. Alemania desarmada, bajo el control atento de sus vencedores (única forma real de «desarme», dicho sea de paso), vuelve a ser, gracias a su poderosa industria, la ciudadela del militarismo europeo y se prepara para «desarmar», a su vez, a ciertos de sus vecinos. La idea de un «desarme progresivo» se reduce a una tentativa para disminuir en tiempo de paz los gastos militares exagerados; se trata de la caja fuerte y no del amor a la paz. Esta idea también resulta irrealizable. Las diferencias de situación geográfica, de poder económico y de saturación colonial, hacen que toda norma de desarme modifique la relación de fuerzas en favor de unos v en perjuicio de otros. De ahí, la esterilidad de las tentativas ginebrinas. En cerca de veinte años, las negociaciones y las conversaciones sobre el desarme sólo han provocado una nueva rivalidad de armamentos, que deja atrás a todo lo que hasta ahora se había visto. Fundar la política revolucionaria del proletariado sobre el programa del desarme no es ni siquiera construir sobre arena, es tratar de construir sobre la cortina de humo del militarismo.
El estrangulamiento de la lucha de clases en favor de un progreso sin límites de la carnicería sólo puede asegurarse con el concurso de los lideres de las organizaciones obreras de masas. Las consignas que en 1914 permitieron triunfar en esta labor: la «última guerra», la «guerra contra el militarismo prusiano», la «guerra de la democracia», están demasiado comprometidas por la historia de los últimos veinte años. «La seguridad colectiva» y el «desarme general» las reemplazan. Con el pretexto de sostener a la Sociedad de las Naciones, los líderes de las organizaciones obreras de Europa preparan una reedición de la unión sagrada, no menos necesaria para la guerra que los tanques, la aviación y los gases asfixiantes «prohibidos».
La III Internacional nació de una protesta indignada contra el social-patriotismo. Pero el contenido revolucionario que le había insuflado la Revolución de Octubre se ha agotado hace mucho tiempo. Actualmente, la Internacional Comunista se coloca bajo el signo de la Sociedad de las Naciones, como la II Internacional, pero con una provisión de cinismo más fresca. Cuando el socialista inglés Stafford Cripps llama a la Sociedad de las Naciones una asociación internacional de bandidos, lo que indudablemente no es cortés pero tampoco inexacto, el Times pregunta irónicamente: «¿En ese caso, cómo se explica la adhesión de la URSS a la Sociedad de las Naciones?». No sería fácil responderle. De esta manera, la burocracia moscovita presta una poderosa ayuda al social-patriotismo, al que la Revolución de Octubre dio en su momento un golpe terrible.
Roy Howard ha tratado de obtener a este propósito una explicación: «¿Cuáles son -pregunta a Stalin- vuestros planes y vuestras intenciones de revolución mundial?».
-Jamás hemos tenido tales proyectos
-Sin embargo…
-Es el fruto de una equivocación.
-¿Una equivocación trágica?
-No, cómica; o más bien, tragicómica.
Citamos textualmente. «¿Qué peligro pueden constituir -continúa Stalin- para los Estados vecinos, las ideas de los ciudadanos soviéticos, si estos Estados están bien consolidados?». El entrevistador hubiera podido preguntar aquí: ¿Y si no lo están’? Stalin proporcionó, además, otro argumento tranquilizador: «La exportación de las revoluciones es una broma. Cada país puede hacer su revolución. Nuestro país ha querido hacer una revolución y la ha hecho…». Citamos textualmente. De la teoría del socialismo en un solo país, la transición es natural a la teoría de la revolución en un solo país. ¿Pero, en tal caso, por qué existe la Internacional? -hubiera podido preguntar el entrevistador si no conociera, evidentemente, los límites de la curiosidad legítima-. Las tranquilizadoras explicaciones de Stalin, leídas por los obreros tanto como por los, capitalistas, están llenas de lagunas. Antes de que «nuestro país» hubiera querido hacer la revolución, importamos las ideas marxistas de otros países y aprovechamos la experiencia de otros… Durante decenas de años tuvimos una emigración revolucionaria que dirigía la lucha en Rusia; fuimos sostenidos, moral y materialmente, por las organizaciones obreras de Europa y América. Al triunfar, organizamos, en 1919, la Internacional Comunista y proclamamos muchas veces que el proletariado del país revolucionario victorioso está obligado a auxiliar a las clases oprimidas y rebeladas, no solamente en el terreno de las ideas, sino también, si esto es posible, con las armas en la mano. No nos contentamos con declararlo; sostuvimos por medio de las armas a los obreros de Finlandia, de Letonia, de Estonia, de Georgia; al hacer marchar al Ejército Rojo sobre Polonia, tratamos de proporcionar al proletariado polaco la oportunidad de sublevarse; enviamos organizadores e instructores militares a los revolucionarios chinos; en 1926 reunimos millones de rublos para los huelguistas ingleses. Resulta ahora que no eran más que equivocaciones. ¿Trágico? No, cómico. Stalin no se equivoca al decir que la vida en la URSS se ha vuelto «alegre» la misma Internacional Comunista se ha vuelto cómica.
Stalin hubiera sido más convincente si, en lugar de calumniar al pasado, hubiera afirmado claramente que la política termidoriana está en oposición con la de Octubre. «A los ojos de Lenin -hubiera podido decir- la Sociedad de las Naciones estaba destinada a preparar nuevas guerras imperialistas. Nosotros la consideramos como el instrumento de la paz. Lenin consideraba inevitables las guerras imperialistas. Nosotros consideramos que la exportación de revoluciones es una broma. Lenin condenaba la alianza del proletariado y de la burguesía imperialista como una traición. Nosotros empujamos al proletariado internacional hacia ella, con todas nuestras fuerzas. Lenin se burlaba de la consigna del desarme en el régimen capitalista; creía que era un engaño para los trabajadores. Nosotros fundamos toda nuestra política sobre esa consigna. Y vuestra equivocación tragicómica -podía terminar Stalin- consiste en tomarnos por los continuadores del bolchevismo, cuando en realidad somos sus sepultureros».
Al mismo tiempo que despertaba el individuo, el nivel cultural mejoraba. Los reclutas analfabetos disminuían constantemente; del Ejército Rojo no sale un hombre que no sepa leer y escribir. Se practican todos los deportes con entusiasmo y se extienden a otras partes. La insignia del buen tirador se ha hecho popular entre los empleados, los obreros, los estudiantes. Durante el invierno, los esquíes prestan a las unidades de tropa una movilidad antes desconocida. Se han obtenido resultados notables en el paracaidismo, en el vuelo sin motor, en la aviación. Las hazañas de la aviación en el ártico y en la estratosfera están presentes en todos los espíritus. Estas cimas indican toda una cadena de alturas conquistadas.
No hay necesidad de idealizar la organización o las cualidades del Ejército Rojo durante la guerra civil. Estos años fueron para los cuadros jóvenes un gran bautismo. Siempre los soldados del ejército imperial, suboficiales, subtenientes, se revelaban como organizadores y jefes; su voluntad se templaba en vastas luchas. Estos autodidactas fueron derrotados con frecuencia, pero terminaron por vencer. Los mejores de ellos se dedicaron enseguida a estudiar con aplicación. De los jefes militares actuales, todos los cuales han pasado por la escuela de la guerra civil, la mayor parte ha terminado sus estudios en la academia militar y ha seguido cursos especiales de perfeccionamiento. Cerca de la mitad de los oficiales superiores han recibido una instrucción militar adecuada; los otros poseen una instrucción media. La teoría les ha dado la disciplina indispensable del pensamiento, sin matar la audacia estimulada por las operaciones dramáticas de la guerra civil. Actualmente, esta generación tiene de cuarenta a cincuenta años, la edad del equilibrio de las fuerzas físicas y morales, en la que la iniciativa audaz se apoya sobre la experiencia sin que ésta la estorbe,
El partido, las Juventudes Comunistas, los sindicatos independientemente del método con que desempeñen su misión socialista-, forman innumerables cuadros de administradores, acostumbrados a manejar masas humanas y masas de mercancías y a identificarse con el Estado: éstas son las reservas naturales de los cuadros del ejército. La preparación de la juventud para el servicio militar constituye otra reserva. Los estudiantes forman batallones escolares susceptibles, en caso de movilización, de transformarse en escuelas de aspirantes. Para darse cuenta de la importancia de estos recursos, basta con indicar que el número de estudiantes salidos de las escuelas superiores llega en estos momentos a 80.000 por año, el número total de estudiantes sobrepasa al medio millón, el de alumnos del conjunto de establecimientos se aproxima a 28 millones.
En el dominio de la economía, y sobre todo, de la industria, la revolución social ha asegurado a la defensa del país ventajas en las que la vieja Rusia no podía pensar. Los métodos del plan significan la movilización de la industria, y permiten comenzar la defensa desde la construcción y el utillaje de nuevas empresas. Se puede considerar la relación entre la fuerza viva y la fuerza técnica del Ejército Rojo como igual a la de los ejércitos más avanzados de Occidente. La renovación del material de artillería se ha realizado con éxito decisivo durante el primer periodo quinquenal. Se han consagrado sumas enormes a la construcción de coches blindados, de camiones, de tanques y de aviones. El país tiene cerca de medio millón de tractores y, en 1936, deben fabricarse 60.000, con una fuerza global de 8,5 millones de caballos-vapor. La construcción de carros de asalto alcanza sumas semejantes. Las previsiones son de treinta a cuarenta y cinco carros por kilómetro de frente activo, en caso de movilización.
Después de la gran guerra, la flota se encontró reducida de 548.000 toneladas en 1917, a 82.000 en 1928. Había que empezar por el principio. En enero de 1936, Tujachevski declaraba al Ejecutivo: «Creamos una flota poderosa concentrando nuestros esfuerzos sobre los submarinos». El almirantazgo japonés, hay que admitirlo, está bien informado sobre los éxitos obtenidos en este terreno. En la actualidad, el Báltico es objeto de una atención equivalente. Sin embargo, durante los próximos años, la flota de alta mar no podrá desempeñar más que un papel auxiliar en la defensa de las fronteras navales.
En cambio, la flota aérea se desarrolla notablemente. Hace más de dos años, una delegación de técnicos franceses de aviación expresaba a este respecto, según la prensa, «su asombro y admiración». Se había podido convencer de que el Ejército Rojo construye, en número creciente, aviones pesados de bombardeo de un radio de acción de 1.200 a 1.500 kilómetros. En caso de conflicto en el Extremo Oriente, los centros políticos y económicos de Japón estarían expuestos a los ataques de la aviación de la región marítima de Vladivostok. Los informes proporcionados a la prensa hacen saber que el plan quinquenal preveía la formación de 62 regimientos de aviación, susceptibles de poner en línea 5.000 aparatos (para 1935). No hay duda de que en este aspecto el plan fue ejecutado y probablemente superado.
La aviación está indisolublemente ligada a un dominio de la industria que antes no existía en Rusia, pero que ha realizado grandes progresos en los últimos tiempos: la química. No es un secreto que el Gobierno soviético, como todos los demás gobiernos, no ha creído un solo instante en las repetidas «prohibiciones» de la guerra de gases. La obra de los «civilizadores» italianos en Abisinia ha demostrado una vez más lo que valen las limitaciones humanitarias al bandidaje internacional. Se puede pensar que el Ejército Rojo está prevenido contra las sorpresas catastróficas de la guerra química o bacteriológico -las regiones más misteriosas y terroríficas del armamento-, al mismo grado que los ejércitos de Occidente.
La calidad de los productos de la industria de guerra debe provocar dudas legítimas. Recordemos a este respecto que, en la URSS, los medios de producción son de mejor calidad que los artículos de consumo; ahora que, como los pedidos de guerra se hacen por medio de los grupos influyentes de la burocracia dirigente, la calidad de la producción se eleva sensiblemente sobre el nivel ordinario, que es muy bajo. Los servicios de guerra son los clientes más influyentes de la industria. No nos asombremos, pues, de que lo,, aparatos de destrucción sean de una calidad superior a los artículos de consumo y aun a los medios de producción. Sin embargo, la industria de guerra es una parte de la industria en general y refleja, aunque con atenuantes, todos los defectos de ésta. Vorochilov y Tujachevski no pierden ocasión para recordar públicamente a los administradores que «no siempre estamos satisfechos de la calidad de la producción que dais al Ejército Rojo». Hay motivos para creer que, entre ellos, los dirigentes de la defensa se expresan en términos más claros. Por regla general, el equipo de la intendencia es inferior al armamento y a las municiones. Las botas son menos buenas que las ametralladoras. El motor de avión, a pesar de los grandes progresos realizados, es aún inferior a los mejores modelos de Occidente. El antiguo objetivo -aproximarse lo más posible al nivel del enemigo futuro- subsiste en cuanto a la técnica de la guerra.
La situación es más desagradable en la agricultura. Se repite frecuentemente en Moscú que como los ingresos de la industria han sobrepasado a los de la agricultura, la preponderancia ha pasado en la URSS de la agricultura a la industria. En realidad, las proporciones nuevas de los ingresos están determinadas menos por el crecimiento de la industria, por importante que sea, que por el nivel bajísimo de la agricultura. El espíritu extremadamente conciliador de que ha dado pruebas la diplomacia soviética con Japón, durante años, se ha debido entre otras causas a las grandes dificultades de avituallamiento. Sin embargo, los tres últimos años han señalado una mejoría real y han permitido la creación de serias bases de aprovisionamiento para la defensa de Extremo Oriente.
Por paradójico que esto parezca, el caballo es el punto más vulnerable del ejército. La colectivización total provocó la pérdida de cerca del 55% de los caballos; y, a pesar de la motorización, los ejércitos actuales necesitan un caballo por cada tres hombres como en la época de Napoleón. Un cambio favorable se observó el año pasado a este respecto, pues el número de caballos comenzó a aumentar. En cualquier caso, aun si la guerra estallara dentro de algunos meses, un país de 170 millones de habitantes tendrá siempre la posibilidad de movilizar los recursos y los caballos necesarios, aunque en perjuicio, es inútil decirlo, del conjunto de la población. Pero en caso de guerra, las masas populares de todos los países sólo pueden esperar el hambre, los gases, las epidemias.
El decreto del Consejo de Comisarios del Pueblo del 12 de enero de 1918, que creó un ejército regular, fijaba en estos términos su misión: «El paso del poder a las clases trabajadoras y explotadas hace necesario un ejército nuevo que será el baluarte del poder de los soviets (…) y el apoyo de la próxima revolución socialista de Europa». Al repetir, el 1º de Mayo, el «juramento socialista», cuyo texto no se ha cambiado desde 1918, los jóvenes soldados rojos se comprometen «ante las clases trabajadoras de Rusia y del mundo» a combatir «por el socialismo y la fraternidad de los pueblos, sin regatear sus esfuerzos ni su vida». Cuando Stalin dice actualmente que el internacionalismo de la revolución es una «cómica equivocación», le falta al respeto a los decretos fundamentales del poder de los soviets que no han sido todavía derogados.
Naturalmente que el Ejército profesaba las mismas ideas que el partido y el Estado. La legislación, la prensa, la agitación, se inspiraban igualmente en la revolución mundial concebida como un objetivo. El programa del internacionalismo revolucionario revistió muchas veces un aspecto exagerado en los servicios de guerra. El difunto Gussev, que durante algún tiempo fue el jefe del servicio Político del Ejército, y más tarde uno de los colaboradores más cercanos de Stalin, escribía en 1921 en una revista militar: «Preparamos el ejército de clase del proletariado (…) no solamente para defendernos de la contrarrevolución burguesa y señorial, sino también para guerras revolucionarias (defensivas y ofensivas), contra las potencias imperialistas». Gussev reprochaba al jefe del Ejército Rojo que lo preparaba insuficientemente para sus tareas internacionales. El autor explicó en la prensa al camarada Gussev que la fuerza armada extranjera está llamada a desempeñar en las revoluciones un papel auxiliar, no principal; no puede precipitar y facilitar la victoria si no intervienen condiciones favorables. «La intervención militar es útil como el forceps del partero; empleada a tiempo puede abreviar los dolores del parto; empleada prematuramente, sólo puede provocar el aborto» (5 de diciembre de 1925). Desgraciadamente, no podemos exponer aquí, como sería de desear, la historia de las ideas sobre este importante capítulo. Notemos, sin embargo, que Tujachevski, actualmente mariscal, en 1921 propuso al congreso de la Internacional Comunista la constitución de un «Estado Mayor Internacional»: esta interesante carta fue publicada en su época en un volumen de artículos titulado La guerra de clases. Dotado para el mando, pero de una impetuosidad exagerada, este capitán supo por un artículo dedicado a él que «el Estado Mayor Internacional podría ser creado por los estados mayores nacionales de los diversos Estados proletarios; mientras que esto no suceda, un estado mayor internacional sería inevitablemente caricaturesco». Stalin procuraba no tomar partido ante los problemas de principios, sobre todo ante los nuevos; pero muchos de sus futuros compañeros se situaban, durante esos años, a la «izquierda» de la dirección del partido y del Ejército. Sus ideas contenían no pocas exageraciones ingenuas o, si se prefiere, «cómicas equivocaciones». ¿Una gran revolución es posible sin esto? Combatimos la «caricatura» extremista del internacionalismo, mucho tiempo antes de que hubiéramos tenido que volver nuestras armas en contra de la teoría no menos caricaturesca del «socialismo en un solo país».
Al contrario de lo que se afirmó posteriormente, la vida ideológica del bolchevismo fue muy intensa, justamente en la época más penosa de la guerra civil. Se entablan largas discusiones en todos los grados del partido, del Estado o del Ejército, sobre todo acerca de problemas militares. La política de los dirigentes está sometida a una crítica libre y con frecuencia cruel. A propósito de los excesos de celo de la censura, el jefe del Ejército escribía entonces: «Convengo gustoso en que la censura hace enormes tonterías y en que es muy necesario exigirle a esa honorable persona mayor modestia. La misión de la censura es vigilar los secretos de guerra… el resto no le interesa» (23 de febrero de 1919).
El episodio del Estado Mayor Internacional fue de poca importancia en la lucha ideológica que, sin salirse de los límites trazados por la disciplina de la acción, condujo a la formación de una especie de fracción de oposición en el ejército, al menos en sus medios dirigentes. La escuela de la «doctrina proletaria de la guerra», a la que pertenecían o se adherían Frunzé, Tujachevski, Gussev, Vorochilov y otros, procedía de la convicción a priori de que el Ejército Rojo en sus fines políticos y en su estructura, así como en su estrategia y su táctica, no debía tener nada en común con los ejércitos nacionales de los países capitalistas. La nueva clase dominante debía tener, en todos los aspectos, un sistema político distinto. Durante la guerra civil, todo se limitó a formular protestas de principio en contra del empleo de generales, es decir, de los antiguos oficiales del ejército del zar, y a enfrentarse al mando superior que luchaba contra las improvisaciones generales y los ataques incesantes a la disciplina. Los promotores más decididos de la nueva palabra trataron incluso de condenar en nombre de los principios de la «maniobra» y de la «ofensiva» erigidas en imperativos absolutos, a la organización centralizada del Ejército, susceptible de dificultar la iniciativa revolucionaria en los futuros campos de batallas internacionales. En el fondo, era una tentativa para elevar los métodos de la guerra de fracciones del comienzo de la guerra civil, a la altura de un sistema permanente y universal. Los capitanes se pronunciaban en favor de la nueva doctrina con tanto más calor cuanto que no querían estudiar la antigua. Tsaritsin (actualmente Stalingrado) era el foco principal de estas ideas: Budioni, Vorochilov (y un poco más tarde, Stalin), habían comenzado allí sus actividades militares.
Se necesitó que llegara la paz para que se hiciera una tentativa más coordinada para transformar estas tendencias innovadoras en doctrina. Uno de los mejores jefes de la guerra civil, un antiguo condenado político, el difunto Frunzé, tomó esta iniciativa sostenido por Vorochilov y, parcialmente, por Tujachevski. En el fondo, la doctrina proletaria de la guerra era muy análoga a la de la «cultura proletaria», cuyo carácter esquemático y metafísico compartía enteramente. Los escasos trabajos que dejaron sus autores, sólo encierran unas cuantas recetas prácticas, nada nuevas, obtenidas por deducción de una definición estereotipado del proletariado, clase internacional en plan de ofensiva; es decir, inspiradas en abstracciones psicológicas y no en las condiciones reales de lugar y de tiempo. El marxismo, citado a cada línea, dejaba su lugar al más puro idealismo. Tomando en cuenta la sinceridad de estos errores, no es difícil descubrir, sin embargo, el germen de la suficiencia burocrática, deseosa de pensar y de obligar a pensar a los demás que ella es capaz de realizar en todos los terrenos, sin preparación especial y aun sin bases materiales, milagros históricos.
El jefe del ejército en esa época, respondía a Frunzé: «Por mi parte no dudo de que, si un país dotado de una economía socialista desarrollada se viera obligado a hacer la guerra a un país burgués, su estrategia tendría otro aspecto. Pero esto no es una razón para que hoy queramos imaginar una estrategia proletaria. Desarrollando la economía socialista, elevando el nivel cultural de las masas (…) enriqueceremos, indudablemente, el arte militar con nuevos métodos». Para lograrlo, estudiemos con aplicación en la escuela de los países capitalistas avanzados, sin tratar de «deducir por procedimientos lógicos una estrategia nueva de la naturaleza revolucionaria del proletariado» (1 de abril de 1923). Arquímedes prometía mover la tierra si se le daba un punto de apoyo. Estaba en lo cierto. Pero si se le hubiera ofrecido el punto de apoyo se habría dado cuenta de que la palanca y la fuerza le faltaban. La revolución victoriosa nos daba un nuevo punto de apoyo; pero aún no se construyen las palancas para mover al mundo.
«La doctrina proletaria de la guerra» fue rechazada por el partido como su hermana mayor, la doctrina de la «cultura proletaria». Posteriormente, sus destinos cambiaron; Stalin y Bujarin recogieron el estandarte de la «cultura proletaria», sin resultados apreciables es cierto, durante los siete años que separan la proclamación del socialismo en un solo país a la liquidación de todas las clases (1924-1931). La «doctrina proletaria de la guerra», por el contrario, no ha sido reconocida, aunque sus antiguos promotores llegasen rápidamente al poder. La diferencia entre los destinos de estas dos doctrinas tan semejantes, es muy característica de la sociedad soviética. La «cultura proletaria» se refería a cosas imponderables, y la burocracia ofreció al proletariado esta compensación mientras lo alejaba brutalmente del poder. La doctrina militar, por el contrario, tocaba los intereses de la defensa y los de la capa dirigente; no dejaba lugar a las fantasías ideológicas. Los antiguos adversarios del empleo de generales habían llegado a transformarse en generales; los promotores del Estado Mayor Internacional se habían vuelto cuerdos bajo la égida del «Estado Mayor en un sólo país»; la doctrina de la «seguridad colectiva» sustituía a la de la «guerra de clases»; la perspectiva de la revolución mundial cedía su sitio al culto del statu quo. Para inspirar confianza a los aliados hipotéticos y no irritar demasiado a los adversarios, se necesitaba parecerse lo más posible a los ejércitos capitalistas. Las modificaciones de doctrina y de fachada disimulaban procesos sociales de importancia histórica. El año de 1935 se señaló por una especie de golpe de Estado doble, respecto al sistema de las milicias y al de los cuadros.
Conforme al programa del partido, el ejército de la dictadura del proletariado debe «tener un franco carácter de clase; es decir, debe formarse exclusivamente de proletarios y de campesinos pertenecientes a las capas pobres semiproletarias de la población del campo. Este ejército de clase sólo será una milicia socialista de todo el pueblo, después de la supresión de las clases». Al renunciar provisionalmente a un ejército que representa a la totalidad del país, el partido no renunciaba al sistema de milicias. Por el contrario, una decisión del VIII Congreso del PC dice que «fundamos las milicias sobre una base de clase y las transformamos en milicias socialistas». El objetivo era crear un ejército «sin cuarteles, en la medida de lo posible; es decir, colocado en condiciones semejantes a las de la clase obrera en el trabajo». Las diversas unidades debían, finalmente, corresponder a las fábricas, a las minas, a los burgos, a las comunas agrícolas y a otras formaciones orgánicas «provistas de un mando local y de reservas locales de armamentos y de aprovisionamiento». La cohesión regional escolar, industrial y deportiva de la juventud, debía reemplazar con ventaja al espíritu militar inculcado por el cuartel e implantar una disciplina consciente sin recurrir al cuerpo de oficiales profesionales que dominaran al ejército.
Respondiendo a la naturaleza de la sociedad socialista, la milicia exige una economía avanzada. El ejército territorial expresa mucho más directamente el estado real del país. Mientras más primitiva es la cultura, mayor será la diferencia entre el campo y la ciudad, y la milicia será menos homogénea y bien organizada. La insuficiencia de las vías férreas, de carreteras y de vías fluviales, la falta de caminos, la debilidad del transporte automóvil, condenan al ejército territorial durante las primeras semanas y los primeros meses críticos de la guerra a una extremada lentitud. Para asegurar el resguardo de las fronteras durante la movilización, así como los transportes estratégicos y la concentración de las fuerzas, es necesario disponer de un ejército permanente al mismo tiempo que de las milicias. El Ejército Rojo fue concebido, desde el principio, como un compromiso obligatorio de los dos sistemas, en el que, sin embargo, prevalecía el ejército permanente.
El jefe del ejército escribía en 1924: «No hay que perder de vista estas dos consideraciones: si el establecimiento del régimen soviético crea por primera vez la posibilidad de un sistema de milicias, el tiempo que necesitemos para lograrlo estará determinado por el estado general de la cultura del país -técnica, comunicaciones, instrucción, etcétera-. Las bases políticas de las milicias están firmemente establecidas entre nosotros, pero sus bases económicas y culturales están muy atrasadas». Si las condiciones materiales necesarias estuvieran dadas, el ejército territorial, lejos de ceder ante el ejército permanente, le sería francamente superior. La URSS paga cara su defensa porque es demasiado pobre para tener un ejército territorial que resultaría menos caro. No nos asombremos; justamente porque la URSS es pobre, se hunde bajo el peso de una costosa burocracia.
Un problema similar se presenta con notable frecuencia en todos los dominios de la vida social, sin excepción, y es el de la desproporción entre el fundamento económico y la superestructura social. En la fábrica, el koljós, en la familia, en la escuela, en la literatura, en el ejército, todas las relaciones reposan sobre la contradicción entre el bajo nivel (aun desde el punto de vista capitalista) de las fuerzas de producción y las formas, socialistas en principio, de la propiedad.
Las nuevas relaciones sociales elevan la cultura. Pero la cultura insuficiente rebaja las formas sociales. La realidad soviética es el resultado de dos tendencias. En el ejército, gracias a la estructura perfectamente definida del organismo, la resultante se mide con cifras bastante exactas. Las proporciones de las unidades permanentes y territoriales pueden servir de índice y caracterizar el avance hacia el socialismo.
La naturaleza y la historia han atribuido a la URSS fronteras abiertas, a 10.000 kilómetros la una de la otra, con una población diseminada y malos caminos. El 15 de octubre de 1924, la antigua dirección del ejército, que estaba en los últimos meses de su actividad, invitó de nuevo al país a que no olvidara que «la organización de las milicias no podrá tener en el futuro inmediato más que un carácter necesariamente preparatorio. Todo progreso en este sentido debe pedírsenos por la verificación rigurosa de los resultados» Pero en 1925 se abre una nueva era: los antiguos protagonistas de la «doctrina proletaria de guerra» llegan al poder. En realidad, el ejército territorial estaba en contradicción radical con el ideal de «ofensiva» y de «maniobra» que había sido el de esta escuela. Solamente que se olvidaba de la revolución mundial. Los nuevos jefes esperaban evitar la guerra «neutralizando» a la burguesía. En los años que siguieron, el 74% de los efectivos del ejército pasaron al sistema de milicias.
Mientras que Alemania permanecía desarmada y, además, «amiga», el cuartel general de Moscú señalaba, en lo que se refiere a las fronteras occidentales, a las fuerzas de los vecinos de la URSS: Polonia, Rumania, Lituania, Letonia, Estonia, Finlandia, como adversarios que probablemente estarían ayudados por las grandes potencias, sobre todo por Francia. En aquella época ya lejana (acabó en 1933), Francia aún no era la amiga providencial de la paz. Los Estados limítrofes podían, en conjunto, movilizar a cerca de 120 divisiones de infantería, o sea a cerca de 3.500.000 hombres. El plan de movilización del ejército tendía a asegurar en la frontera occidental una concentración de fuerzas casi equivalentes. En el Extremo Oriente, las condiciones particulares del teatro de la guerra obligan a contar con centenares de miles y con millones de combatientes. Por cada cien hombres en el frente, se necesitan, en un año, 75 reemplazantes. De manera que dos años de guerra costarían al país -sin tener en cuenta los soldados que al salir de los hospitales se reintegrarían al frente-, de 10 a 12 millones de hombres. Hasta 1935, el Ejército Rojo no tenía más que 562.000 hombres de efectivos; 620.000 con las tropas de la GPU, de los cuales 40.000 eran oficiales. De estas fuerzas, repitámoslo, el 74% pertenecía a las divisiones territoriales y solamente el 26% a las unidades acuarteladas. ¿Se podía pedir mejor prueba de la victoria del sistema de las milicias -no en la medida de 100, sino del 74%-, y en todo caso, a título «definitivo e irrevocable»?
Todos estos cálculos, bastantes precarios en sí mismos, se bambolearon con la llegada de Hitler al poder; Alemania se armó febrilmente, contra la URSS ante todo. La perspectiva de cohabitar pacíficamente con el capitalismo se borró al momento. La amenaza de guerra, cada vez más precisa, obligó al Gobierno soviético a modificar radicalmente la estructura del Ejército Rojo, aumentando sus efectivos a 1.300.000 hombres. En la actualidad, el ejército comprende un 77% de las divisiones llamadas de cuadro y un 23% de divisiones territoriales. Esta eliminación de las formaciones territoriales se parece mucho al abandono del sistema de milicias, si se piensa que el ejército no es indispensable para sostener una paz sin nubes, sino para la guerra. La experiencia histórica revela, de este modo, comenzando por el dominio en que las bromas son menos adecuadas, que no se conquista «definitiva e irrevocablemente» más que lo que está asegurado por la base de producción de la sociedad.
A pesar de esto, el descenso del 74% al 23% parece excesivo. Hay que creer que no se ha producido sin una presión «amistosa» del Estado Mayor francés. Es más probable todavía que la burocracia haya acogido la ocasión propicia para terminar con este sistema, por razones dictadas en amplia medida por la política. Por definición, las divisiones territoriales están bajo la dependencia directa de la población, lo cual es su ventaja, desde el punto de vista socialista, y también su inconveniente desde el punto de vista del Kremlin. En efecto, a causa de la gran proximidad del ejército y del pueblo, los países capitalistas avanzados, en los que el sistema de las milicias sería perfectamente realizable, lo rechazan. La viva fermentación del Ejército Rojo durante la ejecución del primer plan quinquenal fue, indudablemente, un motivo más para reformar las divisiones territoriales.
Nuestra hipótesis se confirmaría, con toda seguridad, por un diagrama que mostrara la composición del Ejército Rojo antes y después de la reforma; pero no lo tenemos, y de tenerlo no nos permitiríamos comentarlo en estas páginas. Un hecho es notorio: mientras que el Gobierno soviético reduce en un 51% la importancia específica de las milicias territoriales, restablece las unidades cosacas, únicas formaciones territoriales del antiguo régimen. La caballería siempre ha sido el elemento privilegiado y conservador de un ejército. Durante la guerra y la revolución, los cosacos sirvieron como fuerza de policía al zar y, enseguida, a Kerenski. Bajo el régimen de los soviets, fueron invariablemente «vendeanos» [refiriéndose a la Vendée de la revolución francesa -NE]. La colectivización implantada entre ellos con una violencia particular no ha podido modificar sus tradiciones ni su mentalidad. En cambio, se les ha concedido el derecho, a título excepcional, de poseer caballos. Claro está que no les faltan otros favores. ¿Se puede dudar que los jinetes de las estepas se pondrán de nuevo al lado de los privilegiados, contra los descontentos? Ante las incesantes medidas de represión contra la juventud obrera oposicionista, la reaparición de los galones y de los cosacos de gorros belicosos son un signo de los más notables del Termidor.
El decreto que restablece el cuerpo de oficiales en todo su esplendor burgués, ha dado a los principios de la Revolución de Octubre un golpe aún más duro. Con sus defectos, pero también con sus cualidades inapreciables, los cuadros del Ejército Rojo se habían formado en la revolución y en la guerra civil. La juventud, privada de actividad política libre, proporciona todavía excelentes comandantes rojos. Por otra parte, la degeneración progresiva del Estado se ha dejado sentir en el estado mayor. Vorochilov, al enunciar en una conferencia pública verdades fundamentales sobre el ejemplo que los comandantes deben dar a sus subordinados, tuvo que confesar que «no puedo, con gran pena de mí parte, felicitarme»; «los cuadros, con demasiada frecuencia, no pueden seguir los progresos» realizados en filas; «los comandantes son con demasiada frecuencia incapaces de hacer frente a las situaciones nuevas» etc. Estas amargas confesiones del jefe más alto del ejército, formalmente cuando menos, pueden inquietar pero no asombrar; lo que Vorochilov dice del ejército puede aplicarse a toda la burocracia. Es cierto que el orador no admite que pueda contarse a los dirigentes entre los «atrasados», puesto que apresuran a todo el mundo y multiplican las órdenes para estar a la altura. Pero en realidad, la corporación incontrolado de los jefes, a la que pertenece Vorochilov, es la principal causa del atraso, de la rutina y de muchas otras cosas.
El ejército no es más que un elemento de la sociedad y padece todas las enfermedades de ésta; sobre todo, cuando sube la temperatura. El oficio de la guerra es demasiado severo para soportar las ficciones y las falsificaciones. El ejército de una revolución tiene necesidad de una amplísima crítica; y el mando, de un control democrático. Los organizadores del ejército lo comprendieron tan bien desde el comienzo, que creyeron necesario preparar la elegibilidad de los jefes. La decisión capital del partido a este propósito dice: «El aumento del espíritu del cuerpo de las unidades y la formación del espíritu crítico de los soldados respecto a sí mismos y a sus jefes, crearán las condiciones favorables para la aplicación cada vez más amplia del principio de elegibilidad de los jefes». Pero quince años después de adaptarse esta moción -tiempo suficiente, parece, para consolidar el espíritu de cuerpo y la autocrítica-, los dirigentes soviéticos toman el camino opuesto.
El mundo civilizado -amigos y enemigos- supo con estupor, en septiembre de 1935, que el Ejército Rojo tendría una jerarquía de oficiales, comenzando por teniente para acabar en mariscal. El jefe verdadero del ejército, Tujachevski, explicó que «el restablecimiento de los grados creaba una base más estable a los cuadros del ejército, tanto técnicos como de mando». Explicación intencionalmente equívoca. El mando se consolida, sobre todo, por la confianza en los hombres. Justamente por esto, el Ejército Rojo comenzó por la liquidación de los cuerpos de oficiales. El interés de la defensa no exige el restablecimiento de una casta de oficiales. Lo que importa prácticamente es el puesto de mando y no el grado. Los ingenieros y los médicos no poseen grados, y, sin embargo, la sociedad encuentra el medio de ponerlos en su sitio. El derecho a un puesto de mando está asegurado por los conocimientos, el talento, el carácter, la experiencia; factores que exigen una apreciación incesante e individual. El grado de mayor no agrega nada al comandante de un batallón. Las estrellas de los mariscales no confieren a los cinco jefes superiores del Ejército Rojo ni nuevos talentos, ni mayor autoridad. La base «estable’ 1 en realidad no se ofrece al ejército, sino al cuerpo de oficiales, al precio de su alejamiento del ejército. Esta reforma persigue un fin puramente político: dar al cuerpo de oficiales un peso social. Mólotov lo dice, en suma, cuando justifica el decreto por la necesidad de «aumentar la importancia de los cuadros dirigentes del ejército». Al hacer esto, no se limita a restablecer los cuadros. Se construyen precipitadamente habitaciones para los oficiales. En 1936, 47.000 habitaciones deben ser puestas a su disposición; una suma, mayor en un 75% que los créditos del año precedente, está consagrada a sus haberes. «Aumentar la importancia» es ligar más estrechamente a los oficiales con los medios dirigentes, debilitando su unión con el ejército.
Hecho digno de mencionarse: los reformadores no se han creído con el deber de inventar para los grados denominaciones nuevas; al contrario, han deseado, evidentemente, imitar a Occidente. Con eso mismo han descubierto su talón de Aquiles, al no atreverse a restablecer el grado de general, que en ruso despierta demasiada ironía. La prensa soviética, al comentar la promoción de cinco mariscales -elegidos, hagámoslo notar, por su devoción a Stalin, más que por sus talentos y por los servicios prestados-, no dejó de evocar al antiguo ejército zarista «con su espíritu de casta, su veneración de los grados y su servilismo jerárquico». Entonces, ¿por qué imitarlo tan bajamente? La burocracia, al crear nuevos privilegios, usa los mismos argumentos que sirvieron antes para destruir a los antiguos. La insolencia se combina, así, con la pusilanimidad y se completa con dosis cada vez mayores de hipocresía.
Por inesperado que haya podido parecer el restablecimiento del «espíritu de casta, de la veneración de los grados y del servilismo jerárquico», el Gobierno probablemente no tenía otro remedio. La designación de los comandantes por sus virtudes personales sólo es posible si la crítica y la iniciativa se manifiestan libremente en un ejército colocado bajo el control de la opinión pública. Una rigurosa disciplina puede acomodarse muy bien con una amplia democracia, y aun encontrar apoyo en ella. Pero ningún ejército puede ser más democrático que el régimen que lo nutre. El burocratismo, con su rutina y su suficiencia, no deriva de las necesidades especiales de la organización militar, sino de las necesidades políticas de sus dirigentes; sólo que estas necesidades encuentran en el ejército su expresión más acabada. El restablecimiento de la casta de oficiales, dieciocho años después de su supresión revolucionaria, atestigua con igual fuerza el abismo que se ha abierto entre los dirigentes y los dirigidos, y que el ejército ha perdido las cualidades esenciales que le permitían llamarse Ejército Rojo, así como el cinismo de la burocracia que hace ley de las consecuencias de esta desmoralización.
La prensa burguesa ha comprendido esta reforma, como era natural. Le Temps escribía, el 25 de septiembre de 1935: «Esta transformación exterior es uno de los indicios de la profunda transformación que se realiza actualmente en toda la URSS. El régimen definitivamente consolidado se establece poco a poco. Los hábitos las costumbres revolucionarias ceden su lugar, en la familia soviética y en la sociedad, a los sentimientos y a las costumbres que siguen dominando en los países llamados capitalistas. Los soviets se aburguesan». Casi no tenemos nada que añadir a esta apreciación.
Sería vano querer prever todos los factores de la próxima lucha de los pueblos: si un cálculo de este género fuese posible, el conflicto de los intereses se resolvería siempre por una apacible transacción entre los querellantes. Hay demasiadas incógnitas en la sangrienta ecuación de la guerra. En todo caso, la URSS goza de grandes ventajas heredadas del pasado y creadas por el nuevo régimen. La experiencia de la intervención, durante la guerra civil, demostró que su extensión sigue constituyendo una gran superioridad para Rusia. La pequeña Hungría soviética fue derrumbada en unos cuantos días por el imperialismo extranjero, ayudado, es cierto, por e torpe dictador Bela Kun. La Rusia de los soviets, cortada desde el principio por su periferia, resistió a la intervención tres años; en ciertos momentos, el territorio de la revolución se encontró casi reducido al del antiguo gran ducado de Moscovia; pero no necesitó más que sostenerse y vencer posteriormente.
La reserva humana constituye una segunda ventaja considerable. La población de la URSS, con un aumento de tres millones de almas al año, ha sobrepasado los 170 millones. Una clase joven comprende 1.300.000 jóvenes. La selección más rigurosa, física y política, no elimina más que 400.000. Reservas que se pueden estimar de 18 a 20 millones de hombres son prácticamente inagotables.
Pero la naturaleza y los hombres no hacen más que dar la materia prima de la guerra. El «potencial» militar depende, ante todo, de la potencia económica del Estado. Desde este punto de vista, las ventajas de la URSS son inmensas con relación a las de la antigua Rusia. Ya hemos indicado que la economía planificada ha proporcionado mayores resultados, hasta ahora, en el dominio militar. La industrialización de las regiones más alejadas, de Siberia principalmente, da a las extensiones de las estepas y de los bosques una nueva importancia. Sin embargo, la URSS sigue siendo un país atrasado. El bajo rendimiento del trabajo, la mediocre calidad de la producción, la debilidad de los transportes, sólo están compensados parcialmente por las riquezas naturales y la población. En tiempos de paz, la medida de las fuerzas económicas de sistemas sociales opuestos puede diferirse -por largo tiempo, pero no para siempre- por iniciativas políticas y principalmente por el monopolio del comercio exterior. En tiempo de guerra, la prueba es directa en los campos de batalla. De ahí el peligro.
Las derrotas, aunque suelen producir grandes cambios políticos, están lejos de producir siempre transformaciones económicas. Un régimen social que asegure un alto nivel de cultura y de gran riqueza, no puede ser derrocado por las bayonetas. Al contrario, siempre se observa que los vencedores adoptan las costumbres de los vencidos, cuando éstos son superiores por su desarrollo. Las formas de la propiedad no pueden ser modificadas por la guerra más que en el caso de que estén en grave contradicción con las bases económicas del país. La derrota de Alemania en una guerra contra la URSS provocaría inevitablemente la caída de Hitler y también la del sistema capitalista. No se puede dudar, por otra parte, que la derrota no sea fatal a los dirigentes de la URSS y para las bases sociales del país. La inestabilidad del régimen actual de Alemania proviene de que sus fuerzas productivas han sobrepasado, desde hace mucho tiempo, las normas de la propiedad privada capitalista. La inestabilidad del régimen soviético, por el contrario, se debe al hecho de que sus fuerzas productivas aún están lejos de alcanzar la altura de la propiedad socialista. Las bases sociales de la URSS están amenazadas por la guerra, por las mismas razones que hacen que, en tiempo de paz, necesite de la burocracia y del monopolio del comercio exterior, es decir, por su debilidad.
¿Se puede esperar que la URSS saldrá sin derrota de la próxima guerra? Respondamos claramente a una pregunta planteada con toda claridad: si la guerra no fuera más que una guerra, la derrota de la URSS sería inevitable. Desde el punto de vista de la técnica, de la economía y del arte militar, el imperialismo es infinitamente más poderoso que la URSS y, si no es paralizado por la revolución en Occidente, arrastrará al régimen nacido de la Revolución de Octubre.
A esto se puede responder que el imperialismo es una abstracción, pues está desgarrado por sus propias contradicciones. Es cierto; y sin ellas, hace mucho tiempo que la URSS habría abandonado la escena. Los acuerdos diplomáticos y militares de la URSS reposan, en parte, sobre estas contradicciones. Pero se cometería un error funesto al negarse a ver un límite después del cual cesan esos desgarramientos. Así como la lucha de los partidos burgueses y pequeño burgueses, de los más reaccionarios a los más socialdemócratas, cesa ante el peligro inmediato de la revolución proletaria, los antagonismos imperialistas se resolverán siempre para impedir la victoria militar de la URSS.
Los acuerdos diplomáticos no son más que papel mojado, según el dicho, no desprovisto de razón, de un canciller del Reich. En ninguna parte está escrito que durarán hasta la guerra. Ningún tratado con la URSS resistirá a la amenaza de una revolución inminente en cualquier parte de Europa. Bastará con que la crisis política de España (para no hablar de la de Francia) entre en una fase revolucionaria para que las esperanzas en Hitler el salvador, loadas por Lloyd George, ganen irresistiblemente a todos los gobiernos burgueses. Por lo demás, si la situación inestable de España, de Francia, de Bélgica, terminara con una victoria de la reacción, no quedaría huella de los pactos soviéticos. En fin, admitiendo que el papel mojado guarde su fuerza en la primera fase de las operaciones militares, es indudable que la agrupación de las fuerzas en la fase decisiva estará determinada por factores mucho más poderosos que las solemnes promesas de diplomáticos especializados, precisamente, en la felonía.
La situación cambiaría por completo si los gobiernos burgueses obtuvieran garantías materiales de que el Gobierno de Moscú no solamente se pondrá de su parte en la guerra, sino, además, en la lucha de clases. Aprovechando las dificultades de la URSS, cogida entre dos fuegos, los «amigos» capitalistas «de la paz» tomarán todas las medidas necesarias para acabar con el monopolio del comercio exterior y las leyes soviéticas que rigen la propiedad. El movimiento de defensa nacional que crece entre los emigrados rusos de Francia y de Checoslovaquia se alimenta con esas esperanzas. Y si hay que contar con que la lucha mundial sólo tendrá su desenlace por medio de la guerra, los aliados tendrán grandes oportunidades para alcanzar su fin. Sin intervención de la revolución, las bases sociales de la URSS se derrumbarán, tanto en caso de victoria como en caso de derrota.
No hace más de dos años, un documento-programa titulado La IV Internacional y la guerra, esbozaba en los siguientes términos esa perspectiva: «Bajo la influencia de la viva necesidad de artículos de primera necesidad experimentada por el Estado, las tendencias individualistas de la economía rural se reforzarían y las fuerzas centrífugas aumentarían de mes a mes en el seno de los koljoses. (…) Podría esperarse (…) en la atmósfera sobrecargada de la guerra, en un llamamiento a los capitalistas extranjeros «aliados», en atentados contra el monopolio del comercio exterior, en el debilitamiento del control del Estado sobre los trust, en conflictos entre trust y obreros, etc. En otras palabras, una larga guerra, si el proletariado internacional permaneciera en actitud pasiva, podría, y aún más, debería provocar la resolución de las contradicciones internas de la URSS por medio de una contrarrevolución bonapartista». Los acontecimientos de estos dos últimos años no han hecho más que aumentar esta probabilidad.
Todo lo que precede no exige, sin embargo, conclusiones «pesimistas». No queremos cerrar los ojos ante la enorme superioridad material del mundo capitalista, ni ignorar la inevitable felonía de los «aliados» imperialistas, ni engañarnos sobre las contradicciones internas del régimen soviético; pero tampoco estamos inclinados a sobreestimar la solidez del sistema capitalista en los países hostiles tanto como en los aliados. Mucho antes de que la guerra pueda poner a prueba la proporción de las fuerzas, someterá la estabilidad de estos regímenes a un rudo examen. Todos los teóricos de la futura matanza de pueblos cuentan con la probabilidad y aún con la certeza de revoluciones. La idea, cada vez más generalizada en ciertas esferas, de pequeños ejércitos profesionales, idea apenas un poco más realista que un duelo de héroes, inspirado en el precedente de David y Goliat, revela, por lo que tiene de fantástica, el temor que se experimenta ante el pueblo armado. Hitler no deja pasar una ocasión para subrayar su deseo de paz, aludiendo al inevitable desbordamiento del bolchevismo que la guerra provocaría en Occidente. La fuerza que aún contiene a la guerra próxima a desencadenarse no está en la Sociedad de las Naciones, ni en los pactos de garantía, ni en los referéndums pacifistas, sino, única y exclusivamente, en el temor saludable que las potencias tienen a la revolución.
Como todos los fenómenos, los regímenes sociales deben ser juzgados por comparación. A pesar de sus contradicciones, el régimen soviético, desde el punto de vista de la estabilidad, tiene inmensas ventajas sobre sus probables adversarios. La posibilidad misma del dominio de los nazis sobre el pueblo alemán, se debe a la tensión prodigiosa de los antagonismos sociales en Alemania. Estos antagonismos no han desaparecido ni se han atenuado; la losa del fascismo solamente los comprime. La guerra los exteriorizaría. Hitler tiene muchas menos oportunidades de las que tuvo Guillermo II para terminar victoriosamente la guerra. Sólo una revolución hecha a tiempo podría evitar la guerra a Alemania, librándola de una nueva derrota.
La prensa mundial presenta los asesinatos de ministros japoneses por oficiales como manifestaciones imprudentes de un patriotismo apasionado. En realidad, estos actos se clasifican, a pesar de la diferencia de ideologías, en la misma rúbrica que las bombas arrojadas por los nihilistas rusos contra la burocracia del zar. La Población de Japón se ahoga bajo el yugo combinado de una explotación agraria asiática y de un capitalismo ultramoderno; al primer relajamiento de las coerciones militares, Corea, Manchukuo y China se levantarán contra la tiranía japonesa. La guerra hundirá al imperio en un cataclismo social.
La situación de Polonia no es sensiblemente mejor. El régimen establecido por Pilsudski, el más estéril que se conozca, ni siquiera ha logrado suavizar la servidumbre de los campesinos. La Ucrania occidental (Galitzia) sufre una cruel opresión que hiere a todos los sentimientos nacionales. Las huelgas y las sublevaciones son interminables en los centros obreros. La burguesía polaca, al tratar de asegurarse para el porvenir la alianza de Francia y la amistad de Alemania, sólo conseguirá precipitar la guerra en la que encontrará su pérdida.
El peligro de guerra y el de una derrota de la URSS son realidades. Si la revolución no impide la guerra, la guerra podrá ayudar a la revolución. Un segundo parto es generalmente más fácil que el primero. La primera revuelta no se hará esperar dos años y medio en la próxima guerra. Y una vez comenzadas, las revoluciones no se detendrán a medio camino. El destino de la URSS no se decidirá, en definitiva, en los mapas de los estados mayores, sino en la lucha de clases. El proletariado europeo, irreductiblemente levantado contra su burguesía, aun entre los amigos «de la paz», será el único que podrá impedir que la URSS sea derrotada o apuñalada por la espalda por sus «aliados». Y la misma derrota de la URSS no sería más que un episodio de corta duración si el proletariado alcanzará la victoria en otros países. Por el contrario, ninguna victoria militar salvará la herencia de la Revolución de Octubre, sí el imperialismo se mantiene en el resto del mundo.
Los partidarios de la burocracia dirán que «subestimamos» las fuerzas interiores del Ejército Rojo, etc., como dijeron antes que «negábamos» la posibilidad de la edificación socialista en un solo país. Estos argumentos son de tan baja calidad, que ni siquiera permiten un intercambio de opiniones por infecundo que fuera. Sin Ejecito Rojo, la URSS ya hubiera sido derrotada y desmembrada como China. Sólo su larga resistencia heroica y testaruda podrá crear las condiciones favorables para el desarrollo de la lucha de clases en los países imperialistas. El Ejército Rojo es, de este modo, un factor de importancia histórica inapreciable; nos basta con que pueda impulsar potentemente a la revolución. Pero sólo la revolución podrá cumplir la misión principal que está por encima de las fuerzas del Ejército Rojo.
Nadie exige que el Gobierno soviético se exponga a aventuras internacionales y deje de obedecer a la razón, tratando de forzar el curso de los acontecimientos mundiales. Las tentativas de este género que se hicieron antes (Bulgaria, Estonia, Cantón…), sólo han beneficiado a la reacción y fueron condenadas en su tiempo por la Oposición de Izquierda. Se trata de la orientación general de la política exterior soviética. La contradicción entre la política extranjera de la URSS y los intereses del proletariado mundial internacional y de los pueblos coloniales encuentra su expresión más funesta en la subordinación de la Internacional Comunista a la burocracia conservadora y en su nueva religión de la inmovilidad.
No es bajo la bandera del statu quo que los obreros europeos v los pueblos coloniales podrán rebelarse contra el imperialismo y la guerra; ésta tiene que estallar y barrer el statu quo con análoga inevitabilidad que la que conduce al niño, llegado el momento, a terminar con el statu quo de la gravidez. Los trabajadores no tienen el menor interés en defender las fronteras actuales, sobre todo en Europa, así sea bajo las órdenes de la burguesía o en la insurrección revolucionaria contra ellas. La decadencia de Europa proviene justamente de que está despedazada económicamente en cerca de cuarenta Estados casi nacionales, que con sus aduanas, sus pasaportes, sus sistemas monetarios y sus ejércitos monstruosos al servicio del particularismo nacional se han transformado en el mayor de los obstáculos para el desarrollo económico de la humanidad y para la civilización.
La misión del proletariado europeo no es eternizar las fronteras, sino suprimirlas revolucionariamente. Statu quo? ¡No! Estados Unidos de Europa.
IX – ¿Qué es la URSS?
RELACIONES SOCIALES
La propiedad estatalizada de los medios de producción domina casi exclusivamente en la industria. En la agricultura sólo está representada por los sovjoses, que no abarcan más que el 10% de las superficies sembradas. En los koljoses, la propiedad cooperativa o la de asociaciones se combina en proporciones variables con las del Estado y las del individuo. El suelo perteneciente jurídicamente al Estado, pero concedido «a goce perpetuo» a los koljoses, difiere poco de la propiedad de las asociaciones. Los tractores y las máquinas pertenecen al Estado; el equipo de menor importancia, a la explotación colectiva. Todo campesino de koljós tiene, además, su empresa privada. El 10% de los campesinos permanecen aislados.
Según el censo de 1934, el 28’1% de la población estaba compuesto por obreros y empleados del Estado. Los obreros de la industria y de la construcción eran 7,5 millones en 1935, sin incluir a sus familias. Los koljoses y los oficios organizados en cooperativas constituían, en la época del censo, el 45,9% de la población. Los estudiantes, los militares, los pensionistas y otras categorías que dependen inmediatamente del Estado, el 3’4%. En total, el 74% de la población pertenecía al «sector socialista» y disponía del 95,8% del capital del país. Los campesinos aislados y los artesanos representaban todavía (en 1934) el 22,5% de la población, pero apenas poseían un poco más del 4% del capital nacional.
No ha habido censo desde 1934, y el próximo se efectuará en 1937. Sin embargo, es indudable que el sector privado de la economía ha sufrido nuevas limitaciones en favor del «sector socialista». Los cultivadores individuales y los artesanos constituyen en la actualidad, según los órganos oficiales, cerca del 10% de la población, o sea 17 millones de almas; su importancia económica ha caído mucho más bajo que su importancia numérica. Andreev, secretario del Comité Central, declaraba en abril de 1936: «En 1936 el peso específico de la producción socialista en nuestro país debe constituir el 98,5%, de manera que no le quedará al sector no socialista más que un insignificante 1,5%». Estas cifras optimistas parecen, a primera vista, probar irrefutablemente la victoria «definitiva e irrevocable» del socialismo. Pero desdichado del que detrás de la aritmética no vea la realidad social.
Estas mismas cifras son un poco forzadas. Basta indicar que la propiedad privada de los miembros de los koljoses está comprendida en el «sector socialista». Sin embargo, el eje del problema no está allí. La indiscutible y enorme superioridad estadística de las formas estatales y colectivas de la economía, por importante que sea para el porvenir, no aleja otro problema igualmente importante: el del poder de las tendencias burguesas en el seno mismo del «sector socialista», y no solamente en la agricultura, sino también en la industria. La mejora del nivel de vida obtenida en el país, basta para provocar un crecimiento de las necesidades, pero de ninguna manera basta para satisfacerlas. El propio dinamismo del desarrollo económico implica cierto despertar de los apetitos pequeño burgueses, y no únicamente entre los campesinos y los representantes del trabajo «intelectual», sino también entre los obreros privilegiados. La simple oposición de los propietarios individuales a los koljoses y de los artesanos a la industria estatalizada, no dan la menor idea de la potencia explosiva de estos apetitos que penetran en toda la economía del país y se expresan, para hablar sumariamente, en la tendencia de todos y de cada uno, de dar a la sociedad lo menos que pueden y sacar de ella lo más.
La solución de los problemas de consumo y de competencia por la existencia, exige la misma energía e ingenio, cuando menos, que la edificación socialista en el sentido propio de la palabra; de allí proviene, en parte, el débil rendimiento del trabajo social. Mientras que el Estado lucha incesantemente contra la acción molecular de las fuerzas centrífugas, los propios medios dirigentes constituyen el lazo principal de la acumulación privada lícita o ilícita. Enmascaradas por las nuevas normas jurídicas, las tendencias pequeño burguesas no se dejan asir fácilmente por la estadística. Pero la burocracia «socialista», esta asombrosa contradictio in adjecto, monstruosa excrecencia social, siempre creciente y que se transforma, a su vez, en causa de fiebres malignas de la sociedad, demuestra su claro predominio en la vida económica.
La nueva Constitución, construida enteramente, tal como veremos, sobre la identificación de la burocracia y del Estado -así como del pueblo y del Estado-, dice: «La propiedad del Estado, en otras palabras, la de todo el pueblo…». Sofisma fundamental de la doctrina oficial. No es discutible que los marxistas, comenzando por el mismo Marx, hayan empleado con relación al Estado obrero los términos de propiedad «estatal», «nacional» o «socialista» como sinónimos. A grandes escalas históricas, esta manera de hablar no presentaba inconvenientes; pero se transforma en fuente de groseros errores y de engañifas al tratarse de las primeras etapas, aún no aseguradas, de la evolución de la nueva sociedad aislada y retrasada, desde el punto de vista económico, con relación a los países capitalistas.
Para que la propiedad privada pueda llegar a ser social, tiene que pasar ineludiblemente por la estatalización, del mismo modo que la oruga para transformarse en mariposa tiene que pasar por la crisálida. Pero la crisálida no es una mariposa. Miriadas de crisálidas perecen antes de ser mariposas. La propiedad del Estado no es la de «todo el pueblo» más que en la medida en que desaparecen los privilegios y las distinciones sociales y en que, en consecuencia, el Estado pierde su razón de ser. Dicho de otra manera: la propiedad del Estado se hace socialista a medida que deja de ser propiedad del Estado. Por el contrario, mientras el Estado soviético se eleva más sobre el pueblo, más duramente se opone, como el guardián de la propiedad, al pueblo dilapidador, y más claramente se declara contra el carácter socialista de la propiedad estatalizada.
«Aún estamos lejos de la supresión de las clases», reconoce la prensa oficial, y se refiere a las diferencias que subsisten entre la ciudad y el campo, entre el trabajo intelectual y el manual. Esta confesión puramente académica tiene la ventaja de justificar como trabajo «intelectual» los ingresos de la burocracia. Los «amigos», para quienes Platón es más caro que la verdad, también se limitan a admitir en estilo académico la existencia de vestigios de desigualdad. Pero estos vestigios están muy lejos de bastar para dar tina explicación a la realidad soviética. Si la diferencia entre la ciudad y el campo se ha atenuado desde distintos puntos de vista, en cambio desde otros se ha profundizado a causa del rápido crecimiento de la civilización y del confort en las ciudades, es decir, de la minoría ciudadana. La distancia social entre el trabajo manual y el intelectual, en lugar de disminuir ha aumentado durante los últimos años, a pesar de la formación de cuadros científicos salidos del pueblo. Las barreras milenarias de las castas que aislan al hombre -al ciudadano educado del mujik inculto, al mago de la ciencia del peón-, no solamente se han mantenido bajo formas más o menos atenuadas, sino que renacen abundantemente y revisten sin aspecto provocativo.
La famosa consigna: «Los cuadros lo deciden todo», caracteriza mucho más francamente de lo que quisiera Stalin a la sociedad soviética. Por definición, los cuadros están llamados a ejercer la autoridad. El culto a los cuadros significa, ante todo, el de la burocracia, de la administración, de la aristocracia técnica. En la formación y en la educación de los cuadros, como en otros dominios, el régimen soviético realiza una labor que la burguesía ha terminado desde hace largo tiempo. Pero como los cuadros soviéticos aparecen bajo el estandarte socialista, exigen honores casi divinos y emolumentos cada vez más elevados. De manera que la formación de cuadros «socialistas» va acompañada por un renacimiento de la desigualdad burguesa.
Puede parecer que no existe ninguna diferencia, desde el punto de vista de la propiedad de los medios de producción, entre el mariscal y la criada, entre el director de trust y el peón, entre el hijo del comisario del pueblo y el vagabundo. Sin embargo, los unos ocupan bellos apartamentos, disponen de varias villas en diversos rincones del país, tienen los mejores automóviles y, desde hace largo tiempo, ya no saben cómo se limpia un par de zapatos; los otros viven en barracas, en las que frecuentemente faltan los tabiques están familiarizados con el hambre y no se limpian los zapatos porque andan descalzos. Para el dignatario, esta diferencia no tiene importancia: para el peón, es de las más importantes.
Algunos «teóricos» superficiales pueden consolarse diciéndose que el reparto de bienes es un factor de segundo orden en comparación con la producción. Sin embargo, la dialéctica de las influencias recíprocas guarda toda su fuerza. El destino de los medios nacionalizados de producción se decidirá, a fin de cuentas, según la evolución de las diferentes condiciones personales. Si un vapor se declara propiedad colectiva, y los pasajeros quedan divididos en primera, segunda y tercera clase, es comprensible que la diferencia de las condiciones reales terminará por tener, a los ojos de los pasajeros de tercera, una importancia mucho mayor que el cambio jurídico de la propiedad. Por el contrario, los pasajeros de primera expondrán gustosamente, entre café y cigarrillos, que la propiedad colectiva es todo, que comparativamente la comodidad de los camarotes no es nada. Y el antagonismo resultante de estas situaciones asestará rudos golpes a una colectividad inestable.
La prensa soviética ha relatado con satisfacción que un chiquillo al visitar el zoo de Moscú, preguntó a quién pertenecía el elefante, y al oír decir «al Estado», concluyó inmediatamente: «Entonces, también es un poco mío». Si en realidad hubiera que repartir el elefante, los valiosos colmillos irían a los privilegiados, algunos dichosos apreciarían el jamón del paquidermo, y la mayoría tendría que contentarse con las tripas y las sobras. Los chiquillos perjudicados en el reparto se sentirían poco inclinados a confundir su propiedad con la del Estado. Los jóvenes vagabundos no tienen como propiedad más que lo que acaban de robar al Estado. Es muy probable que el chiquillo del zoo fuese el hijo de un personaje influyente habituado a pensar que «el Estado soy yo».
Si traducimos, para expresarnos mejor, las relaciones socialistas en términos de Bolsa, los ciudadanos serían los accionistas de una empresa que poseyera las riquezas del país. El carácter colectivo de la propiedad supone un reparto «Igualitario» de las acciones y, por tanto, un derecho a dividendos iguales para todos los accionistas. Los ciudadanos, sin embargo, participan en la empresa como accionistas y como productores. En la fase inferior del comunismo, que hemos llamado socialismo, la remuneración del trabajo se hace aun según las normas burguesas, es decir, de acuerdo con la cualificación del trabajo, su intensidad, etc.
Los ingresos teóricos de un ciudadano se forman, pues, de dos partes: a + b, el dividendo más el salario. Cuanto más desarrollada es la técnica y la organización económica está más perfeccionada, mayor será la importancia del factor a con relación a b; y, será menor la influencia ejercida sobre la condición material por las diferencias individuales del trabajo. El hecho de que las diferencias de salario en la URSS no sean menores, sino mayores que en los países capitalistas, nos impone la conclusión de que las acciones están repartidas desigualmente y que los ingresos de los ciudadanos implican, al mismo tiempo que un salario desigual, partes desiguales del dividendo. Mientras que el peón no recibe más que b, salario mínimo que recibiría en idénticas condiciones en una empresa capitalista, el estajanovista y el funcionario reciben 2a+ b o 3a + b, y así sucesivamente. Por otra parte, b puede transformarse en 2b, 3b, etc. En otras palabras, la diferencia de los ingresos no solo está determinada por la simple diferencia del rendimiento individual, sino por la apropiación enmascarada del trabajo de otros. La minoría privilegiada de los accionistas vive a costa de la mayoría expoliada.
Si se admite que el peón soviético recibe más de lo que recibiría, con el mismo nivel técnico y cultural, en una empresa capitalista, es decir, que un pequeño accionista, su salario debe considerarse como a + b. Los salarlos de las categorías mejor pagadas serán expresados, en este caso, por la fórmula 3a + 2b; 10a + 15b, etc., lo que significaría que mientras que el peón tiene una acción, el estajanovista tiene tres y el especialista diez; y que, además, sus salarios, en el sentido propio de la palabra, están en la proporción de 1 a 2 y a 15. Los himnos a la sagrada propiedad socialista parecen, bajo estas condiciones, mucho más convincentes para el director de fábrica o de trust o el estajanovista, que para el obrero ordinario o para el campesino del koljós. Ahora bien, los trabajadores no cualificados constituyen la inmensa mayoría en la sociedad, y el socialismo debe contar con ellos v no con una nueva aristocracia.
«El obrero no es, en nuestro país, un esclavo asalariado, un vendedor de trabajo-mercancía. Es un trabajador libre» (Pravda). En la actualidad esta fórmula elocuente no es más que una inadmisible fanfarronada. El paso de las fábricas al poder del Estado no ha cambiado más que la situación jurídica del obrero; de hecho, vive en medio de la necesidad, trabajando cierto número de horas por un salario dado. Las esperanzas que el obrero fundaba antes en el partido y en los sindicatos, las ha trasladado después de la Revolución sobre el Estado que él mismo ha creado. Pero el trabajo útil de ese Estado se ha visto limitado por la insuficiencia de la técnica y de la cultura. Para mejorar una y otra, el nuevo Estado ha recurrido a los viejos métodos: agotamiento de los nervios y de los músculos de los trabajadores. Se ha formado todo un cuerpo de aguijoneadores. La gestión de la industria se ha hecho extremadamente burocrática. Los obreros han perdido toda influencia en la dirección de las fábricas. Trabajando a destajo, viviendo en medio de un malestar profundo, privado de la libertad de desplazarse, sufriendo hasta en la misma fábrica un terrible régimen policíaco, el obrero difícilmente podrá sentirse «un trabajador libre». Para él, el funcionario es un jefe; el Estado, un amo. El trabajo libre es incompatible con la existencia del Estado burocrático.
Todo lo que acabamos de decir se aplica al campo, con algunos correctivos necesarios,. La teoría oficial erige la propiedad de los koljoses en propiedad socialista. Pravda escribe que los koljoses «ya son en realidad comparables a las empresas de Estado del tipo socialista». Agrega inmediatamente que la «garantía del desarrollo socialista de la agricultura reside en la dirección de los koljoses por el partido bolchevique», esto es trasladarnos de la economía a la política. Es decir, que las relaciones socialistas están establecidas, por el momento, no en las verdaderas relaciones entre los hombres, sino en el corazón tutelar de los superiores. Los trabajadores harán bien en desconfiar de este corazón. La verdad es que la economía de los koljoses está a medio camino entre la agricultura parcelaria individual y la economía estatal; y que las tendencias pequeño burguesas en el seno de los koljoses son completadas, de la mejor manera por el rápido crecimiento del haber individual de los campesinos.
Con sólo 4 millones de hectáreas contra 108 millones de hectáreas colectivas, o sea menos del 4%, las parcelas individuales de los miembros de los koljoses, sometidas a un cultivo intensivo, proporcionan al campesino los artículos más indispensables para su consumo. La mayor parte del ganado mayor, de los corderos, de los cerdos, pertenece a los miembros de los koljoses y no a los koljoses. Sucede frecuentemente que los campesinos den a sus parcelas individuales el principal cuidado y releguen a segundo término los koljoses de flojo rendimiento. Los koljoses que pagan mejor la jornada de trabajo ascienden, por el contrario, un escalón, formando una categoría de granjeros acomodados. Las tendencias centrífugas no desaparecen aún, por el contrario se fortifican y extienden. En cualquier caso, los koljoses por el momento no han logrado mas que transformar las formas jurídicas de la economía en el campo; particularmente en el modo de reparto de los ingresos. Casi no han afectado a la antigua isba, a los huertos, a la cría de ganado, al ritmo del penoso trabajo de la tierra, ni aun a la antigua manera de considerar al Estado, que si ya no sirve a los propietarios territoriales y a la burguesía, toma demasiado al campo para la ciudad y mantiene a demasiados funcionarios voraces.
Las categorías siguientes figurarán en el censo del 6 de enero de 1937: obreros, empleados, trabajadores de koljoses, cultivadores individuales, artesanos, profesiones libres, servidores del culto, no trabajadores. El comentario oficial precisa que no se incluyan otras rúbricas porque no hay clases en la URSS. En realidad tal estadística está concebida para disimular la existencia de medios privilegiados y de bajos fondos desheredados. Las verdaderas capas sociales a las que se hubiera debido señalar, por medio de un censo honrado, son éstas: altos funcionarios, especialistas y otras personas que viven como burgueses; capas medias e inferiores de funcionarios y especialistas que viven como pequeño burgueses; aristocracia obrera y koljosiana, situada casi en las mismas condiciones que los anteriores; obreros medios; campesinos medios de los koljoses; obreros y campesinos próximos al lumpen proletariat o proletariado déclassé; jóvenes vagabundos, prostitutas y otros.
Cuando la nueva Constitución declara que «la explotación del hombre por el hombre se ha abolido en la URSS», dice lo contrario de la verdad. La nueva diferenciación social ha creado las condiciones para un renacimiento de la explotación bajo las formas más bárbaras, como son la compra del hombre para el servicio personal de otro. El servicio domestico no figura en las hojas del censo, debiendo comprenderse, evidentemente bajo la firma de «obreros». Los problemas siguientes no se plantean: ¿El ciudadano soviético tiene sirvientes, y cuáles (camarera, cocinera, nodriza, niñera, chófer)? ¿Tiene un coche a su servicio? ¿De cuántas habitaciones dispone’? No se habla de la magnitud de su salario. Si volviera a ponerse en vigor la regla soviética que priva de derechos políticos a quien explote el trabajo de otro, se vería que las cumbres dirigentes de la sociedad soviética debían ser privadas del beneficio de la Constitución. Felizmente, se ha establecido una igualdad completa de los derechos… entre el amo y los criados.
Dos tendencias opuestas se desarrollan en el seno del régimen. Al desarrollar las fuerzas productivas -al contrario del capitalismo estancado-, ha creado los fundamentos económicos del socialismo. Al llevar hasta el extremo -con su complacencia para los dirigentes- las normas burguesas del reparto, prepara una restauración capitalista. La contradicción entre las formas de la propiedad y las normas de reparto no puede crecer indefinidamente. De manera que las normas burguesas tendrán que extenderse a los medios de producción o las normas de distribución tendrán que corresponderse con el sistema de propiedad socialista.
La burocracia teme la revelación de esta alternativa. En todas partes: la prensa, en la tribuna, en la estadística, en las novelas de sus escritores y en los versos de sus poetas, en el texto de su nueva Constitución, emplea las abstracciones del vocabulario socialista para ocultar las relaciones reales tanto en la ciudad como en el campo. Esto es lo que hace tan falsa, tan mediocre y tan artificial la ideología oficial.
En el plano de la teoría, podemos representarnos una situación en la que la burguesía entera se constituyera en sociedad por acciones para administrar, por medio del Estado, toda la economía nacional. El mecanismo económico de un régimen de esta especie no ofrecería ningún misterio. El capitalista, lo sabemos, no recibe bajo forma de beneficio la plusvalía creada por sus propios obreros, sino una fracción de la plusvalía de un país entero, proporcional a su parte de capital. En un «capitalismo de Estado» integral, la ley del reparto igual de los beneficios se aplicaría directamente, sin concurrencia de los capitales, por medio de una simple operación de contabilidad. Jamás ha existido un régimen de este género, ni lo habrá jamás, a causa de las contradicciones profundas que dividen a los poseedores entre sí, y tanto más cuanto que el Estado, representante único de la propiedad capitalista, constituiría para la revolución social un objeto demasiado tentador.
Después de la guerra, y sobre todo después de las experiencias de la economía fascista, se entiende por «capitalismo de Estado» un sistema de intervención y de dirección económica por el Estado. Los franceses usan en tal caso una palabra mucho más apropiada: el estatismo. El capitalismo de Estado y el estatismo indudablemente se tocan: pero como sistemas, serían más bien opuestos. El capitalismo de Estado significa la sustitución de la propiedad privada por la propiedad estatalizada, y conserva, por esto mismo, un carácter parcial. El estatismo -así sea la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler, los Estados Unidos de Roosevelt o la Francia de León Blum-, significa la intervención del Estado sobre las bases de la propiedad privada, para salvarla. Cualesquiera que sean los programas de los gobiernos, el estatismo consiste, inevitablemente, en trasladar las cargas del sistema agonizante de los más fuertes a los más débiles. Salva del desastre a los pequeños propietarios, únicamente porque su existencia es necesaria para el sostenimiento de la gran propiedad. El estatismo, en sus esfuerzos de economía dirigida, no se inspira en la necesidad de desarrollar las fuerzas productivas, sino en la preocupación de conservar- la propiedad privada en detrimento de las fuerzas productivas que se rebelan contra ella. El estatismo frena el desarrollo de la técnica, al sostener a empresas no viables y al mantener capas sociales parasitarias: en una palabra, es profundamente reaccionario.
La frase de Mussolini: «Las tres cuartas partes de la economía italiana, industrial y agrícola, están en manos del Estado» (26 de mayo de 1934), no debe tomarse al pie de la letra. El Estado fascista no es propietario de las empresas, no es más que intermediario entre los capitalistas. ¡Diferencia apreciable! El Popolo d’Italia dice a ese respecto: «El Estado corporativo une y dirige la economía, pero no la administra (dirige e porta alla unitá l’economia, ma non fa l’economia, non gestice), lo que no sería otra cosa, con el monopolio de la producción, que el colectivismo» (12 de junio de 1936).
Con los campesinos en general, con los pequeños propietarios, la burocracia interviene como un poderoso señor; con los magnates del capital, como su primer poder. «El Estado corporativo -escribe precisamente el marxista italiano Feroci- no es más que el agente del capital monopolista (…) Mussolini hace que el Estado corra con todos los riesgos de las empresas y deja a los capitalistas todos los beneficios de la explotación». En este aspecto, Hitler sigue las huellas de Mussolini. La dependencia de clase del Estado fascista determina los límites de la nueva economía dirigida, y también su contenido real; no se trata de aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza en interés de la sociedad, sino de explotar a la sociedad en interés de una minoría: «SI yo quisiera -se alababa Mussolini- establecer en Italia el capitalismo de Estado o el socialismo de Estado, lo que no sucederá, encontraría en la actualidad todas las condiciones necesarias». Salvo una: la expropiación de la clase capitalista. Y para realizar esta condición, el fascismo tendría que colocarse del otro lado de la barricada, «lo que no sucederá» se apresura a añadir Mussolini, y con razón, pues la expropiación de los capitalistas necesita otras fuerzas, otros cuadros y otros jefes.
La primera concentración de los medios de producción en manos del Estado conocida por la historia, la realizó el proletariado por medio de la revolución social, y no los capitalistas por medio de los trust estatalizados. Este breve análisis bastará para mostrar cuán absurdas son las tentativas de identificar el estatismo capitalismo con el sistema soviético. El primero es reaccionario, el segundo realiza un gran progreso.
Por la función de reguladora y de intermediaria, por el cuidado que tiene en mantener la jerarquía social, por la explotación, con estos mismos fines, del aparato del Estado, la burocracia soviética se parece a cualquier otra y, sobre todo, a la del fascismo. Pero también se distingue de ésta en caracteres de una extrema importancia. Bajo ningún otro régimen, la burocracia alcanza semejante independencia. En la sociedad burguesa, la burocracia representa los intereses de la clase poseedora e instruida que dispone de gran número de medios de control sobre sus administraciones. La burocracia soviética se ha elevado por encima de una clase que apenas salía de la miseria y de las tinieblas, y que no tenía tradiciones demando y de dominio. Mientras que los fascistas, una vez llegados al poder, se alían con la burguesía por los intereses comunes, la amistad, los matrimonios, etc., etc., la burocracia de la URSS asimila las costumbres burguesas sin tener a su lado una burguesía nacional. En este sentido, no se puede negar que es algo más que una simple burocracia. Es la única capa social privilegiada y dominante, en el sentido pleno de estas palabras, en la sociedad soviética.
Otra particularidad presenta Igual importancia. La burocracia soviética ha expropiado políticamente al proletariado para defender con sus propios métodos las conquistas sociales de éste. Pero el hecho mismo de que se haya apropiado del poder en un país en donde los medios de producción más importantes pertenecen al Estado, crea entre ella y las riquezas de la nación relaciones enteramente nuevas. Los medios de producción pertenecen al Estado. El Estado «pertenece», en cierto modo, a la burocracia. Si estas relaciones completamente nuevas se estabilizaran, se legalizaran, se hicieran normales, sin resistencia o contra la resistencia de los trabajadores, concluirían por liquidar completamente las conquistas de la revolución proletaria. Pero esta hipótesis es prematura. El proletariado aun no ha dicho su última palabra. La burocracia no le ha creado una base social a su dominio, bajo la forma de condiciones particulares de propiedad. Esta obligada a defender la propiedad del Estado, fuente de su poder y de sus rentas. Desde este punto de vista, sigue siendo el instrumento de la dictadura del proletariado.
Las tentativas de presentar a la burocracia soviética como una clase «capitalista de Estado», no resiste crítica. La burocracia no tiene títulos ni acciones. Se recluta, se completa y se renueva gracias a una jerarquía administrativa, sin tener derechos particulares en materia de propiedad. El funcionario no puede transmitir a sus herederos su derecho de explotación del Estado. Los privilegios de la burocracia son abusos. Oculta sus privilegios y finge no existir como grupo social. Su apropiación de una inmensa parte de la renta nacional es un hecho de parasitismo social. Todo esto hace la situación de los dirigentes soviéticos altamente contradictoria, equívoca e indigna, a pesar de la plenitud de poder y de la cortina de humo de las adulaciones.
En el curso de su carrera, la sociedad burguesa ha cambiado muchas veces de regímenes y de castas burocráticas, sin modificar, por eso, sus bases sociales. Se ha inmunizado contra la restauración del feudalismo y de sus corporaciones, por la superioridad de su modo de producción. El poder sólo podía secundar o estorbar el desarrollo capitalista; las fuerzas productivas, fundadas sobre la propiedad privada y la concurrencia, trabajan por su cuenta. Al contrario de ésto, las relaciones de propiedad establecidas por la revolución socialista están indisolublemente ligadas al nuevo Estado que las sostiene. El predominio de las tendencias socialistas sobre las tendencias pequeño burguesas no está asegurado por el automatismo económico -aún estamos lejos de ello-, sino por el poder político de la dictadura. Así es que el carácter de la economía depende completamente del poder.
La caída del régimen soviético provocaría infaliblemente la de la economía planificada y, por tanto, la liquidación de la propiedad estatalizada. El lazo obligado entre los trusts y las fábricas en el seno de los primeros, se rompería. Las empresas más favorecidas serían abandonadas a sí mismas. Podrían transformarse en sociedades por acciones o adoptar cualquier otra forma transitoria de propiedad, tal como la participación de los obreros en los beneficios. Los koljoses se disgregarían al mismo tiempo, y con mayor facilidad. La caída de la dictadura burocrática actual, sin que fuera reemplazada por un nuevo poder socialista, anunciaría, también, el regreso al sistema capitalista con una baja catastrófica de la economía y de la cultura.
Pero si el poder socialista es aún absolutamente necesario para la conservación y el desarrollo de la economía planificada, el problema de saber sobre qué se apoya el poder soviético actual y en qué medida el espíritu socialista de su política está asegurado, se hace cada vez más grave. Lenin, hablando al XI Congreso del partido como si le diera sus adioses, decía a los medios dirigentes: «La historia conoce transformaciones de todas clases; en política no es serio contar con las convicciones, la devoción y las bellas cualidades del alma…». La condición determina la conciencia. En unos quince años, el poder modificó la composición social de los medios dirigentes más profundamente que sus ideas. Como la burocracia es la capa social que ha resuelto mejor su propio problema social, está plenamente satisfecha de lo que sucede y, por eso mismo, no proporciona ninguna garantía moral en la orientación socialista de su política. Continúa defendiendo la propiedad nacionalizada por miedo al Proletariado. Este temor saludable lo mantiene y alimenta el partido ilegal de los bolcheviques-leninistas, que es la expresión más consciente de la corriente socialista contra el espíritu de reacción burguesa que penetra profundamente a la burocracia termidoriana. Como fuerza política consciente, la burocracia ha traicionado a la revolución, pero por fortuna, la revolución victoriosa no es solamente una bandera, un programa, un conjunto de instituciones políticas; es también un sistema de relaciones sociales. No basta traicionarla, es necesario, además, derrumbarla. Sus dirigentes han traicionado a la Revolución de Octubre pero no la han derrumbado, y la revolución tiene una gran capacidad de resistencia que coincide con las nuevas relaciones de propiedad, con la fuerza viva del proletariado, con la conciencia de sus mejores elementos, con la situación sin salida del capitalismo mundial, con la inevitabilidad de la revolución mundial.
Si, por el contrario, un partido burgués derribara a la casta soviética dirigente, encontraría no pocos servidores entre los burócratas actuales, los técnicos, los directores, los secretarios del partido y los dirigentes en general. Una depuración de los servicios del Estado también se impondría en este caso; pero la restauración burguesa tendría que deshacerse de menos gente que un partido revolucionario. El objetivo principal del nuevo poder sería restablecer la propiedad privada de los medios de producción. Ante todo, debería dar la posibilidad de formar granjeros fuertes a partir de granjas colectivas débiles, y transformar a los koljoses fuertes en cooperativas de producción de tipo burgués o en sociedades anónimas agrícolas. En la industria, la desnacionalización comenzaría por las empresas de la industria ligera y las de alimentación. En los primeros momentos, el plan se reduciría a compromisos entre el poder y las «corporaciones», es decir, los capitanes de la industria soviética, sus propietarios potenciales, los antiguos propietarios emigrados y los capitalistas extranjeros. Aunque la burocracia soviética haya hecho mucho por la restauración burguesa, el nuevo régimen se vería obligado a llevar a cabo, en el régimen de la propiedad y el modo de gestión, una verdadera revolución y no una simple reforma.
Sin embargo, admitamos que ni el partido revolucionario ni el contrarrevolucionario se adueñen del poder. La burocracia continúa a la cabeza del Estado. La evolución de las relaciones sociales no cesa. Es evidente que no puede pensarse que la burocracia abdicará en favor de la igualdad socialista. Ya desde ahora se ha visto obligada, a pesar de los inconvenientes que esto presenta, a restablecer los grados y las condecoraciones; en el futuro, será inevitable que busque apoyo en las relaciones de propiedad. Probablemente se objetará que poco importan al funcionario elevado las formas de propiedad de las que obtiene sus ingresos. Esto es ignorar la inestabilidad de los derechos de la burocracia y el problema de su descendencia. El reciente culto de la familia soviética no ha caído del cielo. Los privilegios, que no se pueden legar a los hijos pierden la mitad de su valor; y el derecho de testar es inseparable del derecho de la propiedad. No basta ser director de trust, hay que ser accionista. La victoria de la burocracia en ese sector decisivo crearía una nueva clase poseedora. Por el contrario, la victoria del proletariado sobre la burocracia señalaría el renacimiento de la revolución socialista. La tercera hipótesis nos conduce así, a las dos primeras, que citamos primero para mayor claridad y simplicidad.
La URSS es una sociedad intermedia entre el capitalismo y el socialismo, en la que: a) Las fuerzas productivas son aún insuficientes para dar a la propiedad del Estado un carácter socialista; b) La tendencia a la acumulación primitiva, nacida de la sociedad, se manifiesta a través de todos los poros de la economía planificada; c) Las normas del reparto, de naturaleza burguesa, están en la base de la diferenciación social; d) El desarrollo económico, al mismo tiempo que mejora lentamente la condición de los trabajadores, contribuye a formar rápidamente una capa de privilegiados; e) La burocracia, al explotar los antagonismos sociales, se ha convertido en una casta incontrolada, extraña al socialismo; f) La revolución social, traicionada por el partido gobernante, vive aún en las relaciones de propiedad y en la conciencia de los trabajadores; g) La evolución de las contradicciones acumuladas puede conducir al socialismo o lanzar a la sociedad hacia el capitalismo; h) La contrarrevolución en marcha hacia el capitalismo tendrá que romper la resistencia de los obreros; i) Los obreros, al marchar hacia el socialismo, tendrán que derrocar a la burocracia. El problema será resuelto definitivamente por la lucha de dos fuerzas vivas en el terreno nacional y el internacional.
Naturalmente que los doctrinarios no quedarán satisfechos con una definición tan hipotética. Quisieran fórmulas categóricas; sí y sí, no y no. Los fenómenos sociológicos serían mucho más simples si los fenómenos sociales tuviesen siempre contornos precisos. Pero nada es más peligroso que eliminar, para alcanzar la precisión lógica, los elementos que desde ahora contrarían nuestros esquemas y que mañana pueden refutarlos. En nuestro análisis tememos, ante todo, violentar el dinamismo de una formación social sin precedentes y, que no tiene analogía. El fin científico y político que perseguimos no es dar una definición acabada de un proceso inacabado, sino observar todas las fases del fenómeno y desprender de ellas las tendencias progresistas y, las reaccionarias, revelar su interacción, prever las diversas variantes del desarrollo ulterior y encontrar en esta previsión un punto de apoyo para la acción.
X – La URSS en el espejo de la nueva constitución
EL TRABAJO «SEGÚN LA CAPACIDAD» Y LA PROPIEDAD PERSONAL
El 11 de junio de 1936, el Ejecutivo de los soviets adoptó una nueva Constitución que, si creemos en las palabras de Stalin, repetidas diariamente por toda la prensa, será «la más democrática del mundo». Realmente, la manera como fue elaborada esta Constitución hace nacer algunas dudas. Ni en la prensa ni en las reuniones se dijo nada. El 1 de marzo de 1936, Stalin dijo a un periodista americano, Roy Howard, que «adoptaremos nuestra nueva Constitución al terminar el año». Así es que Stalin sabía de forma precisa cuándo sería adoptada la nueva Constitución que el pueblo aún ignoraba. ¿Cómo no deducir que la Constitución «más democrática del mundo» se elaboró y se impuso de una manera poco democrática? Es cierto que el proyecto se sometió en junio a la apreciación de los pueblos de la URSS. Pero en vano se buscaría en toda la superficie de la sexta parte del globo al comunista que se permitiera criticar la obra del Comité Central, o al sin partido que se aventurara a rechazar la proposición del partido dirigente. De forma que la «discusión» se redujo a enviar mensajes de gratitud a Stalin por la «vida feliz» que concede a las poblaciones… El contenido y estilo de estos mensajes los fijaba la Constitución precedente.
El primer artículo, llamado de la estructura social, termina con las siguientes palabras: «El principio del socialismo, de cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo, se aplica en la URSS». Esta fórmula inconsistente, por no decir vacía de significado, que por inverosímil que parezca pasó de los discursos y de los artículos al cuidadosamente estudiado texto de una ley fundamental, atestigua, más que incapacidad teórica total de los legisladores, lo que hay de mentira en la nueva Constitución, espejo de la casta dirigente. No es difícil adivinar cómo se afirmó el nuevo «principio». Para definir a la sociedad comunista, Marx usó la célebre fórmula: De cada uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades. Las dos proposiciones están indisolublemente ligadas. De cada uno según su capacidad significa, en la interpretación comunista, no capitalista, que el trabajo ha cesado de ser una imposición para transformarse en una necesidad del individuo; que la sociedad ya no tiene que recurrir a coerciones; que sólo los enfermos y los anormales pueden escapar al trabajo. Trabajando según su capacidad, es decir, según sus medios físicos y psíquicos, sin violentarse, los miembros de la comunidad, aprovechándose de una técnica elevada, aprovisionarán suficientemente los almacenes de la sociedad para que cada uno se surta ampliamente «según sus necesidades» sin control humillante. La fórmula del comunismo, bilateral pero indivisible, supone la abundancia, la libertad, el desarrollo de la personalidad y una disciplina muy elevada.
Desde todos estos puntos de vista, la URSS está mucho más cerca del capitalismo atrasado que del comunismo. La Unión Soviética aún no puede dar a cada uno «según sus necesidades», y por la misma causa tampoco puede permitir a los ciudadanos que trabajen «según su capacidad». La Unión se ve obligada a mantener el trabajo a destajo, cuyo principio puede anunciarse con estas palabras: «obtener lo más posible de cada uno, dándole lo menos». Es cierto que en la URSS nadie trabaja más allá de su «capacidad» en el sentido absoluto de la palabra, es decir, por encima de su potencial físico y psíquico. Pero tampoco en el régimen capitalista lo hace. Los métodos más crueles y más refinados de explotación tropiezan con los límites fijados por la Naturaleza. La mula azotada por su conductor también trabaja «según su capacidad», de lo que no vamos a deducir que el látigo es un principio socialista para uso de las mulas. El trabajo asalariado no pierde en el régimen soviético su envilecedor carácter de esclavitud. El salario «según el trabajo» está calculado, en realidad, en interés del trabajo «intelectual», en detrimento del manual y, sobre todo, del trabajo no cualificado. Es una causa de injusticia, de opresión y de coerción para la mayoría, de privilegios y de «buena vida» para la minoría.
En vez de reconocer francamente que estas normas burguesas del trabajo y del reparto predominan en la URSS, los autores de la Constitución, dividiendo en dos el principio comunista, dejan para un porvenir indeterminado la aplicación de la segunda proposición y declaran que la primera está realizada, añadiéndole mecánicamente la norma capitalista del trabajo a destajo y haciendo de todo el «principio del socialismo». ¡Y sobre esta falsificación erigen el edificio de la Constitución!
El artículo 10, que, al contrario de la mayor parte de ellos es bastante claro, tiene por objeto defender la propiedad personal de los ciudadanos en sus artículos de economía doméstica, consumo, confort y uso cotidiano contra los atentados de la burocracia misma, y es, sin duda alguna, de la mayor importancia práctica en la esfera económica. Con la excepción de la «economía doméstica», la propiedad de esta especie despojada de la mentalidad interesada y envidiosa que la llena, no sólo será preservada bajo el comunismo, sino que tendrá un desarrollo sin precedentes. Es dudoso que el hombre altamente civilizado quiera embarazarse con mediocres superfluidades de lujo; pero nunca renunciará a las conquistas del confort. El fin inmediato del comunismo es, justamente, asegurar a todos las comodidades. Pero en la URSS el problema de la propiedad no se presenta, por ahora, en sus aspectos comunistas, sino en los pequeño burgueses. La propiedad personal de los campesinos y de los ciudadanos no notables es objeto de un tratamiento arbitrario e indignante por parte de la burocracia inferior, que con frecuencia se asegura un confort relativo con estos medios. El aumento del bienestar del país permite en estos momentos renunciar al decomiso de bienes personales y conduce, incluso, a alentar la acumulación como un estimulante del rendimiento del trabajo. Al mismo tiempo, no podemos olvidar la ley que protege la isba, la vaca el reducido mobiliario del campesino, del obrero, del empleado y que legaliza la casa particular del burócrata, su villa, su coche y otros «artículos de consumo personal o comodidades» que se ha apropiado gracias al principio socialista: «de cada uno según su capacidad, a cada uno según su trabajo». Y no hay que dudar que el coche del burócrata será mejor defendido por la ley fundamental que la carreta del campesino.
Los reformadores decidieron, después de algunas vacilaciones, dejar al Estado la denominación de soviético. No es más que un grosero subterfugio dictado por razones análogas a las que hicieron que el imperio napoleónico guardara, durante cierto tiempo, la apariencia republicana. Los soviets son esencialmente los órganos del Estado de clase y no pueden ser otra cosa. Los órganos de la administración local son democráticamente elegidos, son municipalidades, dumas, zemstvos, lo que se quiera, pero no soviets. La asamblea legislativa, democráticamente elegida, será un parlamento atrasado o, más exactamente, una caricatura del parlamento, pero no será en ningún caso el órgano supremo de los soviets. Nuevamente los reformadores muestran, al tratar de aprovechar la autoridad histórica de los soviets, que la orientación, nueva en principio, que tratan de dar a la vida del Estado no se atreve a decir su nombre.
Considerada en sí misma, la igualación de los derechos políticos de los obreros y campesinos puede no modificar la naturaleza social del Estado, si la influencia del proletariado en el campo está suficientemente asegurada por la situación general de la economía y por el grado de civilización. El desarrollo del socialismo debe ir en ese sentido. Pero si el proletariado, que sigue siendo una minoría del pueblo, cesa realmente de tener necesidad de una supremacía política para garantizar el camino hacia el socialismo, es porque la necesidad misma de una coerción deja de hacerse sentir, cediendo su lugar a la disciplina de la cultura. La abolición de la desigualdad electoral debería estar precedida por una atenuación evidente de las funciones coercitivas del Estado. Sin embargo, la nueva Constitución no dice palabra sobre esto ni, lo que es más importante, en la vida misma.
La nueva carta «garantiza» a los ciudadanos «las libertades» de expresión, de prensa, de reunión, de manifestación callejera. Pero cada una de estas garantías reviste la forma de una sólida mordaza o de cadenas y esposas. La libertad de prensa significa el mantenimiento de una censura previa implacable, cuyos hilos se concentran en el secretariado del Comité Central, que no ha sido elegido por nadie. La libertad de imprimir letanías bizantinas al Jefe está, naturalmente, «garantizada» en toda su integridad. En cambio, gran número de artículos y de cartas de Lenin, incluyendo su «testamento», quedan bajo llave, pues en ellos se trata a los jefes actuales con cierta severidad. Si este es el caso de Lenin, es innecesario hablar de otros autores… El mando grosero e ignorante instituido en las ciencias, en la literatura y en el arte es mantenido. La «libertad de reunión» significará, como antiguamente, la libertad para ciertos grupos de asistir a las reuniones convocadas por las autoridades para tomar resoluciones decididas de antemano. Bajo la nueva Constitución, como bajo la antigua, centenares de comunistas extranjeros que se fiaron del «derecho de asilo» permanecerán en las prisiones y en los campos de concentración por haber pecado contra el dogma de la infabilidad. Nada cambia en lo que se refiere a las libertades. La prensa soviética ni siquiera trata de engañarnos a este respecto. Al contrario, proclama que la reforma constitucional tiene por principal objeto «la consolidación ulterior de la dictadura». ¿La dictadura de quién y sobre quién?
Como ya hemos oído, la liquidación de los antagonismos de clase ha preparado la igualdad política. No se trata de una dictadura de clase, sino de una dictadura «popular». Pero cuando el pueblo emancipado de los antagonismos de clase se transforma en el sostenedor de la dictadura, esto sólo puede significar la reabsorción de la dictadura en la sociedad socialista y, sobre todo, la liquidación de la burocracia. Tal es la doctrina marxista. ¿Tal vez ha sido malinterpretada? Pero los autores mismos de la Constitución invocan, es cierto que con gran prudencia, el programa del partido redactado por Lenin. Allí puede leerse: «(…) La privación de los derechos políticos y las restricciones, cualesquiera que sean, hechas a la libertad, sólo se imponen a título de medidas provisionales. (…) A medida que desaparezca la posibilidad objetiva de la explotación del hombre por el hombre, desaparecerá la necesidad que impone estas medidas provisionales (…)». Las medidas de «privación de derechos» son inseparables, pues, de las «restricciones», cualesquiera que sean, de la libertad. El advenimiento de la sociedad socialista se caracteriza no sólo por el hecho de que los campesinos se igualan con los trabajadores, y que los derechos políticos son concedidos de nuevo al pequeño porcentaje de ciudadanos de origen burgués, sino sobre todo por el hecho de que se establece la auténtica libertad para el 100% de la población. Con la liquidación de las clases desaparecen la burocracia, la dictadura y también el Estado. ¡Pero tratad de hacer una alusión semejante en la URSS! La GPU encontrará en la nueva Constitución medios para enviaros a uno de sus numerosos campos de concentración. Las clases han sido suprimidas, de los soviets no queda más que el nombre, pero la burocracia subsiste. La igualdad de derechos del obrero y del campesino no es más que su igual privación de todo derecho ante la burocracia.
No es menos significativa la Introducción del voto secreto. Si admitimos que la igualdad política responde a la igualdad social, habría que preguntarse por qué el voto aún tienen que resguardarse con el secreto. ¿Qué teme la población del país soviético y contra quién hay que defenderla? La antigua Constitución soviética veía en el voto público, así como en la privación del derecho al voto, armas de la clase revolucionaria contra sus enemigos burgueses y pequeño burgueses. No podemos dar por bueno que ahora el voto secreto sea introducido en beneficio de una minoría contrarrevolucionaria. Se trata, evidentemente, de defender los derechos del pueblo. ¿,Pero qué puede temer el pueblo socialista después de haber derrocado al zar, a la nobleza y a la burguesía? Los sicofantes ni siquiera se plantean el problema, que es, sin embargo, más edificante que las obras de los Barbusse, de los Louis Fisher, de los Duranty, de los Webb y tutti cuanti.
En la sociedad capitalista el voto secreto tiene por objeto sustraer a los explotados de la intimidación de los explotadores. Si la burguesía terminó por concederlo, ante la presión de las masas, fue porque estaba interesada en proteger un poco su Estado de la desmoralización que ella misma le inculcaba. Pero parece que en la sociedad socialista no puede haber intimidación de los explotadores. ¿Entonces contra quién hay que defender a los ciudadanos soviéticos? Naturalmente que contra la burocracia; Stalin lo confiesa con bastante franqueza. Al ser interrogado: «¿Por qué se necesita el voto secreto?», responde literalmente: «Porque nosotros queremos dar a los ciudadanos soviéticos la libertad de votar por aquellos a quienes deseen elegir». Así sabe el mundo, por fuente autorizada, que los ciudadanos soviéticos aún no pueden votar según sus deseos. Sería un error deducir que la Constitución de mañana les asegurará esta posibilidad. Pero lo que nos interesa en estos momentos es otro aspecto del problema. ¿Quiénes son esos nosotros que pueden conceder o negar al pueblo la libertad de voto? La burocracia, en cuyo nombre habla y obra Stalin. Sus revelaciones se refieren al partido dirigente y al Estado, puesto que él mismo ocupa el puesto de secretario general gracias a un sistema que no permite a los miembros del partido dirigente elegir a quien les plazca. Las palabras: «Nosotros queremos dar a los ciudadanos soviéticos la libertad de votar» son infinitamente más importantes que las constituciones soviéticas antiguas y nuevas, pues su imprudencia hace adivinar cuál es la Constitución efectiva de la URSS tal como existe, no en el papel sino en la lucha de las fuerzas sociales.
Al entrevistador americano que le pregunta cuál será el papel del partido bajo el régimen de la nueva Constitución, Stalin responde: «Desde el momento en que ya no hay clases, que los límites se borran entre las clases (‘ya no hay’, y sin embargo ‘los límites se borran entre clases inexistentes’ -L.T.), subsiste cierta diferencia superficial entre las diversas capas de la sociedad socialista, pero no podría ser un terreno que alimente las rivalidades de partidos. Donde no hay varias clases, no puede haber varios partidos, pues un partido es una parte de una clase». Tantos errores como palabras, y a veces más. Como si las clases fueran homogéneas. Como si sus fronteras estuvieran netamente determinadas de una vez por todas. Como si la conciencia de una clase correspondiera exactamente a su lugar en la sociedad. El análisis marxista de la naturaleza de clase del partido se convierte así en una caricatura. El dinamismo de la conciencia social está excluido de la historia, en interés del orden administrativo. En realidad, las clases son heterogéneas, desgarradas por antagonismos interiores, y sólo llegan a sus fines comunes por la lucha de las tendencias, de los grupos y de los partidos. Se puede conceder con algunas reservas que un «partido es parte de una clase». Pero como una clase está compuesta de numerosas capas -unas miran hacia adelante y otras hacia atrás-, una misma clase puede formar varios partidos. Por la misma razón, un partido puede apoyarse sobre capas de diversas clases. No se encontrará en toda la historia política un solo partido representante de una clase única, a menos que se consienta en tomar por realidad una ficción policíaca.
El proletariado es la clase menos heterogéneo de la sociedad capitalista. La existencia de las capas sociales, como la aristocracia obrera y la burocracia, basta sin embargo para explicarnos la de los partidos oportunistas que se transforman, por el curso natural de las cosas, en uno de los medios de la dominación burguesa. Que la diferencia entre la aristocracia obrera y la masa proletaria sea, desde el punto de vista de la sociología estaliniana, «radical» o «superficial», importa poco. En todo caso, de esa diferencia nació, en su época, la necesidad de romper con la socialdemocracia y de fundar la III Internacional.
Incluso si en la sociedad soviética «no hay clases» es, no obstante, al menos incomparablemente más heterogéneo y compleja que el proletariado de los países capitalistas y puede, en consecuencia, ofrecer un terreno propicio para la formación de varios partidos. Al aventurarse imprudentemente en el terreno de la teoría, Stalin demuestra, una vez más, lo que no hubiera deseado. Su razonamiento no establece que no puede haber partidos diferentes en la URSS, sino que no puede haber partidos; pues en donde no hay clases, en general la política no tiene nada que hacer. Pero Stalin hace una excepción «sociológica» a esta ley, en favor del partido, del que es secretario general.
Bujarin trata de abordar el problema desde otro ángulo. El problema de los caminos a seguir, hacia el capitalismo o hacia el socialismo, no se discute en la URSS; por tanto, «los partidarios de las clases enemigas o liquidadas no pueden ser autorizados a formar partidos». Sin insistir en que, en el país del socialismo victorioso los partidarios del capitalismo debían parecer ridículos Don Quijotes incapaces de formar un partido, los desacuerdos políticos existentes distan de quedar abarcados en la alternativa: hacia el socialismo o hacia el capitalismo. Hay otras: ¿cómo avanzar hacia el socialismo? ¿con qué ritmo?. La elección del camino no es menos decisiva que la de la meta. ¿Pero quién escogerá los caminos? Si no hay nada que pueda alimentar a los partidos, no es necesario prohibirlos. Por el contrario, es necesario, aplicando el programa bolchevique, suprimir «todas las trabas, cualesquiera que sean, a la libertad».
Stalin, al tratar de disipar las muy naturales dudas de su interlocutor americano, emite una nueva consideración: «Las listas electorales serán presentadas al mismo tiempo por el partido comunista y por diversas organizaciones políticas, de las que tenemos centenares». «Cada capa [de la sociedad soviética] puede tener sus intereses especiales y reflejarlos (¿expresarlos?) a través de las numerosas organizaciones sociales». Este sofisma no vale más que los otros. Las organizaciones «sociales» soviéticas -sindicatos, cooperativas, sociedades culturales- no representan los intereses de «capas sociales», pues todas tienen la misma estructura jerárquica. Aun cuando en apariencia sean organizaciones de masas, como los sindicatos y las cooperativas, los medios dirigentes privilegiados desempeñan en ellas un papel activo y la última palabra siempre la dice el «partido», es decir, la burocracia. La Constitución no hace más que mandar al elector de Poncio a Pilatos.
Este mecanismo está expresado muy fielmente en el texto de la ley fundamental. El artículo 126, eje de la Constitución, en el sentido político, «asegura a los ciudadanos el derecho» de agruparse en organizaciones sociales: sindicatos, cooperativas, asociaciones juveniles, deportivas y de defensa nacional, culturales, técnicas y científicas. En cuanto a pertenecer al partido que concentra el poder en sus manos, no es un derecho, sino un privilegio de la minoría. «Los ciudadanos más activos y más conscientes (es decir, los que están reconocidos como tales por las autoridades -L.T.) de la clase obrera y de las otras capas de trabajadores, se unen en el partido comunista que constituye el núcleo dirigente de todas las organizaciones de trabajadores tanto sociales como del Estado». Esta fórmula, de una franqueza asombrosa, introducida en el texto mismo de la Constitución, reduce a la nada la ficción del papel político de las «organizaciones sociales», esas sucursales de la firma burocrática.
¿Pero si no hay luchas de partido, probablemente las diversas fracciones del único partido existente podrán manifestarse en las elecciones democráticas? A un periodista francés que le interrogaba sobre los grupos en el seno de¡ partido gobernante, Mólotov respondió: «Se han tratado de formar fracciones en el partido (…), pero hace varios años que la situación se ha modificado radicalmente a este respecto, y que el partido comunista está realmente unido». Nada lo demuestra mejor que las depuraciones incesantes y los campos de concentración. El mecanismo democrático es perfectamente claro, según los comentarios de Mólotov. «¿Qué queda de la Revolución de Octubre -pregunta Víctor Serge-, si todo obrero que se permite una reivindicación o una apreciación crítica está condenado a la prisión? ¡Después de eso se puede establecer cualquier voto secreto!» En efecto; el mismo Hitler no ha renunciado al voto secreto.
Los razonamientos teóricos de los reformadores a propósito de las relaciones de las clases y del partido se sostienen por los pelos. La sociología no entra en el asunto; se trata de intereses materiales. El partido gobernante de la URSS es la máquina política de una burocracia que ejerce un monopolio, que tiene algo que perder, pero que va no tiene nada que conquistar. El «terreno propicio» quiere conservarlo para ella sola.
En un país en donde la lava de la revolución aún no se ha enfriado, los privilegios queman a quienes los poseen como un reloj de oro robado a un ladrón aficionado. Los medios dirigentes soviéticos han aprendido a temer a las masas con un miedo perfectamente burgués. Stalin justifica «teóricamente» los privilegios crecientes de las capas dirigentes con la ayuda de la Internacional Comunista, y defiende a la aristocracia soviética con la ayuda de los campos de concentración. Para que el sistema siga funcionando, Stalin se ve obligado de vez en cuando a ponerse del lado del «pueblo» contra la burocracia, con el consentimiento tácito de ésta, claro está. Encuentra útil recurrir al voto secreto para limpiar un poco el aparato del Estado de tina voraz corrupción.
Ya en 1928, Rakovski escribía a propósito de historias de gángsters ocurridas en el seno de la burocracia y reveladas al gran público: «Lo más característico en esta ola de escándalo, y lo más peligroso es la pasividad de las masas, de las masas comunistas más, que de las masas sin partido… Por temor al poder o por indiferencia Política, no han protestado, se han limitado a murmurar». Durante los ochos años transcurridos después, la situación ha empeorado gravemente. La corrupción del aparato, que se manifiesta a cada paso, ha empezado a amenazar la existencia misma del Estado, no ya como instrumento de la transformación socialista de la sociedad, sino como fuente de poder, de ingresos y de privilegios de los dirigentes. Stalin ha tenido que dejar entrever este motivo de la reforma: «Muchas de nuestras instituciones, dijo a Howard, funcionan mal». Notable confesión: después de que la burocracia ha creado con sus propias manos la sociedad socialista, experimenta la necesidad de un… látigo. Y ese es el móvil de la reforma constitucional. Hay, además, otro no menos importante.
Al liquidar a los soviets, la nueva Constitución disuelve a la clase obrera en la masa de la población. Los soviets, es cierto, han perdido desde hace largo tiempo todo significado político. Pero el crecimiento de los antagonismos sociales y el despertar de la nueva generación hubiesen podido reanimarlos. Hay que temer sobre todo a los soviets de las ciudades en cuya actividad toman parte los jóvenes, y, especialmente, jóvenes comunistas exigentes. El contraste entre la miseria y el lujo es demasiado notable en las ciudades. La primera preocupación de la aristocracia soviética fue desembarazarse de los soviets de obreros y de soldados rojos. Es más fácil hacerle frente al descontento disperso del campo. Incluso se puede, con cierto éxito, utilizar a los campesinos de los koljoses contra los obreros de las ciudades. No es la primera vez que la reacción burocrática se apoya en el campo en su lucha contra la ciudad.
Lo que la nueva Constitución tiene de importancia, en principio, lo que en realidad la coloca por encima de las constituciones más democráticas de los países burgueses, es la transcripción prolija de los documentos esenciales de la Revolución de Octubre. La apreciación de las conquistas económicas que se encuentra en ella, deforma la realidad a través del prisma de la mentira y de la charlatanería. Todo lo que se refiere a las libertades y a la democracia, no es más que usurpación y cinismo.
Representando como lo hacen, un inmenso paso atrás desde principios socialistas a principios burgueses, la nueva Constitución, cortada y cosida a la medida del grupo dirigente, sigue el mismo curso histórico que el abandono de la revolución mundial en favor de la Sociedad de Naciones, la restauración de la familia burguesa, la sustitución de la milicia por el ejército permanente, la resurrección de los rangos y condecoraciones, y el crecimiento de la desigualdad. Reforzando jurídicamente el absolutismo de una burocracia «fuera de las clases», la nueva Constitución crea las premisas políticas para el nacimiento de una nueva clase poseedora.
XI – ¿A dónde va la URSS?
EL BONAPARTISMO, RÉGIMEN DE CRISIS
El problema que en su debido tiempo planteamos ante el lector: ¿Cómo es posible que el grupo dirigente, a pesar de sus innumerables errores, haya podido adquirir un poder ilimitado?, o, en otras palabras, ¿cómo explicar el contraste entre la mediocridad ideológica de los termidorianos y su poderío material?, permite, ahora, que le demos una respuesta más concreta y categórica. La sociedad soviética no es armoniosa. Lo que es pecado para una clase o capa social, es virtud para la otra. Si, desde el punto de vista de las formas socialistas de la sociedad, la política de la burocracia asombra por sus contradicciones y sus discordancias, aparece muy consecuente desde el punto de vista de la consolidación de los nuevos dirigentes.
El apoyo del Estado al kulak (1923-1928) implicaba un peligro mortal para el porvenir del socialismo. En revancha, la burocracia, ayudada por la pequeña burguesía, logró maniatar a la vanguardia proletaria y aplastar la oposición bolchevique. Lo que era un «error» desde el punto de vista socialista, era un claro beneficio desde el punto de vista de los intereses de la burocracia. Pero, cuando el kulak empezó a amenazar directamente a la propia burocracia, ésta volvió sus armas contra el kulak. El pánico de la agresión contra los kulaks, extendida también a los campesinos medios, no costó menos cara al país que una invasión extranjera. Pero la burocracia defendía sus posiciones. Una vez derrotado el aliado de ayer, se dedicó a formar con toda energía una nueva aristocracia. ¿Sabotaje del socialismo? Evidentemente; pero también consolidación de la casta gobernante. La burocracia se parece a todas las castas dirigentes en que está dispuesta a cerrar los ojos ante los errores más burdos de sus jefes en la política general, si, a cambio, le son absolutamente fieles en la defensa de sus privilegios. Cuanto más inquietos están los nuevos amos, más aprecian la represión sin piedad de la menor amenaza a sus recién adquiridos derechos. Esto es lo que una casta de advenedizos toma en cuenta para elegir a sus jefes. Y ese es el secreto del éxito de Stalin.
Pero el poderío y la independencia de la burocracia no pueden crecer indefinidamente. Hay factores históricos más fuertes que los mariscales, y aun que los secretarios generales. Una racionalización de la economía no se concibe sin una contabilidad precisa; y ésta es incompatible con los caprichos burocráticos. La preocupación por la restauración de un rublo estable, es decir, independiente de los «jefes», se la inspira a la burocracia la contradicción cada vez más acentuada entre el poder absoluto de la misma y el desarrollo de las fuerzas productivas del país. Del mismo modo, la monarquía absoluta llegó a ser incompatible con el desarrollo del mercado burgués. El cálculo monetario tiene que dar una forma más abierta a la lucha de las diversas capas de la población por el reparto de la renta nacional. La cuestión de la escala salarial, casi algo indiferente durante la época del sistema de las cartillas de racionamiento, es ahora decisiva para los trabajadores, y con ella la cuestión de los sindicatos. La designación de los funcionarios sindicales, hecha desde arriba, tropezará con una resistencia cada vez más tenaz. En fin, el trabajo a destajo hace que el obrero se interese por la buena dirección de las fábricas. Los estajanovistas se quejan cada vez más de los defectos de la organización y de la producción. El nepotismo burocrático en la designación de los directores, de los ingenieros y del personal industrial en general, se hace cada vez menos tolerable. Las cooperativas y el comercio estatal están dependiendo mucho más que antes del consumidor. Los koljoses y sus miembros aprenden a traducir sus relaciones con el Estado en el idioma de las cifras y no siempre sufrirán que se les designe administradores cuyo único mérito es, con frecuencia, convenir a los burócratas locales. El rublo promete llevar la luz al dominio más secreto: el de los ingresos lícitos e ilícitos de la burocracia. Así la circulación monetaria, en un país políticamente ahogado, se convierte en una importante palanca de la movilización de las fuerzas de oposición, y anuncia el principio del fin del absolutismo «ilustrado».
Mientras que el crecimiento de la industria y la entrada de la agricultura en la esfera del plan complican extremadamente la tarea de la dirección al poner en primer plano el problema de la calidad, la burocracia mata la iniciativa creadora y el sentimiento de responsabilidad, sin los cuales no hay, y no puede haber, progreso cualitativo. Las llagas del sistema son, probablemente, menos visibles en la industria pesada, pero la roen al mismo tiempo que a las cooperativas, a la industria ligera y alimenticia, a los koljoses, a las industrias locales, es decir, a todas las ramas de la producción próximas al consumidor.
El papel progresista de la burocracia soviética coincide con el periodo dedicado a introducir en la Unión Soviética los elementos más importantes de la técnica capitalista. El trabajo de imitación, de injerto, de transferencia, de aclimataciones, se ha hecho en el terreno preparado por la revolución. Hasta ahora, no se ha tratado de innovar en el dominio de las ciencias, de la técnica o del arte. Se pueden construir fábricas gigantes según modelos importados del extranjero por mandato burocrático, y pagándolas, es cierto, al triple de su precio. Ahora bien, cuanto más lejos se vaya, más se tropezará con el problema de la calidad, que escapa a la burocracia como una sombra. Parece que la producción está marcada con el sello gris de la indiferencia. En la economía nacionalizada, la calidad supone la democracia de los productores y de los consumidores, la libertad de crítica y de iniciativa, cosas incompatibles con el régimen totalitario del miedo, de la mentira y de la adulación.
Tras el problema de la calidad se plantean otros, más grandiosos y complejos, que se pueden abarcar bajo la rúbrica de la acción creadora técnica, cultural e independiente. Un filósofo antiguo sostuvo que la discusión era la madre de todas las cosas. En donde el choque de las ideas es imposible, no pueden crearse nuevos valores. La dictadura revolucionaria, lo admitimos, constituye en sí misma una severa limitación a la libertad. Justamente por eso, las épocas revolucionarias jamás han sido propicias a la creación cultural para la que preparan el terreno. La dictadura del proletariado abre al genio humano un horizonte tanto más vasto cuanto más deje de ser una dictadura. La civilización socialista no se desarrollará más que con la agonía del Estado. En esta simple e inflexible ley histórica se contiene la condena de muerte del actual régimen político de la URSS. La democracia soviética no es una reivindicación política abstracta o moral. Ha llegado a ser un asunto de vida o muerte para el país.
Si el nuevo Estado no tuviera otros intereses que los de la sociedad, la agonía de sus funciones de coerción sería gradual e indolora. Pero el Estado no es un espíritu puro. Las funciones específicas se han creado sus órganos. La burocracia, considerada en su conjunto, se preocupa menos de la función que del tributo que ésta le proporciona. La casta gobernante trata de perpetuar y de fortalecer los órganos de coerción; no respeta nada ni a nadie para mantenerse en el poder y conservar sus ingresos. Cuanto más adverso le es el curso de las cosas, más implacable es con los elementos avanzados de la población. Como la Iglesia Católica, la burocracia ha formulado su dogma de infalibilidad después de que comenzó su decadencia, pero enseguida lo ha colocado a una altura en la que el Papa no puede soñar.
La divinización cada vez más imprudente de Stalin es, a pesar de lo que tiene de caricaturesco, necesaria para el régimen. La burocracia necesita un árbitro supremo inviolable, primer cónsul a falta de emperador, y eleva sobre sus hombros al hombre que responde mejor a sus pretensiones de dominación. La «firmeza» del jefe, tan admirada por los diletantes literarios de Occidente, no es más que la resultante de la presión colectiva de una casta dispuesta a todo para defenderse. Cada funcionario profesa que «el Estado es él». Cada sitio se refleja fácilmente en Stalin. Stalin descubre en cada uno el soplo de su espíritu. Stalin es la personificación de la burocracia. Esa es la sustancia de su personalidad política.
El cesarismo o su forma burguesa, el bonapartismo, entra en escena en la historia cuando la áspera lucha de dos adversarios parece elevar el poder sobre la nación, y asegura a los gobernantes una independencia aparente con relación a las clases; cuando en realidad no les deja más que la libertad que necesitan para defender a los privilegiados. Elevándose sobre una sociedad políticamente atomizada, apoyado sobre la policía y el cuerpo de oficiales, sin tolerar ningún control, el régimen estalinista constituye una variedad manifiesta del bonapartismo, de un tipo nuevo, sin semejanza hasta ahora. El cesarismo nació en una sociedad fundada sobre la esclavitud y transtornada por las luchas intestinas. El bonapartismo fue uno de los instrumentos del régimen capitalista en sus periodos críticos. El estalinismo es una de sus variedades, pero sobre las bases del Estado obrero, desgarrado por el antagonismo entre la burocracia soviética organizada y armada y las masas trabajadoras desarmadas.
Como la historia atestigua, el bonapartismo se acomoda muy bien con el sufragio universal y aun con el voto secreto. El plebiscito es uno de sus atributos democráticos. Los ciudadanos son invitados de vez en cuando a pronunciarse por o contra el jefe; y los votantes sienten en las sienes el ligero frío de un cañón de revólver. Desde Napoleón III, que hoy parece un dilentante provinciano, la técnica plebiscitaria ha alcanzado un desarrollo extraordinario. La nueva Constitución soviética, al instituir un bonapartismo plebiscitario, es la coronación del sistema.
El bonapartismo soviético se debe, en última instancia, al retraso de la revolución mundial. La misma causa ha engendrado el fascismo en los países capitalistas. Llegamos a una conclusión a primera vista inesperada, pero en realidad irreprochable; que el estrangulamiento de la democracia soviética por la burocracia todopoderosa y las derrotas infligidas a la democracia en otros países, se deben a la lentitud con que el proletariado mundial cumple la misión que le ha asignado la historia. A pesar de la profunda diferencia de sus bases sociales, el estalinismo y el fascismo son fenómenos simétricos; en muchos de sus rasgos tienen una semejanza asombrosa. Un movimiento revolucionario victorioso, en Europa, quebrantaría al fascismo y al bonapartismo soviético. La burocracia estalinista tiene razón, desde su punto de vista, cuando vuelve la espalda a la revolución internacional; obedece, al hacerlo, al instinto de conservación.
Durante los diez primeros años de su lucha, la Oposición de Izquierda no abandonó el programa de conquista ideológica del partido por el de la conquista del poder contra el partido. Su consigna era: «Reforma, no revolución». Sin embargo, la burocracia estaba dispuesta, desde entonces, a cualquier golpe de Estado para defenderse contra una reforma democrática. Cuando en 1927 el conflicto se hizo más agudo, Stalin, volviéndose hacia la Oposición en el Comité Central, exclamó: «Estos cuadros sólo pueden ser eliminados por medio de la guerra civil». Las derrotas del proletariado europeo han hecho de esta amenaza una realidad histórica. El camino de la reforma se ha transformado en el de la revolución.
Las incesantes depuraciones del partido y de las organizaciones soviéticas tienen por objeto evitar que el descontento de las masas encuentre una expresión política coherente. Pero las represiones no matan el pensamiento, no hacen más que sumergirlo. Comunistas y sin partido tienen dos convicciones: la oficial y la secreta. La delación y la inquisición devoran a la sociedad. La burocracia califica invariablemente a sus adversarios como enemigos del socialismo. Usando fraudes judiciales, a tal grado que este hábito ha entrado en las costumbres corrientes, les imputa los peores crímenes. Arranca a los acusados, bajo amenaza de muerte, confesiones que ella misma les dicta y de las que se sirve enseguida para acusar a los más firmes.
Pravda, comentando la Constitución «más democrática del mundo», escribía el 5 de junio de 1936 que «sería imperdonablemente torpe» creer que, a pesar de la liquidación de las clases, «las fuerzas de las clases hostiles al socialismo se hayan resignado a su derrota (…). La lucha continúa». ¿Cuáles son estas «fuerzas hostiles»? Helas aquí: «Los restos de los grupos contrarrevolucionarios, de los guardias blancos de toda jaez y, sobre todo, de la variedad trotskista-zinovievista…». Después de la inevitable mención del «espionaje y de la acción terrorista y destructiva» (de los trotskistas y de los zinovievistas), el órgano de Stalin promete: «Continuaremos anonadando con mano firme a los enemigos del pueblo, los reptiles y los demonios trotskistas, cualquiera que sea su hábil disfraz». Estas amenazas, repetidas diariamente por la prensa, no hacen más que acompañar el trabajo de la GPU.
Un tal Petrov, miembro del partido desde 1918, combatiente de la guerra civil, agrónomo soviético posteriormente y opositor de derecha, se evadió en 1936 de la deportación y al llegar al extranjero, en un periódico de la emigración liberal, escribió sobre los trotskistas lo que sigue: «¿Elementos de izquierda? Psicológicamente son los últimos revolucionarios. Auténticos, ardientes. Nada de compromisos. Hombres admirables. Ideas idiotas como (…) el incendio del mundo y ese género de visiones…». Dejemos el asunto de las «ideas». El juicio moral que de los elementos de izquierda hacen sus adversarios de derecha, es de una elocuencia espontánea. Justamente a estos «últimos revolucionarios, auténticos y ardientes», los generales y los coroneles de la GPU acusan de contrarrevolucionarios en interés del imperialismo.
La histeria burocrática, rencorosamente azuzada contra la oposición bolchevique, adquiere un significado político clarísimo ante la derogación de las restricciones dictadas contra las personas de origen burgués. Los decretos conciliadores que les facilitan el acceso a los empleos y a los estudios superiores, proceden de la idea de que la resistencia de las antiguas clases dominantes cesa en la medida en la estabilidad del nuevo orden es más evidente. «Estas restricciones se han vuelto superfluas», explicaba Mólotov en la sesión del Ejecutivo de enero de 1936. En el mismo momento se descubre que los peores «enemigos de clase» se reclutan entre los hombres que han combatido toda su vida por el socialismo, comenzando por los colaboradores más cercanos de Lenin, como Zinóviev y Kámenev. A diferencia de la burguesía, los «trotskistas», si creemos a Pravda, se sienten tanto más «exasperados» cuanto más luminosamente se «dibujan los contornos de la sociedad sin clases». Esta filosofía delirante, nacida de la necesidad de justificar nuevas situaciones por medio de fórmulas viejas, no puede, por supuesto, disimular el desplazamiento real de los antagonismos sociales. Por una parte, la creación de «notables» abre las puertas a los retoños más ambiciosos de la burguesía, pues nada se arriesga al concederles la igualdad de derechos. Por otra, el mismo hecho provoca el descontento agudo y peligrosísimo de las masas y, principalmente, de la juventud obrera. Así se explica la campana contra «los reptiles y los demonios trotskistas».
La espada de la dictadura, que hería antaño a los partidarios de la restauración burguesa, se abate ahora sobre los que se rebelan contra la burocracia. Hiere a la vanguardia del proletariado y no a los enemigos de clase del mismo. Correspondiendo con ese cambio básico en sus funciones, la policía política, formada antes por los bolcheviques más celosos y dispuestos al sacrificio, está ahora compuesta por la parte más desmoralizada de la burocracia.
Para proscribir a los revolucionarios, los termidorianos ponen todo el odio que les inspiran los hombres que les recuerdan el pasado y que les hacen temer el porvenir. Los bolcheviques más firmes y más fieles, la flor del partido, son enviados a las prisiones, a los rincones perdidos de Siberia y de Asia Central, a los numerosos campos de concentración. En las prisiones mismas y en los sitios de deportación, los opositores siguen siendo víctimas de los registros, del bloqueo postal, del hambre. Las mujeres son arrancadas de sus maridos, con el objeto de quebrantar a ambos y obligarlos a abjurar. Por lo demás, la abjuración no los salva; a la primera sospecha o a la primera renuncia, el arrepentido es doblemente castigado. El auxilio proporcionado a los deportados, aun por sus propios parientes, es considerado como un crimen. La ayuda mutua, como un complot. En estas condiciones, la huelga de hambre es el único medio de defensa que les queda a los perseguidos. La GPU responde a ella con la alimentación forzada, a menos que deje a sus prisioneros la libertad de morir. Centenares de revolucionarios rusos y extranjeros han sido impulsados, durante los últimos años, a huelgas de hambre mortales, se les ha fusilado o llevado al suicidio. En doce años, el Gobierno ha anunciado varias veces la extirpación definitiva de la oposición. Pero durante la «depuración» de los últimos meses de 1935 y del primer semestre de 1936, centenares de millares de comunistas han sido excluidos nuevamente del partido, entre los que se cuentan varias decenas de millares de «trotskistas». Los más activos han sido arrestados inmediatamente, encarcelados o enviados a los campos de concentración. En cuanto a los otros, Stalin ordenó a las autoridades locales, por medio de Pravda, que no se les diera trabajo. En un país donde el Estado es el único patrón, una medida de este género equivale a una sentencia a morir de hambre. El antiguo principio «quien no trabaja no come», es reemplazado por este otro: «Quien no se somete no come». No sabremos cuántos bolcheviques han sido excluidos, arrestados, deportados y exterminados a partir de 1923 -año en que se abre la era del bonapartismo-, hasta el día en que se abran los archivos de la policía política de Stalin. No sabremos cuántos permanecen en la ilegalidad hasta el día en que comience el derrumbe del régimen burocrático.
¿Qué importancia pueden tener veinte o treinta mil opositores en un partido de dos millones de miembros? La simple confrontación de las cifras no dice nada en este caso. Con una atmósfera sobrecargada, basta una decena de revolucionarios en un regimiento para hacerlo pasar al lado del pueblo. No sin razón los estados mayores sienten un miedo cerval hacia los pequeños grupos clandestinos y aun hacia los militantes aislados. Este miedo que hace temblar a la burocracia estalinista, explica la crueldad de sus proscripciones y la depravación de sus calumnias.
Victor Serge, que ha pasado en la URSS por todas las etapas de la represión, trajo a Occidente su terrible mensaje de los que son torturados por su fidelidad a la revolución y la resistencia a sus sepultureros. Escribe: «No exagero nada, peso mis palabras, puedo apoyar cada una de ellas con pruebas trágicas y nombres (…)».
«Entre esta masa de víctimas y de protestantes, silenciosos la mayor parte, siento próxima a mí, sobre todo, a una heroica minoría preciosa por su energía, por su clarividencia, por su estoicismo, por su fidelidad al bolchevismo de la gran época. Son algunos millares de comunistas, compañeros de Lenin y de Trotsky, constructores de las repúblicas soviéticas cuando existían los soviets, los que invocan, contra la decadencia interior del régimen, los principios del socialismo; que defienden como pueden (sólo pueden admitiendo todos los sacrificios) los derechos de la clase obrera (…)».
«Los encarcelados allá se sostendrán hasta que sea necesario, aunque no puedan ver la nueva aurora de la revolución. Los revolucionarios de Occidente pueden contar con ellos: la llama será mantenida, aunque sea en las prisiones. Ellos también cuentan con vosotros. Debéis defenderlos, todos debemos defenderlos, para defender a la democracia obrera del mundo, para restituir a la dictadura del proletariado su rostro liberador, para devolver a la URSS, un día, su grandeza moral y la confianza de los trabajadores
Los «jefes» inamovibles repiten que es necesario «aprender», «asimilar la técnica», «cultivarse» y otras cosas más. Pero los amos mismos, son ignorantes, poco cultivados, no aprenden nada seriamente, siguen siendo groseros y desleales. Su pretensión a la tutela total de la sociedad, así se trate de mandar a los gerentes de cooperativas o a los compositores de música, se hace intolerable. La población no podrá alcanzar una cultura más elevada si no sacude su humillante sujeción a esta casta de usurpadores.
¿Devorará el burócrata al Estado obrero, o la clase obrera lo limpiará de burócratas?» De esta disyuntiva depende la suerte de la URSS. La inmensa mayoría de los obreros ya es hostil a la burocracia; las masas campesinas le profesan un vigoroso odio plebeyo. Si en contraste con los campesinos, los obreros casi nunca salen a la lucha abierta, condenando así las protestas de los pueblos a la confusión a la impotencia, esto no solamente se debe a la represión. Los trabajadores temen, si derrocan a la burocracia, abrir el camino a la restauración capitalista. Las relaciones recíprocas entre el Estado y la clase obrera son mucho más complejas de lo que se imaginan los «demócratas» vulgares. Sin economía planificada, la URSS retrocederá décadas. Al mantener esta economía, la burocracia continúa desempeñando una función necesaria. Pero lo hace de tal manera, que prepara una explosión de todo el sistema que puede barrer completamente los resultados de la revolución. Los obreros son realistas. Sin hacerse ilusiones sobre la casta dirigente, y menos sobre las capas de esta casta a las que conocen un poco de cerca, la consideran, por el momento, como la guardiana de una parte de sus propias conquistas. No dejarán de expulsar a la guardiana deshonesta, insolente y sospechosa, tan pronto como vean otra posibilidad. Para esto, es necesario que estalle una revolución en Occidente o en Oriente.
La supresión de toda lucha política visible es presentada por los agentes y los amigos del Kremlin como una «estabilización» del régimen. En realidad, no significa más que una estabilización momentánea de la burocracia. La joven generación, sobre todo, sufre con el yugo del «absolutismo ilustrado», mucho más absoluto que ilustrado… La vigilancia cada vez más temible que ejerce la burocracia ante toda chispa de pensamiento, así como la insoportable adulación del «jefe» providencial, demuestran el divorcio entre el Estado y la sociedad, así como la agravación de las contradicciones interiores, que al hacer presión sobre las paredes del Estado buscan una salida, e inevitablemente la encontrarán.
Los atentados cometidos en contra de los representantes del poder tienen con frecuencia una gran importancia sintomática que permite juzgar la situación de un país. El más sonado fue el asesinato de Kirov, dictador hábil y sin escrúpulos de Leningrado, personalidad típica de su corporación. Los actos terroristas son incapaces por sí mismos, de derribar a la oligarquía burocrática. El burócrata considerado individualmente, puede temer al revólver; el conjunto de la burocracia explota con éxito el terrorismo para justificar sus propias violencias, no sin acusar a sus adversarios políticos (el asunto Zinóviev, Kámenev y demás). El terrorismo individual es el arma de los aislados, impacientes o desesperados, especialmente de la joven generación de la burocracia. Pero, como sucedió en tiempos del zarismo, los crímenes políticos indican que el aire se carga de electricidad y anuncian el principio de una crisis política abierta.
Al promulgar la nueva Constitución, la burocracia demuestra que ha olfateado el peligro y que trata de defenderse. Pero más de una vez ha sucedido que la dictadura burocrática, buscando la salvación con reformas «liberales», no ha hecho más que debilitarse. Al revelar el bonapartismo la nueva Constitución ofrece, al mismo tiempo, un arma semilegal para combatirlo. La rivalidad electoral delas camarillas puede ser el punto de partida de las luchas políticas. El látigo dirigido contra los «órganos del poder que funcionan mal» puede transformarse en un látigo contra el bonapartismo. Todos los indicios nos hacen creer que los acontecimientos provocarán infaliblemente un conflicto entre las fuerzas populares y desarrolladas por el crecimiento de la cultura y la oligarquía burocrática. No hay una salida pacífica de esta crisis. Nunca se ha visto que el diablo se corte de buen grado sus propias garras. La burocracia soviética no abandonará sus posiciones sin combate; el país se encamina evidentemente hacia una revolución.
Ante una presión enérgica de las masas, y la inevitable desintegración en tales circunstancias del aparato gubernamental, la resistencia de los gobernantes puede ser mucho más débil de lo que parece. Es indudable que en este asunto sólo podemos entregarnos a las conjeturas. Sea como fuere, la burocracia sólo podrá ser suprimida revolucionariamente y, como siempre sucede, esto exigirá menos sacrificios cuanto más enérgico y decidido sea el ataque. Preparar esta acción y colocarse a la cabeza de las masas en una situación histórica favorable, es la misión de la sección soviética de la IV Internacional, aún débil y reducida a la existencia clandestina. Pero la ilegalidad de un partido no quiere decir su inexistencia. No es más que una forma penosa de existencia. La represión puede tener magníficos resultados aplicada contra una clase que abandona la escena; la dictadura revolucionaria de 1917-1923 lo demostró plenamente; pero recurrir a la violencia contra la vanguardia revolucionaria no salvará a una casta que ha sobrevivido demasiado tiempo, si es que la URSS tiene un porvenir.
La revolución que la burocracia prepara en contra de sí misma no será social como la de octubre de 1917, pues no tratará de cambiar las bases económicas de la sociedad ni de reemplazar una forma de propiedad por otra. La historia ha conocido, además de las revoluciones sociales que sustituyeron al régimen feudal por el burgués, revoluciones políticas que, sin tocar los fundamentos económicos de la sociedad, derriban las viejas formaciones dirigentes (1830 y 1848 en Francia; febrero de 1917, en Rusia). La subversión de la casta bonapartista tendrá, naturalmente, profundas consecuencias sociales; pero no saldrá del marco de una revolución política.
Un Estado salido de la revolución obrera existe por primera vez en la historia. Las etapas que debe franquear no están escritas en ninguna parte. Los teóricos y los constructores de la URSS esperaban, es cierto, que el completamente transparente y flexible sistema de los soviets permitiría al Estado transformarse pacíficamente, disolverse y morir a medida que la sociedad realizara su evolución económica y cultural. La vida se ha mostrado más compleja que la teoría. El proletariado de un país atrasado fue el que tuvo que hacer la primera revolución socialista; y muy probablemente tendrá que pagar este privilegio con una segunda revolución contra el absolutismo burocrático. El programa de esta revolución dependerá del momento en que estalle, del nivel que el país haya alcanzado y, en una medida muy apreciable, de la situación internacional. Sus elementos esenciales, bastante definidos hasta ahora, se han indicado a lo largo de las páginas de este libro: son las conclusiones objetivas del análisis de las contradicciones del régimen soviético.
No se trata de reemplazar a un grupo dirigente por otro, sino de cambiar los métodos mismos de la dirección económica y cultural. La arbitrariedad burocrática deberá ceder su lugar a la democracia soviética. El restablecimiento del derecho de crítica y de una libertad electoral auténtica, son condiciones necesarias para el desarrollo del país. El restablecimiento de la libertad de los partidos soviéticos, y el renacimiento de los sindicatos, están implicados en este proceso. La democracia provocará, en la economía, la revisión radical de los planes en beneficio de los trabajadores. La libre discusión de los problemas económicos disminuirá los gastos generales impuestos por los errores y los zigzags de la burocracia. Las empresas suntuarias, Palacios de los Soviets, teatros nuevos, metros, construidos para hacer ostentación, dejarán su lugar a las habitaciones obreras. Las «normas burguesas de reparto» serán reducidas a las proporciones estrictamente exigidas por la necesidad y retrocederán a medida que la riqueza social crezca, ante la igualdad socialista. Los grados serán abolidos inmediatamente, las condecoraciones devueltas al vestuario. La juventud podrá respirar libremente, criticar, equivocarse, madurar. La ciencia y el arte se sacudirán sus cadenas. La política exterior renovará la tradición del internacionalismo revolucionario.
Ahora más que nunca, los destinos de la Revolución de Octubre están ligados a los de Europa y del mundo. Los problemas de la URSS se resuelven en la Península Ibérica, en Francia, en Bélgica. Cuando aparezca este libro, la situación será indudablemente más clara que en estos días de guerra civil en Madrid. Si la burocracia soviética logra, con su política traicionera de los frentes populares, asegurar la victoria de la reacción en Francia y en España -y la Internacional Comunista hace todo lo que puede en este sentido-, la URSS se encontrará al borde del abismo y la contrarrevolución burguesa estará más a la orden del día que el levantamiento de los obreros contra la burocracia. Si, por el contrario, a pesar del sabotaje de los reformistas y de los jefes «comunistas», el proletariado de Occidente se abre camino hacia el poder, se inaugurará un nuevo capítulo en la historia de la URSS. La primera victoria revolucionaria en Europa, provocará en las masas soviéticas el efecto de una descarga eléctrica, las despertará y levantará su espíritu de independencia, reanimará las tradiciones de 1905 y 1907, debilitará las posiciones de la burocracia y no tendrá menos importancia para la IV Internacional que la que tuvo para la III la victoria de la Revolución de Octubre. El primer Estado obrero sólo se salvará para el porvenir del socialismo por este camino.
Apéndices
1.-«EL SOCIALISMO EN UN SOLO PAÍS»
Las tendencias reaccionarias a la autarquía constituyen un reflejo defensivo del capitalismo senil a la tarea con que la historia se enfrenta: liberar a la economía de las cadenas de la propiedad privada y del Estado nacional, y organizarla sobre un plan conjunto en toda la superficie del globo.
La «declaración de los derechos del pueblo trabajador explotado», redactada por Lenin y sometida por el Consejo de Comisarios del Pueblo a la sanción de la Asamblea Constituyente en las escasas horas que ésta vivió, definía en los siguientes términos «la tarea esencial» del nuevo régimen: «el establecimiento de una organización socialista de la sociedad y la victoria del socialismo en todos los países». De manera que el internacionalismo de la revolución fue proclamado en el documento básico del nuevo régimen. Nadie se hubiera atrevido, en ese momento, a plantear el problema en otros términos. En abril de 1924, tres meses después de la muerte de Lenin, Stalin escribía en su compilación sobre Las bases del leninismo: «Bastan los esfuerzos de un país para derribar a la burguesía; la historia de nuestra revolución lo demuestra. La victoria definitiva del socialismo, para la organización de la producción socialista, los esfuerzos de un solo país, sobre todo si es campesino como el nuestro, son ya insuficientes: se necesitan los esfuerzos reunidos del proletariado de varios países avanzados». Estas líneas no necesitan comentario. Pero la edición en la que figuran ha sido retirada de la circulación. Las grandes derrotas del proletariado europeo y los primeros éxitos, muy modestos a pesar de todo, de la economía soviética, sugirieron a Stalin durante el otoño de 1924 que la misión histórica de la burocracia era construir el socialismo en un solo país. Se entabló una discusión alrededor de este problema que pareció escolástico a muchos espíritus superficiales pero que, en realidad, reflejaba la incipiente degeneración dela III Internacional y preparaba el nacimiento de la IV.
El ex comunista Petrov, a quien ya conocemos, actualmente emigrado blanco, relata, según sus propios recuerdos, cuán áspera fue la resistencia de los jóvenes administradores hacia la doctrina que hacia depender a la URSS de la revolución internacional: «¡Cómo! ¿No podemos hacer nosotros mismos la felicidad de nuestro país? Si Marx piensa otra cosa, no importa, no somos marxistas, somos bolcheviques de Rusia». Al recordar las discusiones de 1923-1926, Petrov añade: «Actualmente, no puedo menos que pensar que la teoría del socialismo en un solo país es una simple invención estalinista». ¡Exacto! Traducía exactamente el sentimiento de la burocracia que, al hablar de la victoria del socialismo se refería a su propia victoria.
Para justificar su ruptura con la tradición del internacionalismo marxista, Stalin tuvo la imprudencia de sostener que Marx y Engels habían ignorado… la ley del desarrollo desigual del capitalismo, supuestamente descubierta por Lenin. Esta afirmación debería ocupar el primer lugar en nuestro catálogo de curiosidades intelectuales. La desigualdad del desarrollo marca toda la historia de la humanidad, y más particularmente la del capitalismo. El joven historiador y economista, Solntsev -militante extraordinariamente dotado y de una rara calidad moral, muerto en las prisiones soviéticas perseguido por su adhesión a la Oposición de Izquierda-, escribió en 1926 una excelente nota sobre la ley del desarrollo desigual, tal como se encuentra en la obra de Marx. Naturalmente que este trabajo no pudo publicarse en la URSS. Razones opuestas hicieron que se prohibiera la obra de un socialdemócrata alemán -Vollmar- enterrado y olvidado hace largo tiempo, quien sostuvo, ya en 1878, que un «Estado socialista aislado» era posible -refiriéndose a Alemania, no a Rusia-, e invocando la «ley» del desarrollo desigual, que se nos dice era desconocida hasta Lenin.
Georg H. von Vollmar escribía:
«El Socialismo implica relaciones económicamente desarrolladas, y si la cuestión se limitara tan sólo a ellas, el socialismo debería ser más fuerte donde el desarrollo económico es mayor. En realidad, el problema se plantea de otro modo. Inglaterra es indudablemente el país más avanzado desde el punto de vista económico y, sin embargo, el socialismo es allí muy secundario, mientras que en Alemania, país menos desarrollado, se ha transformado en una fuerza tal que la vieja sociedad ya no se siente segura…». Vollmar continuaba, después de haber indicado el poder de los factores que determinan los acontecimientos: «Es evidente que las reacciones recíprocas de tan gran número de factores, hacen imposible, desde el punto de vista del tiempo y de la forma, una evolución semejante aunque no fuera más que en dos países, para no hablar de todos (…). El socialismo obedece a la misma ley (… ). La hipótesis de una victoria simultánea del socialismo en todos los países civilizados está completamente excluida, lo mismo que la de la imitación por los otros países civilizados del ejemplo del Estado que se haya dado una organización socialista. (…) Así llegaremos al Estado socialista aislado que espero haber probado que es, si no la única posibilidad, al menos la más probable». Esta obra, escrita cuando Lenin tenía ocho años, da una interpretación de la ley del desarrollo desigual mucho más justa que las de los epígonos soviéticos a partir de 1924. Notemos que Vollmar, teórico de segunda categoría, no hacía más que comentar las ideas de Engels, a quien, se nos ha dicho, la ley del desarrollo desigual le era desconocida.
El «Estado socialista aislado» ha pasado desde hace largo tiempo del dominio de la hipótesis al de la realidad, no en Alemania, sino en Rusia. El hecho de su aislamiento expresa precisamente el poder relativo del capitalismo mundial y la debilidad relativa del socialismo. Entre el Estado «socialista» aislado y la sociedad socialista, desembarazada para siempre del Estado, queda por franquear una gran distancia que corresponde justamente al camino de la revolución internacional.
Beatrice y Sidney Webb nos aseguran, por su parte, que Marx y Engels no creyeron en la posibilidad de una sociedad socialista aislada, por la simple razón de que «nunca imaginaron» («neither Marx nor Engels had ever dreamed») instrumento tan poderoso como el monopolio del comercio exterior. No se pueden leer estas líricas sin embarazo por personas de edad tan avanzada. La nacionalización de los bancos y de las sociedades mercantiles, de los ferrocarriles y de la flota mercante, es tan indispensable para la revolución social como la nacionalización de los medios de producción, incluyendo las industrias de exportación. El monopolio del comercio exterior no hace más que concentrar en manos del Estado los medios materiales de la importación y la exportación. Decir que Marx y Engels nunca pensaron en ello, es decir que no pensaron en la revolución socialista. Para colmo de desdichas, el monopolio del comercio exterior es, para Vollmar, uno de los recursos más importantes del «Estado socialista aislado». Marx y Engels hubieran podido aprender el secreto en este autor, si él no lo hubiera aprendido de ellos.
La «teoría» del socialismo en un solo país, que Stalin no expone ni justifica en ninguna parte, se reduce a la concepción, extraña a la historia y más bien estéril, de que las riquezas naturales permiten que la URSS construya el socialismo dentro de sus fronteras geográficas. Se podría afirmar, igualmente, que el socialismo vencería si la población del globo fuese doce veces menor de lo que es. En realidad, la nueva teoría trataba de imponer a la conciencia social un sistema de ideas más concreto: la revolución ha terminado definitivamente; las contradicciones sociales tendrán que atenuarse progresivamente; el campesino rico será asimilado poco a poco por el socialismo; el conjunto de la evolución, independientemente de los acontecimientos exteriores, seguirá siendo regular y pacífico. Bujarin, intentando dar algún tipo de fundamento a la teoría, declaró que estaba probado contra toda duda que «las diferencias de clase en nuestro país o la técnica atrasada no nos conducirán al fracaso; podemos construir el socialismo aun en este terreno de miseria técnica; su crecimiento será muy lento, avanzaremos a paso de tortuga pero construiremos el socialismo y, lo terminaremos…». Subrayemos esta fórmula: «Construir el socialismo sobre una base de técnica miserable» y recordemos una vez más la genial intuición del joven Marx: con una base técnica débil «sólo se socializa la necesidad, y la penuria provocará necesariamente competencias por los artículos necesarios que harán que se regrese al antiguo caos».
En abril de 1926, la Oposición de Izquierda propuso a una asamblea plenaria del Comité Central la siguiente enmienda a la teoría del paso de tortuga: «Sería radicalmente erróneo creer que se puede ir hacia el socialismo a una velocidad arbitrariamente decidida cuando se está rodeado por el capitalismo. El progreso hacia el socialismo sólo estará asegurado cuando la distancia que separa a nuestra industria de la industria capitalista avanzada (…) disminuya evidente y concretamente, en lugar de aumentar». Con mucha razón, Stalin consideró esta enmienda como un ataque «enmascarado» contra la teoría del socialismo en un solo país y rehusó categóricamente relacionar la velocidad de la edificación con las condiciones internacionales. La versión estenográfica da su respuesta en los siguientes términos: «El que haga intervenir en este caso el factor internacional, no comprende cómo se plantea el problema embrolla todas las nociones, sea por incomprensión, sea por deseo consciente de sembrar la confusión». La enmienda de la Oposición fue rechazada.
La ilusión de un socialismo que se construye suavemente -a paso de tortuga- sobre una base de miseria, rodeado por enemigos poderosos, no resistió largo tiempo los golpes de la crítica. En noviembre del mismo año, la XV Conferencia del partido reconoció, sin la menor preparación en la prensa, que era necesario «alcanzar en un plazo histórico relativamente (?) mínimo, y sobrepasar, enseguida, el nivel de desarrollo industrial de los países capitalistas avanzados». La Oposición de Izquierda fue, en todo caso, «sobrepasada». Pero aunque dieran la orden de «alcanzar y sobrepasar» al mundo entero en un «plazo relativamente mínimo», los teóricos que la víspera preconizaban la lentitud de la tortuga, eran prisioneros del «factor internacional» tan temido por la burocracia. Y la primera versión de la teoría estalinista, la más clara, fue liquidada en ocho meses.
El socialismo tendrá que «sobrepasar» ineludiblemente al capitalismo en todos los dominios, escribía la Oposición de Izquierda en un documento repartido ilegalmente en marzo de 1927, «pero en este momento no se trata de las relaciones del socialismo con el capitalismo en general, sino del desarrollo económico de la URSS con relación al de Alemania, de Inglaterra, de los Estados Unidos. ¿Qué hay que entender por un plazo histórico mínimo? Quedaremos lejos del nivel de los países capitalistas avanzados durante los próximos periodos quinquenales. ¿Qué sucederá en este tiempo en el mundo capitalista? Si admitimos que pueda disfrutar de un nuevo periodo de prosperidad que dure algunas decenas de años, hablar del socialismo en nuestro atrasado país será una triste necesidad; tendremos que reconocer que nos engañamos al considerar nuestra época como la de la putrefacción del capitalismo. En este caso, la república de los soviets será la segunda experiencia de la dictadura del proletariado, más larga y más fecunda que la de la Comuna de París, pero al fin y al cabo una simple experiencia (…) ¿Tenemos razones serias para revisar tan resueltamente los valores de nuestra época y el sentido de la revolución internacional? No. Al concluir su periodo de reconstrucción (después de la guerra), los países capitalistas vuelven a encontrarse con todas sus antiguas contradicciones interiores e internacionales, pero aumentadas y agravadísimas. Esta es la base de la revolución proletaria. Es un hecho que estarnos construyendo el socialismo. Pero como el todo es mayor que la parte, también es un hecho no menos cierto, pero mayor, que la revolución se prepara en Europa y en el mundo. La parte sólo podrá vencer con el todo (…).
«El proletariado europeo necesita un tiempo mucho menos largo para tomar el poder que el que nosotros necesitamos para superar, desde el punto de vista técnico, a Europa y América… Mientras tanto, tenemos que aminorar sistemáticamente la diferencia entre el rendimiento del trabajo en nuestro país y el de los otros. Cuanto más progresemos, estaremos menos amenazados por la posible intervención de los bajos precios y, en consecuencia, por la intervención armada (…). Cuanto más mejoremos las condiciones de existencia de los obreros y de los campesinos, con mayor seguridad precipitaremos la revolución en Europa, más rápidamente esta revolución nos enriquecerá con la técnica mundial y más segura y completa será nuestra edificación socialista como una parte de la construcción de Europa y del mundo». Este documento, como muchos otros, quedó sin respuesta, a menos que se hayan considerado como tal las exclusiones del partido y los arrestos.
Después de abandonar la idea del paso de tortuga, hubo que renunciar a la idea conexa de la asimilación del kulak por el socialismo. La derrota infligida a los campesinos ricos por medidas administrativas debía proporcionar, sin embargo, un nuevo alimento a la teoría del socialismo en un solo país: desde el momento en que las clases estaban, «en el fondo», anonadadas, el socialismo, «en el fondo», estaba realizado (1931). Era la restauración de la idea de una sociedad socialista construida sobre «una base de miseria». Recordamos que un periodista oficioso nos explicó en ese momento que la falta de leche para los niños se debía a la falta de vacas no a las carencias del sistema socialista.
La preocupación por el rendimiento del trabajo no permite rezagarse en las fórmulas tranquilizadoras de 1931, destinadas a proporcionar una compensación moral a los estragos de la colectivización total. «Algunos creen -declaró súbitamente Stalin con ocasión del movimiento Stajanov-, que el socialismo puede consolidarse con cierta igualdad en la pobreza. Es falso. (…) El socialismo sólo puede vencer, realmente, sobre la base de un rendimiento de trabajo más elevado que en el régimen capitalista». Justísimo. Pero el nuevo programa de las Juventudes Comunistas, adoptado en abril de 1935 en el congreso que las privó de los últimos vestigios de sus derechos políticos, define categóricamente al régimen soviético: «La economía nacional se ha vuelto socialista». Nadie se preocupa por reconciliar estas concepciones contradictorias que se lanzan a la circulación según las necesidades del momento. Nadie se atreverá a emitir una crítica, dígase lo que se diga.
La necesidad de un nuevo programa de las Juventudes Comunistas fue justificada en estos términos por el ponente: «El antiguo programa contiene una afirmación errónea, profundamente antileninista, según la cual ‘Rusia no puede llegar al socialismo más que por la revolución mundial’. Este punto del programa es radicalmente falso, impregnado de ideas trotskistas» -las mismas ideas que Stalin defendía aún en abril de 1924-. ¡Queda por explicar por qué un programa escrito en 1921 por Bujarin y atentamente revisado por el Buró Político con la colaboración de Lenin, se reveló «trotskista» al cabo de quince años, y necesitó una revisión en un sentido diametralmente opuesto! Pero los argumentos lógicos son impotentes cuando se trata de intereses. Después de emanciparse del proletariado de su propio país, la burocracia no puede reconocer que la URSS depende del proletariado mundial.
La ley del desarrollo desigual tuvo por resultado que la contradicción entre la técnica y las relaciones de propiedad del capitalismo provocara la ruptura de la cadena mundial en su eslabón más débil. El atrasado capitalismo ruso fue el primero que pagó las insuficiencias del capitalismo mundial. La ley del desarrollo desigual se une, a través de la historia, con la del desarrollo combinado. El derrumbe de la burguesía en Rusia provocó la dictadura del proletariado, es decir, que un país atrasado diera un salto hacia adelante con relación a los países avanzados. El establecimiento de las formas socialistas de la propiedad en un país atrasado tropezó con una técnica y una cultura demasiado débiles. Nacida de la contradicción entre las fuerzas productivas mundiales altamente desarrolladas y la propiedad capitalista, la Revolución de Octubre engendró a su vez contradicciones entre las fuerzas productivas nacionales, demasiado insuficientes, y la propiedad socialista.
Es verdad que el aislamiento de la URSS no tuvo las graves consecuencias que eran de temerse: el mundo capitalista estaba demasiado desorganizado y paralizado para manifestar todo su poder potencial. La «tregua» ha sido más larga de lo que el optimismo crítico hacía esperar. Pero el aislamiento y la imposibilidad de aprovechar los recursos del mercado mundial aun cuando fuese sobre bases capitalistas (ya que el comercio exterior había caído a una cuarta o quinta parte de lo que era en 1931), no sólo obligaban a hacer enormes gastos en la defensa nacional, sino que provocaban uno de los más desventajosos repartos de las fuerzas productivas y un lento crecimiento del nivel de vida de las masas. Sin embargo, la plaga burocrática ha sido el producto más nefasto del aislamiento.
Las normas políticas y jurídicas establecidas por la revolución ejercen, por una parte, una influencia favorable sobre la economía atrasada y sufren, por otra, la acción deprimente de un medio retrasado. Cuanto más largo sea el tiempo que la URSS permanezca rodeada por un medio capitalista, más profunda será la degeneración de los tejidos sociales. Un aislamiento indefinido provocaría infaliblemente no el establecimiento de un comunismo nacional, sino la restauración del capitalismo.
Si la burguesía no puede dejarse asimilar pacíficamente por la democracia socialista, el Estado socialista, por su parte, tampoco puede fusionarse pacíficamente con un sistema capitalista mundial. El desarrollo socialista pacífico de «un solo país» no está en el orden del día de la historia; una larga seria de transtornos mundiales se anuncia: guerras y revoluciones. En la vida interior de la URSS también se anuncian tempestades inevitables. En su lucha por la economía planificada, la burocracia ha tenido que expropiar al kulak; en su lucha por el socialismo, la clase obrera tendrá que expropiar a la burocracia sobre cuya tumba podrá inscribir este epitafio: «Aquí yace la teoría del socialismo en un solo país».
El libro de los Webb, El comunismo soviético, ha sido declarado como una aportación considerable al patrimonio del pensamiento. En lugar de decir lo que se ha hecho y en qué sentido evoluciona la realidad, estos autores emplean 1.500 páginas para exponer lo que se ha proyectado en las oficinas o promulgado en las leyes. Su conclusión es que el comunismo se realizará en la URSS cuando los planes y, las intenciones hayan pasado al terreno de los hechos. Tal es el contenido de un libro deprimente, que transcribe los informes de las cancillerías moscovitas y los artículos de prensa publicados en los jubileos.
La amistad que se tiene a la burocracia soviética no llega a la revolución proletaria; es más bien una prevención contra ella. Los Webb están dispuestos, sin duda, a reconocer que el sistema soviético se extenderá un día al resto del mundo. Pero «cuándo o con qué modificaciones; por una revolución violenta, por una penetración pacífica, por una imitación consciente, son preguntas a las que no podemos responder» («But how, when, with what modifications, and whether through violent revolution or by peaceful penetration, or even by consous imitation, are questions we cannol answer»). Esta negación diplomática, que constituye en realidad una respuesta inequívoca, muy característica de los «amigos», da la medida de su amistad. Si todo el mundo hubiera respondido así al problema de la revolución, antes de 1917 por ejemplo, actualmente no habría Estado soviético y estos «amigos» británicos dedicarían sus simpatías a otros objetos.
Los Webb hablan de la presunción de esperar revoluciones en Europa en un porvenir muy próximo, como si fuera una cosa muy natural; ven en este argumento una prueba tranquilizadora de lo razonable del socialismo en un solo país. Con toda la autoridad de gentes para quienes la Revolución de Octubre fue una sorpresa, muy desagradable por otra parte, nos enseñan la necesidad de construir el socialismo en las fronteras de la URSS, a falta de otras perspectivas. Por cortesía se abstiene uno de encogerse de hombros. En realidad nuestra discusión con los Webb no es acerca de la necesidad de construir fábricas en la Unión Soviética y emplear fertilizantes minerales en las granjas colectivas, sino acerca de si es necesario preparar una revolución en Gran Bretaña y cómo se debería hacer. Pero sobre este preciso punto, nuestros sabios sociólogos se declaran incompetentes y el problema mismo les parece en contradicción con la «ciencia».
Lenin detestaba a los burgueses conservadores que se creen socialistas, y más particularmente a los fabianos ingleses. El índice alfabético de autores citados en sus Obras muestra la hostilidad que demostró toda su vida a los Webb. Por primera vez, en 1907, los trató de «estúpidos panegeristas de la mediocridad pequeño burguesa británica» que «tratan de presentar al cartismo, época revolucionaria del movimiento obrero inglés, como una simple niñería». Sin el cartismo, la Comuna de París hubiera sido imposible, y sin uno Y otra, la Revolución de Octubre también lo hubiera sido. Los Webb no encontraron en la URSS más que mecanismos, administrativos y planes burocráticos; no vieron ni el cartismo, ni la Comuna, ni la Revolución de Octubre. La revolución les resulta extraña, o cuando menos una «niñería desprovista de sentido».
Como se sabe, Lenin no se preocupaba por los modales palaciegos en su polémica con los oportunistas. Pero sus epítetos injuriosos («lacayos de la burguesía», «traidores», «almas serviles», etc.) contuvieron, durante años, un juicio maduro sobre los Webb, propagandistas del fabianismo, es decir de la respetabilidad tradicional y de la sumisión a los hechos. No podría hablarse de un cambio profundo en el pensamiento de los Webb durante los últimos años. Esta misma gente, que durante la guerra apoyó a su burguesía y que aceptó más tarde de manos del rey el título de Lord Passfield, no ha renunciado a nada, no ha cambiado nada, adhiriéndose al comunismo en un solo, y más si es extranjero, país. Sidney Webb era ministro de las Colonias, es decir, carcelero en jefe del imperialismo inglés, en el momento en que se aproximó a la burocracia soviética, de la que recibió los materiales para su mazacote.
Tan tarde como 1923, los Webb no veían gran diferencia entre el bolchevismo y el zarismo (véase The Decay of Capitalist Civilisation, 1923). En cambio, reconocían sin reservas la «democracia» estalinista. No tratemos de ver en esto una contradicción. Los fabianos se indignaban al ver que el pueblo privaba de libertad a las «personas instruidas», pero encuentran muy natural que la burocracia prive de libertad al proletariado. ¿Esta no ha sido siempre la función de la burocracia laborista? Los Webb afirman que la crítica es completamente libre en la URSS. Demuestran con ello una falta absoluta de sentido del humor. Citan con la mayor seriedad a la notoria «autocrítica» que se considera es una parte de los deberes oficiales, cuyo objeto y límites se pueden determinar fácilmente de antemano.
¿Candor? Ni Engels ni Lenin consideraban a Sidney Webb como un ingenuo. Tal vez respetabilidad. Los Webb hablan de un régimen establecido y de anfitriones agradables. Desaprueban profundamente la critica marxista de lo que es y, por lo mismo, se sienten llamados a defender la herencia de la Revolución de Octubre contra la Oposición de Izquierda. Indiquemos, para ser más explícitos, que el Gobierno laborista al que pertenecía Lord Passfield rehusó en su tiempo la entrada en Inglaterra al autor de esta obra. Sidney, Webb, que en esos momentos trabajaba en su libro, defendía de esa manera a la URSS en el dominio de la teoría y al imperio de Su Majestad Británica en el de la práctica. Y lo que lo honra más, es que permanecía fiel a sí mismo en ambos casos.
Para muchos pequeño burgueses que no disponen de una pluma ni de un pincel, la «amistad» oficialmente sellada con la URSS es una especie de certificado de intereses espirituales superiores… La adhesión a la francmasonería o a los clubs pacifistas es bastante análoga a la afiliación a las sociedades de «Amigos de la URSS», pues permite llevar dos existencias a la vez, una trivial, en el círculo de los intereses cotidianos; la otra más elevada. Los «Amigos» visitan de vez en cuando Moscú; toman nota de los tractores, de las guarderías, de los pioneros, de los paracaidistas, de todo, en una palabra, salvo de la existencia de una nueva aristocracia. Los mejores de ellos cierran los ojos por aversión a la sociedad capitalista. André Gide lo confiesa francamente: «También influyen, y mucho, la estupidez y la falta de honradez de los ataques contra al URSS para que pongamos alguna obstinación en defenderla». La estupidez y la falta de honradez de los adversarios no pueden justificar nuestra propia ceguera. Las masas, en todo caso, necesitan amigos que vean claro.
La simpatía del mayor número de burgueses radicales y radical «socialistas» hacia los dirigentes de la URSS tiene causas no desprovistas de importancia. A pesar de las diferencias de programas, los partidarios de un «progreso» adquirido o fácil de realizar predominan entre los políticos de oficio. Existen muchos más reformistas que revolucionarios en el planeta; muchos más adaptados que irreductibles. Se necesitan épocas excepcionales de la historia para que los revolucionarios salgan de su aislamiento y para que los reformistas hagan el papel de peces fuera del agua.
No hay en la burocracia soviética actual un solo hombre que en abril de 1917, y aun mucho más tarde, no haya considerado fantástica la idea de la dictadura del proletariado en Rusia (esa fantasía se llamaba entonces… trotskismo). Los «amigos» extranjeros de la URSS, pertenecientes a las generaciones mayores, durante decenas de años consideraron a los mencheviques rusos como políticos «realistas», partidarios del «frente popular» con los liberales y que rechazaban la dictadura como una locura. Otra cosa es reconocer una dictadura cuando ya se ha alcanzado, aún desfigurada por la burocracia; en este caso, los «amigos» están justamente a la altura de las circunstancias. Ya no se limitan a ofrecer sus respetos al Estado soviético, sino que pretenden defenderlo en contra de sus enemigos, no tanto contra los que le empujan hacia atrás como contra los que le preparan un porvenir. ¿Estos «amigos» son patriotas activos como los reformistas ingleses, franceses, belgas y demás? Entonces es cómodo justificar su alianza con la burguesía invocando la defensa de la URSS. ¿O por el contrario, son derrotistas a pesar de sí mismos, como los socialpatriotas alemanes y austríacos de ayer? En este caso esperan que la coalición de Francia con la URSS les ayude a vencer a los Hitler y los Shuschningg. León Blum, que fue un adversario del bolchevismo en su periodo heroico y abrió las páginas de Le Populaire a las campañas contra la URSS, ya no imprime una sola línea sobre los crímenes de la burocracia soviética. Del mismo modo que el Moisés de La Biblia, quien devorado por el deseo de ver el rostro divino no pudo mas que postrarse ante la parte posterior de la divina anatomía, los reformistas, idólatras del hecho consumado, no son capaces de conocer y de reconocer más que su carnoso trasero burocrático.
Los jefes comunistas actuales pertenecen, en realidad, al mismo tipo de hombres. Después de muchas piruetas y acrobacias, han descubierto de pronto las ventajas del oportunismo, al que se han convertido con la frescura de la ignorancia que los caracterizó siempre. Su servilismo hacia los dirigentes del Kremlin, no siempre desinteresado, bastaría para privarlos absolutamente de cualquier iniciativa revolucionaria. A los argumentos de la crítica sólo responden con ladridos y mugidos; en cambio, ante el látigo del amo, menean la cola. Estas personas tan poco atractivas, que a la hora del peligro correrán a los cuatro vientos, nos consideran «flagrantes contrarrevolucionarios». ¿Qué más da? La historia, a pesar de su carácter austero, no puede transcurrir sin alguna farsa ocasional.
Los más clarividentes de los «amigos» admiten, al menos en la intimidad, que hay manchas en el sol soviético, pero sustituyendo la dialéctica con un análisis fatalista, se consuelan con el pensamiento de que una «cierta» degeneración burocrática era inevitable en las condiciones dadas. Sea. Pero la resistencia al mal no lo es menos. La necesidad tiene dos extremos: el de la reacción y el del progreso. La historia nos enseña que los hombres y los partidos que tiran de ella en sentidos contrarios terminan por encontrarse a ambos lados de la barricada.
El último argumento de los «amigos» es que los reaccionarios asirán con dos manos cualquier crítica al régimen soviético. Esto es innegable y tratarán además de aprovechar esta obra. ¿Alguna vez sucedió de otro modo? El Manifiesto Comunista recordaba desdeñosamente que la reacción feudal trató de explotar la crítica socialista contra el liberalismo. Sin embargo, el socialismo revolucionario siguió su camino. Nosotros seguiremos el nuestro. La prensa comunista dice, sin duda, que nuestra critica prepara… la intervención armada contra la URSS. Esto quiere decir, evidentemente, que los gobiernos capitalistas, al saber por nuestros trabajos lo que ha llegado a ser la burocracia soviética, van a castigarla por haber abandonado los principios de Octubre. Los polemistas de la III Internacional no esgrimen la espada sino el garrote o armas todavía menos aceradas. La verdad es que la crítica marxista, al llamar a las cosas por su nombre, sólo puede consolidar el crédito conservador de la diplomacia soviética a los ojos de la burguesía.
No sucede lo mismo con la clase obrera y los partidarios sinceros que tiene entre los intelectuales. Allí, nuestro trabajo puede, en efecto, hacer que nazcan dudas y suscitar desconfianza, pero no hacia la revolución sino hacia sus usurpadores. Y éste es el fin que nos hemos propuesto. Pues el motor del progreso es la verdad y no la mentira.