La explosión en Beirut -que dejó cientos de muertos, miles de heridos y unos 300 mil desplazados- es atribuida masivamente al régimen político corrupto que controla el país después de la guerra civil que asoló el país entre 1975 y 1990. Si se suele usar la metáfora de que «la chispa puede encender la pradera», en este caso una inmensa explosión literal devino en una metafórica explosión popular, la segunda en menos de un año.
Líbano fue parte de la ola de rebeliones que cruzó diversas partes del mundo en la segunda mitad del año pasado, con epicentro en Latinoamérica, y que vio a potentes masas de personas imponerse sobre su régimen político en Beirut como lo hizo en Santiago de Chile y Quito. En un clima así, la explosión no podía tener otro resultado.
Hassan Diab es el primer ministro que renunció el día de hoy junto a lo que quedaba de su gabinete, mientras que el pasado octubre había caído Saad Hariri. Cada uno fue gobierno de una de las dos facciones que se turnan en el poder, los dos pilares del régimen político.
Líbano es el país más «diverso» en términos religiosos de Medio Oriente, con una importante población cristiana católica que convive con la mayoría musulmana, que a su vez está dividida entre suníes y chiítas. Los grupos políticos de gobierno se constituyeron según las divisiones sectario religiosas a lo largo de la ocupación extranjera y la guerra civil.
Los cristianos maronitas son parte importante de la dirección del estado ya desde la época en que fueron colonia francesa (hasta 1943) y colaboraron con la ocupación militar israelí en la década de los 80′. Llegaron a constituir una milicia fascista admiradora de Franco y Mussolini conocida como la «Falange Libanesa». Aliados a ellos (junto a grupos menores) está la principal organización musulmana suní, «Movimiento del Futuro». Juntos constituyen la Alianza del 14 de Marzo, que cayó el pasado octubre con la renuncia de Saad Hariri.
Del otro lado está la llamada Alianza del 8 de marzo, que representa fundamentalmente la tendencia musulmana chiíta y cuyos principales organizaciones son Hezbollah y el Movimiento Amal. Esta facción política es apoyada por Irán y es la que acaba de renunciar producto de la movilización popular.
Así, el régimen libanés es un «acuerdo» entre facciones político-religiosas: por ley el presidente debe ser cristiano maronita, el primer ministro suní y el presidente de la Asamblea Legislativa un chiíta.
Hay dos datos que llaman la atención respecto a la profundidad de la movilización y el golpe recibido por el régimen político. En primer lugar, la rebelión ha unido a franjas populares inmensas de manera tal que por abajo parecen haberse borrado las líneas divisorias sectario-religiosas. En segundo lugar, el régimen político se ha quedado sin válvula de escape: ambas coaliciones de gobierno, las únicas orgánicas del estado libanés, han caído producto de la presión de la calle en apenas diez meses. La conclusión es evidente: todas las formas de gobierno y hegemonía burguesa en Líbano han sido profundamente cuestionadas.