Patricia Pérez
Desgraciadamente, también de muchos de nuestros camaradas se puede decir aquello de ‘escarbad en el comunista y aparecerá el filisteo’. Escarbando, naturalmente, en el punto sensible, en su mentalidad acerca de la mujer. (V.I. Lenin)
En la España de los años 30, antes de la Guerra Civil, una feminista reformista llamada Clara Campoamor emprendió una pelea parlamentaria por el voto femenino en su país. Lo consiguió, asombrosamente, apoyándose en los diputados de derecha contra los de izquierda: por esos días, el gobierno derechista de Primo de Rivera estaba necesitado de mostrar alguna apertura democrática para competir con el movimiento republicano, y los diputados republicanos –demócratas pero no fanáticos– no querían saber nada con que las mujeres votaran, porque las suponían muy influidas por la iglesia y temían que el voto femenino le diera la victoria a la derecha. Cuando la derecha monárquica efectivamente triunfó en las elecciones de 1933, todos le echaron la culpa a Clara, que fue expulsada de su partido (el Radical Socialista) y repudiada por casi toda la izquierda parlamentaria. El año siguiente volvió a haber elecciones, en las que obviamente también votaron las mujeres, y el Frente Popular ganó por un margen mayor del que había logrado la derecha un año antes. Pero esto no hizo que los demócratas españoles rehabilitaran a Clara, que terminó sus días exiliada por los franquistas y abandonada por sus correligionarios.
La soltura con que estos demócratas renegaron de su bandera de sufragio universal por conveniencias electorales del momento, pinta de cuerpo entero cómo la burguesía construye sus políticas: sea de derecha o de izquierda, la política burguesa es pragmática, no tiene principios. Y el primer signo de adaptación a la política burguesa de estalinistas, socialdemócratas y burócratas sindicales es la adopción de ese “practicismo” burgués: los principios están bien mientras no nos hagan la vida difícil.
La vida de los revolucionarios españoles era bastante más difícil que la de los diputados “de izquierda”, pero sin embargo empeñaron todas sus fuerzas en integrar a las mujeres a la vida política en un país donde el 80% de ellas eran campesinas analfabetas y el salario de las pocas trabajadoras que había lo cobraban sus maridos. Construyeron toda clase de organizaciones sindicales y culturales de mujeres, y defendieron sus derechos contra los fascistas, contra la burguesía republicana y contra el estalinismo, que al intervenir en la Guerra Civil para derrotar la revolución prohibió la participación de las mujeres en la lucha armada. Desarmar a las mujeres equivalía a debilitar a las milicias populares que no obedecían al mando burgués.
Ya Lenin y Clara Zetkin, quince años antes, habían chocado con la negativa de sus camaradas europeos cuando se propusieron promover la organización de las trabajadoras a partir de sus propias reivindicaciones, llamando a un “congreso internacional de mujeres sin partido” en el que participaran incluso las feministas burguesas, para levantar allí el programa revolucionario de emancipación de la mujer que el estado obrero intentaba llevar adelante.
Y desde los primeros tiempos del movimiento obrero, revolucionarios como Flora Tristán tuvieron que pelear contra la tendencia del movimiento sindical de expulsar a las trabajadoras por creer que su entrada en la industria bajaba el salario general, lo que hizo a Flora escribir su célebre consigna: “La liberación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos, y la liberación de las mujeres será obra de las mujeres mismas”.
No todos los procesos revolucionarios fueron acompañados, como la Guerra Civil Española, por un fuerte movimiento de mujeres. No todos los dirigentes que actuaron en esos procesos tenían la cultura feminista de Flora, Trotsky o Clara Zetkin. Pero en todos esos procesos, los revolucionarios más conscientes mostraron una gran preocupación por impulsar la lucha de las mujeres por sus propias reivindicaciones, y cuando no lo lograban, veían eso como una limitación del movimiento revolucionario general. Parece ser que en medio de la revolución los principios toman un cariz bien “práctico”. Muy lejos del prejuicio de algunos trotsquistas de antaño acerca de que “el feminismo divide a la clase obrera y une a la obrera con la burguesa”, se impone la idea verdaderamente marxista de que la unidad de la clase obrera sólo es posible en base a la lucha por liberar a los más explotados y oprimidos de la clase, como las mujeres y las etnias y nacionalidades oprimidas.
En cuanto a la “unidad de la obrera con la burguesa”, ese “peligro” existe en cualquier lucha democrática. A ningún marxista se le ocurriría, por ejemplo, decir que no hay que luchar por la liberación de las colonias del imperialismo porque eso “une a los obreros coloniales con los burgueses coloniales”. Nos parece que este prejuicio parte de desconocer que hay un programa obrero y socialista para la emancipación de la mujer, contrapuesto al programa feminista burgués, como hay un programa obrero para la liberación nacional contrapuesto al programa nacionalista burgués, y que esta contraposición no descarta, sino más bien exige, momentos de unidad de acción y una política de los revolucionarios hacia el movimiento en su conjunto.
Pero la lucha feminista no es sólo una lucha democrática. “La familia es el último reducto de la propiedad privada”, escribieron Engels, Marx, Trotsky, etc. La burguesía demuestra una gran sutileza al atacar al marxismo por el lado de la familia y la religión, cosa que ya viene haciendo desde la época del Manifiesto comunista. Cuando el cuestionamiento al capitalismo recorre el mundo, la burguesía, asustada, se refugia en “su último reducto” conservador, el lugar donde las relaciones de explotación y opresión siguen revestidas de una aureola moral, cuando esa aureola ya ha caído del rostro de la economía, las instituciones del Estado, etc.
Y en momentos de transición al socialismo, desde esos últimos reductos conservadores la burguesía acecha para rearmarse; dos de ellos preocupaban grandemente a los bolcheviques en el gobierno: la familia y la pequeña propiedad, que llevaban en sí el germen de la sociedad de clases aun cuando no conllevaran explotación asalariada.
Luchamos para que el movimiento revolucionario, luego de los años de deformación estalinista, recupere la “sutileza” de la lucha socialista como lucha contra toda opresión y violencia, pugnando por arrojar la opresión de género al mismo lugar que quería Engels para el Estado: al museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce.
Pero aún subsiste una pregunta. Si la emancipación de la mujer es una tarea socialista, o sea una tarea del movimiento obrero, ¿para qué se necesita un movimiento específico de lucha contra la opresión de género? Vayámonos de este artículo con la bella contestación de Trotsky:
“Ustedes podrían preguntarse qué sentido tiene el trabajo de vuestra organización, si la situación de la madre y el niño depende en primera instancia del desarrollo de las fuerzas productivas del país, y sólo en segundo lugar de la estructura social (…). Cualquier estructura social, incluso la socialista, puede verse enfrentada a la situación de contar con los medios materiales necesarios para lograr un determinado avance, y sin embargo no poder realizarlo. Las tradiciones serviles, la estupidez conservadora, la falta de iniciativa para destruir viejas formas de vida, también se encuentran en la estructura socialista como remanentes del pasado. Y la tarea de nuestro partido y de organizaciones sociales como la vuestra es extirpar las costumbres y la psicología del pasado, y evitar que las condiciones de vida se mantengan en un nivel inferior del que permiten las posibilidades socioeconómicas.”
“El desarrollo de las fuerzas productivas no es necesario en sí mismo. Es necesario para construir los cimientos de una nueva personalidad humana, consciente, que no obedezca a ningún amo en la tierra, que no tema a ningún señor que esté en el cielo; una personalidad humana que resuma en sí misma lo mejor de todo lo creado por el pensamiento en épocas pasadas; que avance solidariamente con todos los hombres, que cree nuevos valores culturales, que construya nuevas actitudes personales y familiares, superiores y más nobles que las que se originaron en la esclavitud de clases.
»Lenin nos enseñó a evaluar a los partidos de la clase obrera de acuerdo a su actitud hacia las naciones oprimidas. ¿Por qué? Si tomamos, por ejemplo, al obrero inglés, será relativamente fácil despertar en él la solidaridad con el proletariado de su propio país. Pero que se sienta solidario con un coolie chino, que lo trate como a un hermano explotado, será mucho más difícil, ya que ello implicará romper con una caparazón de arrogancia nacional solidificada durante siglos.
»De la misma manera, camaradas, se ha solidificado durante milenios, no durante siglos, la caparazón de los prejuicios del jefe de la familia hacia la mujer y el niño; tengamos en cuenta que la mujer es el coolie de la familia. Ustedes deben ser la topadora moral que arrase con este conservadurismo enraizado en la esclavitud, en los prejuicios burgueses, y en los de la misma clase obrera, que en esto arrastra lo peor de las tradiciones campesinas. Y todo revolucionario consciente se sentirá obligado a apoyaros con todas sus fuerzas.”[1]
[1] Discurso dirigido a la Tercera Conferencia Sindical sobre Protección a las Madres y los Niños, diciembre de 1925. Citado en León Trotsky, Caroline Lund, Elizabeth Barnes, La liberación de la mujer, Ed. Elevé, 1971. Subrayado nuestro.