Roberto Sáenz

La Revolución Rusa permanece hasta nuestros días como la revolución más profunda en la historia de la humanidad. Ninguna revolución tuvo semejantes alcances. Revolución social por antonomasia, llevó a una clase explotada al poder, un hecho inédito. Porque aunque las revoluciones inglesa o francesa dieron lugar a determinadas conquistas populares, el poder fue a parar a las manos de una nueva clase explotadora: la burguesía. En cambio, la Revolución Rusa concretó lo que habían señalado Marx y Rosa Luxemburgo: una revolución hecha por las grandes masas en su propio beneficio.

 

1.1 De Febrero a Octubre y más allá

 

Como necesaria consecuencia del ascenso al poder de la clase obrera, la Revolución Rusa echó al traste con todo el aparato de Estado anterior. Lejos de reforzar el poder burgués, se puso a construir un nuevo Estado: un “semi-estado proletario basado en el poder de los soviets” (Lenin). Que esto no eran palabras se pudo apreciar en la energía inusitada desplegada por las masas de obreros, soldados y campesinos puestos en acción. Por “el rumor de la calle, que no paraba ni en horas de la noche” (Sedova). Por los impulsos emancipadores de las mujeres y los niños. Por la explosión de una creatividad artística sin igual.

El calendario político de la revolución es ampliamente conocido. Y hablamos de la revolución como un evento único, que abarca los acontecimientos ocurridos desde febrero a octubre de 1917 y más allá, hasta el fallecimiento del Lenin en 1924, conteniendo dentro de él la dramática guerra civil abierta inmediatamente después que los bolcheviques tomaran el poder (y que se radicaliza a partir de mediados de 1918).

Luego, sí, se abriría otra historia, de una naturaleza inversa: la contrarrevolución burocrática, que marcó un corte abrupto con la dinámica revolucionaria; que dio lugar a otro fenómeno político y social: la liquidación del Estado en tanto Estado obrero, su transformación en Estado burocrático con restos de las conquistas de la revolución (Rakovsky).

Durante 1917, la vida política bullía. Era el momento del ascenso de las masas populares, de los métodos de la lucha de clases directa, de las movilizaciones multitudinarias, de los debates en los soviets, de los comités de fábricas, los sindicatos, el armamento del proletariado, también la participación en distintas elecciones parlamentarias.

La actitud frente al Gobierno Provisional del príncipe Lvov, luego encabezado por Kerensky, el giro estratégico impuesto por Lenin al Partido Bolchevique con sus famosas Tesis de Abril (planteando el paso directo a la revolución socialista, al poder del proletariado), las Jornadas de Junio, de Julio, la derrota del golpe contrarrevolucionario de Kornilov a finales de agosto, la mayoría bolchevique en los soviets de Petrogrado y Moscú, la retirada bolchevique del Pre-parlamento tramposo (septiembre), el ultimátum de Lenin al CC del partido para que enderece su actividad hacia la toma del poder (comienzos de octubre), la formación del Comité Militar Revolucionario petrogradense, la reunión del Segundo Soviet de toda Rusia en Petrogrado los días 25 y 26 de octubre (todas fechas según el viejo calendario juliano), la toma del poder en la madrugada del 26, el anuncio de los primeros decretos del gobierno soviético y la conformación del gobierno encabezado por Lenin, son parte de los jalones de este año revolucionario sin igual que, como señalaría John Reed, “conmovió el mundo” de pies a cabeza, haciendo del siglo XX “el siglo de la revolución” (Josep Fontana).

Además de protagonizarla, Trotsky escribiría una de sus más grandes obras acerca de la revolución: la Historia de la Revolución Rusa, cuyo segundo tomo debe estudiarse como un verdadero “manual” de política revolucionaria, que se configura en dicha obra como un verdadero diálogo entre las masas y el partido revolucionario, que debe saber escuchar y generalizar las aspiraciones más profundas de los explotados.

Porque precisamente el año de la revolución, la revolución misma de 1917, es el evento por antonomasia del protagonismo de las masas, de su ingreso en la liza de la historia, que con su intervención fijan un nuevo punto de referencia para los desarrollos.

A la revolución le sucedería la guerra civil, que tiene otras leyes. Si, en definitiva, la guerra (¡y también la guerra de clases, civil!) no es más que la continuidad de la política bajo otras formas (formas violentas, dirían Clausewitz y Lenin); si la guerra civil estuvo pautada por la conciencia obrera y campesina de que estaban defendiendo sus intereses, en cualquier caso los medios de la guerra no son exactamente iguales a los de la política.

La revolución entraña el máximo despliegue de la iniciativa de las masas. Se basa en la experiencia de los explotados y oprimidos, en su toma de conciencia. Y si bien tiene momentos de enfrentamientos físicos, esos enfrentamientos no desplazan el elemento principalmente político que rige los desarrollos.

En la guerra civil las cosas se modifican en más de un sentido. Los bolcheviques se vieron obligados a fundar el Ejército Rojo como ejército regular, porque en un punto las cosas son irreductibles: hacía falta oponer una “máquina militar” a la máquina militar de la contrarrevolución, hacía falta aprender el arte de la guerra, las leyes que le son propias.

Aunque la guerra civil se caracterizó por la conciencia de las masas, aunque la importancia de la propaganda política fuera central (“El cimiento más fuerte de nuestro ejército fueron las ideas de Octubre”, Trotsky), a la vez extremó los elementos de centralización: la disciplina en la acción, la necesidad de acatar órdenes sin discutirlas. Militarizó la sociedad, obligando a postergar las tareas constructivas. Puso en pie un régimen espartano de “comunismo de guerra” cuyo único propósito era abastecer al frente.3

Muchos bolcheviques se confundieron con las circunstancias. Las requisas forzadas de granos, la desaparición del dinero, las raciones alimenticias en especie, parecían dar crédito al pasaje “directo” al comunismo… Un “comunismo” de la frugalidad que, como bien señalara Marx, sólo podía significar, en definitiva, el “retorno al viejo caos”: la guerra de todos contra todos, la socialización de la indigencia. Po ejemplo, cuando la crisis en Kronstadt (1921) arreciaban las denuncias contra los “privilegios” de los funcionarios bolcheviques. Las denuncias eran exageradas, pero expresaban la desconfianza generada con el partido sobre el trasfondo de una dramática pobreza general.

La guerra civil fue ganada. Pero el costo fue tremendo: la economía soviética quedó en bancarrota. Lenin y Trotsky se dieron cuenta sólo tardíamente (¡y bajo la presión de los acontecimientos!), de que algo no iba bien. Trotsky propuso medidas similares a la NEP a comienzos de 1920 (la Nueva Política Económica fue adoptada un año después). Como sus propuestas fueron desechadas en ese momento, imaginó como solución una profundización de los métodos militares en el ámbito económico: la militarización del trabajo. Lenin lo acompañó durante gran parte del año hasta que en la IX Conferencia del partido (22-25 de septiembre de 1920), se realineó con Tomsky y otros dirigentes sindicales (Broué, Trotsky: 208).

Trotsky imaginaba la “institución del servicio del trabajo” como un “principio socialista” contrario al principio liberal-capitalista de la “libertad de trabajo”… Pero por intermedio de este planteamiento, en vez de avanzar en emancipar el trabajo asalariado, se retrocedía hacia una forma de trabajo forzado.4

Si Trotsky reflejaba el malestar campesino cuando anticipó medidas similares a la NEP (téngase en cuenta que recorría Rusia en su campaña militar), Lenin expresó el malestar de la clase obrera cuando se opuso a que los sindicatos se transformaran en “escuelas de la producción”, dependencias del Estado para aumentar la productividad del trabajo. Afirmó que debían permanecer como organismos de defensa de los trabajadores frente a su propio Estado; un Estado que no era simplemente “obrero”, sino que iba plagándose de “deformaciones burocráticas”. Aquí, Trotsky sostuvo un enfoque abstracto basado en la idea reduccionista de que “como el Estado era obrero”, los trabajadores no tenían de qué defenderse. Muy caro le costará esta ubicación cuando se abra el debate contra la burocracia.

Bajo la presión del levantamiento de Kronstadt (comienzos de marzo de 1921), se dio paso finalmente a la NEP. Se estableció un impuesto en especie a los campesinos y se los autorizó a comercializar libremente el resto de su producción. Muy rápidamente la liberalización del mercado permitió el renacimiento económico (tanto rural como urbano), a punto tal que para 1924 la economía había alcanzado los niveles previos a la guerra mundial.

En el medio, sin embargo, la burocracia comandada por Stalin avanzaba a pasos agigantados para enseñorearse en el partido y el aparato estatal. La izquierda partidaria, muerto Lenin a comienzos de ese mismo año, iniciaba una dura lucha defensiva, y Nicolai Bujarin, luego de dudar un tiempo, terminaba decantándose hacia la derecha (abordaremos este período más adelante).

Comenzaba otra historia. No la de la revolución, sino la de la contrarrevolución burocrática. Un período marcado por un retraimiento profundo de la clase obrera, el vaciamiento de la actividad política de las masas, el reemplazo del principio electivo por las nominaciones desde arriba (elemento que había coadyuvado a la degeneración de los jacobinos, según Christian Rakovsky).

En la transición de la revolución a la contrarrevolución, la guerra civil, saldada exitosamente por los bolcheviques, había dejado su marca indeleble en materia de las prácticas burocráticas de gestión del poder. El factor principal había sido el fracaso de la revolución en Occidente: el aislamiento al que sometió a la revolución, que debió cargar con los gastos sumados de la participación en la Primera Guerra Mundial, la guerra civil y la hambruna agraria de comienzos de los años 20: una cuenta que suma varios millones de seres humanos además de los gastos materiales.

La guerra civil fue así el nexo entre el período ascendente de la revolución y la temprana emergencia del monstruo burocrático, que puede fecharse con un rostro definido desde finales de 1923 (ver el abordaje de este fenómeno en El nuevo curso, que junto con Problemas de la vida cotidiana, son textos de Trotsky que expresaban todavía la frescura de una revolución viva).

 

1.2 Hacia el poder

 

Estas circunstancias marcaron el contexto del bolchevismo en el poder. Una experiencia de la cual debemos obtener enseñanzas críticas escapando de la doble tentación de la justificación dogmática de todo lo actuado y de la simple crítica democratista que aparece hoy en muchos autores.

Desde ya que dicha experiencia, la primera de un gobierno de la clase obrera comandada por los socialistas revolucionarios (si dejamos aparte a la Comuna de París), debe ser revisada críticamente. Rosa Luxemburgo sería la primera en señalar que sería “una loca idea” pretender que una experiencia así, desarrollada en las más difíciles condiciones que se pudieran imaginar, pudiera ser “el pináculo de la perfección”: era inevitable que estuviera plagada de problemas y errores.

Así, se dio la paradoja de que los “años de oro” del poder bolchevique (luego se abriría otra historia) se vieran sometidos a la distorsión de una guerra civil dramática que puso en jaque la existencia misma de la revolución. Por más de cuatro años la guerra civil se enseñoreó sobre vastas porciones de la novel dictadura proletaria. Cometeríamos entonces un error si evaluáramos la “calidad democrática” del gobierno bolchevique haciendo abstracción de dicho evento. La complejidad está en que, de todas maneras, se debe hacer un balance: apreciar cuáles fueron los errores que facilitaron el surgimiento del monstruo burocrático.

Un punto del cual partir es entender que la fórmula de la dictadura proletaria encierra una ecuación algebraica: posee variables independientes en la medida que debe configurarse tanto como una “democracia de nuevo tipo” (para los explotados y oprimidos) como, a la vez, una dictadura de nuevo tipo (sobre los explotadores y el imperialismo), según Lenin.

Se trata de una fórmula variable sin valores fijos, sino a resolver en cada caso histórico concreto, razón por la cual la evaluación del poder bolchevique no puede ser un ejercicio simplista. Debe evitarse una apreciación que justifique todo lo actuado, dando una idea autoritaria de la dictadura proletaria. Pero, también, reiteramos, un ángulo democratista que pierda de vista las duras condiciones de la guerra civil.

Se requiere, entonces, una apreciación circunstanciada para entender que lo que se procesó en esos primeros años de gobierno bolchevique fue una lucha a muerte por la supervivencia de la revolución, en un escenario donde, ante la derrota de la revolución en Occidente, y en las condiciones de una dramática guerra civil, se potenciaron las tendencias a la burocratización. Un proceso complejo frente al cual se debe evitar el error de no separar cuidadosamente las medidas obligadas por las circunstancias de los errores evitables que facilitaron la burocratización stalinista.

Nos preocupan dos cuestiones. Una, trasmitir una idea adocenada de la revolución que perdiera de vista que, en definitiva, la violencia es la partera de la histórica (Engels). Dos, escapar del relato de que los bolcheviques habrían hecho “todo bien”: una afirmación que nos dejaría sin lecciones críticas frente al porvenir.

El primer nudo temático a abordar es la conformación del gobierno encabezado por Lenin. Existe un debate previo vinculado a quién debía tomar el poder. Lenin insistía que el partido tomase el poder; Trotsky afirmaba que, tácticamente, convenía que el Segundo Soviet de toda Rusia fuese el que apareciese realizando esta tarea.

En su Historia de la Revolución Rusa Trotsky insiste en la naturaleza táctica de la cuestión (agregando que tuvo razón en su planteo). Por nuestra parte, entendemos la urgencia e, incluso, desesperación de Lenin, por romper la inercia partidaria y que la clase obrera aprovechara el momento para hacerse del poder. Justamente, en Lecciones de octubre Trotsky subraya cómo los factores inerciales, conservadores, pesan siempre sobre todo partido que se encuentra frente al poder, y que hace a su carácter revolucionario vencer esta inercia.

Michelaux y Sabado (autores de la corriente mandelista) ven sin embargo en esto una cuestión “principista”: afirman que en el planteo de Lenin se podía apreciar un elemento “sustituista” contradictorio con el espíritu cuasi libertario del El Estado y la revolución (obra inconclusa escrita por el revolucionario ruso en agosto de ese mismo año): “Confrontado a los problemas tácticos y estratégicos de la toma del poder (¿quién toma el poder?), Lenin relega la aut-organización a un segundo plano, y no confía más que en la dirección militar bolchevique”, afirman nuestros autores (“Nuestra Revolución Rusa”).

No coincidimos. Opinamos que este abordaje peca de una simplificación democratista de las complejas relaciones entre organismos de poder y partidos. Los soviets eran frentes únicos de tendencias de los trabajadores (en realidad, de los obreros y soldados; posteriormente se erigieron también soviets campesinos). Como tales eran, y debían sostenerse, como los organismos de poder: instituciones basales del nuevo Estado proletario. Sin embargo, en su interior, los soviets estaban marcados por una rica vida política: una dura lucha de tendencias por la dirección.

Si los soviets eran la nueva institución de poder, son los partidos revolucionarios que actúan en ellos los que dan la pelea por que se encaminen hacia la toma del poder, cosa que no había ocurrido hasta ese momento porque los socialistas revolucionarios y los mencheviques tenían por orientación el gobierno de coalición con la burguesía: subordinarlos al poder burgués.

Los bolcheviques pelearon por que los soviets rompieran con la burguesía y asumieran todo el poder, una tarea madurada por el conjunto de las circunstancias. Pero los soviets no pueden desembarazarse de cierta mecánica “parlamentaria”; de ahí la necesidad de que el partido asumiese el “lado práctico” de la cosa. Esto no plantea ningún problema de “sustitución”, sino la simple complejidad de las relaciones entre masas, vanguardia y partido, la división de tareas entre estos términos. El partido no hubiese podido tomar a su cargo resolver esta tarea si no estaba madura, si quedaba alguna duda de que el soviet ratificaría lo actuado por los bolcheviques.

La preocupación de Lenin era correcta incluso si tácticamente fue correcto esperar a la realización del Soviet para anunciar la insurrección, que fue organizada prácticamente por el Comité Militar Revolucionario dirigido por bolcheviques e integrado también por socialistas revolucionarios de izquierda y anarquistas.

No hubo sustitución. El partido asumió la dirección práctica de una tarea que hacía honor a su carácter de organización revolucionaria. Y lo hizo venciendo la fuerte resistencia en contrario que ejercieron Zinoviev y Kamenev (amén de Gorki y otros personajes de prestigio).

 

1.3 ¿Un gobierno de coalición?

 

Conformado el nuevo gobierno bolchevique, uno de los primeros debates que se suscitaron fue la propuesta del gremio ferroviario (influenciado por los mencheviques) para el establecimiento de un “gobierno de coalición” entre todas las corrientes socialistas (revolucionarios y conciliadores de manera indistinta).

Revisando la historiografía sobre la mecánica del funcionamiento soviético (“From February to October”, Lars T. Lihn), entre congreso y congreso se constituía un Comité Ejecutivo que hacía la suerte de “Comité Central” de los soviets. El gobierno de los Comisarios del Pueblo se constituyó así como emanación de dicho Comité Ejecutivo. Apoyándose en esta realidad es que los ferroviarios plantearon la idea de “un gobierno de todas las tendencias socialistas” como algo que debía responder “naturalmente” a la representación de todos los grupos de los soviets en el nuevo gobierno.

Lenin y Trotsky estuvieron en contra de favorecer un “gobierno socialista unificado” de este tipo. Y se entiende: la mayoría de las corrientes socialistas conciliadoras (SR y mencheviques), que acababan de formar parte del Gobierno Provisional presidido por Kerensky, se colocaron abiertamente en contra de que todo el poder pasase a los soviets (y por ende, en contra de la revolución de Octubre misma). Existió, sin embargo, un ala oportunista de los bolcheviques encabezada por Kamenev (y otros bolcheviques conciliadores), que demandó un gobierno “unificado” con las corrientes socialistas bajo la excusa de que los bolcheviques “no quedaran aislados” (el mismo argumento por el cual se había opuesto a la toma del poder en octubre).

SR y mencheviques mayoritarios exigían que Lenin y Trotsky estuvieran “excluidos del gobierno”: una provocación inaceptable. Aun así Kamenev, cediendo a la presión de las circunstancias, se declaró dispuesto a discutir. Trotsky tomó el guante y propuso que el gobierno estuviera conformado en un 75% por comisarios bolcheviques, a lo que los socialistas conciliadores se negaron. Su terror al “aislamiento” era tan grande que perdieron de vista que el acompañamiento que necesitaba el nuevo gobierno no era el de las “cáscaras vacías” en que se iban transformando los partidos oportunistas, sino el apoyo de las masas en el terreno (que beneficiaba holgadamente a los bolcheviques en los centros urbanos, aunque era más débil en el campo).

Un gobierno de coalición junto a los SR de izquierda terminó constituyéndose durante algunas semanas. La escisión izquierdista de los Socialistas Revolucionarios estuvo dispuesta a acompañar a los bolcheviques en la toma del poder (también hicieron lo propio los anarquistas), dándose lugar a su ingreso al gobierno. Sin embargo, su comportamiento irresponsable los llevó a salir del gobierno cuando la firma del Tratado de Brest Litovsk y terminaron atentando contra la vida del embajador alemán en Moscú y contra los dirigentes bolcheviques, incluyendo a Lenin5 (en este último caso la autora fue una militante de los SR de derecha), un comportamiento provocador.

Los mencheviques internacionalistas permanecieron fuera del nuevo gobierno. Pero esto ocurrió por responsabilidad de Martov, que apostó por una orientación de “oposición leal” al nuevo gobierno (Alvin Wartel).

Los mencheviques internacionalistas fueron el ala izquierda del menchevismo durante 1917, y votaron en los soviets en varias cuestiones junto a los bolcheviques. Martov, sin embargo, se negó siempre a romper con el partido mayoritario dirigido por la derecha partidaria. Luego de la toma del poder bolchevique, y con el menchevismo en desbandada, Martov y Dan se hicieron cargo de lo que quedaba del partido, que tuvo momentos de recuperación parcial, por ejemplo, promediando 1918. En 1922 Martov se exiló en Alemania por consejo del propio Lenin, que temió que cayera bajo las “garras” de la Cheka (recordemos que Lenin y Martov eran amigos; Lenin lo tenía en alta estima y siempre lamentó que Martov hubiera quedado del otro lado de la barricada).

Mandel afirma lo mismo: “En rigor, un gobierno de coalición bolchevique, SR de izquierda y mencheviques de izquierda (…) hubiera sido posible. Los bolcheviques no se oponían a esta solución (…). Pero desde el primer momento fue el grupo Martov el que se negó a comprometerse por esa vía” (“1917: ¿Golpe de Estado o revolución social?”).

En igual sentido, Lars T. Lih cuenta cómo Martov y su grupo consideraron que un gobierno de coalición revolucionario con los bolcheviques sería un “sueño irreal”. Por eso suena ilusoria la crítica de Michaloux y Sabado a los bolcheviques cuando le endilgan a Lenin la afirmación: “Ahora que el poder ha sido conquistado, conservado, consolidado entre las manos de un solo partido, no toca compartirlo” (abril 1918). Ésta sería una prueba de los “déficits democráticos” del nuevo gobierno bolchevique.

Nos parece que nuestros autores han ido a buscar dichos déficits en el lugar equivocado. La toma del poder por parte de los soviets fue el acontecimiento central de la Revolución de Octubre: una batalla que sólo los bolcheviques asumieron (ya señalamos que acompañados por SR de izquierda y anarquistas). ¿Cómo se les podía exigir que compartieran el gobierno con las corrientes conciliadoras que se oponían al nuevo poder proletario? Y, para colmo, en las condiciones donde estaba desatándose la guerra civil.

Una cuestión a problematizar es el vaciamiento de los soviets que sobrevino posteriormente. Pero criticar a los bolcheviques por no haber compartido el poder con los socialistas conciliadores no tiene pies ni cabeza. Tengamos presente que las exigencias de los conciliadores eran una burda maniobra para anular lo que los bolcheviques habían conquistado libremente en la lucha política: el derecho a presidir la primera dictadura proletaria de la historia.

Alex Callinicos, del SWP inglés, trae a colación una cita de Lenin sobre los mencheviques que es esclarecedora: “En pocas semanas [en el poder como parte del Gobierno Provisional], los mencheviques y SR asimilaron todos los métodos y formas, los argumentos y sofisterías de los ‘héroes’ europeos de la Segunda Internacional, de los ministerialistas y de toda laya de oportunistas de baja estofa” (International Socialist, otoño 2017).

Los bolcheviques tuvieron déficits durante su gestión. Pero el “hilo rojo” de su actuación debe problematizarse alrededor de la compleja combinación entre dictadura proletaria y democracia socialista planteada por la guerra civil. No hacerlo así daría lugar a una teorización democratista, que bajo la premisa justa de subrayar la importancia vital de la democracia socialista, terminaría trasmitiendo una concepción ingenua de la lucha de clases perdiendo el terreno real en el cual los acontecimientos se desarrollaron.

Sí recogemos la apreciación de Mandel de que en 1920 los obreros consideraban a los mencheviques como un partido soviético (algo válido también para los anarquistas), cuestión que remite al problema del pluripartidismo soviético, a la pluralidad de la representación política dentro de las instituciones obreras y populares, no al monopolio del gobierno como tal. Hay que ser cándido para no darse cuenta de que el poder es algo difícil de compartir: si hay varias sedes del poder no hay poder alguno. Por no hablar de cómo se extreman las cosas en una guerra civil, aspecto que abordaremos más abajo. De ahí que parezca tan ridícula, en definitiva, la exigencia de Michelaux y Sabado de que los bolcheviques “repartieran el poder” con las demás corrientes de los soviets; Callinicos presenta una opinión similar al afirmar que un gobierno de coalición de todos los partidos de los soviets hubiera significado la victoria de la contrarrevolución sobre un régimen soviético paralizado por divisiones internas (International Socialist, otoño 2017).

En realidad, el problema remite a la dialéctica entre organismos de poder y partidos, problemática inevitable en la medida en que no existen organismos de poder sin partidos, como reclamaban erróneamente los anarquistas; volveremos sobre esto. Se trata de un problema vinculado con el vaciamiento de los soviets, pero que es de una índole distinta al del gobierno: se gobierna con quien hay acuerdo programático. El gobierno no puede implicar una proporcionalidad per se independientemente de las posiciones que se defienden, algo que siquiera ocurre en cualquier gobierno burgués de base parlamentaria y que nos suena sindicalista.

Repetimos: una cosa es defender el pluripartidismo en el seno de las instituciones soviéticas, necesidad que quedó marcada a fuego por la experiencia histórica, y otra plantear que los bolcheviques deberían haber compartido el gobierno: “Había que encontrar los medios y las mediaciones para que [las demás fuerzas ‘socialistas’. RS] pudieran encontrar su lugar en el seno del poder soviético” (“Nuestra Revolución Rusa”, ídem), afirmación que sorprende por su ingenuidad voluntarista.

Esto no quiere decir que la norma deba ser el gobierno de un solo partido. Mucho menos la nefasta idea del “partido único” o proscribir a la oposición en los soviets (como erróneamente terminó ocurriendo en 1921). Porque sin diversidad de tendencias políticas, sin lucha de tendencias en las instituciones de la clase trabajadora, no puede haber democracia socialista.

Gobierno e instituciones de representación son instancias distintas que no corresponde solapar; asimismo, es un error completo la idea de que pudieran existir “soviets sin partidos”. Los partidos tienen su derecho a presidir el poder si se lo han ganado en buena ley.

 

1.4 La disolución de la Asamblea Constituyente

 

Otro clásico es criticar a los bolcheviques por la disolución de la Asamblea Constituyente, una reivindicación democrática que venía de la Revolución de Febrero y que el Gobierno Provisional se había negado a concretar.

La elección de los congresistas se hizo por voto universal inmediatamente después de la toma del poder por los bolcheviques, con la dificultad, entre otras, de que los SR de izquierda habían formado un nuevo partido y, sin embargo, la mayoría de derecha se quedó con el monopolio de una representación electa antes de la división.

La Constituyente fue convocada para el 5 de enero de 1918 (ya con el nuevo calendario), expresando una clara mayoría eserista de derecha y un bloque bolchevique importante, pero aun así minoritario. Los bolcheviques la disolvieron fácilmente el mismo día en que se reunió, al negarse la Asamblea a votar en favor de la Declaración de los derechos del pueblo trabajador y explotado emitida por el gobierno de los Comisarios del Pueblo y ratificada en el III Congreso de los Soviets de toda Rusia el mismo mes (y que rememoraba la histórica Declaración de derechos del hombre y los ciudadanos de la Revolución Francesa en 1789, pero sobre bases sociales eran opuestas: una había consagrado la propiedad privada, otra la había abolido).

La Asamblea Constituyente pretendió establecer una competencia de legitimidades. Pero el poder real estaba en manos de los soviets y los bolcheviques, en manos de la revolución proletaria. De ahí que ésta procediera a disolver la Asamblea en tanto institución que no representaba la maduración a la que habían llegado los asuntos, representativa del régimen burgués y superada por el carácter socialista de la revolución. Nadie se mosqueó por esto. La Constituyente disuelta sólo sirvió como talismán para los intentos de legitimación “democrática” de la contrarrevolución blanca y de toda laya de socialistas conciliadores.

También aquí, no obstante, se trata de una solución debida a las circunstancias, no un “principio”, y no quiere decir que en todos los casos se deban rechazar los mecanismos del voto universal, o que en otro escenario no pueda convivir una organización de este tipo con el poder de tipo soviético, aunque subordinada estrictamente a él. Se trata de una cuestión que debe ser apreciada en cada caso concreto según las necesidades de la revolución.

En estas coordenadas quedó planteando el debate en torno a la Asamblea Constituyente, un asunto retomado por Rosa Luxemburgo en su folleto La Revolución Rusa, donde criticaba que los bolcheviques no hubiesen convocado a nuevas elecciones a Constituyente de forma inmediata: “Si la Asamblea Constituyente ya estaba elegida mucho antes del punto crítico (…) la conclusión evidente era liquidar esa asamblea caduca, no nata, y convocar sin tardanza a nuevas elecciones para la Constituyente”.

Michaloux y Sabado retoman el argumento de Luxemburgo. Para ellos, hubiese sido positivo que los bolcheviques convocaran a una nueva Asamblea Constituyente, en todo caso a la salida de la guerra civil: “Todo ocurre como si a partir de entonces [los bolcheviques] juzgaran, tras la insurrección victoriosa y la toma del poder, como superflua toda manifestación electoral general distinta de la renovación periódica de la representación en los distintos soviets. En cierto modo, esta Constituyente se reveló finalmente como caduca desde su formación, pero el proceso que la defendió y defendió la Revolución durante largos meses, proceso de una vibrante aspiración democrática, hacía necesaria una respuesta institucional paralela a la representación soviética y no contra ella” (“Nuestra Revolución Rusa”).

El argumento no es convincente. Todo el problema pasa por la complejidad que entraña el último renglón de nuestros autores: que una eventual nueva Constituyente fuese “paralela y no competitiva” con los soviets y el gobierno bolchevique. Porque desde el vamos la Constituyente planteó una competencia de formas de representación ligadas a la existencia de dos expresiones de poder antagónicas: el obrero y el burgués. Dos legitimidades que aludían a los mecanismos de representación en competencia de la revolución y la contrarrevolución: “Más y más, la Asamblea Constituyente se transformó en el centro de los intentos de golpe blando; esto es, para inducir al poder soviético a salir de la escena de manera amigable” (“From February to October”, Lars T. Lih).6

Sobre esta circunstancia hemos escrito en otras oportunidades, y remite a la apelación al sufragio universal en países heterogéneos socialmente. No olvidemos que la Rusia soviética estaba constituida por una serie de “islas urbanas/obreras” en medio de un océano campesino. Con la Constituyente se planteaba el peligro de que en vez que el proletariado arrastrara al campesinado, como en los soviets, la ecuación se invirtiese: que el campesinado arrastrara a los obreros y que la “revolución burguesa” liquidara la proletaria.

Ésta era la perspectiva defendida por Martov, que pensaba que los soviets debían devolverle la soberanía a la Constituyente para que luego ésta se la devolviera, nuevamente, a los soviets. Pero en este esquema, en definitiva, la soberanía última residía en las formas de la democracia burguesa y no en las de la democracia proletaria, lo que no era una simple formalidad: “Para Martov, (…) la Asamblea Constituyente, a ser elegida sobre la base del sufragio universal (…) era la realización de un ‘mito’ tradicional revolucionario que guardaba en su seno la esperanza de una transformación democrática de la vida política y social rusa (…). De esta guisa (…) los latiguillos y exigencias ‘democráticos’ [son concebidos] (…) mediante el traslado del poder de los soviets a la Asamblea Constituyente y de ahí, una vez más, de vuelta al poder de los soviets, con la sanción de la Asamblea Constituyente” (A. Wartel).

Pero de esta manera, como se ve, la soberanía última salía de los soviets y quedaba en la Constituyente, una institución de poder burguesa. Además, el sufragio universal tiende a disolver los sectores más activos entre los pasivos. Puede ser que sirva como punto de apoyo complementario para lograr una representación ampliada a la de los organismos de poder de la clase trabajadora (no hay nada de principios en contra de esto) que amplíe la base de sustentación de la dictadura proletaria (recordemos que la restricción del sufragio universal Lenin la planteaba exclusivamente para Rusia) hacia más amplios sectores, una cuestión a evaluar en cada caso.

Michaloux y Sabado parecen pensarlo en este sentido cuando plantean que los bolcheviques tendrían que haber convocado a una Constituyente en 1921 como forma de revitalizar la democracia en el país. Pero el argumento nos parece caprichoso. La situación de los bolcheviques era desastrosa. Cargaban con el costo político de una guerra civil destructiva. Un período de tremendas privaciones que los había colocado en minoría, situación que se esforzarían por corregir mediante la NEP. Convocar a una Asamblea Constituyente en esas condiciones habría significado entregar el poder a las corrientes conciliadoras, si no a las abiertamente contrarrevolucionarias.

Nuestros autores afirman que, en todo caso, ese escenario hubiese sido “menos dañino” visto a escala histórica el desastre de la burocratización que vino después: si los bolcheviques perdían la elección a Constituyente seguramente se “recuperarían” cuando los obreros y campesinos “se dieran cuenta de que sólo los bolcheviques defendían las conquistas de la revolución (…). La lucha habría renacido rápidamente para defender por todos los medios las conquistas de la revolución y habría encontrado su traducción política en las siguientes elecciones, renovando la confianza hacia los responsables del cambio social iniciado en 1917 por la revolución y los soviets”…

Pero toda la argumentación es tan absurda como contrafáctica. Primero, nadie le entrega tan suelto de cuerpo el poder a la contrarrevolución. Hay candor (¡por decir lo menos!) en la afirmación de que “no importaba si se perdía una elección” porque se “ganaría seguramente en la próxima”. Si el monstruo burocrático se puso de pie (en las condiciones del asilamiento en la que quedó la Revolución Rusa), hay que balancear qué es lo que realmente se hizo mal; qué es lo que se podría haber evitado en vez de hacer pasar una perspectiva simplista (democratista) como eventual “solución de los problemas”.

Otro problema que tiene el abordaje de Sabado y Michelaux es que pasan por alto que las herramientas mediadoras son los partidos. Si los bolcheviques hubiesen convocado a una Constituyente en ese momento, habrían creado una institución rival a los soviets y a su propio poder. Es afirmar que lo mejor que les podría haber pasado era que “dejaran el poder”, vía liquidacionista que no soluciona ningún problema.

¿En qué mundo real una organización deja, motu proprio, el poder? Para colmo, en la perspectiva de un retorno burgués, un argumento que ya luce hasta criminal vistos los costos de la contrarrevolución en el siglo XX. Este problema se planteó concretamente cuando el levantamiento de los marinos de Kronstadt (1921), con Lenin preguntándose si había alguna posibilidad real de una tercera alternativa entre el poder bolchevique y la contrarrevolución burguesa: “Lenin no quería ceder a la reivindicación económica de los amotinados hasta que la insurrección fuera liquidada (…) para él, una tercera vía, ilusoria, entre los rojos y los blancos, no podía decantar en otra cosa que no fuese la restauración capitalista” (Jean-Jacques Marie, 2005). Incluso Alvin Wartel, crítico burgués liberal del gobierno bolchevique y simpatizante de la figura de Martov, afirma lo mismo: la alternativa histórica efectiva al bolchevismo durante la guerra civil no era la “democracia” sino la dictadura militar contrarrevolucionaria y el Terror Blanco.

Hay que insistir, además, que cuando se habla de instituciones, esto es, de formas de representación política, no se refiere simplemente a clases y fracciones de clase en general sino a partidos, corrientes políticas que se organizan para defender un determinado programa y que en el caso de la Revolución Rusa, sacando a los bolcheviques, estaban en oposición frontal al curso socialista de la revolución.

La Constituyente ilustró que no había modo de que las “formas democráticas” y el contenido social de la representación no fueran estimadas de manera combinada. Daniel Bensaïd insiste en la necesidad de romper con la identificación mecánica entre una representación política y su contenido social, por ejemplo, respecto a que la clase obrera pueda tener varios partidos revolucionarios. Esto es correcto siempre y cuando esta necesaria dialectización de ambos términos no los termine escindiendo. Así, nuestra apelación a la democracia socialista es siempre como vehículo de la representación de los explotados y oprimidos, de sus intereses inmediatos e históricos; no una apelación democratista, abstracta, que termine enmascarando otros intereses sociales: “Kautsky (…) no se pregunta de qué clase era órgano la Asamblea Constituyente en Rusia” (Lenin, El renegado Kautsky).

De manera contemporánea, también en la revolución alemana se planteó la relación entre los embrionarios soviets y formas de representación y poderes alternativos surgidos en la Revolución de Noviembre de 1918 (como la República Consejista de Baviera, que duró unos meses) y la Asamblea Constituyente que convocaron socialdemócratas y burgueses para echarle agua al fuego de la revolución. En ese caso, se trataba de una Constituyente en la que había que participar dado el desarrollo todavía inmaduro del proceso revolucionario, sin menoscabo de dar la pelea contra la subordinación de las expresiones de doble poder. Rosa Luxemburgo defendió esta participación en el Congreso de fundación del Partido Comunista Alemán (diciembre 1918), pero perdió la discusión ante una base partidaria joven, inexperta e izquierdizada, incapaz de superar de manera correcta la experiencia del oportunismo socialdemócrata.

Pero en Rusia, había que combatir para que la Constituyente no liquidase las expresiones de poder obrero, que fue lo que ocurrió: se inscribió a los soviets como institución subordinada en la nueva Constitución burguesa. El centrismo oportunista los reivindicó como meras “organizaciones de combate de una sola clase” (Martov), y no como institución de poder de la clase obrera extensible hacia el conjunto de los explotados y oprimidos: postuló que la única organización de poder debía ser la Constituyente (Kautsky).

Trotsky cuestionó el criterio democratista incluso para la evaluación de los soviets afirmando que, en definitiva, lo que cuenta es el contenido real de la representación: si dichos organismos son la expresión viva de la revolución (Lecciones de Octubre). Sin dejar de ser correcta esta apreciación, cabe agregar que la experiencia histórica ha marcado a fuego la importancia estratégica de que los trabajadores se doten de organismos de representación, a la vista del dramático problema que fue para la Revolución Rusa el vaciamiento de los soviets ocurrido bajo las tremendas condiciones de la guerra civil. Los mejores elementos del proletariado fueron enviados al frente. Sucedió un retraimiento de la clase obrera bajo el hierro de las dificultades de la contienda. El desangre numérico de las ciudades proletarias golpeó antes que nada a la ciudad cuna de la revolución: Petrogrado (y también a Moscú, la nueva capital de la República Soviética). La mayoría de las corrientes socialistas conciliadoras se pasaron a la oposición contrarrevolucionaria.

En estas, condiciones la dinámica de la representación se deslizó, insensiblemente, para el lado del “partido único”, y se perdió de vista la necesidad del pluripartidismo soviético, incluso para que el partido revolucionario en el poder no se vea sometido a presiones sociales que lo degeneren: “Devenido partido único, el partido bolchevique quedó condenado, en tanto que tal, a devenir el campo de batalla obligatorio para el enfrentamiento de fuerzas sociales del país en el momento que la NEP hacía revivir las franjas burguesas y pequeño burguesas [por no olvidarnos del surgimiento de la burocracia. RS]”, señala Broué.

Es clásica la sentencia presentada por Trotsky: “La prohibición de los partidos de oposición produjo la de las fracciones [en el seno del partido bolchevique]; la prohibición de las fracciones llevó a prohibir el pensar de otra manera que el jefe infalible. El monolitismo policíaco del partido tuvo por consecuencia la impunidad burocrática que, a su vez, se transformó en la causa de todas las variedades de desmoralización y corrupción” (La revolución traicionada). La guerra civil fue la cocina donde a fuego lento comenzó la cocción de una serie de prácticas que luego facilitaron la burocratización de la revolución.

En cualquier caso, y más allá del problema del vaciamiento de los soviets, lo que interesa acá es que la Asamblea Constituyente era una institución rival al novel poder proletario: una institución burguesa. Es un error criticar a los bolcheviques por disolverla, sin menoscabo del alerta de Rosa Luxemburgo acerca de la importancia estratégica de la democracia socialista en el contexto de la dictadura proletaria; una enseñanza de valor universal.