Roberto Sáenz
El 14 de julio de 1789, el pueblo de París tomó la Bastilla, fortaleza y símbolo del despotismo del Antiguo Régimen y la Monarquía absoluta. Con este acontecimiento trascendental comenzaba la Revolución Francesa, una de las más profundas de la historia.
“La reacción política que comienza antes del Termidor consiste en que el poder comienza a pasar, formalmente y en los hechos, a las manos de un número de ciudadanos más y más restringido. Las masas populares, al comienzo por una situación de hecho, posteriormente de manera legal también, fueron poco a poco excluidas del gobierno del país”
Christian Rakovsky
Terror Rojo y guerra civil
Dediquémonos ahora a profundizar en el proceso específico que llevó al hundimiento de los elementos de la democracia socialista en el seno del gobierno bolchevique. Un capítulo particularmente delicado del gobierno bolchevique es el del Terror Rojo y la formación de la Cheka. Aunque esta última fue formada a finales de diciembre de 1917 bajo el nombre de “Comisión extraordinaria panrusa para la lucha con la contrarrevolución y el sabotaje” (abreviada bajo el nombre Cheka, que quiere decir “comisión extraordinaria”), el Terror Rojo terminó declarándose recién medio año después en respuesta al intento de asesinato de Lenin por la socialista revolucionaria de derecha Fanny Kaplan en agosto de 1918 (en esa jornada fue asesinado Moisés Uritsky, comisario del pueblo del Interior y jefe de la Cheka de Petrogrado). Horas después del atentado se emitió un decreto oficial llamando al “terror masivo” contra todos los enemigos de la revolución reflejando la lógica de hierro de la guerra civil: golpe por golpe.
Antes de proseguir, conviene caracterizar primero la contrarrevolución blanca. Mandel insiste que tenía características fascistas o semifascista: hubiera sido una contrarrevolución burguesa y no feudal, restableciendo el zarismo como institución política y la propiedad privada. Más difícil era la vuelta a la servidumbre, que había sido abolida por el zarismo en 1861.
En cualquier caso, lo importante aquí es la exasperación de los desarrollos con el desencadenamiento de la guerra civil,; el desatarse de las “Furias del Terror” y su tendencia intrínseca a la radicalización: “No puede haber revolución sin contrarrevolución; son fenómenos y procesos inseparables, como la verdad y la falsedad: ‘Como la reacción está ligada a la acción’, están unidas entre sí propiciando una ‘acción histórica que es al mismo tiempo una dialéctica y que está empujada por la necesidad’” (Arno Mayer citando a Hanna Arendt, 2014: 63).
Serge había señalado que la guerra civil era la más terrible de todas las guerras, donde se rompen todos los vínculos de solidaridad entre las clases sociales, en la cual se enfrentan vecinos contra vecinos que se conocen las caras y compartieron algún tipo de cotidianeidad. Trotsky insistía en que no había manera de que una guerra civil se llevara adelante mediante métodos “humanitarios”: era inconcebible sin toma de rehenes, fusilamientos y justicia sumaria.
Hay que entender la mecánica del enfrentamiento “ojo por ojo, diente por diente” que plantea una confrontación de este tipo, el hecho que el bando proletario no pueda mostrar debilidad. El que muestre debilidad estará perdido porque se trata no solamente de ganar la guerra en el terreno militar sino de arrastrar, también, a la población neutral, que se definirá tanto por lo que comprenda que tiene en juego (derechos adquiridos como la tierra a los campesinos) como por aquel bando que se pueda imponer. De hecho, los campesinos cambiaron de bando varias veces en la guerra civil, y si se terminaron decantando por los bolcheviques es porque intuyeron que el triunfo de los Blancos habría significado la restauración de la propiedad de los grandes señores: “El terror implica la intimidación, las amenazas, los arrestos preventivos. Evocando los precedentes históricos, las revoluciones inglesa y francesa, la Guerra de Secesión y la Comuna de París, Trotsky explica que la ‘intimidación’ es uno de los más poderosos medios de acción política” (Broué, Trotsky: 205), y que la clase obrera no podía pasar por una guerra civil prescindiendo de ellos.
Es conocido cómo los comuneros de París pagaron muy cara su magnanimidad, un balance destacado por Trotsky en Comunismo y terrorismo (en un tramo valioso de esa obra en general equivocada que defiende la militarización del trabajo, entre otros problemas). Arno Mayer recoge el testimonio de la represión ejemplificadora de Thiers, el jefe de la III República burguesa fundada sobre la derrota de la Comuna, con 30.000 comuneros fusilados. En el mismo sentido Mandel destaca las características de la guerra civil: “En el frente blanco los procesos son muy cortos. Cada soldado es interrogado, y si admite ser comunista inmediatamente es condenado a muerte, fusilado. Los rojos lo saben perfectamente” (testimonio de un periodista reaccionario en plena guerra civil, “Octubre de 1917: ¿Golpe de Estado o revolución social?”).
Esto nos lleva a la problemática del Terror Rojo, desatado en respuesta al Terror Blanco de la contrarrevolución. Hubo también elementos de Terror Verde campesino (mayormente contra los bolcheviques) y terribles pogromos contra los judíos (asimismo embanderados del lado de la revolución): “En 1918-21, Ucrania fue el escenario de los peores pogromos –masacres perpetradas contra las comunidades judías– que Europa conociera hasta la ‘solución final’ de los nazis. Según Zvi Gitelman, hubo 2.000 pogromos, 1.200 de ellos en Ucrania. El autor estima en 150.000 el número total de víctimas.
“Estas masacres iban acompañadas de inauditas crueldades: los hombres eran enterrados hasta el cuello y morían bajo los cascos de los caballos que eran pasados sobre ellos, o eran literalmente despedazados por caballos que tiraban en direcciones opuestas. Los niños eran estrellados contra los muros ante los ojos de sus padres; las mujeres embarazadas eran un blanco favorito, y sus fetos eran asesinados frente a ellas. Miles de mujeres fueron violadas y a consecuencia de esta experiencia cientos de ellas perdieron la razón” (Mandel, ídem).
El debate sobre el terror es complejo. Se plantea como necesidad en la guerra civil. Desde ya que no es una norma de la dictadura proletaria. Si no hay guerra civil, no tiene que haber terror. Tampoco es el método de la clase obrera para despachar los asuntos, como sí fue entre los jacobinos, y no solamente por las condiciones de la guerra contra las potencias extranjeras y la contrarrevolución interior, sino también porque, en cierto modo, los jacobinos estaban “suspendidos en el aire”. En última instancia, el terror no puede resolver lo que la revolución no da social y políticamente por sí misma. Por eso Lenin y Trotsky hablan de él como síntoma de un gobierno débil. Esto también se plantea en el debate sobre la supuestamente inevitable “prematuridad” de la revolución según el joven Lukacs (ver Historia y consciencia de clase), un abordaje izquierdista unilateral de esta problemática.
La clase de referencia a la que representaban los jacobinos, la burguesía, los acompañó en su radicalización por razones de oportunidad. Si tácticamente los dejó correr, fue sólo por un período determinado, excepcional, mientras duró la guerra. En cuanto los jacobinos resolvieron con éxito esta tarea, fueron borrados del mapa en el Termidor de 1794 (28 de julio según el calendario gregoriano), cuando Robespierre y los suyos fueron guillotinados. Los jacobinos habían tomado medidas como el tope a los precios del pan y otros bienes de consumo elementales, lo que cuestionaba en los hechos, no de manera principista, la propiedad privada y el libre mercado; una concesión a los sectores populares de Paris. En cuanto cayeron, estas medidas fueron archivadas. La Revolución Francesa se había hecho para establecer la propiedad privada, no para dar paso a cualquier perspectiva socializadora.
Paradojas si las hay, su caída ocurrió sin resistencia de parte suya. La dirección jacobina se encontró en el “limbo” en cuanto el abismo se abrió bajo sus pies; expresaron el desfondamiento de su base social en la medida en que habían pasado por la guillotina a los dirigentes de los sans coulottes de París (hebertistas y enragés), así como inmediatamente después pegaron sobre el ala derecha de su propio grupo, ajusticiando a Danton y otros dirigentes.
Utópicamente, Robespierre creyó posible suprimir las contradicciones sociales mediante el método expedito del terror. No fue el caso de los bolcheviques: Lenin y Trotsky fueron siempre explícitos en que el terror significaba medidas de excepción dictadas por la guerra civil, no algo “virtuoso” en sí mismo: “En una revolución, el terror es un signo, un síntoma de debilidad, no de fuerza”, había dicho Trotsky ante la comisión Dewey. Porque, como ya hemos señalado, si un gobierno es fuerte, si le alcanza con su legitimidad, no necesita del terror. Ambos dirigentes habían estudiando las enseñanzas de la Comuna de París, que mostró los peligros de la ingenuidad. Lenin había hecho hincapié en las adquisiciones positivas de la Comuna, al igual que Marx. Pero Trotsky alertaría contra la magnanimidad en medio de la guerra civil.
Otra cosa es que tuvieran la suficiente conciencia de las consecuencias no queridas de la guerra civil: la militarización de la sociedad a la que llevó dicho enfrentamiento, que tuvo por corolario estrechar hasta límites dramáticos cualquier ejercicio real de la democracia socialista.
Los teóricos de la burguesía se han agarrado siempre del terror para condenar la revolución, para asimilarla a la contrarrevolución burocrática (o incluso fascista). Furet, Arendt y demás teóricos del “totalitarismo” repitieron esta cantinela en las últimas décadas, que tiene antecedentes en la condena desde la derecha del terror jacobino; un juzgamiento que se solapaba con la crítica a la Revolución Francesa misma.
En definitiva, el terror revolucionario en la revolución proletaria es una necesidad impuesta por las condiciones de la lucha, no una norma a ser promovida en toda revolución. Una necesidad que debe ser planteada siempre al servicio del fortalecimiento del poder de la clase obrera, y no de su sustitución al frente del nuevo Estado proletario.
Esto nos lleva, ahora sí, a la discusión acerca de la Cheka. Mandel afirma que por sus características “profesionales”, la Cheka terminó demostrándose un error: alimentó una práctica sustituista. Subraya su tendencia a escapar de todo control, incluso a la corrupción, porque la Cheka administraba los bienes apropiados a las víctimas de la represión. Señala que la Cheka había sido una creación más de los SR de izquierda que de los propios bolcheviques: “La tendencia de la Cheka a volverse un aparato autónomo, cada vez menos controlable, estaba presente desde los inicios (…). Serge utiliza el término ‘degeneración profesional’. Ésta es la razón por la cual nuestra conclusión es, sin duda, que la creación de la Cheka fue un error” (Mandel, ídem).
La complejidad del tema es evidente. El stalinismo se apoyó en este precedente para llevar adelante la represión contra la revolución. También es verdad que es difícil pensar en una guerra civil sin policía política. Pero eso no le quita en nada la agudeza al planteo de Serge: las tendencias a la autonomizarían de la Cheka, las “deformaciones profesionales” que una actividad así implican incluso si entre los chekistas se hallaran muchos de los mejores militantes bolcheviques. Tenían un atuendo particular: unas chaquetas de cuero negro que los identificaban. Se consideraban “la brigada de avanzada de la revolución”.
Hay que tener presente que su actividad entrañaba un elemento de sustitución que, lamentablemente, dio lugar a deformaciones burocráticas (como vimos, el propio Lenin no estaba seguro de poder proteger a Martov de la Cheka). Se trata de un tipo de prácticas que tienden a desmoralizar a los que las ejecutan, y que luego serían instrumentalizadas por el stalinismo con otros fines: “Trotsky no disimulaba los peligros de corrupción y descomposición moral que una actividad de este tipo puede engendrar en sus propios rangos, y por eso no cesa de insistir en la necesidad de reclutar a los mejores comunistas para integrar sus filas” (P. Broué, Trotsky: 204).
En todo caso, se trata de una problemática muy compleja sobre la que hay que seguir reflexionando.
El X Congreso del Partido Bolchevique
Las cosas se pusieron difíciles para la revolución a comienzos de 1921. El período fue definido por Lenin como de “crisis general de la revolución”. Los bolcheviques venían de cometer varios errores. Entre ellos, la fallida ofensiva sobre Polonia. Pero, sobre todo, pesó el retraso en acabar con el comunismo de guerra, que terminó poniendo a la mayor parte de la población contra el gobierno.
Es en ese contexto que, como “contrapeso” al desarrollo de prácticas de mercado por la implementación de la NEP, y ante los peligros que consideraba acechaban al partido de una posible división, Lenin comete el grave error de promover la prohibición de las tendencias y fracciones dentro del partido en el X Congreso de marzo de 1921. Lenin lo había pensando como una medida de “excepción”, pero esto no quedó plasmado en la resolución. Para colmo, tenía cláusulas secretas que prohibían, incluso, los grupos de opinión. Es sabido que Stalin se tomó de esta resolución cuando comenzó la lucha por la sucesión (en realidad, la pelea contra la burocratización de la revolución).
El error de suprimir la democracia partidaria fue de alcances universales: terminó matando la única institución de la dictadura proletaria donde sobrevivía la democracia socialista. Porque así como es inconcebible un partido revolucionario sin centralización, también lo es sin debate democrático en sus filas. Deja de ser un partido porque, en definitiva, es una organización política, no una mera herramienta administrativa.
Sin intercambio de ideas, sin que el debate político llene todas sus venas, sin que se exprese la diversidad de puntos de vista, el partido muere en tanto que organización política: “Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que solo queda la burocracia como elemento activo” (Rosa Luxemburgo, La Revolución Rusa).
Si bien Rosa estaba refiriéndose aquí al régimen político de la dictadura proletaria, sus consideraciones tienen validez para el partido revolucionario en el poder. De ahí que parezca haber cierta inspiración “luxemburguista” en el Nuevo Curso de Trotsky (1923). Quizá no estaba haciendo más que recuperar intuiciones que había planteado en su folleto de juventud Nuestras tareas políticas (1904), que si bien era unilateral (Trotsky había esgrimido erróneamente ideas “democratistas” contra el ¿Qué hacer? de Lenin), no habían sido dejadas de lado por Trotsky en todo lo que tenían de correcto respecto de los alertas sobre el sustituismo de la clase obrera.
Antes de proseguir hagamos un señalamiento respecto del levantamiento de los marinos de Kronstadt a comienzos de 1921. La guerra civil acababa de terminar. Pero desde las ruinas y los destrozos dejados por ella, del hambre que campeaba entre amplios sectores obreros y campesinos por la desorganización económica, del constante “rumiar” de las tendencias no bolcheviques, surgió el levantamiento de Kronstadt. No compartimos la afirmación de Sabado y Michelaux de que el doloroso tratamiento de esta rebelión haya sido “un crimen contra la revolución”: “Fuesen los que fuesen los peligros que estos últimos [los insurgentes de Kronstadt. RS] hacían correr a la revolución al sublevarse, la violencia de esta represión no tiene justificación”, afirman, en consonancia con casi todas las variantes y corrientes del mandelismo.
Compartimos, sí, la definición de Trotsky, que situó dicha represión como una “trágica necesidad” (que no es lo mismo que un “trágico error”, como lo califica Samary). La rebelión surgió, es verdad, de errores de apreciación de los propios líderes bolcheviques, en el sentido del retraso en pasar del comunismo de guerra a las medidas de liberalización del mercado que se afrontarían con la Nueva Política Económica. Sin embargo, el gobierno bolchevique no podía darse el lujo de soportar una rebelión armada (en los hechos apoyada por la contrarrevolución) en las mismas narices de la capital de la revolución, Petrogrado. Una capital que, para colmo, venía sufriendo una ola de huelgas recientes por cuenta del descontento obrero con el extremo racionamiento económico. La influencia de los mencheviques se hacía sentir en Petrogrado, así como la de los SR y anarquistas en la base naval de Kronstadt.
Jean Jaques Marie, eminente historiador trotskista, considera que el libro del historiador anarquista Paul Avrich, La tragedia de Kronstadt, es una de las principales, si no la principal, obra sobre la rebelión. Se trata de un autor crítico del bolchevismo, evidentemente, que, de todos modos, da la siguiente definición sobre el levantamiento: “En el caso de Kronstadt, el historiador puede permitirse afirmar que su simpatía está con los rebeldes, sin menoscabo de reconocer que la represión fue justificada” (J-J. Marie 2005: 11).
Todas las tendencias del partido (incluyendo en esto a los decistas y la Oposición obrera) votaron la intervención militar en Kronstadt. Zinoviev (jefe del partido en Petrogrado) había hecho demagogia alrededor de la “democracia socialista” (en el contexto del debate sobre los sindicatos), un factor que ayudó a desestabilizar la situación en la región; Zinoviev era el presidente del partido en la ciudad. Hizo esto para virar luego hacia formas demasiado rudas con los rebeldes.
También es verdad que Tujachevsky comandó las operaciones militares sin miramientos. Siguiendo a Avrich, Broué señala que los caídos en la reconquista de la fortaleza de parte del Ejército Rojo fueron 10.000; del lado rebelde, sólo 600. Esto es lo que explica, quizá, la dureza de la represión comandada por Dzerzhinsky una vez que los rebeldes fueron reducidos. Pero qué otra cosa podía hacerse cuando los marinos de la guarnición de Kronstadt, exasperados por las condiciones de vida dramáticas hacia el final de la guerra civil, fueron instrumentalizados por las fuerzas contrarrevolucionarias. Si bien Marie señala que la única apreciación honesta del levantamiento es que fue espontáneo, otra cuestión es que de inmediato despertó todas las expectativas entre la contrarrevolución en el exilio, y que a posteriori sus dirigentes terminarían siendo instrumentalizados por la reacción. Hay que tener en cuenta que su programa exigía, en los hechos, la conformación de soviets sin partidos: “La resolución votada será frecuentemente resumida por la consigna: ‘soviets sin comunistas’, aparecida por primera vez en un motín de hambre en Murmansk… en mayo de 1918 y retomada en numerosos levantamientos campesinos. Este slogan no figuraba en la resolución, pero el desenvolvimiento de la misma irá en ese sentido” (J. J. Marie: 141). Es decir, que los bolcheviques depusieran el poder.8
Se trata de un debate complejo: “Tomando en cuenta el hecho de que la guerra civil todavía no había terminado, [se trata] de una cuestión de juicio político, táctica, y no de una cuestión de principios. La dificultad del debate reside en el hecho de que la mayor parte funda su juicio, en lo esencial, en apreciaciones puramente políticas: naturaleza de las reivindicaciones, naturaleza de las fuerzas políticas presentes, etc. Desde nuestro punto de vista, en una situación de guerra civil lo que resulta decisivo es la naturaleza de las fuerzas sociales presentes (y sus ‘lógicas’). (…) Con todo, la información de la que actualmente disponemos no permite sacar conclusiones definitivas (…). Según unos (…), lo que se planteaba (…) era el problema de la democracia soviética, proletaria (…). Según otros, sobre todo Trotsky (…), había que negociar (…), pero no ceder a una dinámica social que podía reforzar la amenaza contrarrevolucionaria sobre Petrogrado, una amenaza nacional e internacional, porque el deshielo de las aguas podía abrir la puerta de Kronstadt a la flota blanca del Báltico” (Mandel, cit.).
A nuestro modo de ver, y en vista de los estudios tanto de Avrich como de Marie, los bolcheviques no tuvieron otra alternativa que reprimir el levantamiento, dando simultáneamente el giro (tardío) hacia la NEP: terminar con la requisa de granos exigida por el creciente descontento campesino, pasar al libre comercio del excedente, etcétera. Esto aplacó los ánimos en todo el país y marcó el final del comunismo de guerra.
Lo que sí ofrecía otro camino, y es parte de un consenso mucho mayor, es el grave error de la prohibición de fracciones que votó el X Congreso, a lo que hay que sumarle la perjudicial prohibición de lo que restaba del pluripartidismo en el seno de los soviets (lógica consecuencia de la resolución anterior, medida concretada a comienzos de 1922).
En ese momento existían en el partido al menos el grupo Centralismo Democrático (una tendencia formada en 1919 y dirigida por Sapronov y Smirnov), la Oposición Obrera de Alexander Schliapnikov y Alexandra Kollontai y otros grupos menores. Además, recientemente había ocurrido el debate sobre los sindicatos, que dividió en una agria disputa a Lenin y Trotsky, éste último apoyado por Bujarin, que durante mucho tiempo había dirigido la fracción izquierdista que se opuso al Tratado de Brest-Litovsk. En total, unos ocho grupos de opinión.
Lenin pensó dicha prohibición como una medida “provisoria”. Pero el error demostró una grave falta de comprensión acerca de la dinámica de conjunto del poder bolchevique: el alcance real de la deformación burocrática acumulada por cuenta de la guerra civil, del cansancio y destrucción de las fuerzas del proletariado, del vaciamiento de los soviets, del aislamiento internacional de la revolución.
Lenin no tuvo el cuidado de definir explícitamente como “transitoria” la resolución de interdicción de las oposiciones en el seno del partido. A un grave error le sumó otro: “El texto de Lenin, adoptado con sólo 30 votos de oposición, no menciona que la supresión del derecho de fracción y de tendencia es temporal. Este texto comprende, además, una disposición secreta que prohíbe igualmente los grupos. Será utilizado posteriormente por la fracción Stalin por un plazo indefinido”. Es interesante lo que plantea Serge al respecto en su texto “A 30 años de la Revolución Rusa”: los bolcheviques se “enloquecieron ante la sublevación de Kronstadt”; lo “natural hubiese sido aflojar la armadura del gobierno con una política de tolerancia y reconciliación hacia los elementos socialistas y libertarios dispuestos a situarse sobre el terreno de la constitución soviética”.
Agrega que los bolcheviques tuvieron “temor a abrir la competencia política” a mencheviques y socialistas revolucionarios; un error que considera el más grave de Lenin y Trotsky en el poder, aunque al mismo tiempo subraya que su apuesta era a la revolución mundial como alternativa salvadora.
Hubo un fallo en la apreciación de la dinámica y naturaleza del proceso de burocratización. Esto es notorio en la angustia expresada por Lenin a partir de octubre de 1922, cuando se repone de su primera caída en la enfermedad. Angustia frente a Stalin, que había sido nombrado secretario general del partido a comienzos de ese mismo año.9
El problema era que si los soviets estaban vaciados, si no había otro ámbito de democracia socialista que no fuese el partido, si la guerra civil y el retraimiento de los trabajadores estaban introduciendo deformaciones burocráticas en el funcionamiento del Estado obrero, coartar la libertad de debate político y de tendencias en el seno de un partido que era el depositario último de la democracia socialista fue, insistimos, un dramático error: “El error de Lenin y Trotsky fue teorizar y generalizar las excepcionales condiciones del momento. Desde el comienzo de la NEP (…) el debilitamiento numérico y el desclasamiento de la clase obrera se habían detenido (…). Justo en ese momento, la progresiva ampliación de la democracia soviética hubiera podido acelerar el restablecimiento sociopolítico de la clase obrera, facilitando su lenta repolitización. Pero al reducir, en ese momento preciso y de manera draconiana, lo que todavía subsistía en materia de democracia, los dirigentes soviéticos agravaron la despolitización del proletariado y del partido” (Mandel, cit.).
Broué señala lo mismo: la paradoja de haber permitido la existencia de otros partidos soviéticos durante la guerra civil y prohibirlos al finalizar ésta: “Las organizaciones concurrentes del partido habían sido prohibidas de hecho, golpeadas por los arrestos masivos, y también parcialmente por las autorizaciones a emigrar al exterior. Se puede estimar, junto con Avrich, que la oposición política en la URSS había sido reducida a silencio para el fin de 1921” (Trotsky: 235). La promesa era, aparentemente, legalizarlos después del conflicto civil. El historiador francés informa que en 1919 Trotsky había considerado “un triunfo” que Martov hubiera empleado la palabra “nosotros” por referencia al poder de los soviets y “nuestro” a propósito del Ejército Rojo. Cuenta también como delegados mencheviques y SR habían sido oficialmente invitados en diciembre de 1920 al VIII Congreso Panruso de los soviets, donde habían tomado la palabra y desarrollado sus críticas a la política bolchevique. Sin embargo, sería la última vez que se presentarían ante los soviets, circunstancia justificada a los ojos de Lenin y Trotsky por el desastre en que se encontraba el país a la salida de la guerra civil, por lo mal que estaban los bolcheviques ante la “opinión pública”, por la consideración de que cualquier otra tendencia “socialista” que no fuera bolchevique sería un instrumento, más allá de cuán conscientemente lo asumiera, de la restauración capitalista
Alvin Wartel afirma que los mencheviques estaban recobrando terreno a pesar de los obstáculos que enfrentaban. Tan tarde como en 1920 consiguieron la elección de 45 delegados al soviet de Moscú, 225 en Jarkov e importantes delegaciones en decenas de soviets. En muchos sindicatos los mencheviques y sus partidarios “eran muy superiores al haz de comunistas carentes de popularidad que dominaban los organismos sindicales, y en tres sindicatos por lo menos, los mencheviques dominaron hasta 1921 a pesar de todos los esfuerzos comunistas por desalojarlos.
“Y lo que era más alarmante desde el punto de vista comunista era que hasta los propios comunistas estaban comenzando a escuchar con respeto, hacia 1920, lo que decían los mencheviques. Se habían acabado los días, como sucedió en 1918 o 1919, en que la palabra ‘libertad’ en boca de un menchevique era saludada por los comunistas con silbidos, rechiflas y gritos de ‘vergüenza’. Se acercaba rápidamente el momento en que sería preciso dar pleno reconocimiento legal a los partidos socialistas o destruirlos” (Wartel, ídem).
En mayo de 1921 el partido menchevique fue oficialmente proscripto y se convirtió en blanco de severas medidas de supresión. Para 1922, la “oposición leal” de los mencheviques había dejado de existir.
Como para entender el contexto es interesante lo que plantea Eric Blanc: “En su reciente estudio sobre el socialismo libertario en Rusia, el historiador ruso Vladimir Sapon concluye que la derrota de la democracia soviética estuvo determinada, ante todo, por el catastrófico contexto objetivo de finales de 1918: ‘Esta idea la confirma el hecho de que en las áreas donde anarquistas y neopopulistas de izquierda consolidaron su hegemonía política en el período del primer gobierno soviético, estaban no menos inclinados hacia la dictadura de partido que los bolcheviques a nivel de toda Rusia’” (“¿Fue inevitable el stalinismo?”).
Aun con todos los riesgos, porque los mencheviques no habían dejado de ser una corriente reformista y pro burguesa, la prohibición de los demás partidos soviéticos, lo mismo que la de las fracciones en el seno del partido, se pagó muy caro, entre otras múltiples razones porque sirvió como antecedente y justificación legal a Stalin para actuar con la “ley partidaria” en la mano a la hora de suprimir las oposiciones que vinieron después.
Acabó con lo que quedaba de la democracia socialista. Y, con eso, se comenzó a matar, también, a la propia dictadura en tanto que dictadura del proletariado.
De Robespierre a Lenin
Para la evaluación crítica del poder bolchevique es interesante comparar a Lenin con Robespierre. Éste último presidió, como es sabido, el año más candente de la Revolución Francesa (1793-94). Las diferencias son de calidad. En el caso de Robespierre, que ha sido condenado por toda la historiografía burguesa, se trata del punto más alto en la radicalización de la Revolución Francesa. Siendo contrario a la guerra, no escatimó esfuerzos en tomar las extremas medidas que ésta demandaba para defender la revolución contra los ejércitos contrarrevolucionarios de la Santa Alianza.
Dichas medidas incluyeron la leva en masa (que dio lugar a la creación de los ejércitos modernos), el máximo a los precios del pan y los alimentos (bajo la presión de los sectores populares de París), la estatización de los bienes eclesiásticos y de los emigrados contrarrevolucionarios, la descristianización, amén de tratar de poner en pie una religión laica.
Sin embargo, tomó estas medidas con los métodos burgueses del “bonapartismo revolucionario”, del sustituismo social de los explotados y oprimidos, y sin cuestionar la propiedad privada desde el punto de vista principista. De ahí que Trotsky caracterizara agudamente a los jacobinos como “utopistas de la igualdad sobre la base de la propiedad privada”.
Si Robespierre y Lenin pueden ser asimilados como gobiernos revolucionarios en condiciones de guerra civil, ahí termina la analogía. Es que, como acabamos de señalar, el de Robespierre fue un gobierno “bonapartista revolucionario”. El de Lenin fue de una naturaleza social y política completamente diferente: una dictadura proletaria sometida a las distorsiones de las condiciones de una guerra civil, agravadas por el aislamiento internacional al que terminó viéndose sometida la revolución.
“Toda revolución es una guerra civil, puesto que se trata de reconfigurar la propiedad, y la propiedad, junto con la vida, es lo que resulta más caro al hombre”, dirá Mathiez, historiador clásico de la Revolución Francesa. Ambos gobiernos revolucionarios difieren por su naturaleza de clase. Robespierre no tuvo empacho en despachar los asuntos al ritmo de la guillotina. Pegó por izquierda, pero por la derecha también. Incluso pegó primero a la izquierda (sacándose de encima a los hebertistas y enragés, condenando a muerte a los principales dirigentes de las masas populares parisienses). La lógica del “bonapartismo revolucionario” tenía que ver con un gobierno que, si en determinados momentos se apoyó en los sans culottes (“los sin propiedad”), gobernaba en última instancia por cuenta de la burguesía.
El gobierno de Lenin tenía otra base social. Expresó la primera experiencia de la clase obrera en el poder. La lógica de su gobierno no era sustituista: es decir, por cuenta de una clase propietaria o de un nuevo sector privilegiado. Se trató de un gobierno de los trabajadores, de los explotados y oprimidos. Un gobierno que apostaba a la dirección colectiva de todos ellos, cualesquiera fueran las deformaciones a las cuales se vio efectivamente sometido en su experiencia.
Es ilustrativa una anécdota que relata Jean-Jaques Marie en oportunidad del V Congreso de los soviets del 4 de julio de 1918. Trotsky lee un decreto por el que se declara “fuera de la ley y pasibles de pena de muerte” a los elementos “descontrolados” que en Ucrania cruzaran la línea de demarcación del acuerdo de Brest-Litovsk para reavivar la guerra con los alemanes. Los eseristas de izquierda que sostienen y hasta fomentan estas incursiones irresponsables y ultraizquierdistas (¡su Comité Central ha decidido en secreto asesinar al embajador de Alemania para provocar la reanudación de la guerra!) se enfurecen con él y lo tachan de “Kerensky, fusilador, Bonaparte fracasado, Napoleón”. Trotsky responde que se “someterá a cualquier decisión del congreso y la implementará, esté o no de acuerdo con ella”, refutando la acusación de bonapartismo (Marie 2009: 191).
Tanto Draper como Löwy insisten en esta diferenciación de principios. Una diferencia que reenvía a la imposible sustitución de las masas populares a la hora de la transformación social: “En todo caso, una cosa era clara: a sus ojos [de Marx], 1793 no era de ninguna forma un paradigma para la futura revolución proletaria. Cualquiera que fuese su admiración por la grandeza histórica y la energía revolucionaria de un Robespierre o de un Saint-Just, el jacobinismo es expresamente rechazado como modelo o fuente de inspiración de la praxis revolucionaria socialista. Ello aparece desde los primeros textos comunistas de 1844, que oponen la emancipación social a los callejones sin salida e ilusiones del voluntarismo político de los hombres del terror” (Löwy 1985).
Traducido: nuestro modelo no es el gobierno por el terror, la imposición violenta de nuevas relaciones sociales, la puesta en pie de un poder minoritario contra la mayoría de la sociedad. Es la dictadura del proletariado, en la cual la mayoría ejerce el poder sobre la minoría. Y que en tanto tal organiza su dominación bajo la forma de una democracia de nuevo tipo: la democracia socialista.
Mandel recuerda que Lenin se esforzó por no tener que recurrir al terror en el período inmediatamente posterior a Octubre. Es conocido que los bolcheviques fueron inicialmente benignos con los ex dignatarios del Gobierno Provisional y los principales generales zaristas (a los que dejaron libres bajo palabra de “no conspirar contra la revolución”).
Cuando se estudia la Revolución Francesa se aprecia la revolución burguesa por antonomasia, lo que tiene en común y lo que es distinto respecto de la revolución proletaria. Permite obtener una mayor perspectiva histórica para apreciar los eventos, no solamente del pasado sino también del porvenir: “Es sólo en marzo de 1850, en la circular a la Liga de los Comunistas (…), que la expresión ‘revolución permanente’ gana por primera vez el sentido que tendrá a continuación en el curso del siglo XX (especialmente en Trotsky). En su nueva concepción, la fórmula guarda de su origen y del contexto histórico de la Revolución Francesa, sobre todo (…), la idea de una progresión, de una radicalización y una profundización ininterrumpidas de la revolución. Se reencuentra también el aspecto de la confrontación con la sociedad civil/burguesa, pero, contrariamente al aspecto jacobino de 1793, ella ya no es la obra terrorista (necesariamente destinada al fracaso) de la esfera política en tanto que tal –que intenta en vano atacar a la propiedad privada por la guillotina– sino desde la misma sociedad civil, bajo la forma de revolución social (proletaria)” (Lowy 1985). Esto es, una revolución social que se opone a la meramente “política” en el sentido de que atañe a las relaciones sociales y su sujeto sólo puede ser una amplia mayoría social.
Éste es el ángulo recogido por Trotsky cuando denunciaba el utopismo de la “igualdad” jacobina. Si en los jacobinos la guillotina se transformaba en “un fin en sí mismo” (el terror como momento de “autonomía de lo político” que entra en conflicto violento con la sociedad burguesa porque carece de bases sociales de sustentación), el gobierno bolchevique, cualesquiera sean las deformaciones a las que se vio sometido, fue una herramienta al servicio de la emancipación histórica de los explotados y oprimidos: el gobierno más progresivo que haya existido en la historia de la humanidad, sin olvidarnos de la Comuna de París.
La Revolución Francesa –y el gobierno jacobino que la expresó en su punto más alto– fue todavía la tragedia entre “el ya no más” de un orden monárquico caduco y el “todavía no” de la revolución proletaria (Bensaïd). Citando al gran historiador francés del siglo XIX, Michelet, el marxista francés afirma que los republicanos burgueses de ese siglo tenían detrás de sí “el espectro de las mil escuelas que llamamos hoy día socialismo”: los enragés, los babuvistas y otros conspiradores por la igualdad que portaban ya “el germen oscuro de una revolución desconocida” (comunista).
En ese equilibrio catastrófico entre “el ya no más” de una revolución burguesa que no podía ir más lejos y el “todavía no” de la revolución proletaria, el cesarismo jacobino debía terminar beneficiando a la burguesía victoriosa. Los virtuosos habían cumplido su tiempo. Eran buenos para el exilio o la guillotina (“La révolution francaise refoullé”). Bensaïd denuncia a los “agiotistas y especuladores de los bienes nacionales” (estatizados) como los beneficiarios del botín de la ex propiedad feudal (más allá de los servicios que prestaron a los burguesía ascendente). Un importante representante de este sector fue Danton, cuya moral mundana era opuesta al ascetismo de Robespierre.
Tampoco en esto resisten las comparaciones con los bolcheviques, cuya dirección histórica jamás tuvo estas motivaciones. Otra cosa, claro está, fue la burocracia que rodeó a Stalin y toda la laya de carreristas que inundaron el partido inmediatamente después de la guerra civil. Por eso, cuando Simon Pirani habla de una “nueva elite bolchevique” a partir de 1920, la definición está al servicio de un engaño consciente, un signo de adaptación a los tiempos anticomunistas que corren: deja de lado cualquier barrera clara entre la vieja guardia revolucionaria y la nueva elite.
Volviendo a Bensaïd, trae a colación una aguda cita del revolucionario norteamericano Thomas Paine frente a la Convención el 7 de julio de 1795: “Mi propio juzgamiento me ha convencido de que si ustedes hacen girar la base de la revolución de los principios a la propiedad apagarán el fuego de todo el entusiasmo que hasta el presente ha sostenido a la revolución y pondrán en su lugar no otra cosa que el frío motivo del bajo interés personal, la noche glacial de la competencia liberal generalizada de todos contra todos” (Bensaïd; ídem). Una afirmación brillante por su perspicacia.
Entre Robespierre y Lenin existen diferencias de principios que no pueden perderse de vista, más allá de las medidas de excepción que los bolcheviques se vieran obligados a tomar. Si Trotsky llegó a teorizar durante un período sobre la base de una lógica de sustitución de la clase obrera, ello se debió a un grave malentendido que la experiencia histórica vendría a poner en su lugar; no una concepción que lo caracterizara (más allá de los deslizamientos administrativos que le marcaría Lenin).
El propio Trotsky había pintado con pinceladas agudas la lógica de esta sustitución jacobina: “A fines del siglo XVIII hubo en Francia una revolución que se llamó, correctamente, ‘la gran Revolución’. Fue una revolución burguesa. En el transcurso de una de sus fases, el poder cayó en manos de los jacobinos apoyados por los ‘sans-culottes’, es decir, los trabajadores semiproletarios de las ciudades, que interpusieron entre ellos y los girondinos, el partido liberal de la burguesía, los kadetes de la época, el rectángulo neto de la guillotina. Solamente es la dictadura de los jacobinos la que le dio a la Revolución Francesa su importancia histórica, lo que hizo de ella la ‘gran Revolución’.
“Y sin embargo, esta dictadura fue instaurada no solamente sin la burguesía, sino también contra ella, y a pesar de ella. Robespierre, a quien no le fue dado iniciarse en las ideas de Plejanov, invirtió todas las leyes de la sociología y, en lugar de darle la mano a los girondinos, les cortó la cabeza. Esto era cruel, sin duda. Pero esta crueldad no impidió que la Revolución Francesa se volviera ‘grande’ en los límites de su carácter burgués. Marx (…) ha dicho que ‘el terrorismo francés en su conjunto no fue más que la manera plebeya de terminar con los enemigos de la burguesía’. Y, como esta burguesía tenía miedo de sus métodos plebeyos para terminar con los enemigos del pueblo, los jacobinos no solamente privaron a la burguesía del poder, sino que también aplicaron una ley de hierro y de sangre cada vez que ella hacia el intento de detener o ‘moderar’ el trabajo de los jacobinos. En consecuencia, está claro que los jacobinos han llevado a término una revolución burguesa sin la burguesía” (P. Broué, “Trotsky y la Revolución Francesa”). Esta mecánica no puede reproducirse en el caso de la revolución proletaria, como ha enseñado la experiencia del siglo XX.
Antoni Doménech insiste en que la dictadura de Robespierre se consideró a sí misma como una “dictadura fideicomisaria”, en el sentido de emanada de la Convención, no una “dictadura soberana” emanada de sí misma, como erróneamente considera a los bolcheviques. Si la distinción entre el carácter de las dictaduras es interesante, presentar a los bolcheviques como “modelo” de “bonapartismo revolucionario” nos parece un disparate (en “El experimento bolchevique, la democracia y los críticos marxistas de su tiempo”).
Aun cuando muchas veces confundieron necesidad con virtud, tanto Lenin como posteriormente Trotsky fueron adquiriendo una conciencia cada vez más aguda de la imposibilidad de la sustitución de las masas en la revolución. Lenin, con la enorme sensibilidad política que lo caracterizaba, con lo concreto que era su pensamiento, con sus aspiraciones socialistas revolucionarias profundas que expresara en El Estado y la revolución. Trotsky, con el homenaje postrero a la revolución que rinde en su Historia de la Revolución Rusa, por no hablar de otras tantas enseñanzas que fue sacando de la experiencia revolucionaria y contrarrevolucionaria.
El gobierno proletario no pueda ser nunca un “bonapartismo revolucionario”, porque esto significaría una sustitución durable de la clase obrera en el poder. Y la lógica de la sustitución política y social termina llevando para otro lado, que no es la consolidación de la dictadura del proletariado. De ahí que la experiencia histórica haya enseñado en contra de la asimilación mecánica entre el máximo exponente de la revolución burguesa, Robespierre, y el máximo exponente de la revolución proletaria, Lenin.
Dictadura proletaria y democracia socialista
Los avatares del nuevo poder proletario deben comprenderse bajo la fórmula algebraica de la dictadura proletaria. Como señalara Lenin, esa fórmula implica una combinación dialéctica entre una democracia de nuevo tipo y una dictadura de nuevo tipo (lo que complejiza la simple identificación de la dictadura proletaria con la democracia socialista).
En la realización plena de la dictadura proletaria como autogobierno de las masas, ambas connotaciones deben ser sinónimas. Pero es un complejo proceso histórico, entre otras cosas porque la elevación de las masas a sus tareas históricas implica una compleja maduración, lo que, junto con la actuación de la contrarrevolución (burguesa… y burocrática), hace parte de las tensiones que la dictadura del proletariado entraña.
Como digresión, señalemos que esto no quiere decir caer en el “modelo” burocrático zinovievista por el cual el gobierno proletario vendrían a ser una especie de “autoridad pedagógica” que debiera “guiar” a unas masas ignorantes que, por su orfandad, por su “incultura”, no podrían tomar en sus manos los destinos del país. Trotsky había planteado que la base partidaria debía tener la soberanía, cualquiera fuera su nivel político-cultural (Nuevo curso).
Perdiendo de vista la complejidad de este proceso, muchos críticos plantean que Lenin y Trotsky cometieron el error de aceptar los términos del debate planteado por Kautsky (con el cual polemizaron sobre la dictadura proletaria): una abstracta contraposición entre dictadura y democracia. La propia Rosa Luxemburgo les endilgaba haberse olvidado que “la dictadura del proletariado es la democracia socialista”, lo que, en términos generales, como norma rectora, es justo.
Siempre hemos insistido en esta tensión democrática: la absoluta necesidad de la democracia socialista para que el proletariado pueda ejercer el poder. Un poder que sólo puede ser ejercido colectivamente; democráticamente por tanto. Sin embargo, nos preocupa evitar también trasmitir una idea ingenua de la lucha de clases. Menos cuando todo se tensa en una guerra civil: en la lucha a muerte entre revolución y contrarrevolución. Es en este escenario cuando aparece la problemática de la dictadura proletaria y la tendencia que debe verificarse, a superponerse con la democracia socialista.
En la medida en que es una democracia de nuevo tipo, la dictadura proletaria debe tender a ser una democracia socialista. Pero las cosas fueron algo más complejas bajo el gobierno bolchevique, cuando la mayoría de las tendencias socialistas conciliadoras se colocaron, abierta o embozadamente, del lado de la contrarrevolución. En esas condiciones, era muy difícil la existencia de otras tendencias socialistas más allá del partido bolchevique.
La única corriente que se mantuvo dentro de pautas mínimas no contrarrevolucionarias fue la de los mencheviques internacionalistas de Martov.
Avrich es de la opinión de Wartel en el sentido de que los mencheviques –sobre todo los internacionalistas– trataron de mantenerse en el terreno de una “oposición legal” al gobierno de bolchevique: “En contraste con los Kadetes y los socialistas revolucionarios, los mencheviques en el exilio se mantuvieron apartados de las conspiraciones antibolcheviques (…). Desde que Lenin y sus partidarios tomaron el poder, los mencheviques actuaron como un partido legal de oposición que trataba de obtener una parte de la autoridad política mediante elecciones libres y parejas para la integración de los soviets” (Avrich 1970:123). En el caso de los SR, incluso su izquierda estaba caracterizada por una enorme irresponsabilidad.
Por su parte, los anarquistas se dividieron grosso modo en dos alas: una que terminó formando filas con los bolcheviques (como Victor Serge y tantos otros connotados militantes anarquistas) y otra que formó filas en la oposición al gobierno soviético (un arco iris de posiciones que incluyó a Néstor Majnó, dirigente rural ucraniano de nota, que montó un Ejército Negro que osciló entre los Blancos y los Rojos, y al cual finalmente los bolcheviques dispersaron).
De esta forma se planteó, insensiblemente, una dinámica a la sustitución de una clase obrera retraída, que perdía de vista sus intereses históricos en medio del derrumbe de las condiciones de existencia. Es interesante lo que marca Kevin Murphy del “ida y vuelta” de los trabajadores en la guerra civil: el “rebote” entre sus intereses históricos y su retraimiento a los intereses inmediatos en condiciones adversas, como identificando las dificultades que entraña la ascensión del proletariado a clase histórica (Revolution and contrarrevolution in a metal factory).
En otro lugar hemos señalado que quizá sea inevitable alguna circunstancia excepcional de sustitución. Pero la experiencia histórica ha demostrado las dramáticas consecuencias de una situación así, el hecho de que no existen vacíos en política: un gobierno no puede estar en el aire. Y si no está la clase obrera, otro sector social ocupa su lugar (M. Lewin: El último combate de Lenin).
Aun en las peores condiciones, nunca se debe perder de vista la tensión dialéctica a que la dictadura proletaria no sustituya a la clase obrera, que tienda a transformarse en una democracia socialista. El hecho cierto de que subsiste esta tensión entre ambos términos no debe llevar a la teorización de un imposible sustituismo social: “El error fundamental de Trotsky fue el de ‘hacer de necesidad virtud’, teorizando como una especie de ‘ley’ del período de transición lo que en realidad no era sino una política dolorosa impuesta por la situación presente” (Traverso). La pérdida de vista de esta perspectiva durante lo que Mandel llamara los “años fatídicos” de Lenin y Trotsky (1920-21) fue un error, porque no se aprecian de igual forma las cuestiones durante una guerra civil que en tiempos normales.
Fue un error en el que cayó Trotsky con su tendencia a resolver administrativamente las cosas (como le señalara Lenin en su testamento) y que le valiera una tremenda derrota política en el debate sobre los sindicatos, que lo dejaría mal parado para la batalla que se avecinaba contra la burocracia: “Hasta el establecimiento de un régimen socialista y su funcionamiento ‘normal’ –que Trotsky no esperaba ocurriese que para una próxima generación– ‘la transición debe ser asegurada por medidas de carácter coercitivo, es decir en último análisis por la fuerza armada del Estado proletario’” (Broué, Trotsky: 206). En un sentido similar, vale una apreciación de Jean-Jaques Marie: “La función de comisario de Guerra que Trotsky va a cumplir hasta enero de 1925 reestructura su personalidad y transforma al publicista militante y polemista en organizador exigente y meticuloso (…). Su cargo de comandante modela la imagen que tienen de él los cuadros del partido, militantes, soldados, trabajadores o campesinos, toda vez que modifica o altera duraderamente su comportamiento y su manera de abordar los problemas” (Marie 2009: 173).
Mil y una veces repitieron Lenin y Trotsky que sus expectativas estaban puestas en la extensión internacional de la revolución. La no realización de este pronóstico fue lo que presionó para todas las deformaciones que vinieron después, incluido el surgimiento del monstruo burocrático.
Por esto mismo hay que volver a subrayar las consecuencias adversas que dejaron las condiciones de “fortaleza sitiada” del poder bolchevique durante la guerra civil, donde se originaron muchas de las prácticas del “ordene y mande”, de los desarrollos burocráticos, del “úkase” y la “disciplina en la acción”, de la centralización excesiva. Una serie de comportamientos militares que, por definición, admiten más centralización y terminaron infectando el partido, facilitando las condiciones de legitimación para el mando burocrático del stalinismo: “Los tres años de guerra civil dejaron una huella indeleble en el propio gobierno soviético, en virtud del hecho de que muchísimos de los administradores, una capa considerable de ellos, se habían acostumbrado a mandar y a exigir incondicional sumisión a sus órdenes” (Trotsky 1975: 262).
Bensaïd insiste, en “La violence dans la révolution”, que estas consecuencias adversas han sido habitualmente subestimadas. Fueron las circunstancias de la guerra civil las que impusieron este pesado fardo, y esas circunstancias no deben ser teorizadas en el sentido de que la dictadura del proletariado sea, necesariamente, un poder dictatorial, como tampoco apreciadas, mecánicamente, como algo ineluctable. Esto no es así. La norma debe ser la tendencia a la mayor superposición posible entre democracia socialista y dictadura del proletariado. La realización consecuente de la dictadura del proletariado no solamente como “dictadura de nuevo tipo”, sino también como “democracia de nuevo tipo”.
En este sentido parece claro que un punto ciego en Lenin (¡incluso el de la batalla final contra la burocratización!), es que aparecen confundidas las instancias de la democracia sindical, política y el propio aparato del Estado (Bensaïd). Incluso nos parece que al haber tomado medidas que anularon la democracia socialista, Lenin pretendió posteriormente resolver por un camino “no político” los tremendos déficits democráticos que se multiplicaban en el gobierno y el partido: reforzando equivocadamente una “Inspección Obrera y Campesina” que ya estaba en manos de Stalin, ampliando los integrantes del Comité Central con obreros de tradición (en un Comité Central en el cual no podían formarse agrupamientos)…
Es paradójico que también Lenin recayera en medidas administrativas para resolver los problemas de la creciente burocratización del Estado y el partido. Expresión de esto es su propuesta de reforzar la Inspección obrera y campesina (Rabkrim) al frente de la cual estaba… Stalin. Trotsky señalaría agudamente que ese organismo no era más que un “poderoso factor de confusión y anarquía”, un ente en el que recaerían “hombres apartados de toda actividad real, creativa, constructiva” (Broué, Trotsky: 232). Trotsky vio antes que Lenin cómo la infección burocrática estaba afectando no solamente al Estado, sino al partido también.
Lenin promovió, en definitiva, soluciones “administrativas” para lo que era un dramático problema político (¡y político-social!): el surgimiento de la burocracia. Un desarrollo que sólo podía enfrentarse apelando a una ampliación de la democracia socialista, no con su cercenamiento. Éste es el camino que tomaría finalmente la Oposición de Izquierda, con un Trotsky ya más claro, en términos generales, acerca de qué rumbo tomar frente al problema inédito de la burocratización de la revolución, como veremos a continuación.