Leon Trotsky

El socialismo desarrollado hasta su culminación (comunismo) significa una sociedad sin estado. Pero el período de transición del capitalismo al socialismo exige un fortalecimiento extremo de la función del estado (dictadura del proletariado). Esta dialéctica histórica del estado ha sido muy estudiada por la teoría marxista.

La base económica de la desaparición progresiva del estado obrero es el alto desarrollo económico, hasta el punto de que el trabajo productivo no exija coerción y la distribución de bienes de consumo no requiera control jurídico.

La transición de la dictadura revolucionaria a la sociedad sin clases no puede lograrse por decreto. No se puede disolver un estado por una orden especial; el estado desaparece gradualmente, se «extingue», en la medida en que la sociedad socialista, poderosa y culturalmente elevada, cumple todas sus funciones vitales con ayuda de sus variadas y flexibles institu­ciones, que ya no necesitan de la coerción.

El proceso de liquidación del estado se produce por dos caminos distintos. A medida que las clases desaparecen, es decir, se disuelven en una sociedad homogénea, la coerción se va extinguiendo en el sentido directo del término, su utilización social desaparece para siempre. Las funciones organizativas del estado, en cambio, se vuelven más complejas, más detalladas. Penetran en campos nuevos que hasta entonces permanecían como en el umbral de la sociedad (el hogar, la educación infantil, etcétera) y los someten por primera vez al control de la mente colectiva.

Esta forma general de plantear el problema es la misma para un solo país o para todo el planeta. Si suponemos que se puede construir una sociedad socialista dentro de las fronteras nacionales, la extinción del estado también podría ocurrir en un solo país. La necesidad de defenderse contra los enemigos capitalistas que la acechan desde afuera es absolutamente compatible con el debilitamiento de la coerción estatal interna; la solidaridad y la disciplina consciente deberían rendir los mayores fru­tos, tanto en el campo de batalla, como en el de la producción.

Hace dos años la fracción stalinista declaró que las clases estaban «en lo fundamental» liquidadas en la URSS, que la cuestión de quién se impondrá estaba resuelta «total e irrevocablemente»; mas aun: «hemos entrado en el socialismo». Según las leyes de la lógica marxista, de allí debía surgir que la nece­sidad de la coerción de clase estaba en lo «fundamental» liquidada y que se había iniciado la etapa de la extinción del estado. Pero apenas unos cuantos doctrinarios indiscretos trataron de plantear esa conclusión, se la calificó de «contrarrevolucionaria».

Pero dejemos de lado la perspectiva del socialismo en un solo país. No partamos de una construcción burocrática llevada hasta el absurdo por el curso de los acontecimientos sino de la verdadera situación imperante. La URSS no es, por supuesto, una sociedad socialista sino sólo un estado socialista, es decir, un arma para la construcción de la sociedad socialista; las clases distan de estar abolidas, el problema de quién se impondrá no está resuelto, la posibilidad de la restauración capitalista no está excluida, por lo tanto, la necesidad de mantener la dictadura proletaria conserva toda su fuerza. Pero todavía queda en pie el problema del carácter del estado soviético, que de ninguna manera permanece inmutable durante toda la etapa de transición. Cuanto mayor sea el éxito de la construcción socialista, más sana será la relación entre la ciudad y el campo y, por lo tanto, más amplio los alcances de la democracia soviética. No se trata todavía de la extinción del estado, puesto que la democracia soviética también es una forma de coerción estatal. Sin embargo, la capacidad y flexibilidad de esta forma es lo que mejor refleja la relación de las masas con el régimen soviético, el cual tenderá a convertirse -no en el papel ni en un programa sino en la realidad, en la existencia cotidiana- en un arma de la mayoría creciente contra una minoría en extinción, a medida que el proletariado se sienta más satisfecho con los frutos de su trabajo y cuanto más benéfica sea su influencia sobre la aldea.

El avance de la democracia soviética, aunque no re­presenta todavía la extinción del estado, significa, no obstante, la preparación de ese proceso.

El problema se concretará al considerar los cambios fundamentales provocados en la estructura de clase durante el período de la revolución. La dictadura del proletariado como organización para la liquidación de los explotadores era necesaria para reprimir a los terratenientes, a los capitalistas, a los generales y a los kulakis, en la medida en que éstos apoyaban a los estratos poseedores. No se puede ganar a los explotadores para el socialismo; había que quebrar su resistencia, costara lo que costase. Durante la Guerra Civil fue cuando más ejerció su poder la dicta­dura del proletariado.

Para el conjunto del campesinado, la tarea era y es completamente distinta. Es menester ganar al campesinado para el régimen socialista. Debemos demostrarle en la práctica que la industria estatal puede proporcionarle bienes en condiciones mucho más ventajosas que las que imperan en el capitalismo y que el trabajo colectivo de la tierra es más fructífero que el trabajo individual. Hasta tanto se realice esta tarea económica y cultural – y estamos muy lejos de ello, puesto que la misma sólo puede resolverse a escala internacional- los roces entre las clases son inevitables y, por consiguiente, la coerción estatal también lo es. Pero si la violencia revolucionaria fue el método fundamental empleado en la lucha contra los terratenientes y los capitalistas, en la relación con los kulakis el problema es distinto; a la vez que aplastaba implacablemente la resistencia contrarrevolucionaria de los kulakis, el estado estaba dispuesto a negociar con ellos en el terreno económico. No «deskulakizó» al kulak, se limitó a reducir su capacidad de explotación. Respecto del campesinado en su conjunto, la violencia tendría que haber desem­peñado un papel auxiliar y siempre decreciente. Las conquistas reales obtenidas en la industrialización y en la colectivización tendrían que haberse expresado en la moderación de las formas y métodos de coerción estatal, en la creciente democratización del régimen soviético.

El régimen político de la dictadura y sus bases sociales

En Pravda del 30 de enero de 1933 leemos: «El Segundo Plan Quinquenal erradicará de nuestra vida económica los últimos vestigios de elementos capita­listas.» De este pronóstico oficial surge claramente que el estado debería extinguirse totalmente en el curso del Segundo Plan Quinquenal, ya que si quedan liquidados los «últimos vestigios» (!) de la desigualdad de clase el estado no tiene razón de ser.

En realidad observamos un proceso diametralmente opuesto. Los stalinistas no se atreven a afirmar que la dictadura del proletariado se ha vuelto más democrática en los últimos años, por el contrario, no se cansan de demostrar la inevitabilidad del incremento de la coerción estatal. La propia realidad es más importante que todas las previsiones y pronósticos.

Si evaluamos la realidad soviética tal como se la ve a través del lente del régimen político – esta evaluación, aunque insuficiente, está totalmente justificada y es en extremo importante -, el panorama que se nos presenta, además de ser triste, no presagia nada bueno. Los soviets perdieron sus últimos vestigios de vida independiente, han dejado de ser soviets. El partido no existe. Con el pretexto de la lucha contra la desviación derechista, se aplastó a los sindicatos. En repetidas ocasiones nos hemos referido al problema de la degeneración y amordazamiento del partido y de los soviets. Ahora consideramos necesario dedicar algunas líneas a la suerte de las organizaciones sindicales bajo la dictadura soviética.

Dentro del sistema estatal soviético, la indepen­dencia relativa de los sindicatos es un contrapeso necesario e importante frente a la presión del campe­sinado y de la burocracia. Mientras existan las clases los obreros tienen necesidad de defenderse, inclusive en un estado obrero, por medio de sus organizaciones sindicales. En otras palabras: los sindicatos siguen siendo sindicatos mientras el estado sigue siendo estado, es decir, un instrumento de coerción. La «estatización» de los sindicatos sólo puede producirse paralelamente a la «desestatización» del propio estado: en la medida en que la liquidación de las clases quita al estado sus funciones coercitivas, disolviéndolo en la sociedad, los sindicatos pierden sus funciones clasistas y se disuelven en el estado «en extinción».

Los stalinistas reconocen de palabra esta dialéctica de la dictadura, incorporada al programa del Partido Bolchevique. Pero en la actualidad las relaciones entre los sindicatos y el estado se desarrollan en un sentido diametralmente opuesto. El estado no sólo no se extingue (pese a la proclama de liquidación de las clases), no sólo no modera sus métodos (pese a los éxitos económicos), sino que, por el contrario, se convierte en grado cada vez mayor en instrumento de coerción burocrática. Al mismo tiempo, los sindi­catos, transformados en oficinas de funcionarios, han perdido totalmente la posibilidad de cumplir el papel de amortiguadores entre el aparato estatal y las masas proletarias. Peor aun: el aparato de los propios sindicatos se convirtió en un instrumento de creciente presión sobre los obreros.

La primera conclusión de lo antedicho es que la evolución de los soviets, el partido y los sindicatos sigue una curva descendente, no ascendente. Si aceptáramos a ciegas la estimación oficial de la industrialización y la colectivización, tendríamos que reconocer que la superestructura política del régimen proletario evoluciona en una dirección diametralmente opuesta a la evolución de su base económica. ¿Significa esto que las leyes del marxismo son falsas? No: lo que es falso, falso hasta la médula, es la estimación oficial de las bases sociales de la dictadura.

Podemos formular el problema de manera mas concreta, si lo planteamos así: ¿Por qué entre los años 1919-1921 – cuando las viejas clases poseedoras seguían peleando armas en mano, cuando contaban con el apoyo activo de las potencias intervencionistas de todo el mundo, cuando los kulakis armados sabo­teaban al ejército y el aprovisionamiento del país – se le permitió al partido discutir libremente problemas tan apremiantes como la paz de Brest-Litovsk, los métodos de organización del Ejército Rojo, la compo­sición del Comité Central, el problema sindical, la transición a la NEP, la política nacional y la política de la Comintern? ¿Por qué ahora -ya derrotada la intervención, aplastadas las clases explotadoras, luego de haber logrado éxitos en la industrialización y colectivizado a la abrumadora mayoría del campe­sinado- se le prohíbe al partido discutir los ritmos de industrialización y colectivización, la relación entre la industria pesada y la ligera o la política del frente único en Alemania? ¿Por qué se expulsa y se persigue al militante del partido que exige, estatutos en mano, que se convoque al congreso de la organización? ¿Por qué se encarcela al comunista que osa expresar dudas respecto de la infalibilidad de Stalin? ¿Cuál es la razón de que se ejerza el poder político de manera tan monstruosa, terrible e intolerable?

El peligro de estar rodeados por gobiernos ca­pitalistas nada explica por sí mismo. De ninguna manera queremos subestimar la importancia del cerco capitalista para la vida interna de la repúbli­ca soviética; la propia necesidad de mantener un poderoso ejército es una gran fuente de burocratismo. Pero el cerco hostil no es un factor nuevo: existe des­de el nacimiento mismo de la república soviética. Si en el país imperara una situación sana, la presión del imperialismo sólo serviría para fortalecer la solidaridad de las masas y especialmente para crear lazos indestructibles en la vanguardia proletaria. La penetración de agentes foráneos, por ejemplo los ingenieros saboteadores, etcétera, de ninguna manera justifica ni explica la intensificación general de los métodos coercitivos. La sana comunidad de intereses sería capaz de rechazar a cualquier elemento hostil con la mayor facilidad, así como un organismo sano rechaza las toxinas.

Podría intentarse demostrar que se incrementó la presión externa y que la relación de fuerzas a escala internacional varió en un sentido favorable al capi­talismo. Pero aun sí olvidamos por un momento que la política de la Comintern es una de las causas del debilitamiento del proletariado mundial, sigue siendo inexorablemente cierto que la intensificación de la presión externa solamente puede provocar la burocra­tización del sistema soviético en la medida en que se combine con el crecimiento de las contradicciones internas. Si los trabajadores están atenazados por el sistema de pasaportes y el campesinado por el de departamentos políticos, la presión externa inevita­blemente debilitará aun más la cohesión interna. Y, viceversa, el crecimiento de las contradicciones entre la ciudad y el campo tenderá a incrementar irreversiblemente el peligro que significan los gobiernos capitalistas exteriores. La combinación de los dos factores lleva a la burocracia a hacer concesiones cada vez mayores a la presión externa y a reprimir cada vez más a las masas trabajadoras de su propio país.

La explicación oficial del terror burocrático

«Para algunos camaradas -afirmó Stalin en el plenario de enero del Comité Central – la tesis de la liquidación de las clases, de la creación de una so­ciedad sin clases y la extinción del estado justifica el relajamiento de la disciplina (?) y el ablandamiento (?); justifica la teoría contrarrevolucionaria de la lenta extinción de la lucha de clases y el debilita­miento del poder del estado.» En este caso, como en muchos otros, Stalin se sirve de expresiones va­gas para compensar los vacíos lógicos. Se supone que la «tesis» programática de la liquidación de las clases en el futuro no significa hasta ahora la extinción de la lucha de clases en el presente. Pero no se trata de una tesis teórica sino del hecho, procla­mado oficialmente, de la liquidación de las clases. El sofisma de Stalin consiste en ligar la idea del forta­lecimiento inevitable del poder del estado en la etapa de transición que media entre el capitalismo y el socialismo – idea de Marx que Lenin desarrolló para explicar la necesidad de la dictadura proletaria en general – a un período determinado de la dicta­dura, después del hecho supuestamente consuma­do de la liquidación de todas las clases capitalis­tas.

Para explicar la necesidad de un mayor fortale­cimiento de la máquina burocrática, Stalin afirmó en el mismo plenario: «La clase de los kulakis ha sido derrotada, pero los kulakis no han sido totalmente liquidados». Según esta fórmula, parecería que para liquidar a los derrotados kulakis -o como dice Stalin, «liquidar los vestigios de las clases moribundas»- se requiere una dictadura más concentrada. La expresión más acabada de esta paradoja del buro­cratismo la dio Molotov, que generalmente denota una tendencia funesta a desarrollar hasta su culminación las ideas de Stalin. Así, en el plenario de enero afirmó, «A pesar de que las fuerzas de los vestigios de las clases burguesas de nuestro país se disipan, la resistencia, cólera y furia de las mismas aumentan, superando todos los limites». ¡Las fuerzas se disipan, la furia crece! Aparentemente Molotov no sospecha que la dictadura es necesaria para enfrentar la fuerza, no la furia; la furia que carece de fuerza armada deja de ser peligrosa.

«No puede decirse -reconoce Stalin a su vez- que estos ex sectores puedan provocar cambios en la actual situación de la URSS con sus maquinaciones dañinas y tramposas. Son demasiado débiles e impo­tentes para resistir las medidas del poder soviético.» Parece obvio que si todo lo que queda de las ex clases son «ex sectores», que si éstos son demasiado débiles como para «provocar cambios (!) en la actual situación de la URSS», lo inminente debería ser la extinción de la lucha de clases y, con ello, la mitigación del régimen. No, responde Stalin: «los ex sectores todavía puede recurrir a ardides». Pero la dictadura revo­lucionaria es necesaria para hacer frente a peligro de la restauración capitalista, no a ardides impotentes. Si en la lucha contra poderosos enemigos de clase hubo que emplear un puño de hierro, frente a los «ardides» de ex sectores bastará con el meñique.

Pero aquí Stalin presenta un nuevo argumento. Los vestigios moribundos de las clases derrotadas apelan a los estratos atrasados de la población y los movilizan contra el poder soviético»… Pero, ¿acaso los estratos atrasados han crecido durante el Primer Plan Quinquenal? Diríase que no. ¿Sucede entonces que su actitud hacia el estado cambió negativamente? Eso significaría que el «máximo fortalecimiento del poder del estado» (más correctamente, la repre­sión) hace falta para combatir el creciente descontento de las masas. Stalin agrega: «Es posible que con la movilización de los estratos atrasados de la población, despierten y resuciten ’fragmentos’ de la oposición contrarrevolucionaria trotskista y derechista». Ese es su argumento final: puesto que es posible (hasta ahora, sólo es posible) que despierten los fragmentos (¡tan sólo fragmentos!)… hay que apelar a la máxima concentración de la dictadura.

Atrapado sin salida en la maraña de los «frag­mentos» de sus propias ideas, Stalin agrega sorpre­sivamente: «Desde luego, no tenemos miedo». Entonces, ¿a qué asustarnos y asustar a los demás si «no tenemos miedo»? ¿Y para qué emplear un régimen de terror contra el partido y el proletariado si sólo se trata de fragmentos impotentes, incapaces de «provocar cambios en la URSS»?

Toda esta confusión acumulada que culmina en la más pura estupidez es consecuencia de la incapacidad de decir la verdad. En realidad, Stalin-Molotov debie­ron haber dicho: debido al creciente descontento de las masas y a la creciente inclinación de los obreros hacia la Oposición de Izquierda, es preciso intensificar la repre­sión en defensa de las posiciones privilegiadas de la bu­rocracia. De esa manera todo hubiera resultado claro.

La extinción gradual del dinero y la extinción gradual del estado

Podemos desenredar desde otro ángulo el nudo de contradicciones en que se enredaron la teoría y la práctica del centrismo burocrático si trazamos una analogía entre el papel del dinero y el papel del estado en la época de transición. El dinero, al igual que el esta­do, es una herencia directa del régimen capitalista. De­be desaparecer, pero no se lo puede abolir por decreto, sino que se extingue gradualmente. Las distintas funciones del dinero, como las distintas funciones del estado, mueren de diferentes muertes. El dinero, en tanto que medio de acumulación privada, usura y explotación, desaparece paralelamente con la liquidación de las clases. Como medio de intercambio, como norma de medida del valor del trabajo, como regulador de la división social del trabajo, el dinero se disuelve gradualmente en la organización plani­ficada de la economía social para convertirse finalmente en un vale, en un cheque para el cobro de una cierta porción de los bienes sociales con el fin de satisfacer las necesidades productivas y personales.

Este paralelismo de los procesos de extinción gradual del dinero y del estado no es fortuito; ambos poseen la misma raíz social. El estado permanece como tal mientras debe regular las relaciones entre varias clases y estratos, cada uno de los cuales hace sus cuentas y trata de obtener sus ganancias. El reemplazo final del dinero como norma de valor por el registro estadístico de las fuerzas productivas exis­tentes, del equipamiento, de las materias primas y las necesidades no será posible sino en la etapa en que la riqueza social liberará a todos los integrantes de la sociedad de la necesidad de competir entre sí por la comida.

Esta etapa está todavía distante. El papel del dinero en la economía soviética no sólo no ha llegado a su fin sino que en cierto sentido recién está por alcanzar la plenitud de su función. El período de transición en su conjunto no significa la limitación del movimiento de mercancías sino todo lo contrario, la extrema expansión del mismo. Todas las ramas de la economía se transforman, crecen y deben determinar sus relacio­nes recíprocas, tanto cuantitativa como cualitati­vamente. Muchos bienes que bajo el capitalismo son accesibles a unos pocos deben producirse en canti­dades inconmensurablemente mayores. La liquidación de la economía campesina, con su consumo interno y su economía familiar, significa la transición al terreno del movimiento social (monetario) de toda la energía productiva que actualmente se Consume dentro de los limites de la aldea y de los muros de la vivienda particular.

El estado socialista debe hacer el inventario completo de todas las fuerzas productivas disponibles y aprender a distribuirlas y utilizarlas de la manera más provechosa para la sociedad. El socialismo no arroja de su seno al dinero como medio de contabilidad económica creado por el capitalismo sino que lo socializa. No puede siquiera pensarse en la cons­trucción socialista sin incluir en el sistema planificado el interés personal del productor y el consumidor. Y este interés sólo se puede manifestar activamente si se dispone de un arma flexible y digna de confianza: de un sistema monetario estable. Es absolutamente imposible aumentar la productividad del trabajo y mejorar la calidad de las mercancías sin un instru­mento de medición preciso, que penetre libremente en todos los poros de la economía, es decir, sin una unidad monetaria estable.

Si la economía capitalista, cuyas fluctuaciones coyunturales antieconómicas la llevaron a una situación de inestabilidad, necesita un sistema monetario estable, tanto más necesario resulta para preparar, organizar y regular la economía planificada. No basta con construir nuevas empresas; el sistema económico debe asimilarías. Esto significa poner a prueba, adaptar y seleccionar a la luz de los hechos. El control masivo, nacional, de la productividad no puede realizarse Sino a través del rublo. Elaborar un plan con una valuta [comercio exterior] inestable es lo mismo que trazar los planos de una máquina con un compás flojo y una regla torcida. Esto es exactamente lo que está ocurriendo. La inflación del chervonets es una de las consecuencias y a la vez uno de los instrumentos más perniciosos de la desorganización burocrática de la economía soviética.

La teoría oficial de la inflación está en el mismo plano que la teoría oficial de la dictadura analizada más arriba. «La estabilidad de la valuta soviética – dijo Stalin en el plenario de enero – está garantizada en primer lugar por la tremenda cantidad de bienes de que dispone el estado y que éste pone en circulación a precios fijos». El único significado que puede tener esta frase – si es que significa algo- es que el dinero soviético ha dejado de ser dinero; ya no sirve para medir valores y fijar precios; el poder gubernamental fija los «precios estables», el chervonets es sólo la medida del debe y haber de la economía plani­ficada. Esta idea es en todo paralela y equivalente a la de la «liquidación de las clases» y la «entra­da en el reino del socialismo». Sin embargo, Sta­lin, coherente en su ambigüedad, no se atreve a rechazar por completo la teoría de la reserva oro. No, una reserva oro «tampoco es dañina, pero su importancia es secundaria. En todo caso, es necesaria para el comercio exterior, donde el pago debe ser en especie. Pero el bienestar de la economía nacional sólo requiere precios estables fijados por el secre­tariado del Comité Central o por sus personeros.

Cualquier estudiante de economía sabe que el nivel de pérdida del poder de compra de las letras de cambio depende no sólo de la cantidad de vueltas de la imprenta sino también de la «cantidad de bienes». Esta ley es tan válida para la economía planificada como para la capitalista. La diferencia reside en que en la economía planificada se puede ocultar la inflación, o al menos sus consecuencias, por un periodo mucho más largo. ¡Tanto más terrible será, pues, la rendición de cuentas! En todo caso, el dinero regulado por los precios fijos impuestos administrativamente a los bienes pierde su capacidad de regular esos precios y, por consiguiente, de regular los planes En este terreno, como en otros, para la burocracia «socialismo» significa liberarse de todo control partidario, soviético, sindical, monetario…

Hoy la economía soviética no es monetaria ni plani­ficada. Es una economía casi puramente burocrática. La industrialización exagerada y desproporcionada socavó las bases de la economía agrícola. El campe­sinado trató de hallar la salvación en la colectivización. La experiencia no tardó en demostrar que la colecti­vización desesperada no es colectivización socialista. El posterior derrumbe de la economía agrícola fue un duro golpe para la industria. Los ritmos aventureros y exagerados exigieron intensificar aun más la presión sobre el proletariado. La industria, liberada del control material del productor, adquirió un carácter supra­social, vale decir, burocrático. El resultado fue que perdió la capacidad de satisfacer las necesidades humanas, siquiera en el grado en que lo había logrado la industria capitalista, menos desarrollada. La econo­mía agrícola contraatacó, sometiendo a las ciudades indefensas a una guerra de desgaste. Bajo el peso constante de la desproporción entre sus esfuerzos productivos y el empeoramiento de las condiciones de vida, los obreros, los campesinos de las granjas colecti­vas y los que trabajan individualmente pierden interés en su tarea y sienten cólera contra el estado. De esto, solamente de esto, no de la malicia de los «fragmen­tos», surge la necesidad de introducir la coerción en todas las unidades de la vida económica (fortaleci­miento del poder de los administradores de fábrica, castigo al ausentismo, pena de muerte para la ex­poliación de las propiedades de las granjas colec­tivas por sus integrantes, medidas de guerra para las campañas de siembra y recolección, obligación de los campesinos que trabajan individualmente de pres­tar sus caballos a las granjas colectivas, el sistema de pasaportes, división política de las aldeas, etcétera). El paralelismo entre la suerte del estado y la del dinero se nos aparece ahora bajo una luz nueva y pode­rosa. Las desproporciones en la economía empujan a la burocracia hacia el incremento de la inflación del papel moneda. El descontento de las masas frente a los resultados materiales de la desproporción económica empuja a la burocracia hacia la coerción sin tapujos. La planificación burocrática se libera del control del valor, así como el aventurerismo burocrático se libera del control político. El repudio a las «causas objeti­vas», es decir, a los limites materiales de la acelera­ción de los ritmos, así como el rechazo al respaldo en oro de la moneda soviética, constituyen delirios «teóri­cos del subjetivismo burocrático.

Si el sistema monetario soviético se extingue, lo hace en un sentido capitalista, no en un sentido socia­lista: a través de la inflación. La moneda deja de ser un instrumento funcional de la economía planificada para convertirse en la herramienta de su desorganiza­ción. Puede decirse que la dictadura del proletariado se extingue gradualmente en la inflación burocrática, es decir, en el extremo incremento de la coerción, la persecución y la violencia. La dictadura del proletariado no se disuelve en una sociedad sin clases; degenera en la omnipotencia de la burocracia sobre la sociedad.

Toda la falsedad de la política del centrismo, tanto en el campo de la economía soviética como en el del movimiento proletario internacional, se resume en la inflación monetaria y en el despotismo burocrático. El sistema stalinista está agotado y destinado a morir. Su derrumbe se aproxima inevitablemente, así como llegó la victoria del fascismo en Alemania. Pero el stali­nismo no es un fenómeno aislado; es una excrecencia parasitaria en el tronco de la Revolución de Octubre. La lucha por la salvación de la dictadura del proleta­riado está inseparablemente ligada a la lucha contra el stalinismo. Esa lucha ha llegado al momento decisivo. La culminación se acerca. Y todavía no se dijo la última palabra. La Revolución de Octubre sabrá encontrar recursos para defenderse.