Ale Kur

Algo similar a lo que se comprueba con las luchas del pueblo palestino y kurdo en Medio Oriente, o de los escoceses, vascos, irlandeses, etc. en la propia Europa. Esto nos plantea volver a analizar algunas cuestiones de fondo en relación a la naturaleza de las nacionalidades y los nacionalismos.

Este problema siempre es complejo para el marxismo, porque (como muchos otros) tiene una naturaleza contradictoria. En términos estratégicos e ideológicos, los marxistas no somos “nacionalistas”, porque la línea de delimitación principal es entre los de “abajo” y los de “arriba,” entre los explotadores y los explotados, entre los opresores y los oprimidos. La división en naciones implica una forma de segmentación que no sigue esas líneas, porque deja de un mismo lado a los polos opuestos recién mencionados, y a la vez separa a los de “abajo” entre sí. Por eso el marxismo en términos estratégicos es internacionalista: busca trascender las fronteras e identidades nacionales uniendo a los explotados y oprimidos de todo el mundo en contra de todos los explotadores y opresores, sea cual sea su color.

Esta ubicación general, sin embargo, no agota el problema de las nacionalidades ni mucho menos. Porque más allá de nuestra voluntad y nuestros objetivos, la cuestión de las nacionalidades tiene una realidad y una importancia indiscutibles para la enorme mayoría de las personas en todo el mundo. Desde el comienzo de la Modernidad y hasta la actualidad, en casi todo momento y lugar del planeta, la nacionalidad es un componente fundamental de la identidad humana. Los propios Estados modernos están constituidos sobre bases (aunque sea pretendidamente) nacionales. El sentimiento de pertenencia a una comunidad nacional, con su conjunto de elementos y representaciones (idioma, tradiciones culturales, experiencia histórica en común, territorialidad, símbolos, etc.), atraviesa transversalmente a todas las clases sociales, a todo el espectro político-ideológico.

Por otra parte, entre los propios Estados y comunidades nacionales del mundo se establecen relaciones fundamentalmente desiguales. Desde que existe la capacidad de ciertos grupos humanos para imponerse sobre otros, esto significa el establecimiento de relaciones de opresión nacional. Esta va históricamente aparejada al desarrollo de la propia sociedad de clases. Por ejemplo, en la antigüedad, el dominio de ciertos pueblos guerreros sobre otros, significaba la esclavización de los segundos: el esclavo era el extranjero subyugado. Por el contrario, el “ciudadano” era el hombre libre, que pertenecía a una misma comunidad política, y que tenía derecho a ser amo y propietario de esos extranjeros.

Así, la opresión social-económica adquiere inmediatamente una forma “nacional” (entendida en un sentido amplio) desde tiempos muy remotos. Aunque la nación como la entendemos en la actualidad sea un producto de la Modernidad, las identidades comunitarias (étnicas, religiosas, etc.) tuvieron siempre una relación muy estrecha con la división de la sociedad en clases y estamentos. Y por esa misma razón, también desde tiempos muy remotos, todos los movimientos de los explotados y oprimidos por su liberación, por sus derechos y reconocimiento, estuvieron atravesados por formas de conciencia e identidad “nacionales” o comunitarias. Durante los siglos XIX y XX, ya bajo el dominio de relaciones sociales capitalistas, una gran parte de las revoluciones se llevaron a cabo bajo la bandera de la “liberación nacional”, que estaba estrechamente ligada a la transformación del régimen político y a las reformas sociales. Fue el ciclo de las revoluciones liberales, muchas de esas republicanas (anti-monárquicas), democráticas y progresistas. Es precisamente de esas revoluciones donde nació por primera vez el movimiento socialista de la clase obrera.

En la Revolución Rusa de 1917, este problema tuvo una importancia fundamental. Rusia era hasta ese momento un Imperio que, encabezado por la monarquía de los Zares, oprimía a decenas de nacionalidades no-rusas. Al torrente de la revolución obrera en las ciudades, de los campesinos en el campo y de los soldados en los frentes de combate (de la Primera Guerra Mundial), se le sumó el torrente de la rebelión de estas nacionalidades oprimidas. El Partido Bolchevique tuvo una posición muy clara al respecto: el pleno e incondicional apoyo a la lucha de esas naciones por su autodeterminación. Así, la Revolución fundó un Estado no solo diferente desde el punto de vista de su contenido de clase (con los trabajadores en el poder) y de su régimen (basado en los Sóviets), sino también de su forma nacional: se conformó la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, y luego la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El principio que las ordenaba en el aspecto nacional era precisamente el derecho a la autodeterminación de las naciones, y a su libre agrupación. Posteriormente, la Internacional Comunista fundada por Lenin proclamó este mismo principio apoyando las luchas de emancipación nacional a lo largo y ancho del planeta, especialmente en Asia, África y América Latina.

 

«Nacionalismos» con diferentes contenidos

De todo lo anterior se desprende que la cuestión nacional tiene una naturaleza contradictoria. Por un lado, la forma “nacional” implica segmentar a la sociedad en grupos diferentes a las clases y estamentos sociales, “mezclar” el abajo con el arriba y “separar” a los de abajo. Por otro lado, implica también en muchos casos un tipo de opresión específica, vinculada a algún tipo de segregación en materia cultural, del idioma, de la religión, del color de la piel, etcétera.

Por eso mismo, la conciencia “nacional” en los movimientos populares puede ser en ciertos casos una forma de conciencia revolucionaria contra la opresión.

Por esta naturaleza contradictoria, todo movimiento o corriente “nacionalista” debe ser analizada en concreto, para dilucidar cuál de estos dos aspectos contradictorios domina en cada momento y lugar. Es decir: si expresa una tendencia de lucha contra la opresión, o si expresa más bien una forma de reivindicar la unión de oprimidos con los opresores (de una nacionalidad dominante) contra otros oprimidos de otras nacionalidades.

Así, hay movimientos y corrientes “nacionales” con un contenido mayormente progresivo (es el caso de las naciones oprimidas), y otras con un contenido mayormente reaccionario (en las naciones opresoras). Es fundamental para los marxistas identificar a cada una de ellas, para apoyar a las primeras (desde una ubicación internacionalista y de clase), y combatir contra las segundas.

En el mundo actual estamos viviendo un proceso de resurgir de los nacionalismos de contenido netamente reaccionario. El caso más emblemático es el del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, con su “America First” (“América Primero”). El contenido de ese nacionalismo es la reivindicación del imperialismo estadounidense y del ciudadano norteamericano y blanco, al mismo tiempo que la incitación al desprecio de todos los demás: inmigrantes, latinos, musulmanes, negros, etc. Es un nacionalismo imperialista, racista y xenófobo, que debe ser combatido. Una tónica muy similar tiene el nacionalismo del Front National en Francia o de la AFD en Alemania, así como la UKIP inglesa (promotora del “Brexit” contra los refugiados de guerra que provienen de Medio Oriente). En el caso español, es también el nacionalismo de los herederos ideológicos del franquismo: bajo la consigna “España una”, se sostiene a la bota de la Monarquía española contra las naciones catalana, vasca, gallega, etc. En todos esos casos, se trata de un nacionalismo al servicio de los opresores, contra los explotados y oprimidos.

Pero al mismo tiempo, se está viviendo también un resurgir de otro tipo de nacionalismos, con contenido más progresivo. Uno de los casos más emblemáticos es el del pueblo palestino, que lucha contra la opresión del Estado de Israel que los asfixia cada vez más. La lucha nacional de los palestinos es prácticamente una lucha de supervivencia, contra un enclave que los quiere reducir y desplazar. En Medio Oriente existe también otra pelea nacional de contenido muy progresivo: la del pueblo kurdo, dividido en cuatro Estados (Turquía, Iraq, Siria, Irán) y oprimido en todos ellos. El Kurdistán iraquí viene de realizar un referéndum de independencia donde arrasó el voto al “sí”[1]. En Siria, los kurdos pusieron en pie una experiencia de autogobierno democrático, con inclusión de todos los grupos étnicos-comunitarios y con gran protagonismo de las mujeres.

En Europa, existen por lo menos dos casos de grandes países que se conformaron sobre la base de subyugar a otras naciones, y que hoy están atravesados por grandes conflictos alrededor de ese problema. Se tratan del Estado Español y del Reino Unido. En el primer caso, a la lucha de los catalanes se le suman las peleas históricas del pueblo vasco, y en menor medida de los gallegos. En el segundo, tiene muchísima actualidad la pelea de los escoceses por su autodeterminación, habiendo realizado hace poco tiempo atrás un referéndum de independencia donde se impuso el “no” por escaso margen. En este caso, las condiciones políticas se modificaron enormemente luego del “Brexit”, abriendo la posibilidad de un nuevo impulso independentista. Lo mismo ocurre en relación a la histórica pelea en Irlanda del Norte, por su separación y unión con Irlanda del Sur.

Tanto en el caso español como en el británico, se trata de países donde (ridículamente) sigue rigiendo la monarquía (aunque con un contenido más bien protocolar, sobre todo en el segundo país), y donde además gobiernan partidos conservadores y neoliberales. En ambos casos, los cuestionamientos independentistas provienen de regiones que están más a la izquierda. Tanto Cataluña como Escocia son regiones con una sensibilidad progresista mucho mayor que la de los gobiernos centrales a las que están sometidas, teniendo además poderosas clases obreras con fuerte tradición de organización y lucha. En ambos casos, la pelea por poner en pie Repúblicas independientes remite simultáneamente a cuestiones nacionales, cuestiones de régimen político y democráticas, y a la lucha contra las políticas de austeridad y conservadoras de los gobiernos centrales (esto último más en el caso escoces que en él catalán). No es casualidad que la pelea por la autodeterminación nacional se haya reactivado en los años posteriores a la ola de los “indignados”, nutriéndose de sus métodos de movilización masiva y desde abajo.

Para los marxistas, es fundamental estar en la trinchera de los pueblos que luchan por la autodeterminación nacional, contribuyendo a su triunfo contra los Estados opresores. Esto, al mismo tiempo, debe sostenerse desde una perspectiva de internacionalismo socialista, y con una estrategia de independencia de clase. Las naciones oprimidas deben ser acaudilladas por sus explotados y oprimidos, enlazando la pelea nacional con la lucha contra toda forma de explotación y opresión. Esa es la ubicación histórica del socialismo revolucionario, de Marx, Lenin y Trotsky.