Victor Artavia

Rosa desarrolló su experiencia militante en un momento de ascenso del movimiento socialista. En muchos países europeos la clase obrera era mayoritariamente socialista, por lo que muchos partidos socialdemócratas eran de masas. Por eso, entre las filas militantes imperaba un sentimiento de optimismo hacia la historia, pues parecía que el socialismo dejaba de ser un anhelo teórico y tomaba contornos reales por medio de la socialdemocracia, particularmente por sus dos principales organizaciones: la II Internacional y el SPD alemán.

La Internacional de la organización

La II Internacional se fundó en 1889 en el marco del centenario de la revolución francesa y, a diferencia de su antecesora, desde un inicio se delimitó de las corrientes anarquistas.[1] Debido a esto, fue reconocida como una organización de los partidos socialistas, cuyo énfasis estaba colocado en la acción política, lo cual incluía la intervención en las elecciones parlamentarias cuando fuese posible. Funcionó como una federación de partidos, procurando acuerdos solamente cuando tuviera el respaldo de las principales delegaciones; por eso sus resoluciones eran muy generales para evitar desencuentros con los sectores minoritarios.

Dado que la democracia burguesa parlamentaria no estaba muy extendida y predominaban los gobiernos autocráticos, hizo más complejo diferenciar entre las alas revolucionarias y las reformistasa lo interno del movimiento socialista, porque incluso los sectores moderados eran perseguidos y tenían que actuar en la clandestinidad, por lo que, formalmente, se tornaban “radicales”, aunque defendieran un programa reformista.[2] Esto varió en algunos casos en los primeros años del siglo XX, pues varias organizaciones lograron su legalidad política y tuvieron influencia entre el movimiento obrero (el SDP fue el mejor ejemplo), pero esto no conllevó a una delimitación entre los sectores revolucionarios y reformistas.

En la Internacional prevalecía el modelo de partidos obreros únicos y amplios, bajo la premisa de que la clase obrera era una sola y, por ende, debía contar con una representación política unificada, inclusive tolerando a sectores reformistas u oportunistas, los cuales fueron considerados como un “componente legítimo” de la socialdemocracia, aunque “divisionista” y “extremista”.[3] Este principio organizativo fue ratificado en el congreso de Ámsterdam en 1904, como garantía de que no se expulsaría a los sectores de derecha por diferencias políticas.

Rosa nunca rompió con esta concepción de partido, pues concebía que lo fundamental era mantener el contacto con las masas obreras, aunque esa organización contara con una política errada. El exacerbado temor al aislamiento político restringió sus perspectivas organizativas, al punto que, cuando se produjo la capitulación de la mayoría de organizaciones socialdemócratas al chovinismo imperialista durante la primera guerra mundial, sostuvo que la tarea era reconstruir la II Internacional, mientras que Lenin no dudó en llamar a construir la III Internacional y romper definitivamente con los sectores reformistas y oportunistas, algo consecuente con el modelo del partido bolchevique como una agrupación que seleccionaba los mejores cuadros entre la vanguardia para pelear la consciencia de las masas obreras y sectores oprimidos. Esto quedó reflejado en una carta que escribió en 1908 a Henriette Roland-Holst, militante del partido socialdemócrata holandés que quiso abandonarlo por su creciente burocratización, ante lo cual Rosa respondió lo siguiente:

“Una escisión de los marxistas (…) es fatal. Ahora que deseas abandonar el partido, yo quiero impedirte eso con todas mis fuerzas (…) Tu renuncia del SDAP (…) simplemente significa tu renuncia del movimiento socialdemócrata. ¡Esto no debes hacerlo, ninguno de nosotros debe hacerlo! No podemos estar fuera de la organización, perder el contacto con las masas. El peor partido de la clase obrera es mejor que ninguno.”[4]

En cuanto al peso de las delegaciones de la II Internacional, el historiador socialista G.D.H. Cole estableció la siguiente jerarquía: 1) el mayor peso lo tenía la socialdemocracia alemana del SPD, cuyos delegados intervenían de forma centralizada y, en los hechos, eran la dirección del movimiento socialista internacional; 2) le seguía la delegación francesa, muy rica en tradición revolucionaria, pero debilitados por una división en 1889, lo cual se reflejó en los choques entre sus delegados en los congresos; 3) luego estaban los rusos que, a pesar de no contar con organizaciones legales, acumulaban una tradición de lucha importante y hubo coyunturas donde sus agrupaciones crecieron bastante (como en la revolución de 1905); 4) seguían los ingleses, bastante divididos y con un perfil muy sindicalista, por lo que estaban muy retrasados en la construcción de un partido político; 5) luego venía una lista de partidos menores, encabezados por los austríacos y los belgas (estos últimos tenían mucho peso en los debates), a los que se sumaban las delegaciones de Italia, Holanda, España, Polonia, Dinamarca, Suecia, Noruega, Suiza, Portugal, Rumania, Hungría, Portugal, Bohemia, Bulgaria, Estados Unidos; también hubo participación de países de América Latina y Asia, aunque de manera intermitente y con poca influencia en los congresos.

Este breve recuento nos brinda una panorámica del universo socialista alrededor de la II Internacional que, aunque tuvo su principal foco en Europa, concentró una riquísima tradición de lucha de la clase obrera, la cual iba desde las revoluciones burguesas de mediados del siglo XIX, pasaba por la Comuna de París de 1871 y, por último, incorporaba la experiencia de los partidos obreros de masas de finales del siglo XIX e inicios del XX. En relación a esto, no hay que perder de vista que la escala de la época era otra, porque inclusive los partidos “menores” reunían a cientos o miles de militantes, número que resultaba modesto en comparación con el millón de militantes que tuvo el SPD en su momento de mayor esplendor.

Por este motivo, el filósofo y trotskista estadounidense George Novak (1905-1992), la definió como la Internacional de la organización que sirvió de puente entre la I Internacional de la anticipación (definición de Trotsky) con la III Internacional de la acción (definición de Lenin), la cual “puso de pie a amplias masas de trabajadores en numerosos países, los organizó en sindicatos y partidos políticos obreros y preparó el terreno para el movimiento obrero masivo independiente.”[5]

En este sentido, la II Internacional desempeñó un rol progresivo antes de la primera guerra mundial porque fundó una cultura socialista de masas; se transformó en una alternativa real para enormes franjas de la clase obrera que se identificaron profundamente con los partidos socialdemócratas, a los cuales consideraron un espacio donde se prefiguraba el modelo de nueva sociedad a la cual aspiraban. Marcel Liebman (1929-1986), reconocido historiador del movimiento comunista, resaltó este aporte de la socialdemocracia en sus inicios, cuando era un espacio de organización y educación de la clase obrera: 

“Aunque se enredó en miles de contradicciones, la socialdemocracia clásica reunió los talentos de periodistas, agitadores y administradores, hombres de cultura unidos, militantes y organizadores y proporcionó al proletariado las múltiples instituciones sin las cuales no habría sido posible desarrollar la independencia de clase esencial para el desarrollo de cualquier conciencia de clase. Proporcionó la base necesaria pero inadecuada para la victoria del socialismo. Por eso la clase trabajadora se identificó tan estrechamente con la socialdemocracia, aunque todavía existían fricciones y tensiones considerables.”[6]

Lo anterior explica el fuerte sentido de pertenencia que Rosa desarrolló con la Internacional, la cual representó la cúspide del movimiento socialista y donde ella se transformó en una de sus figuras más avanzadas y radicales, aunque nunca trascendió completamente la visión del mundo y concepciones organizativas que heredó de la socialdemocracia europea.

La Internacional tuvo su momento de mayor esplendor durante el congreso de Ámsterdam en 1904, donde se reunieron 444 delegados y se rechazó formalmente las tesis de los revisionistas que cuestionaban el carácter revolucionario del marxismo, alegando que era posible avanzar hacia el socialismo por la vía de cambios graduales impulsados desde el interior del Estado burgués. Rosa jugó un papel destacado en esta polémica con una serie de artículos polémicos contra Eduard Bernstein (reunidos en el folleto Reforma y revolución), la cual inició en el SPD a finales del siglo XIX y repercutió en el resto de partidos socialdemócratas, sentando las bases para su creciente prestigio como polemista y teórica.

A pesar de esto, la Internacional fue víctima de las enormes contradicciones políticas y las presiones sociales, las cuales tomaron fuerza a partir de la derrota de la revolución rusa de 1905 y se abrió un prolongado período de reacción en toda Europa, fortaleciendo las tendencias oportunistas y revisionistas en los partidos socialdemócratas. Así, aunque formalmente la Internacional rechazó las tesis revisionistas en 1904, en los hechos la acción política de sus partidos se concentró en hacer valer el “programa mínimo” para presionar a los gobiernos burgueses y obtener pequeñas concesiones a cambio, mientras que, el “programa máximo” que enarbolaba las consignas revolucionarias, se transformó en una prenda accesoria que se lucía en las actividades festivas del socialismo, por lo que estaba desvinculado de la práctica cotidiana de las organizaciones socialdemócratas.

El avance de las tendencias oportunistas, revisionistas y reformistas, fue producto de la expansión y fortalecimiento de las potencias imperialistas europeas que, a partir de la expoliación de los países coloniales, redistribuyó algunas “migajas” de la rapiña entre sectores de la clase obrera de sus países, conformando lo que Lenin denominó como una “aristocracia obrera”, la cual estaba dirigida por fuertes burocracias políticas y sindicales, cuyo proceso de aburguesamiento las ligó profundamente a los intereses de sus gobiernos imperialistas.

Debido a esto, a partir de 1906, en los congresos de la Internacional se libraron fuertes debates entre los sectores de izquierda radical y los oportunistas. Un caso significativo fue el congreso de Stuttgart en 1907, el cual se caracterizó por discutir temas de política concreta en torno al imperialismo en un contexto de creciente tensión entre las potencias europeas, particularmente Gran Bretaña y Alemania.

El principal debate fue sobre el militarismo y el peligro de una nueva guerra, donde se mostró la confusión de criterios que reinaba en la socialdemocracia, cuyas posturas iban desde pregonar una oposición formal a la guerra, pero sin tomar medidas de lucha concretas, hasta otras que planteaban el apoyo a los “guerras defensivas”, es decir, aquellas realizadas por países que repelían una invasión, criterio al cual supeditaban el carácter imperialista del conflicto. En este punto fue crucial la intervención de la delegación socialista rusa, pues Lenin, Martov y Rosa, presionaron para que la resolución votada, además de oponerse a la guerra, fuera más precisa con respecto a las orientaciones a seguir por parte de la Internacional para derrotar el conflicto bélico imperialista:

“Si existe la amenaza de que la guerra estalle, es obligación de la clase trabajadora de los países y Estados, y obligación de sus representantes parlamentarios, con la ayuda de la Oficina Internacional como poder y coordinador, hacer toda clase de esfuerzos para evitar la guerra por todos los medios que le parezcan más apropiados, medios que naturalmente variarán con arreglo a la intensidad de la lucha de clases y a la situación política en general.

En el caso de que a pesar de esto estalle la guerra, es su obligación intervenir a fin de ponerle término en seguida, y con toda su fuerza aprovechar la crisis económica y política creada por la guerra para agitar los estratos más profundos del pueblo y precipitar la caída de la dominación capitalista.”[7]

Esta resolución fue saludada por una amplia mayoría de las delegaciones en el Congreso y, formalmente, dotó a la Internacional de una táctica concreta para enfrentar la eminente guerra imperialista en Europa. Pero, como era normal en el mundo de la socialdemocracia, las formas tendían a ocultar las diferencias de fondo, lo cual resultó evidente en 1914 cuando la mayoría de partidos socialdemócratas apoyaron los créditos de guerra, obviando la resolución aprobada en Stuttgart.

Volviendo al congreso de Stuttgart, también se debatió la postura socialista ante la denominada “cuestión colonial”; un importante número de delegados plantearon que la opresión colonial era algo inevitable en el capitalismo, por lo que, en vez de oponerse con el anti-colonialismo, lo correcto era exigir un mejoramiento de las condiciones de vida de los pueblos colonizados. Esta postura fue derrotada por poco, pues recibió el apoyo de 108 delegados contra 127 votos del ala revolucionaria, pero expresó la defensa de un sector importante de la socialdemocracia de los intereses expansionistas de las potencias imperialistas, de los cuales extraían enormes réditos para elevar sus condiciones de vida.

Algo similar sucedió con relación al tema migratorio, porque delegados de Australia, África del Sur y los Estados Unidos, plantearon políticas excluyentes para los denominados “inmigrantes de color” (definición de la época de las personas no caucásicas) porque presionaban hacia abajo la calidad de vida de los obreros nativos; un delegado norteamericano sugirió prohibir la entrada de obreros de “raza amarilla” a los países “civilizados” por medio de la construcción de un muro entre los países asiáticos y occidentales (¡un predecesor de Trump!). Al final, la Internacional rechazó cualquier exclusión por motivos étnicos o de nacionalidad, y aprobó una resolución para impulsar la educación e instrucción de los obreros inmigrantes, con la finalidad de hacerlos partícipes del mundo del trabajo con iguales salarios y derechos sociales.[8]

Por último, el congreso discutió la relación entre los partidos y los sindicatos, un tema importante debido al enorme peso que alcanzaron las organizaciones dirigidas por la socialdemocracia (precedido por un debate en el SPD que veremos más adelante). Esto propició el surgimiento de una capa de burócratas sindicales que impulsaron el desarrollo de las tendencias reformistas y oportunistas dentro de la Internacional. El caso de Alemania era el más destacado, porque el SPD fue artífice directo de la construcción de los principales sindicatos del país con una afiliación de dos millones.

Por este motivo, hubo presiones de la burocracia sindical para desvincular los sindicatos de los partidos, alegando el derecho a la autonomía absoluta de las organizaciones gremiales, las cuales, aducían, tenían que concentrarse estrictamente en pelear por reivindicaciones parciales, asumiendo una postura neutral ante la lucha por objetivos revolucionarios, la cual era potestad de los partidos y sus representantes parlamentarios.

Finalmente, el congreso votó una resolución formalmente revolucionaria contra la neutralidad sindical, pero sin dirimir por el fondo la diferencia expuesta por los sectores sindicalistas de separar la lucha gremial de la pelea por el socialismo y, de esta forma, no comprometer a las organizaciones sindicales a cometer acciones radicales que provocaran la intervención del Estado contra sus locales y cuantiosos activos.

Entre 1910 y 1913 se produjo un nuevo ascenso de la lucha de clases que, además de Europa, abarcó otras regiones periféricas del centro capitalista, como en Asia (China y Medio Oriente), África y América Latina (por ejemplo, la revolución mexicana). Asimismo, se incrementaron las disputas entre las potencias imperialistas por el control de las colonias, un anticipo de la catástrofe que estaba por asolar al mundo en los años venideros. De forma contradictoria, la amenaza de la crisis potenció a las corrientes reformistas y oportunistas en la Internacional, porque expresaban la fuerza de la rutina, los prejuicios nacionales, el temor a los cambios bruscos y la desconfianza a la acción independiente de la clase obrera.[9]

La amenaza de una nueva guerra europea se hizo presente con la guerra de los Balcanes de 1912, luego de que Montenegro declarase la guerra a Turquía. La respuesta inicial de la Internacional fue la convocatoria al congreso extraordinario de Basilea (24 y 25 de noviembre de 1912) que congregó a 555 delegados de 23 países, donde se aprobó el “Manifiesto de Basilea” donde se celebró la unanimidad de todos los partidos contra la guerra y no escatimó en palabras radicales: caracterizó la próxima guerra como imperialista, por lo que la clase obrera tenía que combatirla y alertó sobre la potencialidad de consumar la revolución social a consecuencia del conflicto.

Pero la prueba de fuego sobrevino en 1914, cuando el conflicto militar imperialista era inevitable y tuvo como protagonistas a las principales potencias europeas. Cuando se produjo el ultimátum del imperio Austro-húngaro a Serbia, la Internacional puso en práctica la primera parte de la resolución de Stuttgart y realizó manifestaciones multitudinarias contra las amenazas de guerra en Alemania, Austria, Italia, Francia y Bélgica. En esta línea, el SPD emitió un comunicado contra la guerra y realizó mítines por varios puntos del país y, cuando Alemania declaró la guerra a Rusia el 1° de agosto, uno de sus representantes declaró que sus diputados no iban a votar por los créditos de guerra.

Hasta este momento, la Internacional y sus partidos actuaron acorde a la resolución antimilitarista de 1907, pero la situación varió cuando inició el conflicto bélico y ya no se trataba de prevenir la guerra, sino de aprovechar la crisis política para impulsar la acción revolucionaria del proletariado, tal como estipulada la segunda parte de la resolución de Stuttgart.  Esto marcó el quiebre de la Internacional, pues la mayoría de los partidos y dirigentes socialdemócratas se plegaron a sus respetivas burguesías, alegando que la guerra era de defensa de la soberanía nacional y no imperialista.

Así, el 04 de agosto, la fracción del SPD votó a favor de los créditos de guerra para “defender la patria” contra Rusia, como lo expuso el presidente del partido ante el Reichstag:

De lo que se trata para nosotros es de alejar este peligro y salvaguardar la cultura y la independencia de nuestro país. Así honramos lo que siempre hemos prometido: en la hora del peligro no vamos a abandonar nuestra Patria. Nos sentimos de acuerdo con la Internacional, que siempre ha reconocido el derecho de cada nación a la independencia nacional y a la legítima defensa, al igual que nosotros condenamos, también de acuerdo con la Internacional, cualquier guerra de conquista. Exigimos que, tan pronto como el objetivo de la seguridad se haya logrado y los oponentes se muestren listos para la paz, esta guerra termine con una paz que haga que sea posible vivir en amistad con los países vecinos.”

Su ejemplo fue seguido por el resto de partidos socialdemócratas europeos, con las honrosas excepciones de los diputados socialistas rusos (mencheviques y bolcheviques) y los serbios que, junto con Karl Liebknecht en Alemania, fueron los únicos que se mantuvieron firmes con la política contra la guerra de la Internacional.[10]

Esto consumó la bancarrota de la Internacional, justamente el año que conmemoraba su vigésimo quinto aniversario. La guerra, como toda situación de crisis extrema, desnudó a la mayoría de los dirigentes socialdemócratas europeos como lo que verdaderamente eran: oportunistas en su método, reformistas en su programa y temerosos de estimular la acción revolucionaria de la clase obrera. Kautsky, representante del centro socialdemócrata, trató de justificar el desastre argumentando que “La Internacional es un instrumento para la paz, no para la guerra”.[11]

La traición fue tan grande que desconcertó a los principales cuadros revolucionarios. Rosa entró en crisis nerviosa y, junto con su camarada y amiga Clara Zetkin, pensó en suicidarse ante el desplome de su mundo socialista. También es famosa la anécdota de Lenin cuando leyó la edición del periódico del SPD donde se anunciaba su apoyo a la guerra, lo cual consideró un montaje por parte del gobierno alemán.

Al respecto de esto, J.P. Nettl presenta un interesante contrapunto entre Lenin y Rosa, pues mientras para ella la bancarrota de la Internacional representó una enorme una crisis y se negó a llamar a fundar una nueva organización (postura que sostuvo hasta su muerte), Lenin asimiló más rápidamente la traición de la socialdemocracia, la cual entrevió como una bisagra histórica para el movimiento socialista revolucionario: el final de la era de la II Internacional y el modelo de partidos socialdemócratas, así como el principio de otra marcada por los desafíos que contrajo el “nuevo mundo” que surgió con la primera guerra mundial, ante lo cual era necesario delimitarse de los reformistas y prepararse para las futuras revoluciones.[12]

SDP: un partido excepcional por fuera de la sociedad

Dentro de este mundo socialista, el SDP alemán fue la organización más importante y marcó a generaciones enteras de militantes socialistas; Trotsky remarcó esto cuando se declaró como uno de los tantos aprendices que pasó por la “escuela socialista alemana”, por lo que la “socialdemocracia alemana no fue para nosotros simplemente un partido más de la Internacional: fue el partido por excelencia”.[13] Por este motivo, es fundamental conocer elementos generales sobre el desarrollo y la visión de la historia que construyó el SPD hasta 1914, los cuales fueron determinantes para configurar las perspectivas de la Internacional y condicionar los debates que libró Rosa.

Surgió en 1875 producto de la unidad de dos tendencias; por un lado, el ala de Lasalle, la cual contaba con tradición de actuar dentro del Estado e influenciar los órganos de poder para lograr reformas sociales; por el otro, la tendencia marxista que estuvo ligada a la I Internacional y fue orientada en sus inicios por Marx y Engels, cuyas premisas eran la acción revolucionaria de la clase obrera. La unidad de ambas tendencias se materializó con el programa de Gotha, el cual fue muy criticado por Marx, quien siempre desconfió de las intenciones revolucionarias de varios dirigentes socialdemócratas alemanes, algo que sabían algunos de los más altos cuadros históricos del SPD, pero que guardaron celosamente hasta después de la guerra mundial.[14]

La época en que se desarrolló el SPD se caracterizó por un auge gradual y continuo del capitalismo, donde un puñado de potencias europeas controlaban enormes porciones del planeta a través de sus imperios coloniales. Alemania entró tarde a escena, pues hasta 1871 logró la unificación bajo el mandato de Otto von Bismarck, iniciando un período fortalecimiento del capitalismo germano a nivel continental que sería la base para el posterior expansionismo imperialista del país. En este contexto, en toda Europa se instaló un optimismo sobre el progreso continuo de las sociedades, una especie de fatalismo o teleología que dio como resultado una compresión evolutiva lineal de la historia.

Durante sus primeros años de existencia, la socialdemocracia alemana sufrió una fuerte represión por parte del Estado debido a la “Ley Anti-socialista” de 1878, la cual prohibía los partidos y reuniones socialistas, así como la prensa que difundiera esas ideas o ayudara a financiar al movimiento. Este marco legal propició la persecución de muchos cuadros del SPD, quienes frecuentaron las cárceles o tuvieron que exiliarse. La socialdemocracia alemana afrontó la clandestinidad por medio de un partido fuertemente centralizado y organizado a partir de pequeños núcleos dirigidos por cuadros de confianza (modelo que inspiró a Lenin para combatir al zarismo), rasgo que mantuvo hasta el estallido de la guerra mundial en 1914.[15] Otro mérito del partido fue la creación del sindicalismo en Alemania, estableciendo una fuerte relación entre el SPD y el movimiento obrero en adelante.

Paradójicamente, la ley anti-socialista no prohibió que hubiese candidatos socialistas, espacio que aprovechó la socialdemocracia para avanzar electoralmente, por lo que la ley fue considerada como un fracaso y derogada a inicios de 1890.

En 1891 se llevó a cabo el congreso del SPD donde se votó el “Programa de Erfurt”, con el cual la socialdemocracia alemana estableció la diferencia entre los objetivos máximos finales y los mínimos inmediatos, dando como resultado un compendio de reivindicaciones que carecían de unidad interna y sin ninguna tendencia transicional. Esto devino en una dinámica compleja, porque fragmentó el programa del partido en dos planos de consignas formalmente yuxtapuestos y, según las circunstancias, se elegía entre los objetivos máximos o mínimos. Aunado a esto, para evitar problemas de legalidad, evitó denunciar el carácter de clase del Estado y tampoco planteó la necesidad de vencerlo por medio de la fuerza, convirtiendo al programa en una exigencia de reforma constitucional radical.[16]

Pero el rasgo novedoso del SPD fue que reclamó para sí la inevitabilidad histórica, rasgo que generó una exacerbada autoconfianza en sus dirigentes, los cuales consideraban que la historia estaba de su parte, porque en determinado punto el capitalismo iba a colapsar y la poderosa socialdemocracia iba a tomar el poder para construir el socialismo. Aunado a esto, desarrolló un “marxismo” carente de dialéctica histórica, donde pululaban las “leyes de validez atemporal” y el tiempo era lineal, sin sobresaltos o cambios cualitativos, por lo cual fueron incapaces de comprender la nueva temporalidad que generó el desarrollo del imperialismo, muy diferente a la que prevaleció en la fase previa del capitalismo.[17]

Esto devino en un fatalismo histórico que cegó las perspectivas del SPD, desarmándolo estratégicamente cuando tuvo que afrontar los momentos de guerras y revoluciones, donde resultó claro que no se produciría ningún avance inercial hacia el socialismo. Asimismo, alimentó el fatalismo económico de los sectores revisionistas, para los cuales no estaba planteado un derrumbe del capitalismo, sino que, por el contrario, la perspectiva era la continuidad del sistema y luchar desde sus instituciones para extirpar sus rasgos negativos, una visión “ética” del socialismo con la cual se renunciaba a la revolución.[18]

De esta forma, la socialdemocracia se constituyó en una enorme organización de masas, pero aislada socialmente; bajo esta filosofía de la historia, su tarea principal consistía en ampliar su propio mundo por la vía de las elecciones y garantizando la administración de su formidable aparato que, combinado con la crisis objetiva e inevitable del capitalismo, haría imparable el arribo del socialismo.

Esta ideología de partido/secta se apoyó en los inmensos éxitos constructivos de la socialdemocracia, la cual se constituyó en una organización excepcional en la historia (incluso para los estándares actuales), en torno a la cual giraba un sector de la sociedad alemana por medio sus clubes, salas de conciertos, organizaciones obreras, juveniles, de mujeres y deportivas. Al respecto de esto, Broué hizo un breve recuento de la vasta red institucional del SPD en los años previos a la primera guerra mundial, cuando alcanzó su mayor apogeo: tenía un millón de militantes; obtuvo 4.250.000 mil votos en 1912 y contaba con 110 diputados en el Reischtag, 220 en los landtag (parlamentos regionales) y 2.886 representantes en los municipios; los sindicatos que dirigía contaban con dos millones de afiliados, a lo cual se sumaban las organizaciones paralelas que reunían a casi la totalidad de los asalariados del país, así como al movimiento de mujeres y la juventud; estableció un sistema de universidades populares, bibliotecas y sociedades de lectura para su militancia; poseía 90 periódicos con 267 periodistas permanentes, tres mil obreros y cientos de administradores. La suma de todas estas conquistas lo transformó en un Estado dentro del Estado”; un partido excepcional que, a la vez que representó un universo nuevo para millones de trabajadores y trabajadoras, también desarrolló rasgos sectarios de contra-sociedad, tendencia que se agravó conlas inercias teóricas y filosóficas de sus dirigentes.[19]

Su principal dirigente fue August Bebel, figura central del Ejecutivo partidario desde 1875 hasta su muerte en 1913. Sus principales atributos eran la eficiencia organizativa y un gran reflejo para la táctica, lo cual complementaba con una retórica radical contra el sistema. Por otra parte, Karl Kautsky fue el principal cuadro teórico, considerado por muchos años como el albacea del marxismo revolucionario tras la muerte de Engels. Fue el autor intelectual del programa de Erfurt, lo cual retrata los límites de su pensamiento marcado por una disociación entre el objetivo final y la táctica del momento.

En cuanto a su funcionamiento, el SPD fue altamente centralizado y las resoluciones de sus congresos eran “ley”; por este motivo, las disputas internas consistían en pugnas por la interpretación “correcta” de lo que se votó, terreno en el que destacaron los abogados del partido (profesionales o aprendices). Asimismo, era una organización democrática (al menos antes de su burocratización) y, en consonancia con el modelo de partido de la Internacional, en su interior convivían sectores revolucionarios, reformistas y oportunistas, los cuales contaban con las facilidades para expresar sus puntos de vista sin amenazas de expulsión.

Para el caso del SPD, la convivencia de tendencias tan disímiles no correspondía solamente a un sentidamente democrático; también reflejaba la presión de sus dirigentes por evitar el surgimiento de nuevos partidos que fragmentaran el voto obrero y acabaran con la esperanza de lograr la mayoría electoral en el Reichstag.[20]

Durante mucho tiempo este esquema de funcionamiento no tuvo grandes sobresaltos, pero conforme el partido logró mayores cuotas de representación parlamentaria surgieron las presiones de los sectores reformistas y oportunistas para profundizar el curso de adaptación a la institucionalidad burguesa. Otra circunstancia que agravó esto fue que, en el marco de una sociedad tan cerrada y conservadora como la Alemania semi-absolutista, muchos elementos radicales burgueses vieron en el SPD la única alternativa donde tenían algún espacio para luchar por sus ideales.[21]

Un primer caso fue la tensión con los representantes del sur en 1895, pues éstos presionaron para que se les permitiera votar a favor por los presupuestos gubernamentales locales, en contraposición a la posición clásica del partido de no legitimar ningún presupuesto burgués porque era para financiar el aparato represivo contra la clase obrera (es decir, contra la socialdemocracia). Al final los sureños salieron victoriosos, porque se toleró que, bajo “circunstancias especiales”, implementasen una política diferente para su región. Este fue el preanuncio de las disputas que afrontaría el partido en adelante con los revisionistas, reformistas y sindicalistas, donde Rosa se constituyó en su principal adversaria desde la izquierda radical.

Otra polémica importante se suscitó con relación la cuestión agraria. Históricamente el SPD no apoyó reformas orientadas a mejorar la condición de los pequeños campesinos, aunque se viesen afectados por la competencia del gran capital y la usura bancaria. Esta actitud tenía un fundamento teórico bastante esquemático que, grosso modo, podemos resumir así: la tendencia del capitalismo es hacia la concentración de la riqueza y la conformación de grandes empresas, algo que, desde el punto de vista histórico, es progresivo porque sienta las bases para la socialización de la producción, lo cual garantizará la construcción del socialismo cuando la socialdemocracia tome el poder.

Nuevamente fueron los representantes del sur quienes pusieron en discusión el programa agrario, motivados por el importante peso electoral de los pequeños propietarios en algunas regiones. Por eso, los socialistas de Baviera impulsaron un programa agrario local que defendía reformas desde el Estado para aliviar la situación de los pequeños campesinos, como establecer el monopolio del crédito agrícola, reducción de intereses en los préstamos para los agricultores, nacionalización del seguro agrícola, fomento estatal de cooperativas agrícolas, etc. Su objetivo era atraer a los campesinos como aliados del proletariado industrial, pero, al ser una táctica reformista circunscrita al plano electoral y carente de aplicación concreta para la lucha de clases, terminaba siendo un plan para gestionarse “desde arriba”.

Esta política fue seguida por las regionales del partido en Wüttemberg, Hesse y Baden, por lo que la discusión se elevó a los congresos del SPD en 1894 y 1895. Ahí se desencadenó una polémica con Kautsky, principal defensor del programa agrario tradicional, para quien era incorrecto que la socialdemocracia impulsara medidas que retrasaran la desaparición de los pequeños propietarios y, además, agregó que esas propuestas fortalecerían el poder del Estado burgués, en lo cual no le faltaba razón dado el carácter enteramente parlamentario del programa.[22]

Finalmente, el debate se saldó a favor de Kautsky, pero evidenció las inercias teóricas y programáticas del SPD: por una lado, una concepción que combinaba el fatalismo histórico con una visión etapista del desarrollo, cuyo resultado fue un abordaje sectario de las problemáticas del campesinado y otros sectores de pequeños propietarios; por el otro, una política que capturaba un problema real para un sector oprimido por el gran capital, pero cuya resolución fue en clave electoralista y desvinculado de los objetivos finales revolucionarios. En suma, una puesta en escena de la fragmentación derivada del programa de Erfurt por la yuxtaposición entre los objetivos mínimos y finales, donde resultaba imposible alcanzar una síntesis en términos revolucionarios.

Posteriormente, los debates reales se desplazaron de los congresos hacia el aparato del partido (el cual se consolidó entre 1906-1910), por lo que la organización experimentó una profunda burocratización de la mano del reforzamiento del Ejecutivo (“Parteivorstand”), el cual no tuvo ningún tipo de control y manejó a su antojo la estructura socialdemócrata: escogía los secretarios locales y regionales; designaba los candidatos a las elecciones; promovía u obstaculizada la carrera interna de los funcionarios del partido; etc. Fue un proceso lento y subterráneo, el cual nadie previó ni se tomaron salvaguardas para lidiar con este fenómeno, por medio del cual se creó una camada de funcionarios con intereses propios alrededor de la administración del aparato partidario.

Esta casta de funcionarios burocratizados se esmeró en bloquear el desarrollo de los radicales y sus llamados al cambio revolucionario, pues esto asustaba al electorado y amenazaba con destruir el equilibrio interno de la organización. Para eso se apoyaron en un sistema de representación regional anti-democrático, por medio del cual garantizaron una sobrerrepresentación de los sectores más conservadores y una subrepresentación de la clase obrera urbana: un delegado por cada 57 miembros en las organizaciones rurales, contra un delegado por cada 5.700 para el caso de las grandes ciudades industriales.[23]

La burocratización fue liderada por un nuevo equipo de dirigentes, compuesto por antiguos obreros y trabajadores cuyo mérito fue hacer carrera en el partido, producto de lo cual se transformaron en miembros del aparato y experimentaron un verdadero ascenso social. Eran personalidades opacas dentro del universo de figuras del SPD, pero esto mismo los hizo idóneos para liderar al principal partido de la Internacional en medio de su curso degenerativo de un partido reformista parlamentario hacia uno abiertamente contrarrevolucionario.

Friedrich Ebert, un antiguo obrero guarnicionero con excelentes dotes organizativas, se convirtió en secretario en 1906 y presidente en 1913 tras la muerte de Bebel. Destacó como un hombre eficiente que modernizó el funcionamiento del aparato, introduciendo teléfonos, taquígrafos y mecanógrafos a los locales, ampliando el papeleo interno de la organización (ficheros, cuestionarios, formularios, etc.). Se rodeó de algunos hombres de confianza que fungirían como sus lugartenientes, como Otto Braum, periodista de origen obrero que fue radical en su juventud y se opuso al programa de Erfurt, pero que luego no participó más de los grandes debates teóricos del partido; también está el caso de Philip Scheidemann, un antiguo litógrafo con dotes para la agitación, distante de los debates y que nunca opinó en ninguno de los congresos en que participó. Otro caso de ascenso lo experimentó fue Gustav Noske, antiguo carnicero que se convirtió en funcionario del partido y posteriormente diputado; en el Reichstag alegó que socialistas no eran “vagabundos sin patria” y exigió a los representantes burgueses actuar para convencer a los obreros de transformarse en soldados para la guerra.[24]

Esta camada de burócratas jugó un papel decisivo durante la revolución alemana de 1918, luego de que la burguesía acudiera en su ayuda ante el temor de que la clase obrera barriera con el Estado burgués. Así, los socialdemócratas que tanto temían a la acción independiente de la clase obrera, ascendieron al gobierno producto de la revolución, pero con el objetivo de destruirla desde adentro, aprovechándose de su reconocimiento entre el movimiento obrero por ser parte del histórico SPD.

Noske fue nombrado Ministro de Defensa de la República de Weimar y se avocó a la reconstrucción de las fuerzas armadas; desde este puesto no tuvo reparo en llenarse sus manos de sangre, pues utilizó (y encubrió) a las Freikcops para detener y asesinar a Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

 

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[1] Aunque la delimitación se perfiló desde la fundación, la exclusión formal de los anarquistas se produjo en el congreso de Londres en 1896, cuando se votó que solamente podían integrar la II Internacional los partidos socialistas y sindicatos.

[2] Cole, Historia del pensamiento socialista, 12-16.

[3]Vladimir Lenin, «El socialismo y la guerra», en Marxistas en la Primera Guerra Mundial, compilado por Guillermo Iturbide (Buenos Aires: Ediciones IPS, 2014), 209.

[4] Dunayevskaya, Rosa Luxemburgo, la liberación femenina y la filosofía marxista de la revolución, 151.

[5]George Novak, «La I y la II Internacionales», en El internacionalismo y las Internacionales, compilado por Raúl Lescas (México: Ediciones Uníos, 1997), 53.

[6] Marcel Liebman, «Reformism Yesterday and Social Democracy Today», Jacobin, 22 de Agosto de 2018, acceso el 03 de diciembre de 2020, https://www.jacobinmag.com/2018/08/social-democracy-marcel-liebman-socialist-politics.

[7] Cole, Historia del pensamiento socialista, 78.

[8] Ibíd.83 y Novak, «La I y la II Internacionales», 73.

[9]Novak, «La I y la II Internacionales», 79.

[10] Agreguemos que los socialistas españoles, italianos y suizos, tampoco votaron los créditos de guerra porque sus respectivos países fueron neutrales (Italia se sumó a la guerra hasta 1915); en el caso de los dos últimos se mantuvieron firmes con el repudio a la guerra según la resolución de Stuttgart.

[11]Novak, «La I y la II Internacionales», 88.

[12] Nettl, Rosa Luxemburgo, 47 y 439.

[13]León Trotsky, «La guerra y la Internacional», en Marxistas en la Primera Guerra Mundial, compilado por Guillermo Iturbide (Buenos Aires: Ediciones IPS, 2014), 69.

[14] Ibíd. 105-106.

[15] Cole, Historia del pensamiento socialista, 241.

[16] Ibíd. 245-246 y Nettl, Rosa Luxemburgo, 106.

[17]Georg Lukács, «Rosa Luxemburgo como marxista», en Historia y consciencia de clase (México: Editorial Grijalbo, 1969), 32-35.

[18] Ibíd. 41 y Cole, Historia del pensamiento socialista, 263-268.

[19] Pierre Broué, Revolución en Alemania. De la guerra a la revolución. Victoria y derrota del “izquierdismo” (tomo 1), acceso el 19 de diciembre de 2020, http://www.grupgerminal.org/?q=system/files/revolucion_en_alemania.pdf , cap. 1, p. 13-14.

[20] Cole, Historia del pensamiento socialista, 287-288.

[21] Frölich, Rosa Luxemburg, 80.

[22] Cole, Historia del pensamiento socialista, 249-254.

[23] Ibíd. 17-19.

[24]Broué, Revolución en Alemania…,20-21 y 164-166.