EEUU: Los riesgos de una elección convulsionada

En el marco de una campaña atípica y cuya volatilidad replica la de la economía, ya en el último tramo (menos de cuatro semanas), y sin que las cosas estén para nada decididas, muestra a un Trump que detuvo su recuperación respecto de la ventaja que le llevaba Biden e incluso en retroceso en las encuestas. En lo esencial, este cambio de panorama –importante, aunque no decisivo por ahora– se debe sobre todo a errores propios, y no a aciertos del candidato demócrata.

Marcelo Yunes

Mientras tanto, la declarada voluntad de Trump de no aceptar un resultado desfavorable y llegar el eventual litigio hasta la Corte Suprema, donde está pergeñando una mayoría ultraconservadora, está enrareciendo el clima político de EEUU hasta niveles de tensión no vistos en muchas décadas. Todo en el marco de una nueva escalada de contagios de covid-19 que llegó hasta el propio Trump y su entorno, y que pone en cuestión una estrategia sanitaria de la pandemia que oscila entre el negacionismo y la irresponsabilidad lisa y llana.

La economía no mejora y la pandemia empeora

Trump apostó fuerte a recuperar terreno a partir de dos ejes: el repunte de la economía y una contención de la pandemia, idealmente con la llegada de la vacuna antes de las elecciones. Ambos frentes, que parecían más promisorios hace sólo dos semanas, ahora empiezan a mostrarse hostiles.

Las encuestas de principios de septiembre mostraban un cierto avance de Trump, aunque seguía detrás de Biden en general y en los estados decisivos. Como veremos más abajo, esos números parecen haber cambiado. Las razones hay que buscarlas en diversos frentes, empezando por la economía. Como señalamos en una nota anterior, el fuerte subsidio de desempleo implementado a partir de la pandemia logró morigerar el impacto de la pérdida de puestos de trabajo, que se contó de a millones.

Ahora bien, es precisamente en este momento que esos subsidios se están terminando y la necesidad de aprobar un nuevo programa de estímulo económico para hogares y empresas se hace sentir. Pero las negociaciones en el Congreso con los demócratas se empantanaron alrededor de la cifra: los republicanos quieren un aporte más moderado; los demócratas, uno más sustancial, del orden de los 2 billones de dólares. En el medio, terció el titular de la Reserva Federal (equivalente del banco central), que advirtió que la recuperación económica sigue frágil y requiere a la vez controlar el coronavirus y apuntalar el crecimiento. Pero Trump, fiel a su estilo, decidió congelar las negociaciones hasta después de la elección, lo que cayó tan mal en el electorado como en Wall Street.

Aunque en los sondeos la performance económica de Trump sigue siendo su mejor carta (hay más aprobación a la marcha de la economía que a su gestión en general), puede que no le alcance, sobre todo si lo que se percibe de aquí al 3 de noviembre es más deterioro que continuidad de la recuperación.

Mucho peor es el impacto de la pandemia. Lejos de traer la buena noticia de la vacuna, octubre empezó con una suba fuerte de casos, que no sólo pone en pausa la posibilidad de una apertura mayor sino que ya está obligando a nuevas medidas de aislamiento. El colmo de esto fue el contagio y breve internación de Trump por covid-19. No faltan quienes quieren interpretar esto como un golpe publicitario para a) victimizarse y apelar al voto “compasivo”, b) mostrarse como un héroe que todo lo supera, y c) aprovechar su rápida recuperación para abonar su estrategia casi bolsonarista de “gripezinha” que no merece mayor atención que la gripe común.

Pero esta mirada un tanto conspirativa no parece plausible, por varias buenas razones. Primera, todo indica que Trump efectivamente desarrolló síntomas (fiebre alta, sobre todo); hay varias fuentes independientes que lo corroboran. Segunda, sería casi un milagro que no se contagiara cuando hay una ola creciente de casos positivos de covid-19 en su propio entorno, con al menos 27 personas cercanas a Trump contagiadas. El caso más reciente, Stephen Miller, asesor principal, se sumó a la lista que ya integraban Melania Trump (esposa), su asistente personal Nick Luna, Hope Hicks (asesora), Kayliegh McEnany (secretaria de prensa de la Casa Blanca), Bill Stepien (jefe de campaña), Ronna Mc Daniel (presidente del Comité Nacional Republicano), Chris Christie (ex gobernador de Nueva Jersey), la ex asesora Kellyanne Conway, cuatro asistentes de prensa, diez generales y jefes de operaciones de las FFAA, un valet militar y tres senadores republicanos.

Muchos de ellos asistieron al acto de promoción de la candidata a la Corte Suprema, Amy Coney Barrett, en la Casa Blanca, el 26 de septiembre, o a reuniones de alto rango en el Pentágono (O. Milman, The Guardian, 7-10-20). El Servicio Secreto, encargado de la protección personal del presidente, ya no disimula la bronca por la exposición irresponsable e inútil de muchos agentes en actos provocadores de Trump, como saludar a los seguidores sin tapaboca ni distanciamiento al salir del hospital (Ámbito Financiero, 6-10-20).[1]

La tercera razón es que los propios estrategas de campaña republicanos dudan califican como “de alto riesgo” la actitud de Trump de minimizar los efectos del covid-19, tanto en la salud personal como en términos de salud pública. El último despropósito de Trump al respecto fue afirmar que el coronavirus es “mucho menos letal” que la gripe común, lo que generó una ola de desmentidas desde los medios más variados y por supuesto desde la comunidad científica. Así, es muy posible que el descontento con el manejo desaprensivo de la pandemia y la creciente falta de credibilidad presidencial, que empieza a afectar incluso a la irreductible base republicana de Trump, sea uno de los factores detrás de su deslizamiento negativo en las encuestas.

Veamos al respecto una comparación de varias encuestas, ordenadas de la más reciente a la más lejana:

 

Fuente            Ipsos/Reuters CNN/SSRS NBC/WSJ Ipsos/Reuters  Monmouth Univ.
Fecha 2/10-6/10 1/10-4/10 30/9-1/10 25/9-29/9 24/9-27/9
Biden 52% 57% 53% 51% 50%
Trump 40% 41% 39% 42% 45%
Diferencia 12% 16% 14% 9% 5%

Fuente: CNN (https://edition.cnn.com/election/2020/presidential-polls)

Más allá de la habitual dispersión y relativa confiabilidad de estas encuestas –a lo que debe agregarse las particularidades del sistema electoral yanqui–, parece claro que el acercamiento de Trump a Biden que mostraban las encuestas de septiembre se frenó en seco e incluso retrocedió.

Una nueva generación entra en la escena política

Otra variable que puede estar pesando en esta aparente arremetida de Biden –o, más bien, retroceso de Trump– es el hecho de que, por las razones que fuere, esta elección podría ser de una fuerte participación del electorado, por encima de lo habitual. Aquí cabe una aclaración: desde hace ya unos años, cualquier aumento de la participación electoral normalmente favorece a los demócratas; en realidad, en muchos estados y también a nivel general, uno de los principios clave de la estrategia electoral republicana es que vote la menor cantidad de gente posible.

En esto influyen tanto el balance racial como el demográfico. En cuanto al primer factor, “los blancos conservadores se han hecho cada vez más centrales para el Partido Republicano, y a la vez son una proporción decreciente del electorado estadounidense. El partido [republicano] ha desarrollado así un interés en limitar la participación electoral en vez de promoverla” (“A house divided”, The Economist 9210, 5-9-20).

Y desde el punto de vista de la edad de los votantes, un especialista de Brookings Institution, Bill Frey, resume que “EEUU se está moviendo de una política y una sociedad dominadas por la generación baby-boomer [los nacidos entre 1946 y 1964. MY] mayoritariamente blanca a un país más diverso racialmente protagonizado por las generaciones más jóvenes: los millenials [nacidos entre 1981 y 1996. MY] y la Generación Z [1997-2012]” (“The boomers’ last stand”, The Economist 9211, 12-9-20). Por primera vez, y a partir de 2019, más de la mitad de los estadounidenses son millenials o más jóvenes: el 51%, contra un 41% hace sólo nueve años.

Este imparable cambio generacional, como señalamos, impacta no sólo en la edad sino en el perfil étnico y en la conducta política: hay una fuerte inclinación por los demócratas en esos grupos etarios. El revulsivo es mayor en los estados de mayor diversidad: “Casi el 75% de los de más de 60 años son blancos; la mitad de los de menos de 20 años no lo son. (…) En Texas, el 44% del padrón es hispano o negro. Pero entre los de menos de 40 años, ambos grupos representan más de la mitad. En Arizona, los hispanos son el 31% del padrón, pero el 44% de los menores de 40. En ocho estados, incluidos Georgia y Florida, más de la mitad de los votantes de menos de 40 años no son blancos” (“The Economist 9211, cit.).

Los votantes más jóvenes son entonces más diversos, con mayor nivel educativo (especialmente las mujeres), se identifican más con temas o causas (cambio climático, lucha contra el racismo, igualdad de género, salud pública) que con partidos, pero esos mismos temas los acercan más a la agenda demócrata que a la republicana.

Históricamente, además, esa generación tiene un porcentaje de participación inferior a la de los votantes de más edad. Pero en esta elección esa apatía parece estar mutando en su opuesto. Un estudio de la Universidad de Florida muestra que el voto por correo ya es récord, con 3,8 millones de sufragios emitidos a cuatro semanas del 3 de noviembre, por lo que estima una participación también récord de unos 150 millones de votantes, un 65% del padrón. Si esto se verifica, sería la mayor tasa de participación en más de un siglo: desde 1908 (Ámbito Financiero, 7-10-20). Esta tendencia de los más jóvenes a votar seguiría un patrón reciente: la participación del segmento de 18 a 29 años casi se duplicó entre 2014 y 2018. Y las cifras de registro de votos online para esta campaña están muy por encima de las de 2016. De modo que “desde el punto de vista generacional, no sorprende que los demócratas estén al frente en las encuestas. Refleja no sólo la personalidad y los antecedentes de Trump sino movimientos en las placas tectónicas de la demografía electoral” de EEUU (The Economist 9211, cit.).

¿La noche más larga?

Nada de esto significa que la elección esté resuelta. De hecho, salvo un verdadero cataclismo que, entre otras cosas, les dé a los demócratas el control de la Casa Blanca, la Cámara de Diputados y el Senado [2], si se da, como se espera hasta ahora, una elección cerrada, es muy posible que la noche del 3 de noviembre sea muy, muy larga… y que no termine el 4, sino varias semanas después, y acaso en la Corte Suprema.

Aquí hay dos aspectos a tener en cuenta: la pura aritmética electoral y el marco político-institucional. En cuanto a lo primero, digamos que si EEUU tuviera un sistema mínimamente democrático que cumpla con lo más elemental de una elección, otorgarle la victoria al candidato con más votos, esta elección sería casi cosa juzgada.[3] Pero dado el aberrante sistema yanqui que hemos descripto en una nota anterior (27-8-20), lo más probable es que la elección se defina en sólo 6 de los 50 estados de EEUU: Michigan, Wisconsin, Pensilvania, Florida, Carolina del Norte y Arizona, que reúnen 101 de los 538 electores. Y acaso alcance con sólo los tres primeros, como ocurrió en 2016 (en 2000 y 2004, la elección se definió por un solo estado). De hecho, el 85% del abultadísimo presupuesto de propaganda televisiva está concentrado en esos seis estados (“Following the money”, The Economist 9212, 19-6-20). Este elemento antidemocrático es el que mantiene vivas las esperanzas electorales de Trump.

Pero el aspecto más preocupante para el establishment estadounidense es que la elección puede ponerse realmente fea en términos institucionales. No hay más que recordar la elección de 2000 entre George W. Bush y Al Gore –en un contexto político muchísimo menos polarizado y enrarecido que el actual–, cuando el recuento del estado decisivo, Florida, terminó semanas después con escándalo y acusaciones de (muy probable) fraude, que se dejaron de lado sólo en aras de la “estabilidad institucional”. Algo muy parecido casi pasa en las elecciones de 2004 (George W. Bush vs John Kerry); esta vez, el estado que complicó las cosas fue Ohio, y nuevamente el candidato demócrata hizo su aporte concediendo una dudosa derrota sin pedir el recuento de votos (como en 2000) para ahorrarle al régimen yanqui otro papelón.

Pues bien, nadie puede imaginar siquiera que Trump vaya a tener una actitud de hidalgo caballero que acepta graciosamente la derrota. Cuando el 13 de diciembre de 2000, 36 días después de la elección, Gore aceptó la derrota, hizo un llamado a todos los estadounidenses a “unirse detrás de nuestro próximo presidente” y manifestó que “ojalá lo cerrado del resultado pueda servir para recordarnos que somos un solo pueblo, con una historia compartida y un destino compartido”. Como observa ácidamente The Economist, “hoy esas palabras suenan como un despacho emitido en otro país” (TE 9210, 5-9-20).

Lo que cabe esperar ahora es exactamente todo lo contrario: Trump “niega toda posibilidad de que pueda perder una elección justa. ‘La única manera de que perdamos esta elección es si la elección es amañada’, advirtió a sus seguidores en agosto pasado. No puede haber ninguna duda de que, en caso de que pierda, va a decir que le robaron la elección” (“A house divided”, cit.).

Como si no bastara con las denuncias de 2016 sobre la intervención rusa en las elecciones yanquis (para favorecer a Trump, por supuesto), las maniobras para evitar el voto por correo –la designación de un importante donante de campaña, Louis DeJoy, como jefe del servicio nacional de correos apuntó a dar vía libre a toda clase de tropelías legales– y las medidas para desalentar el voto de las minorías habitualmente hostiles, Trump quiere asegurarse los porotos en caso de que la disputa electoral llegue al máximo tribunal, la Corte Suprema.

En una medida de una audacia (o caradurez) increíble, Trump aprovechó la muerte de una de las integrantes de la Corte, Ruth Bader-Ginsburg, para seguir llenando la Corte de jueces de sesgo ultraconservador. Recordemos que Trump asumió con una Corte con ocho de sus nueve miembros, con una vacante por fallecimiento de Antonin Scalia, el más derechista de todos. La Corte quedó con un equilibrio de cuatro conservadores y cuatro “liberals” (progres), que se desbalanceó con la designación de Neil Gorsuch, un conservador. Pero ese balance “5-4” se podría transformar en “6-3” si Trump se sale con la suya de designar a la ultra católica Amy Coney Barrett.[4]

Este escenario no es en absoluto inimaginable. Por ejemplo, el hecho de que los votos por correo se cuenten más tarde puede dar lugar a un “espejismo rojo” (por el color que identifica al Partido Republicano) en algún estado clave: “Una situación en la que Trump parece ir al frente en el momento en que la gente mira el resultado por televisión, pero queda atrás cuando el conteo avanza. (…) Si en vez de sólo tuitear que el conteo debería suspenderse, como hizo en las elecciones de medio término de 2018, Trump diera órdenes efectivas de hacerlo, esas órdenes podrían cumplirse. Casi 80 grupos de izquierda [esto es, progresistas. MY] se sumaron a la llamada Protect the Results Coalition, que busca presionar a los funcionarios electorales a seguir contando los votos más allá de lo que el presidente diga o haga. Si Trump se niega a aceptar la derrota, Sean Eldridge, fundador de Protect the Results, promete ‘una movilización en las calles sin precedentes’” (ídem).

Y aquí talla el gran fenómeno político en EEUU de este año: los millones que salieron a las calles contra el racismo y la puesta en marcha del movimiento de una nueva generación. La polarización que genera Trump en todos los terrenos, desde su negativa a condenar el supremacismo blanco en el primer debate televisado hasta la provocación de la postulación de una católica fanática para una vacante en la Corte Suprema a semanas de la elección, no es gratuita, y puede estar jugando con fuego. Ya hubo choques en las calles, con muertos incluidos, entre manifestantes antirracistas del movimiento Black Lives Matter y la ultraderecha fascista en la que muchas veces se apoya Trump. Un escenario de elección disputada y sin ganador claro, en vez de dirimirse entre las paredes de la Corte Suprema, puede rápidamente tomar estado de movilización callejera.

Como advierte con preocupación y lucidez The Economist: “En caso de una elección cerrada, EEUU podría no ser capaz de generar el consentimiento de los que perdieron. Y sin eso, las democracias están en graves problemas” (“America’s ugly election”, TE 9210, 5-9-20).

En conclusión, las mejores chances hoy son para el demócrata Biden. Pero ni el sistema electoral, ni la voluntad de Trump de pelear la elección con buenas y sobre todo malas armas, ni el eventual polvorín en que puede convertirse el día del recuento autorizan a dar nada por cerrado. Trump fue una sacudida desagradable para muchos, incluido el establishment político y económico estadounidense. Es muy probable que no se vaya sin dar lugar a más sacudidas desagradables, esta vez para el conjunto del régimen yanqui, la menos democrática de las “grandes democracias”.

 


[1] Todo el manejo comunicacional de la internación de Trump fue un dislate de marchas y contramarchas, empezando por la torpeza del médico del presidente, el comandante de la Armada Sean Conley, siguiendo por los rumores alarmantes que habría ventilado el jefe de gabinete, Mark Meadows, y terminando por las declaraciones y actos del propio Trump. El presidente, según Vanity Fair, dejó imagen de “paciente rebelde y negador” que “tuvo dificultades respiratorias, debió recibir oxígeno y recién se convenció de internarse cuando la fiebre le subió a 39 grados y medio” (M. Falak, Ámbito Financiero, 5-10-20).

[2] Todos los analistas dan por sentado que los demócratas mantendrán su mayoría en Diputados. En cambio, la elección al Senado está mucho más disputada. De los 100 senadores se eligen ahora 35; la actual mayoría republicana es estrecha (53 a 47) y está en peligro. Un reciente informe del Economist calcula que los demócratas tienen 47 escaños “seguros o muy probables”, más otros 3 “probables”, contra 43 y 5, respectivamente, de los republicanos, y dos bancas (Iowa y Georgia) de resultado muy incierto (“The donkey’s long tail”, TE 9213, 26-9-20).

[3] Desde 1952, el candidato que encabezaba las encuestas ganó en el voto popular –es decir, obtuvo más votos que su adversario–, lo que, en el disparatado sistema indirecto yanqui, no necesariamente significa ganar la elección, ya que se votan electores por estado, que se asignan en bloque y sin proporcionalidad (“Shorting volatility”, The Economist 9210, 5-9-20).

[4] El desbalance sería tremendo porque recordemos que los jueces de la Suprema Corte son vitalicios; Gorsuch tiene 53 años y Barrett 48. De esta manera, Trump, incluso en caso de perder, dejaría una herencia hiperconservadora en la Corte Suprema yanqui que podría durar décadas (“From RBG to ACB”, The Economist 9213, 26-9-20. Digamos que Barrett es no sólo católica fanática sino miembro de un grupo-secta, People of Praise, que enseña, entre otras cosas, que la esposa jamás puede cuestionar la autoridad del marido. Su parecido con la ideología de la distópica Gilead, de The Handmaid Tale, le valió innumerables memes en las redes.